miércoles, 26 de septiembre de 2018

“Una adopción fallida es lo más parecido a que se te muera un hijo” - Manuel Jabois

“Una adopción fallida es lo más parecido a que se te muera un hijo” - Manuel Jabois

Un 2% de los 70.560 procesos realizados en España desde 1996 ha terminado mal
Sucedió en España. Después de un largo proceso, una pareja cumplió su sueño de tener una hija. La adoptaron en Ucrania cuando ella tenía dos años. Desde el principio su madre vio que la niña no se conseguía adaptar ni a un nuevo país ni a una nueva familia. Sentía cada día el sufrimiento de la niña, que creció rebelándose contra todo y contra ella misma. Su madre decía de ella que era como una mariposa encerrada en su crisálida, que solo se podía ver e intuir porque permanecía aún encerrada sin poder volar. Durante años, la mujer trató de que su hija la quisiese y de que viese que aquella casa era un hogar y aquella familia la suya. Fue en vano; a los 16 años la chica se suicidó. Lo hizo “harta de no encontrarse”, según le contó su madre a la escritora Yolanda Guerrero. La mujer nunca dice que su hija murió: su hija “se fue”, y lo hizo para dejar de ser crisálida y convertirse por fin en una mariposa libre. La que lleva su madre desde entonces tatuada en el tobillo.

La niña contaba 12 años cuando se le diagnosticó trastorno del apego, habitual entre niños abandonados. Tenía dificultades graves para dar y recibir afecto, a causa de experiencias emocionales traumáticas durante el primer año y medio de vida. Fue tarde para ella y para sus padres. Guerrero publicó el año pasado El huracán y la mariposa (Catedral). La autora, periodista de EL PAÍS durante más de 20 años, ficcionó una adopción fallida, algo que ella vivió personalmente. Prefiere no hablar de su caso (“hubo dos personas en esa historia, dos ya adultas, yo soy solo una de ellas”), pero sí refiere a este periódico varias adopciones con las que trazó su historia tras documentarse. En su novela, por ejemplo, cuenta la historia de una madre que adopta a una niña de siete años que desenvuelve, con el tiempo, un odio enfermizo hacia ella, a la que empieza a atacar y golpear cuando crece. Está basada en una historia real, la de la desesperación de una mujer que, rendida, prefiere que algún día su hija la mate antes de abandonarla de nuevo. Hasta que su psicólogo le hace ver que el crimen también arruinaría para siempre la vida de su hija. Entonces se dirige a la Administración y pide que se hagan cargo de ella.
Con esta historia Guerrero rompió un silencio y un estigma: el de las adopciones que salen mal, un porcentaje ínfimo en el total de los procesos que se llevan a cabo en España. Según el Observatorio de la Infancia, 70.560 menores fueron adoptados en España (54.000 en el extranjero) entre 1996 y 2016; de esas adopciones, explica Jesús Palacios, catedrático de Psicología Evolutiva de la Universidad de Sevilla, alrededor de 1.440 fueron fallidas. Un porcentaje de un 2% en España, cuando en Europa asciende al 4% y en Estados Unidos llega a ser del 10%. Los menores regresan entonces a los centros a la espera de una nueva adopción, cada vez más complicada.
Llamada por el título, El huracán y la mariposa, la madre con una mariposa tatuada en su tobillo contactó con Guerrero. No fue la única. El año pasado, en la librería Teseo de Fuengirola, un hombre de unos 60 años cogió el micrófono en la presentación del libro y contó su experiencia: su mujer y él adoptaron a dos hermanos que también padecían, sin saberlo sus padres adoptivos, el trastorno del apego. La familia vivía en un pequeño pueblo. De puertas afuera, era la familia ideal; de puertas adentro, un infierno que finalmente desbordó la puerta de casa. Los episodios violentos de los ya adolescentes hicieron que el pueblo, y su propia familia, diesen la espalda a los padres “por no saber educarlos”. El hombre terminó su intervención llorando: “Los culpables sois vosotros, nos repetían”. Su mujer cayó en el alcoholismo y él en la depresión. Se acabaron marchando del pueblo.
El trastorno del apego es habitual entre niños abandonados
“La adopción”, advierte Jesús Palacios, “es uno de los mejores y más potentes recursos de protección infantil. Lo bien que ha cambiado la vida para los padres y para los niños es indescriptible”. A raíz de la fallida adopción de la niña india, entregada a la Administración por sus padres tras comprobar que tenía 13 años y no siete como les habían dicho, los medios han puesto el foco (también este) en las adopciones que no funcionan. Pero estos casos, repite Palacios, representan el 2% del total. Eso no quiere decir que los procesos de adopción sean historias siempre “maravillosas”: son “historias de educación, de crecimiento”.
Una idea ingenua
Ana Fernández Manchón, psicóloga clínica que lleva más de 20 años atendiendo a familias que han adoptado hijos, dice que cuando un proceso de adopción se interrumpe, con lo que más se ha encontrado “ha sido con familias poco preparadas y poco sostenidas”. “Familias que no conocían realmente lo que era una adopción, que tenían una idea ingenua y ligera del proceso. Se encontraban con una realidad que no podían asumir. Y tampoco encontraron a tiempo apoyos de profesionales o de la propia red familiar”.
Yolanda Guerrero señala algo en lo que mucha gente cae: ni adoptar es un acto de caridad, ni los niños tienen que estar agradecidos. “A veces te encuentras con noticias referidas a hijos adoptados y escuchas, muy habitualmente, comentarios del estilo 'fíjate, con lo que hicieron sus padres sacándole de este y otro sitio. Eso no es así”. La psicóloga clínica Montse Lapastora, una profesional con años de experiencia en adopciones a sus espaldas, advierte de las expectativas, que suelen ser desmesuradas. “Y las expectativas de las familias no se suelen cumplir, porque no todo es feliz. Muchos padres piensan que con cariño se arregla. El cariño no basta. Es imprescindible, pero no basta. Se requieren más cosas”. Lapastora coincide en esto con Guerrero, que suele decir que “con amor no se consigue todo”. “Es una frase bonita pero no es verdad. Conozco experiencias suficientes como para saberlo: no todo se soluciona con amor”. Montse Lapastora ha tratado familias con hijos adoptados a los pocos meses que nunca han consentido que sus padres les den un beso porque, simplemente, no soportan que nadie les toque. “Y los padres siguen luchando día a día, les llevan a terapia y hacen lo que sea”, refiere. Porque se habla, matiza, de padres que no pueden más y ceden la tutela, pero hay otro tipo de fracasos, encubiertos: “Como no pueden hacerse con ellos, los mandan a estudiar fuera”.
Una psicóloga ha escuchado más de una vez: "¿Me pasará lo que a Asunta?"
No hay adopción sin adversidad, explica Palacios desde Sevilla. “No hay adopción sin experiencias complejas para el niño. Niños que han sufrido maltrato, abandono, negligencia, experiencias institucionales prolongadas no siempre en buenas condiciones. Vienen con heridas emocionales. Y con un enorme potencial para crecer y adaptarse, y para salir adelante: son niños increíblemente fuertes. Tienen una enorme fragilidad por sus experiencias acumuladas, pero también una enorme capacidad de adaptación y para salir adelante. Para intentar hacer feliz a alguien, para desear que alguien les haga felices. Son niños fantásticos, en general”. Ocurre que estos niños han aprendido a desconfiar. “Ya no ven al adulto como fuente de protección sino como un peligro, porque los adultos para ellos han sido peligrosos antes”, dice Palacios. “Les han hecho daño, les han abandonado, les dijeron cuánto los querían y les daban palizas, les dijeron cuánto los querían a condición de que no dijesen a nadie lo que estaba ocurriendo entre ellos”.
“Yo lloraba y no sabía por qué”, empezó a hablar un chico en unas jornadas sobre adopción y apego organizadas por Afamundi en Santander en octubre el pasado año. “Lloraba y creía que no se acabaría nunca. No sabía de dónde venía ese llanto, pero aprendí a vivir con él”. Hasta que tuvo la ayuda profesional de su psicólogo, Alberto Rodríguez, presente en esas jornadas. Él le enseñó, dijo, que sí se podía acabar alguna vez con aquello.
El promedio de las adopciones que terminan mal es de cinco o seis años de convivencia. “Las familias no tiran la toalla a la primera dificultad, no es una decisión caprichosa”, dice Palacios. Si la adopción es problemática, la mayor parte de las familias luchan durante años para sacarla adelante. Si no, llega el luto. Lo cuenta Ana Fernández Manchón: “Una adopción fallida es lo más parecido a que se te muera un hijo. El duelo que tienen que hacer los padres por un hijo adoptivo que no pueden criar es un desgarro. A veces se piensa que es una frivolidad, y que los padres devuelven algo que no les gusta. No, no es un objeto, es un hijo. La fractura y el dolor que se produce en los adultos que adoptan y tienen que renunciar, después de tantos años de ilusión y espera, es tremendo. Y en cuanto al menor, la herida es casi irreparable. Un menor viene de un abandono, ya se cuestiona a sí mismo ('no debo de ser bueno, no debo de tener condiciones, porque me han abandonado'); imagina que ese niño llega a una familia en la que espera tener los padres que le faltaron y se encuentra con un nuevo rechazo”.

Porque un hijo adoptivo “es un hijo a todos los efectos”, sentencia Montse Lapastora. Y no hay más abandonos de padres adoptivos que de padres biológicos. Ocurre que en padres adoptivos es más llamativo. “El caso Asunta, por ejemplo. Unos padres mataron a su hija, punto. A su hija. Era su hija, sin apellido. No su 'hija adoptiva'. Y cuando se insiste en que la hija es adoptiva puede ocurrir lo que me pasó a mí en el centro, donde hubo niños que me preguntaron antes de ser adoptados: '¿A mí me va a pasar lo mismo que a Asunta?'”.

Barrio Sésamo, 123 - Eduardo Jordá

Barrio Sésamo, 123 - Eduardo Jordá

La relación entre Epi y Blas
A mi hijo no le gustaban demasiado los episodios de Epi y Blas. Prefería a la rana Gustavo, a Bluky, al monstruo de las galletas, a Paco Pico, al conde Draco o a la cerdita Peggy (uno de sus capítulos favoritos era el de la boda en una iglesia entre la rana Gustavo y la cerdita Peggy). Como mi hijo nació cuando ya no se emitían los programas de "Barrio Sésamo", los teníamos que ver en recopilaciones de vídeo. Yo tampoco los había visto en su día (a mí me pillaron demasiado mayor), así que pude descubrir un mundo que me fascinaba y me sigue fascinando. Y mis personajes preferidos, claro, eran Epi y Blas, aquella pareja de amigos que vivían en el sótano del número 123 de Barrio Sésamo. A mi hijo, en cambio, le parecían aburridos. "Son tontos", me dijo un día. Y otro día hizo un comentario más misterioso aún: "Parecen personas mayores".
Supongo que se refería a que Epi y Blas llevaban una vida muy casera. Tenían una salita de estar con dos sillones y un florero, tenían una cocina, tenían un baño con una bañera y tenían un dormitorio con dos camas (y con su foto colgada en la pared). A Blas le gustaba leer libros y leer el periódico cómodamente sentado en su sillón (y podemos imaginar que con las pantuflas bien puestas), hasta que llegaba Epi y le interrumpía con su patito de goma o con sus preguntas absurdas o sus caprichos inexplicables. Epi era simpático, tontorrón, miedica, curioso. Blas, en cambio, era circunspecto, serio, responsable, gruñón (y muy paciente). Epi se pasaba la vida haciendo preguntas. Y Blas se pasaba la vida contestándoselas. Un día, si no recuerdo mal, Epi tuvo la feliz idea de guardar los cubitos de la nevera bajo una manta eléctrica. Cuando fue a buscarlos, se encontró con que donde había cubitos ya solo había un charco de agua. Y como es natural, el pobre Blas tuvo que explicarle por qué había ocurrido aquel desastre.
Estaba claro que Epi y Blas representaban dos visiones antagónicas de la personalidad humana, igual que don Quijote y Sancho o Mr. Pickwick y Sam Weller o el Gordo y el Flaco. Epi era ingenuo, impetuoso, alocado, y si pudiera votar, seguramente votaría a la izquierda. Blas, en cambio, era un personaje serio, paciente y gruñón que seguramente tendría ideas conservadoras. Pero los dos personajes opuestos -el optimista y el gruñón, el alocado y el circunspecto- vivían juntos en una misma casa, compartiendo incluso el dormitorio, porque los creadores de Barrio Sésamo querían hacer ver a los niños que dos personas muy distintas podían convivir juntas y aprender la una de la otra y descubrir que la vida era mucho más interesante cuando uno podía compartirla con alguien más. Por eso, supongo, mi hijo veía a Epi y Blas como dos personajes aburridos, y peor aún, como dos personajes mayores. Pero es que estaban concebidos para ser eso: una pareja que convivía y chocaba y se impacientaba y tenía que aprender a tolerar la forma de ser del otro, con sus caprichos y manías, con sus interrupciones y sus incomodidades.
A mi hijo nunca se le pasó por la cabeza que hubiera la menor conexión sexual entre Epi y Blas, por la sencilla razón de que mi hijo veía sus programas con cuatro o cinco años. A esa edad, sus nociones sobre la sexualidad serían más bien nebulosas, aunque el perturbado doctor Freud lo habría incluido ya en la etapa anal-sádica o de latencia genital o en cualquiera de esos campos de concentración psíquicos en que el buen doctor se empeñaba en encerrar la mente de los niños. Pero al mismo tiempo estaba claro que mi hijo veía a Epi y Blas como dos personajes "mayores" que no tenían nada que ver con Peggy ni con la rana Gustavo ni con el conde Draco. Sus vidas parecían distintas a las vidas de los demás muñecos. Ellos tenían neveras, lamparitas, sillones, periódicos. Incluso tenían una foto de ellos dos, abrazados, presidiendo su dormitorio.

Y como es natural, un día empezó a rumorearse que Epi y Blas eran gais. Bastó que el sexo dejase de ser un tema del que no se hablaba jamás con los niños (algo que ocurrió a finales del siglo XX) y de repente las conductas sexuales lo llenaron todo. Un muñeco dejaba de golpe de ser un muñeco y se convertía en otra cosa, de hecho, en cualquier cosa. Y es normal que fuera así, porque lo que antes era un tabú, ahora ya no lo era. El creador de Epi y Blas -Frank Oz- desmintió que los muñecos fueran gais, porque lo único que había querido era crear una pareja antitética que se llevara bien. Pero el creador no es el dueño de sus personajes, ya que el lector o el espectador pueden hacer lo que quieran con ellos. Y en un mundo donde la homosexualidad es normal, lo más normal es que haya niños y adultos que vean a Epi y Blas como una feliz -y gruñona- pareja homosexual, aunque eso fuera lo último que tenía en la cabeza su creador, allá por 1969, cuando empezó a imaginar un muñeco naranja con la cabeza redonda y otro muñeco amarillo con la cara alargada como un pepino.

domingo, 23 de septiembre de 2018

El regreso de D'Artagnan - Fernando Sánchez Dragó

El regreso de D'Artagnan -  Fernando Sánchez Dragó

Rara vez sigo los debates parlamentarios. Me aburren. Tampoco leo lo que la prensa dice de ellos y apago la radio en cuanto salen a relucir. Veo el hemiciclo de las Cortes como una pecera habitada por pececillos de colores apagados que abren y cierran sus bocas sin proferir sonidos o como un tanatorio en el que los difuntos bostezan, miran sus móviles y aplauden cuando el regidor de su partido, como si estuviesen en un concurso de la tele, les dice que lo hagan. Lo siento, Señorías, pero son ustedes un coñazo. Sus intervenciones en el Congreso parecen ensaladas de quinoa. No les vendría mal sazonarlas con una pizca de uasabi. Tómese lo que acabo de escribir no como una falta de respeto, sino como el risueño desahogo de un octogenario que ya no tiene razón alguna para morderse la lengua. El pasado martes, sin embargo, cambié de opinión, aunque sospecho que no será por mucho tiempo y que enseguida volverá lo que Leopardi llamaba la quiete dopo la tempesta. Asistí, atónito, a una metamorfosis digna de Ovidio (no de Kafka ni del doctor Moreau ni de Mary Shelley). La pecera y el tanatorio se transformaron de repente en ring del Campo del Gas, en albero de Las Ventas y en tiroteo del O.K Corral. Fue D'Artagnan, digo, Aznar, el hacedor de ese milagro. El cuarto mosquetero de Dumas tardó veinte años en volver a desenvainar su estoque. Aznar, digo, el Jedi, lo ha hecho en algo menos de tres lustros. No importa. El símil se mantiene. En la derecha española, más o menos escorada al centro en dos de sus formaciones, hay ahora tres mosqueteros: Casado, Rivera y Abascal. La gravísima situación de deterioro, por no decir necrosis, que padece el país, exige que los tres líderes citados allanen sus diferencias y aúnen sus impulsos para oponerse con perspectivas de éxito a quienes en la trinchera contraria ya lo han hecho. Tiempo habrá, cuando la tempesta amaine y regrese la quiete, para que cada uno recupere su programa. Tal es la lección que se desprende de la trilogía de Dumas. Athos, Portos y Aramis, electrizados por la reaparición de su antiguo jefe, lo hicieron: todos para uno y uno para todos. Aznar, con su demoledora catilinaria, puso el otro día banderillas de fuego en el coso de la política y trazó la pauta que debería inspirar la estrategia de quienes de verdad aspiren a desalojar del poder a los responsables de la necrosis, digo, deterioro, a la que más arriba hice referencia. O eso, o el diluvio.

lunes, 17 de septiembre de 2018

Natalia Ferraccioli - Raúl del Pozo

Natalia Ferraccioli - Raúl del Pozo

Algunos lectores se han interesado por el motivo de mi ausencia en esta página. Con profunda melancolía les informo, ayudándome con el título de Faulkner: he estado al pie de la cama donde agonizaba Natalia, con la que llevaba 48 años casado. Murió a las seis de la mañana del 11 de septiembre en la habitación 309 de la clínica de San Camilo. A ella le debo gran parte de lo que soy y lo poco que tengo. Durante cuatro años Natalia ha sido sometida a esa tortura medieval que es la diálisis donde magníficos médicos la mantuvieron con vida y en los últimos días lucharon en la UCI . Dice el poeta que como un naufragio hacia dentro nos morimos, pero ella se fue con la elegancia con la que se comportó durante toda su vida. Sus últimas palabras fueron para preguntarme si había dado de comer a nuestra perrita Dana; luego, sonriendo y mirando mi ropa, como una dama romana a un celtíbero dijo: "Vas muy bien conjuntado". Por último habló en italiano.
En los últimos siete años ha sido atacada por la cruel venganza del tiempo: cáncer de estómago, de mama y fallo renal. Hemos veraneado juntos a la sombra de nuestro granado y hemos visto cómo la enfermedad aniquilaba su belleza y deformaba su esqueleto. Su destrucción me recuerda a la de Isabel de Portugal, pintada por Tiziano que tanto asombró al duque de Gandía que, al verla muerta y desfigurada, con sus bellas formas borradas, ingresó en la Compañía de Jesús. La emperatriz se extinguió, no su bravura. Ordenó apagar los candelabros para que no vieran su cara deformada y cuando le recomendaron que gritara, contestó: "Me moriré, pero no gritaré".

Alguien dijo que la ciencia no alarga la vida, sino la vejez y que prolongar la agonía es multiplicar la muerte, pero Natalia ha soportado con dulzura los últimos instantes y ha muerto una sola vez como los valientes. Estuve viendo cómo iba perdiendo la respiración y la conciencia y cómo se extinguía su bella luz. Los médicos que la han atendido -Ramón Delgado, Antonio Gómez Moreno y otros-, la han calificado de "enferma diez". Se negó a salir de la sesión de diálisis en silla de ruedas, a que bajáramos la cama de su habitación a la planta baja cuando apenas podía andar. Disimulaba su dolor para no hacernos sufrir. Era un gran dama. Que nadie diga que los italianos fueron corriendo hasta Guadalajara. No he visto un ser tan valiente como Natalia Ferraccioli. Permaneció serena aunque oía, como Adrie, la mujer de Mientras agonizo, clavar y aserrar su caja.

sábado, 15 de septiembre de 2018

El eterno retorno - Juan José Millás

El eterno retorno - Juan José Millás

Coincidí en el ascensor con los vecinos del ático, un matrimonio de gordos. En los primeros años sólo era gordo él, pero ella fue poco a poco persiguiéndolo hasta darle alcance. Dos meses después lo había adelantado. Él engordó entonces un poco más. Parecían dos corredores en el esprint final, ya a punto de alcanzar la meta de la gordura absoluta. Esto fue hace años, cuando me trasladé a ese edificio de apartamentos. Como teníamos horarios distintos, nos veíamos poco, pero creo que nos caíamos bien. Estoy seguro de que más de una vez estuvieron a punto de invitarme a su ático, desde el que se disfrutaba de unas vistas espectaculares, para cenar o tomar algo. Ignoro a qué se dedicaban, pero tomaban siempre juntos el ascensor, cuya capacidad máxima era de cinco personas. Cuando iban ellos, sólo cabía una más si era delgada, como yo.
Aquel día, en el ascensor, subiendo, parecían radiantes, como si vinieran de una fiesta y aún les duraran los efectos del alcohol. Me dijeron que iban a adelgazar. Quizá, pues, venían del endocrino. Sonreí amablemente y les deseé suerte. Empezó a perder peso él, pero ella espabiló enseguida y le sacó cuatro o cinco quilos. Cuatro o cinco quilos de menos. Emprendieron de nuevo una carrera loca, como cuando engordaban, ahora hacia la meta contraria. Cuando ellos iban en el ascensor, cabíamos seis. Ella se arregló los trajes, o se compró unos nuevos, no tengo ni idea, pero él seguía con las camisas y las chaquetas de siempre, en cuyo interior, más que moverse, su esqueleto bailaba. Llegados a este punto, se divorciaron y abandonaron el ático, primero ella y a las pocas semanas él.

Ayer los encontré en un restaurante, compartiendo una costilla de ternera de Ávila que se salía de la fuente. Habían engordado otra vez, él más que ella. Me acerqué a saludarlos y se mostraron muy efusivos. Me dijeron que habían estado en el endocrino y que iban a adelgazar. Después de aquella cena, claro. Les deseé suerte, pero llevaban escrito en la cara que la pérdida de peso los conduciría de nuevo a la separación y que, desde la separación, se lanzarían una vez más a la obesidad, donde sin duda volverían a encontrarse. Curiosa versión del eterno retorno.

viernes, 7 de septiembre de 2018

Cagada - Juan José Millás

Cagada - Juan José Millás

Exhumación Franco: Cagada
García Márquez, fascinado como vivía por los dictadores, habría escrito una novela corta genial sobre la exhumación de los restos de Franco. El Gobierno de Sánchez, según se nos dijo en julio, aspiraba a componer un relato breve, pero le está saliendo Guerra y paz. Los últimos cálculos de la vicepresidenta apuntan al mes de diciembre como la fecha más probable para levantar la losa de 1.500 kilos y proceder al desenterramiento. Un regalo de Nochebuena, en fin. Quizá los puestos de belenes de la plaza Mayor vendan este año calaveras de plástico del Caudillo para que los nostálgicos las cuelguen de sus árboles de Navidad.
Todo esto era para decir que no se ha podido hacer peor. Inexplicablemente, se le ha dado al enemigo medio año para lloriquear. El mismísimo nieto del dictador, un botarate al que arrebataron el apellido de su padre para que no se perdiera la memoria del abuelo, ha salido en las teles en plan hombre de Estado quejándose del revanchismo de la izquierda. Esa familia de mediocres, que vive impunemente de lo que nos robó el viejo, ha aparecido como víctima de una macabra acción de los enemigos de España. No es todo: un numeroso grupo de militares, o de exmilitares, ahora no caigo, se han permitido el lujo de firmar a cara descubierta un manifiesto a favor de la dictadura. Por si fuera poco, esa cagada de granito conocida como Valle de los Caídos se ha convertido en un insólito lugar de peregrinación.


No negamos la buena voluntad de nuestros dirigentes, pero alguien debería advertirles de que el infierno está empedrado de buenas intenciones. Para compensar el regalo de Nochebuena, sería fantástico que los Reyes Magos nos trajeran la renta básica universal. Pero ni siquiera está anunciada.