domingo, 29 de diciembre de 2013

Verdades y los sociólogos - Jose Luis Alvite

Verdades y los sociólogos - Jose Luis Alvite

A los sociólogos les gusta mucho estudiar el comportamiento de los colectivos humanos porque ése es exactamente su trabajo, aunque luego resulta que la sociología se pone al servicio del espectáculo y los expertos llegan a conclusiones que nada o casi nada tienen que ver con el pensamiento o con la conducta real del pueblo llano. Es como si creyesen que el reflejo de la realidad carece de interés para el público y prefieren mostrarnos estudios en los que la espectacularidad de las conclusiones prima sobre la discutible minuciosidad científica del trabajo. Por eso resultan tan sorprendentes las noticias que proliferan sobre el comportamiento de los ciudadanos, que raras veces se reconocen al leer las conclusiones a las que llegan los sociólogos. Es como si en vez de contarnos la realidad, pretendiesen inventarla, no sé si por el placer de ser originales, o porque creen que al pueblo hay hurtarle la realidad y contarle lo que se supone que espera o necesita escuchar.

Con motivo del éxito de España en el Campeonato del Mundo de Fútbol de Sudáfrica, millones de españoles salieron a la calle a demostrar su satisfacción por una conquista histórica y lo festejaron con el ruido propio de un pueblo con escaso sentido de la discreción. Que la ciudadanía se mueve por emociones lo sabe cualquiera, aunque los sociólogos se encargarán también ahora de hacer sorprendentes descubrimientos sobre el sentir popular. Yo tengo poca fe en los sociólogos, casi la misma que tengo en los profesionales de la psicología, y creo que más que reflejar la realidad, lo que intentan es provocarla, como cuando la infundada noticia de que un criminal merodea el barrio pone en guardia a todo el vecindario y en un momento de máxima tensión alguien arremete por error contra el tipo inocente al que supusieron un peligroso asesino. Al final ocurre que es la prevención del miedo lo que conduce al pánico, igual que en una conversación la insistente referencia al intenso sabor de los polvorones acaba por despertar la sed.

¿Hay misteriosas u oscuras razones por las cuales el pueblo sale masivamente a la calle? Lo dudo. El pueblo siempre se echa a la calle en extremas circunstancias de dolor, de felicidad o, lisa y llanamente, huyendo del peligro. En este caso el pueblo sale a la calle para celebra un éxito que se considera infrecuente, incluso milagroso, en un país en el que históricamente lo colectivo solo se ha organizado medianamente bien si se trataba de plantarle fuego a los conventos o si había que luchar en una guerra. En la democracia de vez en cuando nos sacaba a la calle la respuesta coral al terrorismo o la huelga general, dos instituciones para las que no se requiere entrenamiento. A pesar de que estamos pasando uno de los peores momentos políticos y económicos de los últimos cuarenta años, los sindicatos hacen lo posible para que el pueblo permanezca en sus casas y es el fútbol lo que nos saca a la calle. No hará falta que los sociólogos le busquen alguna explicación compleja a lo que solo es una vieja y simple emoción. Nuestros políticos llevan años tratando de inculcarnos la idea de que para ser europeos no hay que echarse a la calle, sino salir de ella, como hacen los pueblos sin sexo, sin furia y sin sol. Llevaban camino de conseguirlo por la carestía de la vida, por el aumento del desempleo y porque la calle es ahora mismo más inquietante que la cárcel, pero un gol en Sudáfrica nos recuerda que somos una sociedad emocional, cálida, impulsiva… un pueblo incandescente, sexual y carnívoro, que ya no ama la sangre, como antes, pero se pone fácilmente cachondo con la idea de aprovechar el cansancio para pelear, y el insomnio, para soñar. Los sociólogos encontrarán sofisticadas razones científicas con las que explicar el callejeo feliz y colectivo que nos trajo el gol de Andrés Iniesta, aunque aquí todos somos mayorcitos y sabemos que el entusiasmo con el que prendemos ahora la llama del patriotismo es descendiente directo del que no hace tanto nos sacaba a la calle con una tea en la mano para quemar a los curas. Somos un pueblo entregado al imperio de las pasiones, y a aunque la educación y la cultura moderaron nuestra voracidad, en el fondo todavía alienta en nosotros la vieja tentación de amar con el mismo dolor que si odiásemos. Yo creo que late en el pueblo español una inquietante y patriótica propensión incendiaria. Asfixiamos con afecto a nuestros héroes y ya no dejamos que ardan los conventos, es cierto, pero yo creo que eso no es una conquista moral del pueblo llano, sino un éxito momentáneo de los bomberos, esos ciudadanos españoles que jamás apagan el fuego sin ensañarse con las llamas.