miércoles, 24 de agosto de 2022

Depresión - Manuel Marín

 Depresión - Manuel Marín

Hoy la enfermedad mental ajena duele como una estaca en el pecho porque es el amor lo que se marcha con desgana y Nunca hice el menor esfuerzo por entrar en la cabeza de un depresivo. Siempre achaqué, no sé, un trastorno bipolar a la influencia de algún guion de cine, a cosas de películas que nunca suceden cerca de ti, y que incluso tienen un punto de fingimiento y autocomplacencia en la propia enfermedad. Como tú no has sido diagnosticado, y además la depresión no forma parte de tus esquemas vitales porque disfrutas de tu trabajo, porque tu vida familiar es compleja pero siempre aceptable, porque los problemas surgen y se resuelven, porque de un modo u otro tiendes hacia el máximo grado de felicidad posible, y porque la tolerancia a las frustraciones y decepciones funciona mal que bien…, como todo eso ocurre en ti, reprochas al otro, al enfermo, que exagere de forma sobreactuada, que se regodee en su drama, y que se aísle apresado por su propia mentirijilla porque antes o después se cansará de ella.

Y le achacas victimismo para ser el centro de atención, como si en lugar de ser rehén de ese trastorno, viviese satisfecho, perdido en su particular síndrome de Estocolmo, secuestrado por su propia desgracia, y sometido a un deseo voluntario de sentirse depresivo solo porque sí. En mi imaginario, el depresivo siempre lo fue en tanto en cuanto no hace el suficiente esfuerzo mental, personal y emocional para escapar de su laberinto. Otra vez, y van muchas, me equivoco. En realidad es mi depósito de empatía el que está averiado, y no el complejo mapa neurológico de quien se aloja en sí mismo, ya sin vivir en otros, porque su distancia mental de lo que ocurre a su alrededor le insensibiliza tanto que se convierte en insalvable.

Ahora, con la depresión golpeándote tan de cerca, con los deseos de tu propio entorno de morir incluso como válvula de escape, como remedio final porque ya no late el pulso vital que reanime ni un resquicio de la conciencia, me arrepiento de haber contemplado siempre al depresivo, al ansioso o al compulsivo como a un cuentista que solo se daba un respiro de la vida. Como si fuera irrelevante y dos o tres pastillas fuesen a reparar cualquier engranaje mental en dos meses. No era eso. Hoy la enfermedad mental ajena, que siempre juzgué injustamente y con la soberbia de quien se siente 'normal', duele como una estaca en el pecho porque es el amor lo que se marcha con desgana y sin despedirse.

La depresión no solo corta el vínculo que te une a la rutina de una vida mecanizada que pierdes mientras arrastras los pies en el día a día y deja de importarte todo. No. En realidad la depresión mata el amor, mata el regusto de la euforia cuando la alegría te inflama, y mata hasta el dolor cuando alguien se te marcha con la aorta destrozada sin siquiera despedirse… y casi te da igual porque alguien a tu lado también está en lista de espera, muerto en vida. Desde ahora comprenderé lo que siempre minimicé. Por salud mental.

lunes, 15 de agosto de 2022

Ahora somos un país de genios - Arturo Pérez-Reverte

 Ahora somos un país de genios - Arturo Pérez-Reverte


e dicho y escrito varias veces, en los treinta años que llevo firmando esta página, que si en España hubiese un juicio de Nuremberg sobre crímenes contra la Educación, o sea, un ajuste de cuentas con los responsables del disparate en que se han convertido nuestros colegios y universidades, faltarían sogas para ahorcar a tantos presidentes de gobierno, ministros y consejeros autonómicos del ramo que serían declarados culpables. Aunque echaran al asunto horas extras, los verdugos no iban a dar abasto. Y no me importaría aguantarles el cubata.

Escribo hoy con extrema indignación, así que no intento ser ecuánime. Estoy encolerizado; y como la reparación es imposible –demasiado tarde para arreglar nada–, me gustaría al menos conseguir venganza: ver a esos golfos y analfabetos de distintas ideologías sentados ante un tribunal, con pinganillos en las orejas para traducción simultánea en todas las lenguas de España, incluidas el bable, la fabla y el panocho. Quisiera oír a un fiscal enumerar sus desmanes y describir el triste paisaje que dejan detrás, el futuro que aún pretenden volver más chato y mediocre, la sucia contumacia con que se empeñan, no en elevar el nivel de los alumnos hasta la excelencia, sino en rebajar el nivel de la excelencia hasta la mediocridad. En ponerlo a la misma altura que tienen sus pobres, venales, corruptas inteligencias.

Hoy no intento ser ecuánime. Estoy encolerizado; y como la reparación es imposible, me gustaría al menos conseguir venganza

Resulta que ahora, según ellos –ese ellos incluye a muchas ellas– y gracias a su esfuerzo acumulativo de décadas psicopedagógicas, nos hemos convertido en un país de maravillosos genios. Los alumnos que dejan el bachillerato lo hacen ya con una nota media de 8 en toda España. Nadie suspende, el notable es fácil de alcanzar y el sobresaliente se ha hecho tan común que apenas llama la atención. Uno de cada cuatro chicos deja el cole con esa media. Sólo tres de cada cien acaban con una nota de 5 o 6 puntos: la mayor parte de los que se presentan a EBAU, antes Selectividad, llega con una media de notable o sobresaliente. En Andalucía, por ejemplo, noventa y nueve de cada cien alumnos; lo que convierte a los jóvenes andaluces –y también a los murcianos, asturianos, canarios y aragoneses– en los más brillantes de Europa, o casi.

Para prolongar tan fascinante milagro en Bachillerato, la Selectividad ya no selecciona una puñetera mierda. Mientras que hace tres décadas aprobaban siete de cada diez alumnos, hoy ninguna autonomía española baja de nueve (País Vasco 98%, Castilla y León 97%, Aragón 96%...). Cosa lógica si consideramos que la idea repetida de nuestra chusma gobernante era y sigue siendo que nadie se quede atrás. Que todos los chicos, dicen, tengan las mismas oportunidades. ¿Quién puede oponerse a eso? Pero en vez de estimular al alumno que lo merece para que se mida con los mejores, dándole todas las oportunidades, lo que incentivan esos imbéciles es la indiferencia y el mínimo esfuerzo, penalizando a los que de verdad estudian y luchan por conseguir la excelencia; reventando a los mejores y premiando a los vagos y los mediocres. Y como, además, los criterios cambian según cada autonomía y no existe un patrón común, sino diecisiete que se hacen la competencia, cada vez es más complicado seleccionar a los buenos alumnos para los estudios más duros y competitivos, y muchos jóvenes brillantes se quedan fuera, asfixiados por el desmadre común. Con lo que el mérito del esfuerzo unido a la inteligencia, único ascensor social que permite a los chicos alcanzar con justicia lugares de excelencia, desaparece en favor de quienes poseen medios económicos para estudiar en el extranjero o en universidades privadas, o pagar másteres carísimos que los llevarán a los mejores puestos de trabajo en España y, si tienen suerte, fuera de ella. Élites, en fin, a las que otros jóvenes desilusionados, frustrados, en posesión de títulos y diplomas que no valen ni la tinta de quien los firma, quedan condenados a no acceder jamás.

¿Cómo no encolerizarse ante un panorama que no tiene arreglo ni vuelta atrás? ¿Cómo no maldecir la ineptitud y cinismo de los gobernantes, la sumisión cobarde de centros escolares y universidades, la complicidad idiota de tantos padres, la hiperprotección que dejará a los chicos indefensos cuando la vida real llame a la puerta? ¿Cómo no desear que pague sus desmanes, aunque sólo sea con bofetadas dadas con la mano abierta, esa gentuza incompetente que, no satisfecha con vaciar de contenidos la educación escolar y universitaria, juega al aprendiz de brujo financiando su golfería y disparates con el dinero de nuestros impuestos? ¿Cómo tener hijos y no ciscarse cada día en la puta que parió a quienes los condenan a la mediocridad y el desengaño?


La era del ahorro - Pablo Montes

 La era del ahorro - Pablo Montes


Vamos de cabeza hacia un cambio radical del concepto ahorro. Hasta la fecha este término lo aplicábamos en un contexto muy doméstico y monetario. Había que ahorrar para irnos de vacaciones, para comprar un coche o simplemente para tener un colchón por si las moscas. En cierto modo ese afán economizador nos venía impuesto por nosotros mismos. Sin embargo, todo va a cambiar de un plumazo. A partir de este otoño vamos a tener que guardar la ropa porque en el mercado no habrá más prendas que comprar. Y eso es una sensación que la mayoría de europeos no hemos vivido en las últimas cuatro décadas. Es algo similar a lo que ha ocurrido con el agua en tiempos de sequía. Todavía recuerdo los veranos en La Vellés cuando a eso de las nueve de la noche apenas salía un hilo de la ducha. Y eso que mi pueblo nunca ha tenido que recurrir a la ayuda de las cisternas porque tiene una joya llamada ‘pozo artesiano’ que no ha dejado de dar agua. Pero este verano numerosos municipios se han tenido que poner serios para evitar que el agua se malgaste. Nada de lavar coches, llenar piscinas y regar jardines. Da igual que lo puedas pagar, el líquido elemento escasea y hay que apechugar.

Precisamente eso es lo que más va a costar explicar. Que aunque estés pocho de dinero puede que no tengas a tu disposición algo tan básico como el gas para calentar tu casa. Aunque no quieras ahorrar y guardar la ropa no te quedará más remedio que hacerlo porque nos encontramos ante un problema global. Nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo donde con billetes se compra todo menos la felicidad. La pandemia nos dio una lección en ese aspecto. Sobre todo cuando llegaron las vacunas y los que más tienen tuvieron que esperar con todo el dolor de su corazón a que les llegase su turno para recibir el pinchazo. Una bonita cura de humildad. Ahora vamos a caminar en la misma línea. Los gobiernos van a seguir imponiendo medidas de ahorro que habrá que cumplir si queremos tener suministros suficientes. Ya hemos empezado con la limitación de la temperatura del aire acondicionado y la iluminación nocturna, pero a buen seguro que llegarán más. Eso sí, que no pretendan hacernos pasar por determinados aros si los que marcan esas pautas caen en la incoherencia más absoluta. No nos pueden pedir que nos apretemos el cinturón si apuntalan día a día el Gobierno más pantagruélico de la historia. O no nos pueden exigir que los escaparates corten la luz a las 22:00 horas si por otro lado fomentan que se usen coches eléctricos que necesitan ocho horas de carga para que anden apenas 100 kilómetros.

Lo que parece claro es que los recursos ya no son infinitos. No lo es el agua, algo tan básico y necesario. Si la sequía se prolonga vamos a pasar verdaderas penurias en las que tocará apretarse los machos y dejar de emplear el líquido elemento en cosas superfluas. Va a pasar con el gas si la guerra de Ucrania se prolonga y no encontramos alternativas fiables y baratas al que viene de Rusia. Habrá que empezar a replantearse la situación de numerosas comunidades de vecinos absolutamente ineficientes donde algunas viviendas superan los 30 grados y necesitan abrir las ventanas. Tendremos que preguntarnos de una vez por todas qué modelo energético queremos para este país. Sin prejuicios ideológicos ni ideas preconcebidas. Reuniendo a los mayores expertos en este ámbito para que planteen propuestas razonadas y razonables. Si la solución es la energía nuclear, adelante. Si se puede vivir a base de renovables, adelante también. Pero basta ya de enfangar todo con malditas ideologías basadas en la más absoluta de las ignorancias.

Se avecinan tiempos críticos en los que muchos de los pilares que dábamos por anclados se van a desmoronar como una castillo de naipes. Toca adaptarse como siempre lo ha hecho el ser humano. Eso sí, con la mente abierta y sin demagogias ni populismos.

lunes, 8 de agosto de 2022

El caballero de Zafrón - Daniel Caro

 El caballero de Zafrón - Daniel Caro


Muchos son los conocedores de esto que narro. Durante años, fue uno de los grandes comentarios de las comarcas del norte y oeste de la provincia de Salamanca. Y quien más y quien menos, cualquiera que hubiera pasado por aquel lugar, habrá posado su vista en tal escena. Aunque quizá no haya reparado en la iteración de aquella situación que no atendía a las estaciones del año. Yo soy demasiado joven para recordar cuándo comenzó. Igual alguien de más edad podría delimitar tal acto en el tiempo. Sin embargo, sí fui consciente de cuando terminó. Un día pasas y ¡puf!, el protagonista había desaparecido. Eso sí, durante un tiempo el atrezo quedó inmóvil.

Sabido es por los conductores que la CL-517 es un camino soporífero. Al menos hasta el imponente puente que salva la parte de las Arribes del Huebra a la altura de Cerralbo, momento en el que la orografía y el ecosistema empiezan a colorear otros horizontes. Y he de reconocer que al llegar ahí es cuando empiezo a sentir que he llegado a mi tierra. Pero hasta ese hito, lo cierto es que tal vía (que hace tiempo, si a alguna Administración le hubiésemos importado lo más mínimo, sería una autovía) presenta un paisaje con menos gracia que los programas de Bertín Osborne. Por eso aquella escena que se producía a la altura del olvidado pueblo de Zafrón resultaba anecdótica para conductores y acompañantes.

Zafrón, a día de hoy, es uno de esos pueblos incógnita. De hecho, más allá de los diez segundos que lleva el cruzar su casco urbano, la gente debe preguntarse si realmente vive alguien allí. Incluido un servidor, que desde que ya no vio más aquella silla ocupada, dudaba de la existencia de algún vecino. De hecho, recuerdo viajar hacia Lumbrales en el maltratado autobús que hace esa ruta cada vez a unos precios más desorbitados, cuando nos sobresaltamos por una parada inesperada. ¿Por qué paraba ahí si no tocaba? ¡Era Zafrón! Pero mayor sorpresa nos llevamos los usuarios cuando del coche de línea se apeó un jovencito. “Este se tiene que haber equivocado”, fue el pensamiento colectivo.

De hecho, me gusta pensar que aquel muchacho debía de ser familia de aquel caballero. Aunque solo fuese por romanticismo y justicia divina. Y es que aquel hombrito, el hombrito de Zafrón, sin pretenderlo, se había convertido en un hito de la idiosincrasia de aquella parte de la provincia. Siempre puesta en torno al kilómetro 27, se podía observar una silla desconchada a la puerta de una casita de construcción tradicional. En frente del posteriormente recuperado dolmen. Y salvo que lloviese o fuese de noche, aquel hombre ocupaba su silla. Impasible. Impertérrito. Quizá algo sobresaltado por el trajín que tiene esta carretera el Día del Almendro. Pero allí estaba siempre. O casi. Probablemente absorto en pensamientos tan íntimos que solo él pudo conocer. Viendo la vida pasar. Esperando encontrar algún estimulo sentado a la sombra de su vivienda.

Habrá quien sepa qué fue de aquel señor. Si sus días acabaron ya o decidió irse a una residencia. Si tenía familia o no. Si había sido agricultor o había trabajado en la mina de Golpejas. Lo que sí sabemos es que allí quedó su imagen. Como grabada. Aquel viejo sentado en su sentajo. O más bien, aquel caballero sentado en su trono. Escudriñando cómo los coches se modernizaban, pero cada vez pasaban con menor asiduidad. Cómo la Administración pasaba de su pueblo hasta el punto de ser el único de toda la vía en el que no hay lomos de asno. Cómo sus vecinas emigraban. O fallecían. Cómo gobierno tras gobierno se olvidaban de aquel rincón del mundo, desaprovechando las exclusivas infraestructuras existentes cuando la CL-517 llega a su fin. Cómo aquella tierra, su tierra, nuestra tierra, moría, mientras él permanecía allí sentado sin inmutarse.