viernes, 30 de mayo de 2014

Hambre con raíces - José Luis Alvite

Hambre con raíces - José Luis Alvite
Yo estoy convencido de que a los hombres de mi generación nos cuesta poco dominar los vicios, perder las costumbres o renunciar a las ganancias. Desde que se prohibió fumar en los bares le he demostrado a más de uno que aunque fumo a un ritmo de un cigarrillo cada diez minutos, puedo permanecer cuatro horas seguidas sin encender un solo pitillo. Significa eso que no soy un consumidor vicioso, como algunos pretenden, sino un fumador vocacional. Sin ánimo de servir de ejemplo, a mis amigos ya les he dicho que en mi caso dejar el tabaco no sería una proeza sino un acto de desidia, la dejación de algo que forma parte de mis cualidades más reconocidas. ¿Por qué no dejo el tabaco si me resulta tan fácil prescindir de él? ¡Que tontería! ¿Y por qué no dejo el coche si puedo desenvolverme perfectamente sin su recurso? No dejo el tabaco porque me gusta fumar y porque me traen sin cuidado sus malas consecuencias. En el caso extremo de que el exceso de consumo me impida usar las manos, estoy dispuesto a cierta moderación, aunque solo sea para dejar de ser un fumador compulsivo y convertirme en un fumador empedernido. Agradezco que quienes me quieren se preocupen por mi salud, pero, ¡demonios!, también espero de ellos que comprendan que a la postre tendré que elegir mortaja y un sitio entre la tierra, y la verdad es que prefiero morir después de haberme divertido y no enfrentarme con espanto a la idea de morir rebosante de salud. Como decía, los hombres de mi generación estamos preparados para las renuncias y el fracaso. Incluso quienes ahora nadan en la abundancia recuerdan con claridad que en su día fueron apenas los hijos de los mendicantes de hace cincuenta años, aquellos tipos iletrados, cálcicos y marrones que sabían que la solvencia puede ser una conquista relativa y que nadie está libre de mendigar con una mano lo que necesite gastar con la otra. No seré yo quien hinche mi biografía alegando lejanos días de hambre en casa, pero conservo la amistad de unos cuantos de aquellos niños que hace cincuenta años tuvieron que aprender a dormir con hambre y descubrieron que por extraño que parezca, con la alucinación psicosomática del hambre un hombre puede vomitar alubias llevando tres días en ayunas. Por eso digo que aquella gente está preparada para el retorno a los malos tiempos. El problema lo tendrán quienes nacieron y crecieron en los días de la abundancia. Mucho me temo que todos esos españoles adocenados por los excesos ni siquiera podrían prescindir de la pasta de dientes. No sé como van a resolver el problema, pero creo que ha llegado el momento de que comprendan que todavía vivimos en un país en el que muchos recuerdan haber soñado con comerse sin pestañear las hojas ciegas que se suponía que brotaban a oscuras en las raíces de los árboles.

Días sin humo - José Luis Alvite

Días sin humo - José Luis Alvite
Dentro de dos días habrá acabado el tiempo de la tolerancia y ya no podré fumar en los bares. Tengo la opción de acudir a pesar de la prohibición o renunciar a mi vida en los cafés. También podría ocurrir que en un descuido encendiese un cigarrillo, alguien lo denunciase y al poco rato se me echase encima un fornido policía dispuesto a reducirme de la manera más expeditiva, como si en vez de un cigarrillo hubiese sacado del bolsillo una pistola. Lo que era un vicio se convierte ahora en un delito y a los fumadores se nos considerará un peligro social, además de un quebranto sanitario. Vivimos una era de hipocresía en la que la salud individual importa más que la decencia pública, un tiempo en el que ser nazi se considera menos peligroso que ser fumador, probablemente porque entre la pudibunda casta política prolifera la clase de idiota que considera que los vicios son siempre más peligrosos que las ideas. Tal vez olvidan que los grandes dictadores fueron siempre declarados enemigos públicos de los vicios y llevaron sus vidas con arreglo a una sobriedad que ni siquiera a sí mismos se imponían los santos. Yo creo que un hombre sin vicios tiene disponible a mayores el tiempo que necesita para tener ocurrencias como la de prohibir fumar, que es una tentación muy acorde con la personalidad de quienes –como Franco, como Hittler, como Mussolini, como Pinochet...– siempre consideraron que los vicios son una imperdonable flaqueza del espíritu, una lacra psicológica que les impediría ejercer el poder con la permanente dedicación y la férrea entereza con la que ellos lo ejercieron. Curiosamente, ninguno de los grandes dictadores tuvo jamás la ocurrencia de prohibir el consumo de tabaco en los bares. Sabían que el pueblo soporta que le racionen la cultura, pero es muy reacio a que se le restrinjan los vicios. Yo he tomado unas cuantas decisiones equivocadas en mi vida. Raras veces se me puede ver sin un cigarrillo en la mano, pero estoy seguro de que la mayoría de esos errores los cometí en uno de esos contados momentos en los que no me quedaba tabaco en el bolsillo. No es que el tabaco me vuelva más sensato, no; lo que pasa es que siempre he empleado en los vicios el tiempo que por suerte no dediqué a ser tan sensato como esos tipos de la política que se empeñan en hacernos creer que la libertad es algo que se conquista como consecuencia de ignorar sus beneficios y padecer sus restricciones.

Luis Mariñas - José Luis Alvite

Luis Mariñas - José Luis Alvite
¡Que lástima que te hayas muerto, Luis Mariñas, viejo amigo coruñés! Si aún estuvieses aquí y pudieses echar un vistazo a los periódicos de la mañana o escuchar los boletines informativos y las tertulias de radio y televisión, verías lo mucho que te apreciaban incluso quienes en su día no disimularon su intención de moverte hacia el rincón o su ilusión por destruirte. A cambio de ese sinsabor, verías que la gente de la calle sentía verdadero aprecio por ti, colega, y lo mucho que en las comidillas de las peluquerías y de los talleres se echa de menos a los tipos como tú. ¿Sabes?, al leer los obituarios me he dado cuenta de que tenías menos premios que la mayoría de tus renombrados colegas de la televisión y la verdad es que me he llevado una alegría porque en este país y en este ambiente, amigo mío, hay poca gente que se libre de la lacra de ver reconocida su labor con algunos de esos galardones desacreditados que tendrían que pesar como losas en el pecho de quienes se consideran condecorados con ellos. Ahora comprendo por qué un viejo periodista me dijo hace ya algunos años que lo peor que te puede ocurrir en este oficio es que te sientas tentado por la gloria y amenazado por el éxito. Todos quieren asomar la cabeza donde mejor les dé la luz porque este trabajo es algo de esperanza, poco sol y mucho frío. Uno ya no sabe muy bien cuál es el mejor sitio en el que estar. Nos ocurre como al náufrago cuya única opción de salvarse es aceptar que lo recoja en su bote el tipo solitario, furioso y hambriento que con toda seguridad no lo considerará una víctima, sino un bocado. Recuerdo haber hablado de esto contigo hace ya algunos años, con motivo de haber coincidido en el despacho del director de un periódico gallego. Yo atravesaba un mal momento y era casi comida para perros, y tú te quejabas de que tu carrera parecía estancada en el lodo del éxito. Jamás hablé de ti en mis columnas del periódico, amigo. Tampoco me preocupé demasiado por saber cómo te iba la vida. Tú hiciste lo mismo. Cada uno tomó su rumbo y hablamos poco desde entonces. Ahora me encuentro tu cadáver rodeado de costaleros y de elogios. Y me pregunto, querido colega, viejo amigo, si en realidad muchos de esos tipos en el fondo no estarán resentidos contigo porque les haya pisado, sin vanidad y sin aspavientos, la noticia de tu propia muerte. Ambos sabemos, Luis Mariñas, que a más de uno tendrían que entrarle tus cenizas en los ojos.

El castigo de la libertad - José Luis Alvite

El castigo de la libertad - José Luis Alvite
Quedan pocos días para que entren en vigor las nuevas restricciones con las que se pretende combatir el consumo de tabaco. No parece que el sentido de esa lucha vaya a invertirse, de modo que a partir del 2 de enero va a ser imposible fumar en los bares, lo que supone que en su lucha contra el tabaco el Gobierno lo que conseguirá de mí es que deje de tomar café. Muchos fumadores se replegarán sobre sí mismos y consumirán tabaco en la vía pública o en la intimidad, renunciando a los bares y cafeterías a los que acudían habitualmente. No sé hasta qué punto la medida redundará en un descenso del consumo de tabaco, pero estoy convencido de que será decisiva en la caída de la venta de café. En una etapa anterior de su cruzada contra el tabaco, los políticos decidieron estampar en las cajetillas mensajes advirtiendo de que el hábito de fumar acortaba la vida o podía incluso matar. No sé si hay estudios serios acerca de la repercusión de aquellas advertencias, pero estoy seguro de que, lo mismo que me ocurrió a mí, muchos consumidores lo que hicieron en vez de dejar de fumar, fue dejar de leer. Nuestros gobiernos siempre consiguen éxitos inesperados mientras intentan conseguir otros resultados, lo que explica que al PSOE se le dé tan bien que gobierne el PP. Ahora me entero de que en su rigor persecutorio contra los fumadores, la Ley reconoce la excepción de las prisiones. Un pacífico ciudadano que cumple con todos sus deberes sin saltarse las normas tiene prohibido fumar en el bar en el que paga sus consumiciones, pero podrá hacerlo en la cárcel a la que le lleven por haber asesinado al camarero que le obligó a apagar el cigarrillo. En prisión todo serán facilidades para que estudie y podrá ganar algún dinero extra haciendo pequeños trabajos que sólo producen fatiga si los dejas. A los reclusos se les ofrecen también espectáculos teatrales a los que jamás habrían asistido si tuviesen que pasar por taquilla y juguetonas chicas de pago. Y ahora, según he leído, a los presidiarios se les permitrá fumar. Yo he llevado una vida irregular y algo turbia, lo reconozco, con vicios diversos y no pocas salidas de tono, temeroso de cruzar la finísima línea que me ponía a salvo de la cárcel. Si volviese a las andadas, creo que cruzaría esa dichosa línea, aunque sólo fuese porque el castigo de perder la libertad tal vez se compensase en mi caso con el premio de fumar. Los presidios se llenarán de ansiosos fumadores hartos de las horribles restricciones de la vida en libertad. Y de vez en cuando entrarán en la cárcel los antidisturbios de la Policía para desalojar a los reos que se resistan a la salir a la calle una vez cumplida su condena. Me pregunto qué clase de sociedad es ésta en la que la salud se ha convertido en un deber y la libertad se considera un castigo...

Mamie Van Doren - José Luis Alvite

Mamie Van Doren - José Luis Alvite
De muchacho me dejaba llevar por los impulsos, y aun así, que yo recuerde, mi impulso más determinante era siempre un impulso lírico y contemplativo, es decir, el impulso de no hacer lo que tendría que haber hecho. Supuse entonces que con el paso del tiempo recuperaría el retraso y haría todo aquello que para entonces aún tendría pendiente de hacer. Me equivoqué.
No perdí mis impulsos y todavía muy a menudo me dejo arrastrar por las corazonadas más que por las razones, pero cuando me pongo reflexivo pensando en la conveniencia de tomar decisiones inteligentes, lo único que consigo es pensar bien los planes que al final dejo de nuevo sin hacer. Sigo siendo cobarde para las cosas que me acobardaron en la adolescencia, sólo que ahora soy un cobarde más reflexivo, es decir, un estoico cobarde sin excusas.
Sólo me queda ante mí mismo la coartada de entender que mi cobardía de ahora ya no es el resultado de un atolondramiento, sino una conquista intelectual, del mismo modo que ciertos nacionalistas consideran un hallazgo ideológico lo que en realidad por lo general no es otra cosa que una patología mental. Yo reconozco haber tenido inclinaciones nacionalistas en una época de mi vida en la que me sentí descontento con el hedonismo de la adolescencia y pensé que un hombre no podría redimirse de su indigencia conceptual si se resignaba a creer que su techo ideológico era la masturbación. Un día al salir de la ducha rompí la foto de Mamie Van Doren y decidí invertir mis energías en la adopción del nacionalismo radical como método de redención vital. Fue uno de mis impulsos menos líricos y mi apuesta adolescente más arriesgada.
Con el transcurso del tiempo comprendí mi error y me pregunté sin éxito adónde diablos habría ido a parar aquella bendita foto de Mamie Van Doren con la que tan a gusto había cultivado mi indigencia ideológica.
Había llegado a la conclusión de que el nacionalismo no sólo no había llenado de sentido mis expectativas intelectuales, sino que había vaciado de contenido mis manos. Ahora soy mayor y, por suerte, lo bastante inmaduro para creer que los pensamientos que calientan la cabeza y envenenan la mente de un hombre, no son en absoluto más recomendables que aquellos otros que simplemente le vician la mano y le joden la letra.

Abrazo con lluvia - José Luis Alvite

Abrazo con lluvia - José Luis Alvite
Fue en una oscura tarde de diciembre, hace ya algunos años. En pleno centro de Compostela un joven delincuente me salió al paso con las manos en los bolsillos bajo la lluvia. Habíamos tenido lo nuestro por culpa de lo que él hacía y de lo que yo contaba. Días antes me había seguido a los lavabos de una cafetería, cerró la puerta tras de sí y me puso una navaja al cuello. Me dijo: «Esperaré a que con el miedo se te suban los huevos a la garganta y entonces te los arrancaré con la punta de la navaja, los tiraré al suelo y los aplastaré como si fuesen dos putos caracoles». Me dejó sin aliento, luego retiró la navaja y se largó mientras yo intentaba recordar cómo meaba antes del miedo. Aquella tarde bajo la lluvia supuse que podría repetirse la amenaza y quise cambiar de acera. Entonces aquel tipo me alcanzó, me cortó el paso y me dijo: «Es Navidad y estoy solo. Eres un cabrón de mierda, pero, ¿sabes?, es Navidad y no tengo quien me abrace». Entonces sacó las manos de los bolsillos, abrió los brazos en cruz y esperó el abrazo que tuve el acierto de no negarle. Yo le pasé con mis manos el afecto que aún conservaba a pesar del susto de aquel café y él me hizo llegar a la gabardina el agua de su ropa empapada. No recuerdo que nos dijésemos nada. Tampoco sé si aquel tipo lloraba o era sólo lluvia aquel brillo en sus ojos maleados por la vida y pasmados por el cansancio. No volví a cruzarme con él desde entonces. Supe de sus fechorías y las conté en mi periódico pero ya nunca pude retratarle como lo hacía antes de aquel abrazo mojado. Cada vez que probaba a describirle me salía un tipo cordial, el muchacho solitario y navideño que mendigaba un abrazo bajo la lluvia. Era como si por culpa de sus actos criminales me remordiese a mí la conciencia y fuese incapaz de contar la realidad sin dejar que interfiriese en ella la piedad. Supuse que él agradecería aquella imagen más cordial, pero al mismo tiempo pensé que tal vez aquel perfil más sensible podría desacreditarle entre los otros delincuentes. Ni siquiera estaba seguro de que cualquier día no resistiese la tentación de intimidarme y me siguiese de nuevo a los lavabos de la cafetería, me señalase la garganta con la punta de su navaja y me dijese: «En aquella ocasión era Navidad y te pedí un abrazo. Bien, me diste el maldito abrazo y ahí tendría que acabarse todo. Pero ahora hablas bien de mí y me estás hundiendo. Mis colegas creen que soy tu confidente. ¿Sabes?, yo aquel día quería tu abrazo, joder, no tu reputación»...

Cadáver con moscas - José Luis Alvite

Cadáver con moscas - José Luis Alvite
De adolescente quería saber qué se sentía al estar enamorado. Después de aquello me enamoré y me entró curiosidad por saber qué se sentía con motivo de que me hubiese dejado una mujer. La verdad es que me he pasado media vida tratando de que fuese por completo distinta la otra media. En mis relaciones sentimentales he tenido siempre mucha suerte y no puedo decir que haya sufrido porque no me amase la mujer a la que deseaba, probablemente porque jamás me propuse mis objetivos más allá de donde estuviese seguro de que pudiese acertar mi discreta puntería. Supongo que eso significa que si fuese cazador, me habría dedicado a la captura de perdices con las alas de alpaca y a dispararle a los cadáveres de los jabalíes presos de los cuervos. También es cierto que una manera de evitar que alguien deje de quererte por iniciativa propia es hacer cuanto puedas para sugerirle que lo haga ella misma en tu nombre. Con esa actitud conseguí que me dejasen unas cuantas mujeres con las que yo jamás me habría atrevido a romper. Entonces reducía mis apariciones hasta que a ella se le hacía evidente que sobraban una entrada para el cine y un cubierto en la mesa. Reconozco que siempre me faltaron agallas para romper con una mujer mirándole a los ojos. También he de reconocer que si es ella quien parece decidida a acabar, me doy cuenta de que mis recursos para evitarlo no son tan sólidos como pensaba. Un amigo mío que presumía de conocer a las mujeres me dijo en una ocasión que para evitar un fracaso sentimental la literatura daba distinción y quedaba muy fina, pero que lo mejor era acudir a la última cita llevando para ella en un estuche un maravilloso reloj de pulsera. ¡Bobadas! Yo lo pasé muy mal con una mujer a la que adoraba pero al poco de conocerla supe que lo del reloj de pulsera no iba con ella. «Me has decepcionado y ya no puedo confiar en ti. He perdido la fe. Ya no me creo tus promesas», me dijo. Ni siquiera acerté con una sola frase con la que pudiese conmoverla. A mí su decisión me parecía exagerada e injusta, pero no hubo manera de ablandar su resistencia al perdón. Entonces desaparecí lentamente de su vida y convertí el dolor en literatura. Le dije adiós a lo lejos con una columna cobarde y cariñosa que le dediqué en el periódico. Nunca supe si ella llegó a leer aquello, pero, ¿sabes?, yo sigo donde solía estar y aún soy propenso a enamorarme, de modo que si acuerda cambiar de opinión no tiene más que desandar sus pasos y decirme: «He vuelto porque sé que estarás solo como un perro y porque un día me dijiste que te gustaría que espantase con mi abanico las moscas de tu cadáver».

Agua al fuego - José Luis Alvite

Agua al fuego - José Luis Alvite
Un amigo mío que acababa de romper con su mujer y llevaba dos semanas alojado en una fonda me dijo que las desavenencias venían de antiguo pero se habían agravado en el momento de mayor desahogo económico de la pareja. Después de escucharle un buen rato, estuve de acuerdo con él en que a veces lo que nos separa de nuestras parejas no es la escasez de dinero, la incertidumbre laboral o el desacuerdo en la educación de los hijos, sino, lisa y llanamente, porque hay demasiados muebles y es difícil llegar hasta el otro sin tropezar por el camino. Cuando me casé por primera vez, al instalarme en aquel frío piso de alquiler comprendí que era inmensamente feliz a pesar de que el mueble más valioso resultaba ser la puerta de la calle. Ni mi mujer ni yo sabíamos mucho de cocina. En cambio, ambos teníamos claro que para que una casa fuese un hogar lo primero sería que alguien arrimase las ventanas y encendiese el fuego. Yo me encargué de las ventanas y ella arrimó una cerilla al gas y arrastró sobre la llama una olla con agua. Después esperamos algunos minutos, empezó a salir el vapor, nos miramos a los ojos y sin decirnos nada supimos que aquello era un hogar y que nosotros éramos por fin una familia. Fue cuestión de días que con algo de dinero pudiésemos surtir medianamente la nevera con cualquier cosa que no se pudriese con el frío. No recuerdo haber sido muchas veces tan feliz como cuando conseguimos que hirviese en la olla una comida que no sabíamos si sería sabrosa, pero que al menos sin duda era amarilla. Mi mujer tenía un humilde sueldo de oficinista y a mí el periodismo me costaba dinero, así que nos sentíamos tan unidos como dos fugitivos que hubiesen buscado calor y cobijo a espaldas de la Ley en un figón de la beneficencia. Ahora que lo pienso creo que las nuestras eran las basuras más escasas y más pobres de la calle en la que vivíamos, pero, ¡que demonios!, al menos estábamos seguros de que acudirían a ella los perros más ilustrados, aquellos canes líricos e hipermétropes que husmeaban los folios manuscritos en los que a veces envolvía las helicoidales pelas de las patatas. Ahora recuerdo aquello y comprendo que a mi amigo y a su mujer se les hubiesen atragantado de aquella manera la dichosa prosperidad y tantos muebles. Será por eso que a veces desisto de cobrar las cosas que escribo. Nunca anduve sobrado de dinero, pero, ¿sabes?, cada vez que entra un mueble en casa, echo mano instintivamente del listín con los teléfonos de los hoteles...

Nevada en Facebook - José Luis Alvite

Nevada en Facebook - José Luis Alvite
Desde las restricciones sociales que me he impuesto como una merecida penitencia casi monacal por mis lustros de desarraigo en las calles, tengo la suerte de disfrutar de un mundo intangible e inabarcable gracias a los numerosos contactos virtuales que facilita internet. Me muevo en Facebook desde hace ocho meses y he hecho en ese ámbito amistades tan sólidas como podrían serlo las que recuerdo haber formalizado en las barras de los bares, con la particularidad de que no dispongo a mano del barman de cabecera que tan atentamente me facilitaba en «El Corzo» los posavasos en los que escribir mis notas. En mi muro de Facebook cuelgo la música que me gusta, escribo dedicatorias y he logrado reunir a un variado grupo de personas que comparten mis aficiones literarias, mis inclinaciones artísticas o que, simplemente, se sienten a gusto con alguien que ha prolongado en «La Red» su propia existencia y no tiene inconveniente en ser tan emocional, tan intenso y tan autobiográfico como si Facebook fuese el diván del psicoanalista. Hasta que hace unos días mi muro de Facebook empezó a resentirse, se paralizó y tiene problemas de actualización, de modo que mi gente y yo contactamos de manera esporádica, errática, como vagabundos que se encontrasen encaramados de manera inestable en el techo de un tren conducido a oscuras por un muerto durante la noche lluviosa, en una llanura de mazapán, sobre raíles de azúcar. En «El Corzo» le habría manifestado mi malestar al barman y el asunto estaría resuelto con una ronda de copas pagadas de buena gana por la casa, pero en Facebook es difícil saber a quién dirigirse con las quejas. ¿Hay alguien ahí, en la noche fluorescente de Facebook? ¿Alguien que entienda que mi muro se ha quedado como inmóvil, frío y cada vez más despoblado, convertido casi en la tapia de un cementerio? Es como si una nevada virtual me hubiese dejado aislado en la penumbra catastral de Facebook y no tuviese seguridad alguna de que vayan a venir las máquinas quitanieves, los servicios de socorro, el camión en el que acudan, encaramados con guantes y pasamontañas, los entumecidos muchachos que resuelvan la situación con el recurso de las viejas paladas de sal. Como no tengo otra alternativa, quedo a la espera de que alguien sobrevuele mi aislamiento virtual y tenga al menos la generosa ocurrencia, o el agradable descuido, de arrojarme un paquete con comida y una vieja linterna como la que utilizaba el acomodador del cine Capitol para guiar tus pasos hasta el retrete mientras tu chica se alisaba la falda y al otro lado del pasillo en la garganta de un tipo transeúnte croaba –cansado y culposo– el falso sueño redentor de un criminal.

El ascensor - José Luis Alvite

El ascensor - José Luis Alvite
Cada vez que entro en un portal me aseguro de que no habrá nadie a punto de utilizar el ascensor, no porque no me agrade compartirlo, sino porque detesto las conversaciones forzadas que suelen darse en las inevitables restricciones de sitios tan pequeños. La meteorología y la salud son temas muy socorridos en esas conversaciones un poco automáticas en las que uno se ve obligado a participar sin el menor interés. La gente mira hacia el techo del ascensor como si se tratase de un fondo de nubes del que derivar la conversación sobre la lluvia inminente o el sofocante calor que hace insoportable la humedad del ambiente. La situación es más incómoda si quien se sube al ascensor es la señora madura y atractiva que no sabes muy bien si desea que la observes con admiración o te vuelvas de espalda para hacerle más cómodo el viaje. A veces suena en el ascensor una de esas agradables melodías de Henry Mancini que sirven de envoltorio para cualquier conversación y te sientes en la tentación de decir algo, lo que sea, una pirotécnica frase vacía, un comentario genérico sobre la soledad o la rutina, cualquier cosa que supones que va a despertar hacia ti la simpatía de la señora madura y atractiva que en realidad no sabes si espera que te fijes en ella o te pondrá una denuncia en el caso de rozarle el pelo con el aliento. A mí la elegante música de Mancini siempre me ha servido para hacer frases, pero eso no suele funcionarme en los ascensores, probablemente porque a las señoras de los ascensores la estrechez del elevador les produce una desconfianza insuperable y creen que aunque yo fuese un canónigo, sería capaz de descuartizarlas y huir luego con sus restos metidos en su bolso de mano. El miedo es, a menudo, un elemento desencadenante del erotismo, aunque se trate de un erotismo asustadizo, incluso criminal, que la señora madura y atractiva no sabe si se resolverá en un beso o en un hachazo. Suena «Snowfall» de Mancini e imagina uno que a su acompañante del ascensor no le desagradaría una de esas frases que parecen pensadas para ser pronunciadas en el vestíbulo de un hotel de Nairobi con un martini apoyado en la cola del piano. A mí me ocurre con frecuencia, pero me contengo. Se me mete en la cabeza que la atractiva mujer madura lo que desea es que me fije en ella sin que se me note que la observo. Y a mí eso me parece muy complicado, tanto como lo sería disparar un obús sin que retumbe el suelo. Por eso cada vez que me tienta confesarle mis emociones a la madurita con la que comparto el ascensor, mi cabeza piensa en sus piernas, en sus clavículas, en sus axilas, pero por la boca sólo me salen el clima, la salud y el precio del pollo.

El espanto de la mutilación genital femenina - Pablo Molina

El espanto de la mutilación genital femenina - Pablo Molina
El pasado día 21 tuvo lugar un hecho histórico en relación con los derechos de la mujer en los países islámicos. En Egipto, por primera vez un médico se sentó en el banquillo acusado de provocar la muerte a una niña a la que había extirpado el clítoris a petición de su familia.
Una reacción alérgica súbita a los antibióticos administrados para evitar infecciones posteriores a la intervención provocó el fallecimiento de Sohair al Batá, de 13 años de edad, en junio de 2013 en el pequeño pueblo del norte de Egipto en el que vivía con sus padres y hermanos. El doctorRaslán Fadel se enfrenta a una pena de entre tres y siete años de cárcel, al igual que el padre de la víctima, que dio su autorización para la operación.
Lo significativo en todo este asunto es que ha sido sólo la muerte de la niña lo que ha dado inicio al proceso judicial, sin que se mencione la ablación del clítoris como causa originaria del fallecimiento. Lo mismo ha ocurrido en otros casos anteriores, según denuncian las activistas en pro de los derechos de la mujer, en los que sólo se ha procedido contra los autores de una mutilación genital cuando la víctima ha fallecido; no por el mero hecho de haberla sometido a una práctica prohibida llevada a cabo en la clandestinidad.
La ablación del clítoris está prohibida por ley en Egipto desde 2008, lo que podría suponer un agravante de las penas que finalmente imponga el tribunal en este caso, pero el informe de la autopsia de Sohair no menciona en ningún momento esta circunstancia, lo que ha provocado fuertes protestas de las ONG dedicadas a la erradicación de esta costumbre brutal practicada con las niñas principalmente en países africanos.
El padre de Sohair colaboró en el intento de hacer pasar inadvertida la cirugía ilegal. En un primer momento reconoció ante la Policía que había llevado a su hija al doctor para que le extirpara el clítoris. Sin embargo, más tarde cambió su declaración para no contradecir al médico, que, por su parte, aseguró a las autoridades que había tratado a la niña solamente de unas verrugas genitales.
El Fondo de Población de la ONU, organización dedicada al desarrollo del Tercer Mundo, asegura que la ablación genital es una práctica decreciente en Egipto. No obstante, las cifras de mutiladas, especialmente en las zonas rurales, sigue siendo escalofriante: el último informe eleva al 91% la tasa de egipcias de entre 15 y 49 años víctimas de la ablación. Si situamos el rango de edad entre los 15 y los 17 años el porcentaje desciende hasta el 74%, con la expectativa de que siga bajando hasta el 45% en el próximo lustro, según los datos que maneja esta organización.
Según la tradición del lugar donde se practique, hay varias formas de mutilación genital, que van desde la extirpación parcial del clítoris a la infibulación. Esta última es la más agresiva de todas, y consiste en extirpar junto, con el clítoris, los labios mayores y menores; a continuación se cose el tejido de esa zona, dejando solamente un pequeño orificio para la orina y la menstruación. Este procedimiento, casi siempre realizado en condiciones insalubres y con instrumental tosco y contaminado, se lleva a cabo en las niñas cuando se aproximan a la adolescencia. En algunas comunidades rurales se considera una especie de ritual para pasar de la niñez a la edad adultacon el que la mujer queda preparada para contraer matrimonio.
Las organizaciones no gubernamentales que luchan por erradicar esta brutal costumbre, culpable de centenares de muertes cada año, así como de males como la incontinencia urinaria o lainfertilidad (sin contar las secuelas de orden psicológico y sexual), tienen por delante una larga tarea, especialmente en las zonas rurales.


Buena prueba de lo dificultoso de esta misión es la reacción de la familia de Sohair, cuyos miembros aseguran no tener nada en contra del médico que la mutiló. El abuelo de la víctima atribuye a la voluntad de Dios la muerte de la muchacha, y justificó la ablación genital a que la habían sometido asegurando que es algo necesario porque, a la edad de Sohair, "las chicas están llenas de deseo sexual".


miércoles, 28 de mayo de 2014

Periodismo con cesarea - José Luis Alvite

Periodismo con cesarea - José Luis Alvite
Por más que una opinión así me desacredite ante los teólogos de la profesión, sostendré hasta la muerte que al periodismo ha de tener acceso cualquier persona que tenga algo que contar y sepa hacerlo. Ya sé que esto suena feo en los círculos de la ortodoxia corporativa, pero me reafirmo en mi convicción de que lo mejor que puede hacer un licenciado en Periodismo para ejercer el oficio con éxito es aceptar que en la facultad en la que estudió lo único sensato era el horario de la cafetería. Por ser nieto, hijo y sobrino de periodistas, puede decirse que nací predispuesto a ser otro como ellos. Antes de estrenarme como profesional en la redacción de «El Correo Gallego», mi padre me dijo que este oficio consistía en contar muchas cosas en poco espacio, de manera que la concisión no fuese incompatible con la abundancia. Como él me la explicó, la realidad habría que contarla de manera que al leer la descripción de un melocotón, además de la piel y de la pulpa, la gente percibiese inequívocamente el hueso. Eso significaba que el periodista tenía el deber de ser al mismo tiempo sobrio y minucioso, genérico y detallista, en un prodigioso ejercicio de fértil contención, como cuando en la limitada esfericidad de su abdomen a su paciente de Padrón el tocólogo le detectaba trillizos. «Si tienes que informar de una pelea en un antro –me dijo mi padre– piensa que por muy tumultuosa que sea, y salvo que haya muertos, habrás de contarla de manera que todas las bofetadas quepan con letra clara e inclinada en la palma de una mano». Yo apliqué aquella idea a mi manera, así que con el tiempo comprendí que en caso del asesinato de un hombre, y pensando en ganarme el interés de la gente, lo mejor sería conseguir que el lector compadeciese a la victima y se enamorase de su viuda. De paso aprendí que el detalle periodístico ha de ir más allá de las dimensiones físicas de la noticia. Alguien me dijo en mis comienzos que en la conducta de un hombre su educación no es siempre más determinante que su salud. A una joven becaria que me pidió consejo hace algunos años le dejé sobre su mesa una nota que le habrá parecido poco ortodoxa: «Este oficio te parecerá hermoso si consigues describir la emoción de la maternidad en un espacio no mayor que la cicatriz de una cesárea».

Las crías del sol - José Luis Alvite

Las crías del sol  - José Luis Alvite
Nunca me gustaron las películas con niños que razonan como sus padres o con perros que discurren más que sus amos. En cambio, raras veces me he sentido defraudado por una de esas películas en las que aparece a menudo la lluvia. A la mayoría de mis amigas no les hace mucha gracia que llueva y prefieren el clima seco y soleado. Poco importa que yo me esfuerce en advertirles de que la lluvia fue la inspiración de numerosas novelas inmortales y de no pocas de las mejores composiciones musicales. Se conmueven al recordar a Clint Eastwood desencantado bajo un aguacero mientras aguarda la decisión que Meryl Streep no se decide a tomar en «Los puentes de Madison», y quienes vieron «La leyenda de la ciudad sin nombre» no olvidaron jamás la voz catarral de Lee Marvin cantando «Estrella errante» mientras camina con amargura sobre el lodo causado por la lluvia torrencial... pero al final cierran los ojos y piensan en el rayito de sol que abre juntos los instintos y las flores en las ventanas del sur. Al final me veo en el compromiso de reconocer que un geranio es mejor que un catarro y acepto a regañadientes que el sol desata emociones que de otro modo sería difícil sentir. Al fin y al cabo, mi devoción por los pintores impresionistas es el obvio reconocimiento de la influencia del sol para desencadenar esos impulsos fisiológicos, existenciales, botánicos, que raras veces emergen con la lluvia. Luego reflexiono y pienso que muchos de esos pintores retrataron la luz del sol recluidos sin medios de subsistencia en oscuras habitaciones en las que incluso chorreaba en las bombillas el agua silvestre que gateaba invertebrada en el tejado. A mí me gustan las mujeres destempladas y las películas con lluvia, aunque no me importa reconocer que mientras corre el agua por los cristales de la ventana presiento en el anonimato entumecido de mi mano una de esas frases en las que medra, como un hiedra en llamas, la silueta de una mujer caliente con un ovario desovando las crías del sol en la calima de cada ojo. Entonces detengo la mano, recapacito y llego a la conclusión de que el sol y la lluvia son lo de menos si en un momento dado uno cierra los ojos y se siente capaz de imaginar a una mujer en cuya silueta arde como lava azul la lluvia mientras en la chimenea cuajan como hielo rojo las brasas de la leña y se desploma destemplado el esqueleto del fuego.

Doctrina con degüello - José Luis Alvite

Doctrina con degüello - José Luis Alvite
Por mi condición de agnóstico e iconoclasta tendría algún sentido que me alinease con quienes asisten con indiferencia a la vista del Papa a Compostela y a Barcelona. Habría hecho lo mismo si esa visita fuese la de un jefe de Estado por el que no sintiese especial simpatía. A pesar de lo mal vista que está, la indiferencia es una manera de opinar como otra cualquiera y las mujeres la ejercen con una sutileza extraordinaria cuando quieren manifestar con elegancia su desprecio por un hombre sin confesarlo abiertamente. Sin embargo, la visita del Papa no me es del todo indiferente. Aunque Compostela es una marca acreditada en buena parte del mundo, la presencia papal supone un derroche publicitario de primer orden, con una proyección muy por encima de cualquier otro esfuerzo institucional que se haya hecho para proyectar la realidad jacobea fuera de nuestras fronteras. Aunque dude de la existencia de Dios y considere simple espectáculo la visita de su vicario en la Tierra, lo cierto es que la presencia de Su Santidad constituye un bombazo mediático, un derroche de propaganda, algo que en condiciones normales se le habría encomendado con mucho menos éxito a la Vuelta Ciclista a España. ¿A quién ofende la visita del Papa Benedicto? ¿No les basta a sus detractores con demostrarle indiferencia a alguien que no representa una ofensiva industrial, una agresión bacteriana o una amenaza militar? A mí se me ocurre que todos esos esfuerzos reprobatorios podrían emplearlos sus promotores en condenar a quieres en nombre del islam masacran a sus ciudadanos o invaden a otros países. Mi condición de agnóstico me exime de cualquier admiración doctrinal, pero no sería sincero si no reconociese que la del Papa me parece la simple representación de una religión en la que al menos la muerte ya no se considera un castigo ejemplar. Cuando su Santidad se haya ido de Compostela, la ciudad recobrará su deliciosa y cosmopolita rutina, los restaurantes echarán sus cuentas y quienes somos indiferentes a la manera que yo lo soy, pensaremos que el Papa es un señor con mucho gancho publicitario que mueve más gente que la la Fórmula Uno y viaja predicando el ayuno y el sexo sin placer, que es como recomendar el hambre sin apetito. No es algo que me entusiasme, pero menos gracia me hacen los ulemas del islam fundamentalista, que no se inmutan al pregonar una doctrina en la que a los detractores no se les priva del paraíso ni se les amenaza con el dolor eterno, sino que, lisa y llanamente, se les degüella. Claro que a lo mejor a los detractores del Papa lo que hagan los fundamentalistas islámicos con esa aterradora mezcla de doctrina y barbería les parece un simple problema de estilismo.

Viento en la boca - José Luis Alvite

Viento en la boca - José Luis Alvite
Supongo que ocurre con la felicidad lo mismo que con la salud, que sólo se sabe en qué consiste cuando se echa de menos. Una persona que se ha pasado la vida enferma se considera feliz si al despertar por la mañana echa de menos uno cualquiera de los dolores que tanto le hicieron sufrir de madrugada. Mi idea de la felicidad se parece un poco a la del soldado que se alegra de saber que no es el suyo el cadáver que yace a su lado en la trinchera. Atravieso un mal momento desde hace una temporada y me cuesta identificar los motivos por los que sé que me voy hundiendo. Ni siquiera soy capaz de pensar sobre ello porque me preocupa averiguarlo y tener la certeza de que tal vez no pueda ponerle remedio. Tampoco acertaría a explicar exactamente lo que siento. A una amiga le dije ayer que era como si el puto viento me devolviese la voz a la boca y me impidiese explicarme, como le ocurriría al perro que al presentir la muerte de su amo se encontrase con que el pánico le aborta el ladrido en la garganta. ¿Se puede ser feliz con un dolor, con una angustia, con una deuda, durmiendo en una cama con las hechuras de tu féretro? Claro, se pude ser feliz de cualquier modo, mismo si al diagnosticarte un cáncer de páncreas el oncólogo te recomienda que lo utilices como excusa razonable para que llames a casa y avises de que llegarás demasiado tarde. Mi abuela materna agonizó en casa de mis padres cuando yo tenía apenas cuatro años. Era demasiado niño para entender muy bien lo que aquello significaba, pero recuerdo que aquella fatalidad fue el motivo para que mi madre hiciese sus sopas de gallina más exquisitas y para que el pasillo de casa se llenase de visitas que carraspeaban como un orfeón. La muerte no era una buena noticia, pero a mí me olía a sopa y no me habría importado sorber los fideos en los labios de la anciana moribunda. Ahora sé que a los cuatro años la muerte era una noticia feliz, algo inesperado que traía gente a casa y urdía en la cocina el santificante olor de la sopa. Ahora sé también que la vida es más complicada y que la felicidad no consiste exactamente en la ausencia de dolor. No importa. Hay conocimientos que más vale ignorar. Por eso aún creo que la felicidad consiste en descubrir lo bien que besan las chicas ciegas cuando cierran los ojos y lo bien que pronuncia el fugitivo la sed con su cicatrizada boca sin saliva.

Soledad - José Luis Alvite

Soledad - José Luis Alvite
Conozco a muchas personas que huyen de la soledad como si temiesen arder dolorosamente en ella. A mí la soledad siempre me ha parecido una gran conquista y estoy solo con frecuencia. Se ha dado el caso de procurarme la compañía de alguien aunque fuese para tener a quien contarle lo mucho que me gusta la soledad. Claro que la mía es una soledad deliberada, algo que me ocurre como resultado de un deseo, una especie de soledad de conveniencia que me sirve para reflexionar sobre mi vida y sintonizar en mi conciencia los remordimientos que me causen dolor y me ayuden a escribir. Supongo que me encontraría menos a gusto con la implacable soledad de quien desea compañía y no la encuentra. La soledad como pretexto intelectual es más llevadera que la soledad constante e irremediable que al final evoluciona hasta convertirse en una horrible patología. Tiene gracia que algunos intelectuales presuman de su dolorosa soledad creativa y aleguen que su obra es el resultado de graves páramos emocionales, cuando saben que el suyo es un aislamiento voluntario y momentáneo, una cuarentena más llevadera que la estricta soledad del anciano que duerme echado sobre las vísperas de su cadáver porque ni tiene quien le de la vuelta en cama para espantarle siquiera las moscas verdes y azules que se lo comen vivo. Esa es la verdadera e hiriente soledad y no tiene sentido compararla con la mía, que es una soledad buscada por mi propia mano, un dolor que me ayuda a escribir y me hace digno responsable de mis errores. No puedo comparar esta soledad con la de aquella anciana a la que con motivo de un reportaje humanitario visité en su casa cerca de Arzúa. Olían tanto las heces sobre las que yacía, que yo creo que incluso vomitaban las ratas que merodeaban su cama. Había telarañas e insectos por todas partes. La anciana tenía un crucifijo de madera sobre el pecho, con un Cristo que seguramente llevaba meses asqueado con aquella peste y comiéndose las blasfemias contra Dios. Apenas hice preguntas porque se me llenaba la boca de enormes y lacias moscas consonantes. He estado muchas veces solo y he sufrido mientras pensaba sobre los malditos errores de mi vida, pero, ¡demonios!, la mía no es la soledad de aquella anciana leñosa por cuya sonrisa recuerdo haber visto pasar –como un epitafio, como una sutura del forense– la lentitud autógrafa de un ciempiés.

Orgullo friki - David Torres

Orgullo friki - David Torres
Ya que a Pablo Iglesias no se le puede medir por la calidad de sus enemigos, de momento habrá que medirlo por la cantidad. Le han salido docenas de ellos, desde las madrigueras de la derecha y de la izquierda (es un decir), que le acusan de todos los delitos habidos y por haber: populismo, violencia verbal, futura organización de checas, clasismo, comunismo, contactos con Venezuela, contactos con Cuba, contactos con Corea del Norte, parecido con Hitler, parecido con Jesucristo, parecido con el Che, parecido con Charles Manson, promesas electorales falsas, demasiada juventud, demasiado entusiasmo, inexperiencia, ignorancia, ingenuidad, malicia, idealismo, pragmatismo. Hay incluso quien le ha llamado intelectual, el lastre definitivo para una carrera política en un país donde ha triunfado un presidente incapaz de descifrar su propia letra.
Reconozcamos que el chaval estaba predestinado a liarla desde el nombre y el apellido; pero cuando se dejó la coleta y apareció por esas televisiones de Dios sin corbata y con dos o tres botones de la camisa desabrochada, enseñando la nónima, fue el no va más. Todavía es pronto para saber si Pablo Iglesias es el Mesías o es Brian, pero de momento ha pasado con nota la prueba de Johnatan Swift: todos los necios se han conjurado contra él. Una de las más vehementes en lanzarse al despellejamiento ha sido Rosa Díez, Rosa de España, la señora heliocéntrica que se fue del PSOE porque no podía soportar que el partido no girase en torno a su ombligo, y lo ha hecho en plan gorgona al grito de “¡populismo!”. Lo cual, viniendo de Rosa Díez, es como si Paris Hilton acusara a Catherine Deneuve de ser rubia de bote. Hasta Felipe González ha abandonado por una tarde el cultivo de bonsáis para sumarse al linchamiento.
Con todo, la acusación más grave ha venido por parte de Pedro Arriola, sociólogo, ideólogo y gurú intelectual del PP, quien ha tachado a Iglesias y sus seguidores de frikis; un cargo que más valdría tener en cuenta, porque, exceptuando a Cárdenas, si hay un experto nacional en frikis, ese es Arriola. Al genio de Arriola se le atribuye el eslogan más exitoso de Aznar, aquel inolvidable “Váyase, señor González”, que Jose Mari repetía una y otra vez, cada vez más deprisa, con la cadencia latina de Catón recomendando al Senado romano la destrucción de Cartago. De hecho, es tan pegadizo que Aznar todavía lo utiliza mientras hace abdominales, alternándolo con el “mire usté”. También fue invención suya la niña de Rajoy, aquella criaturita desvalida de los chuches con la que Mariano se terminó de crucificar en el debate televisivo ante Zapatero y que hoy medra en las filas del PP sin necesidad de estudios ni de idiomas, no como esos frikis de Podemos, que casi todos vienen de la Universidad.
Arriola, casado con Celia Villalobos, de otra cosa no, pero de sociología y de frikis sabe lo que no está escrito. Sólo desde el frikismo más contumaz puede entenderse un ejecutivo plagado de Cospedales, Montoros, Fátimas y Gallardones, un ministro que condecora a la Virgen o una ministra a la que le crecen los deportivos en el garaje. Por lo demás, es lógico el nerviosismo en las filas, casi siempre prietas, de un hábitat político cuyas únicas opciones hasta la fecha han sido la extrema derecha y la pared. Como dice mi gurú particular, el poeta Alvaro Muñoz Robledano: “La democracia es el sistema por el cual el pueblo elige libremente a sus representantes del PP”.

martes, 27 de mayo de 2014

Autorretrato - José Luis Alvite


Autorretrato - José Luis Alvite

He tenido siempre una vida interior agitada, a veces incluso angustiosa, y sin embargo me considero un hombre tranquilo. Como jamás me marqué objetivos, considero mi meta cualquier lugar al que haya llegado. Por culpa de esa actitud he acudido tarde a muchas citas y me consta haber perdido por ese motivo unas cuantas oportunidades que no se me volvieron a presentar. No importa. Siempre pensé que escalar sin compañía tiene la ventaja de saber que no arrastrarás a nadie en tu caída. Por otra parte, superé los remordimientos de mi impuntualidad gracias a haberme convencido de que quien no tiene la paciencia de esperar por ti probablemente tampoco se merece la suerte de que llegues. Las mujeres que me amaron saben que nunca se me dio bien demostrar los sentimientos y que si no las abrazaba mucho era por la misma razón por la que en mis lejanos días de incipiente boxeador se me había dado tan mal sacar los brazos. Reconozco haber tenido algunos éxitos en la vida, no muchos, pero eso supongo yo que se debe a simples descuidos o a lo mucho que a algunos hombres nos cunden los fracasos. Debo reconocer que en términos generales no soy un tipo con mucha suerte y eso explica que si a veces compro lotería es para permitirme el gesto inútil de la esperanza, igual que cuando me siento al lado del teléfono a esperar esa llamada de Meg Ryan que nunca llega. Estoy hecho para perder y repetir derrota no es para mí en absoluto peor que repetir camisa. Mis alternativas vitales han sido en el fondo tan homogéneas que es como si hubiese planificado mi vida con la agenda de un muerto. La verdad es que sólo tengo cierta fe en el escepticismo. Hasta los cuarenta años sólo una vez me tocó un premio en un sorteo y desistí de cobrarlo porque su importe no alcanzaba a cubrir lo que tendría que pagar en el autobús que me llevase a recogerlo. Tampoco eso importa mucho. Puedo sobrevivir con poca cosa. Todavía ahora creo, como cuando era sólo un muchacho, que en ocasiones para ser un hombre de mundo es suficiente con haber estado alguna vez de madrugada al otro lado de la calle, sobre todo si al otro lado de la calle funciona a deshora uno de esos locales nocturnos en los que sólo te buscaría la gente que por algún motivo temiese encontrarte.

Cuestión de afeitado - José Luis Alvite

Cuestión de afeitado - José Luis Alvite
Yo no sé muy bien cuáles eran las expectativas de los monárquicos ortodoxos cuando el Príncipe Don Felipe se casó con la periodista Letizia Ortiz, pero desde mi punto de vista, la boda habría sido un acierto aunque sólo fuese por la decisiva influencia de la locutora en la mayor popularización de la Familia Real. Letizia está llamada a ser una efigie en los sellos, pero a la gente de la calle le gusta también porque podía haber sido el rostro de un perfume o la chica hermosa y dentífrica que envejece con dignidad y empaque mientras se deja macerar lentamente por la luz gomosa del telediario. Como a cualquier vieja institución europea, a la monarquía española le sobraba madera y le faltaba elasticidad. Aun ahora cada vez que me fijo en Su Majestad la Reina, recuerdo que la primera vez que la vi frente a mí, en julio del 76, no me pregunté quién sería el estilista que la peinaba, sino dónde diablos tendría su taller el tipo abnegado y minucioso que le repasaba el pelo con su gubia de ebanista. A mí Doña Sofía siempre me ha parecido una mujer austera, inteligente, culta y encantadora, pero pensaba que si al pueblo llano le resultaba algo distante, no era por su retraimiento natural, por su inteligente discreción o por su actitud sobria y reservada, sino, lisa y llanamente, porque aquella sonrisa suya tan comedida parecía un nudo en la madera de un laúd. Ahora el semblante de Doña Sofía resulta menos agridulce y más confiado, yo creo que porque Doña Letizia ha entrado en la Familia Real arrastrando en su rebufo el aire desenvuelto de una mujer dispuesta a que del Príncipe no sólo se sepa lo que piensa, sino que se entienda incluso lo que dice. Desde hace una temporada, Don Felipe lee sus discursos con aplomo, con entonación, levantando la cabeza con naturalidad, mirando a su auditorio con seguridad, como si supiese que, por fin, los españoles se dan cuenta de que se ha casado con una mujer que no ha llegado a La Zarzuela desde la carpintería endogámica y mortuoria de El Escorial, sino desde la luz popular y cenital de los probadores de Zara. Si todo sale como se piensa, no tardaremos en tener en La Zarzuela una reina moderna y atractiva, distinta de aquellas otras reinas entumecidas y leñosas que en las monedas se distinguían de sus augustos maridos porque, mirados de cerca, sus rostros eran maneras distintas de apurar el afeitado.

Fruta con percebes - José Luis Alvite

Fruta con percebes - José Luis Alvite
Con motivo del fracaso de mi primer matrimonio, mi madre aceptó que me instalase en su casa luego de que le prometiese desistir de mi vida nocturna. Dormía ocho horas seguidas, hacía tres comidas al día y podía peinarme mirándome en el brillo de mis zapatos. Ya ni recordaba la última vez que había comido un medallón de ternera que no pareciese guisado en la nevera. Lo cierto es que no había en toda la ciudad una sola calle que no me devolviese a tiempo a casa, ni una sola mujer que me desviase de aquel balneario régimen moral. Por primera vez en muchos años me reencontré con el aroma de las flores y con el olor de la fruta. También mi alma se fue limpiando a medida que se calmaban mis nervios y se aclaraba mi orina. ¿Sabes?, me sentía tan bien, y estaba tan orgulloso de mi nueva vida, que una mañana pensé que en aquella etapa de saludable y gozosa regeneración moral, incluso una pizca más de felicidad podría alborotar mi metabolismo y subirme el azúcar. ¿Sería posible que en aquel orden tan decente y profiláctico, casi cenobial, estuviese el origen de la diabetes? ¿Y sería tanta paz, por otra parte, la causa de que el placer algo automático de la rutina se acumulase al final como grasa en las caderas de las mujeres? Al principio sentí cierto placer al saberme de nuevo comprometido con una sociedad en la que la conciencia estaba regida por normas que a simple vista parecían razonables, aunque no tardé en preguntarme qué ocurriría en el caso de que la gente tuviese que tomar sus propias decisiones si por culpa de una tormenta quedasen fuera de servicio los semáforos. Era evidente que en la vida diurna los instintos habían sido sustituidos por las normas, de modo que no era su conciencia, sino la policía municipal, quien les reprochaba sus errores a los ciudadanos. Una tarde me asomé a la ventana de casa y me quedé un rato mirando a la gente ir de un lado para otro sin saltarse la relojería de sus compromisos, obediente como un tren que en su marcha se atiene sin remedio a los raíles. Me pregunté si aquél era realmente mi destino y si el día no sería en realidad el aburrido trámite que hace más farragosa la existencia y sólo tiene la ventaja de que precede sin remedio a la noche. ¿No eran acaso los túneles lo más excitante del viaje cada vez que de niño iba en tren hasta el Mar de Arousa? Después anocheció y la calle se quedó desierta. Y pensé que la de la santidad era una actitud trivial y aburrida, algo que te ocurre sólo en el caso de que seas incapaz de ser uno de esos hombres que vuelven de madrugada a casa con el culposo sigilo de alguien que entrase a robar. Destruido mi primer matrimonio, el regreso circunstancial a casa de mis padres fue un intento de regenerarme que yo sabía que estaba condenado al fracaso. Llevaba demasiado tiempo trasnochando y sería difícil que me adaptase a las restricciones de una vida doméstica y organizada en la que sólo corría el riesgo de quemarme los labios con la leche del desayuno. Trabajar, comer y dormir sólo era un buen plan para alguien que pensase en la posibilidad de ser canonizado. Una noche volví tarde a casa y al día siguiente la demora fue aun mayor, hasta que llegó el momento en el que para el desayuno del jueves me presenté en la mesa la mañana del domingo. Para tranquilizar a mi madre probé a acariciarle la cara. Entonces ella olió mis manos, las rechazó y me preguntó con sorna si aquel olor en mis dedos era porque me hubiese pasado tres noches comiendo percebes. Luego se ausentó y regresó al cabo de unos minutos con una maleta en la mano. «Será mejor que te marches antes de que tu padre salga del baño creyendo llegar a tiempo de que te hayas ido. El prefiere no verte por temor a arrepentirse y yo he pensado que lo mejor es que lleves tu vida y que sólo sepamos de ti por tu firma en el periódico. Ya no me hago ilusiones contigo. Sé que me olvidarás tan pronto hayas arrugado las camisas que llevas recién planchadas. Sabía que te costaba adaptarte a la decencia, pero nunca pensé que hubiese alguien tan reacio a la felicidad». Iba a despedirme con un abrazo pero ella se volvió de espaldas. «Cuando salgas, por favor, no hagas ruido al cerrar la puerta; no quiero tener la absoluta certeza de que realmente te has ido». Aquella escena tan amarga no dio para más, pero cada vez que pienso en ella por alguna razón creo que mi madre se quedó con las ganas de un añadido que hiciese aun más evidente la firmeza de su dolorosa decisión: «Y si algún día me llamas por teléfono, que sea sólo para recordarme que te olvide». Ocurrió aquello una agradable mañana de verano, pero yo encendí la calefacción del coche y aun así recuerdo que al cabo de un rato me cogió el frío. Al poco tiempo murió mi padre, y aunque estuve en su entierro, a veces pienso que sigue en el baño porque con el ruido cómplice del agua es difícil saber si alguien ha cerrado la puerta para no volver.

Vela sin cera - José Luis Alvite

Vela sin cera - José Luis Alvite
De una carta que mi amiga S. jamás llegó a enviarme: «No me sentó muy bien lo que me dijiste aquella noche en mi casa y sin embargo con el paso del tiempo me he dado cuenta de que no te faltaba razón. ¿Recuerdas? Yo prendí una vela en la habitación y tú echaste a girar en el tocadiscos una canción de Sinatra. Te pregunté cuánto tiempo te quedarías a mi lado. No me fiaba mucho de mi memoria, así que lo anoté en un kleenex tan pronto saliste por la puerta: “No sé lo que esta escena puede dar de sí, pero supongo que para lo que dure esto ni encontraré una canción tan larga ni habrá una vela tan corta”. ¿Cómo pude pensar que aquello era sólo una frase? Sabía por referencias que te habías largado de otras historias dejando unas cuantas canciones recién acabadas y algunas velas sin arder. Estaba advertida y aún ahora no entiendo cómo pude pensar que en mi caso sería distinto. Supongo que entraste en mi vida en un momento en el que tenía las defensas bajas. Estaba sola de madrugada en “El Corzo” y me enviaste por el barman un posavasos con lo primero que se te vino a la cabeza. Guardo aquella nota como quien conserva una amenaza que con el tiempo ha perdido su efecto. Suponía que intentarías abordarme, pero en aquel posavasos escribiste algo con lo que desde luego no contaba: “Puede que esta noche con el cansancio falle mi perspicacia, chica solitaria, pero juraría que a estas alturas de tu vida detestas la idea de dormir sin sueño y despertar peinada”. No contesté nada, ni recuerdo haberte dirigido siquiera la mirada buscando la verdad de tus ojos en el reflejo del espejo empañado detrás de la barra. Sin embargo, supe que habías dado en la diana y me sentí descubierta, como si de repente hubieses abierto los ojos entre las pertenencias de mi bolso, en el interior de mi pecho o entre mis piernas. Me ausenté al baño a releer aquella nota y al regresar a mi taburete me encontré sobre la barra otro posavasos doblado. Me pareció la confesión de un hombre desencantado deambulando casi en sueños por una letra particularmente cansada: “¿Sabes, chica solitaria?, llevo tres días levantado y me conformaría con un café y la posibilidad de volver luego a la calle saliendo sin orgullo de un portal decente. Sólo dejaré las huellas transparentes de alguien que nunca estuvo allí”. Era noviembre y la niebla estaba tan espesa que hasta parecía imposible que no estuviese en otra ciudad la acera de enfrente»... Por más que en nuestra vida hubo otras noches como aquélla, Alvite, sinceramente nunca supe muy bien qué clase de hombre eras, si el tipo áspero y evasivo al que por primera vez subí a mi casa pensando en divertirme, o el que algunas semanas más tarde se fue de mi vida cuando descubrí que era el hombre afectuoso y sentimental del que creía haberme enamorado. A veces pienso que eras ambos hombres a la vez y que el uno era incomprensible sin la existencia del otro, como ocurría cuando en cualquiera de tus pensamientos de madrugada coincidían sin contradicción en la misma frase el catre aún caliente de la puta y el lejano pupitre de tu escuela. Tenías la vida interior y las experiencias de un tipo angustiado, a veces casi la latente agresividad de un criminal y, al mismo tiempo, los ademanes reposados de un hombre tranquilo. Te gustaba sentirte como alguien que en su viaje por la vida va en un tren que se mueve rápido por los raíles mientras él lee un libro sentado tranquilamente en el vagón. Era frecuente que parecieses triste y sin embargo jamás demostrabas rendición o cansancio, a pesar de que la gente que te conocía solía decir que eras el único tipo de la ciudad al que jamás habían visto recién levantado. Personalmente no me importa admitir que hasta conocerte jamás habría creído que hubiese un hombre que pestañease menos de lo que se supone que podría pestañear el día de mañana su cadáver. Conocí casi en las mismas dosis la tenacidad de tu afecto y la literaria agresividad de tus frases y debo reconocer que tenían razón cuantas amigas comunes se encariñaron con tu pasajera furia de seda. Tampoco ellas supieron jamás qué clase de hombre eras. Como me ocurrió a mí aquella primera noche, sentían en su propia garganta la laringe de tu voz calmosa y profunda y al mismo tiempo tenían la extraña sensación de estar a un palmo de alguien que les hablase al oído por teléfono. ¿Sabes?, eras como una hoguera con el fuego estrangulado por sus propias llamas. Aquella primera noche te pregunté qué buscabas a deshora en una mujer como yo. Acababas de prender el enésimo cigarrillo mientras aún ardía en el cenicero la brasa de otro. ¿Recuerdas tu repuesta?: «Quise venir a tu casa porque me apetecía acostarme contigo, aunque sé que el día de mañana por tu bien diré que si te acompañé esta noche fue sólo porque era la única manera de borrar personalmente las huellas que probasen que alguna vez estuve aquí. A veces la vida es más interesante si con el tiempo aciertas a contarla mal». «Por más que me jurases lo contrario, Alvite, en realidad siempre supe que estabas de paso en mi vida y que ni tus cigarrillos se quedarían mucho tiempo en mi cenicero, ni tu ropa amanecería algún día en el tendal de la mía. Quería concienciarme de que eras algo pasajero y, sin embargo, cada vez que te veía me preguntaba quién sería la mujer que retocaba tus frases y desplanchaba tus camisas. Sabía que se te daba bien abandonar tus relaciones y que dejabas a tu paso una estela de amargura, pero me irritaba pensar que ni siquiera fuese yo la destinataria exclusiva de tanto dolor. Temía que lo nuestro desfalleciese en medio de una rutinaria indiferencia que lo redujese a una historia intrascendente y vulgar, sin los estragos personales que lo hiciesen algo verdaderamente inolvidable. Ya que no podía mantener tu amor, deseaba al menos no ser ajena a tu desprecio. Sabía que así como ponías todo tu entusiasmo y tus instintos en conseguir el amor de una mujer, tus mejores frases eran la brillante consecuencia natural de perderlo. Y a mí, sinceramente, me preocupaba esfumarme de tus brazos sin haberme hecho antes un hueco en tus frases. ¿Tan poco me querías que ni merecería siquiera el literario azote de tu agradable rencor? Tú mismo me habías dicho en varias ocasiones que es el rencor lo que hace perdurables los recuerdos y que por sí misma la memoria sólo sirve para evocar lo intrascendente, lo banal, lo que aguanta el paso del tiempo sin necesidad de ser importante “como perduran las cicatrices de aquellas heridas de las que ya ni se recuerda el dolor”. ¿Cuál sería el día de mañana mi lugar en la memoria de un tipo que vivía sin fotos, sin reloj y sin agenda? ¿Desaparecía de tu vida mi rastro tan pronto se esfumasen las manchas de lo nuestro con la última colada? Por más veces que lo intenté, jamás supe contestarme esas preguntas. Ni sé cuales fueron las razones por las que entraste inesperadamente en mi vida, ni acertaría a identificar los motivos por los que sin previo aviso te largaste de ella dejando como recuerdo la estela de alguien que habiendo entrado a robar se marchó luego de haber renunciado al botín y después de haber vaciado su alma y sus bolsillos. Ahora recuerdo con nostalgia y con afecto el amor que me diste y también el dolor que me causaste. Desde entonces dejo cada noche la llave en el felpudo por si acuerdas volver, aunque sólo sea para despedirte dejando en mi espalda mientras duermo una de esas frases hermosas, amargas y expresivas que parecen escritas a la luz de una vela sin cera».

Musas de retrete - José Luis Alvite

Musas de retrete - José Luis Alvite

Es frecuente que muchas mujeres guapas aborrezcan su belleza porque dicen que las aleja del trato natural con los hombres. Aunque esté mal decirlo, a mí las mujeres guapas me atraen más que las mujeres feas, del mismo modo que las nécoras me gustan más que los saltamontes. Algunos consideran que en el trato con las personas del otro sexo la belleza ha de ser estimada muy por debajo de la capacidad intelectual o de otros rasgos de la personalidad. Eso queda muy bien decirlo, pero además de infrecuente, es absurdo. Si me hubiese dejado llevar por ese criterio, en vez de haberme casado dos veces con mujeres vistosas, por intentar otra vía más conceptual le habría tirado los tejos a José Luis Aranguren. ¿Qué habría de hacer mi amiga María Luisa Doblado para que los hombres le dirijan la palabra sin miedo? ¿Hacerse en el rostro una cicatriz con el abrelatas? ¿Servirse en la cara el café hirviendo? ¿Llevar la devastadora vida de un bohemio hasta que la mala ginebra y el rencor social minen sin remedio la reluciente mica de su belleza? Yo mismo me resistí durante mucho tiempo a hablar con ella porque temía que su belleza fuese el falso techo de una personalidad soberbia, vanidosa y distante. Los hombres siempre hemos recurrido a la fantasía del recelo de clase para defendernos de nuestra enfermiza cobardía. Muchas veces miré sus fotos y pensé abordarla. Luego reflexionaba sobre la hipotética frialdad social de su belleza y acordaba desistir. No creía que una mujer tan hermosa tuviese siquiera las mismas vísceras que yo, ni necesitaría la mitad del esfuerzo para llegar el doble de lejos. Me fijé en su perfecta sonrisa de prospecto dental y me dije a mí mismo que cualquier tentativa de abordarla estaría condenada al fracaso, porque a una mujer como ella sólo tendría acceso un club de privilegiados que le hiciesen generosos cumplidos de golfista mientras embocasen al pie de la banderola en el «green» del hoyo catorce. Estaba seguro de que María Luisa Doblado no necesitaría hacer esfuerzos para salir adelante. Y que si los hiciese y fuesen realmente duros, en vez de sudar ella, sudaría por delegación un primo segundo suyo. Pero ayer por fin hablé con ella y descubrí que detrás de tanto glamour había sensibilidad, inteligencia, incluso esa rara habilidad coloquial que tienen las mujeres hermosas para negar con sorprendente sinceridad la evidencia de su belleza. Yo le dije que los escritores suelen tener una musa que los inspira pero que las musas de ahora son azafatas en las líneas Low Cost. Ella no se me ofreció para el empleo, pero si lo hiciese, te juro que enviaría al paro a mi vieja musa de toda la vida, esa señorona obstétrica y leñosa que mea a mi lado de pie en el retrete de caballeros.

jueves, 22 de mayo de 2014

¡A votar! - Carmelo Jordá

¡A votar! - Carmelo Jordá
A estas alturas, visto el escaso interés que la campaña electoral está generando –ahí tienen la patética audiencia del debate esta semana– y visto el cariño que últimamente se le tiene a la cosa política, la principal duda de las elecciones europeas es el porcentaje de abstención que habrá.
Además, tampoco es que habitualmente la gente se mate por votar en estas elecciones, que para más inri son en mayo o junio, con el buen tiempo y la tentación del campo y la playita. Sin ir más lejos, en las anteriores sólo votó el 45% del censo, que no es que sea una cifra espectacular.
Así que la porra que más se hace en este momento es si se votará aún menos que hace cinco años o si la abstención incluso superará un 60% que sería histórico.
Además, también se especula mucho sobre qué consecuencias tendría eso en los resultados. En este sentido, lo más llamativo para mí son los partidarios de la abstención que elucubran sobre el golpe que supondría para el sistema que ésta alcanzase un determinado nivel. Pues señores, ya les adelanto yo la respuesta: al sistema se la refanfinfla que ustedes se abstengan.
El sistema, tal y como es y tal y como está, puede aguantar una abstención del 60% o del 70% y seguir tan pancho, al fin y al cabo la muestra estadística seguirá siendo válida para que el mandato de las urnas siga reflejando, más o menos, el sentir de la mayoría. Y en cualquier caso, y esto es más importante, seguirá sirviendo para repartir poder, sueldos y prebendas como hasta ahora.
Porque el que se abstiene no dice nada, no reta a nadie, no se expresa. En el saco de la abstención –inmenso en esta ocasión, al parecer– están los que se han ido a la playa, los que pasan, los que no llegan a saber ni quién se presenta, los que están de resaca, los enfermos, los que no creen en la democracia y piensan que con Franco esto no pasaba y, sí, un pequeño e incuantificable porcentaje de abstencionistas muy concienciados que quieren expresar su rechazo a estos partidos.
Abstenerse es legítimo, sí, pero perfectamente inútil. Si usted quiere decirle algo a esta bazofia de partidos que nos gobiernan, vote, vote en blanco incluso, o vote a alguna de las muchas opciones que han aparecido precisamente en esta convocatoria.

Y si ninguna les convence del todo, hagan como yo: voten a la contra, elijan lo que más pueda joder a aquello que más detesten. Piénselo y lleguen a la conclusión que más les guste, pero voten, porque si no votan a los malos políticos lo que les entra no es el miedo sino la risa.

domingo, 18 de mayo de 2014

Milagro - Manuel Vicent

Milagro - Manuel Vicent
Cada vez el Vaticano abarata más los milagros que se necesitan para ser santo. Hoy te pueden beatificar por haber curado una jaqueca o un panadizo a una monja, incluso por pasarte una estampa por un juanete y notar cierta mejoría. Milagros, los de antes. Hubo un tiempo en que era imposible subir a los altares si el futuro santo no realizaba un prodigio espectacular, público y notorio, que asombrara a los fieles, por ejemplo, que te creciera una pierna nueva si te la habían cortado con una sierra o que un mudo se destapara cantando un corrido después de haber hecho gárgaras con agua bendita. Encima, los milagros había que realizarlos en vida. Mi paisano San Vicente Ferrer era un superdotado en este oficio. En una ocasión tenía que ir a predicar a Morella y sus heraldos le precedieron para advertir a la familia encargada de hospedarlo de que el santo era de buen diente y había que ofrecerle para comer lo mejor de la casa. Lo mejor de la casa era un niño de pocos meses. A la hora del banquete le fue presentado el bebé asado como un cochinillo en una cazuela. Vicente Ferrer se conmovió ante semejante devoción y no tuvo más remedio que resucitarlo. Sus prodigios causaban tantos problemas de orden público que el obispo le prohibió hacer más milagros, pero un día el santo caminaba por el barrio del Carmen de Valencia y vio que un albañil se estaba cayendo desde un tejado. ¡Párate ahí!— le gritó. El albañil quedó suspendido en el aire. Vicente Ferrer fue a pedirle permiso al obispo y una vez conseguido el visto bueno, hizo que el albañil aterrizara suavemente en la acera ante el pasmo de la gente. Recientemente han sido canonizados Juan XXIII y Juan Pablo II, dos papas antitéticos, cuyos prodigios no han ido más allá de sanar alguna fístula. Pero el surrealismo del santoral ha cogido una mala deriva, porque en octubre se va a beatificar a Pablo VI, a quien se le atribuye el milagro de haber curado el feto mal formado de una mujer californiana, que después de invocarle, dio a luz a un niño lindo y sonrosado. Este hipotético prodigio ya tiene una pérfida connotación ideológica de propaganda antiabortista. Pero el argumento es maléfico. De hecho, se da por supuesto que un feto malformado para nacer sano y salvo necesita siempre un gran milagro.

sábado, 17 de mayo de 2014

La trola de la receta electrónica. Europedos - Nacho Mirás Fole

La trola de la receta electrónica. Europedos - Nacho Mirás Fole

Cuando, como es mi caso, eres un paciente oncológico que se toma al mes un cargamento de pastillas, es posible que te pierdas en la cuenta y te quedes sin género antes de lo que pensabas. Me pasó el miércoles con el Septrin Forte, ese antibiótico de caballo que tengo que tomar tres veces a la semana para que una infección oportunista no me coma la vida a traición. Me di cuenta en el aeropuerto de Santiago, a punto de embarcar hacia Barcelona: ¡Mierda, estoy sin Septrin! Aprovechando que ahora el Servizo Galego de Saúde te deja hablar con tu médico de familia por teléfono si la cuestión es más técnica que propiamente sanitaria, lo cual habla bien del sistema, llamé al centro de salud y le conté el problema al doctor.

-No tengo cargado el antibiótico en la tarjeta y tengo que tomarlo. ¿Me lo pone? Me despisté…

-Ahora mismo.

Dicho y hecho. En segundos, un señor de bata blanca pulsó un botón en Fontiñas y la prescripción quedó registrada en la tarjeta sanitaria de mi cartera viajera. El futuro parecía la hostia.

“Ahora llego a Barcelona, voy a una farmacia y andando”, me dije. Iluso de mí; hubiera sido más fácil intentar la operación en París o en Sebastopol.

Ya en Cataluña, busqué una farmacia, que con las cosas de vivir mejor no se juega.

-Bon día. ¿Me podría despachar por favor el antibiótico que tengo cargado en esta tarjeta? (traduzco del catalán, que todavía me defiendo)

-Bon día. De ninguna manera, es una tarjeta de otra comunidad autónoma.

-Ya lo sé. Pero es de España. De Europa, en cualquier caso.

-Lo siento. No leemos recetas electrónicas de otras comunidades.

-¡No fastidie! Es un tratamiento que tengo que tomar sí o sí. Soy un paciente oncológico y esto es un antibiótico preventivo. Ya sabe, las defensas bajas… Pues cóbremelo al precio normal, me sella el envase y ya veré cómo arreglo.

-Le digo que no se lo puedo ni despachar sin receta.

-¡Pero la receta está aquí, en mi mano! Se lo estoy diciendo…

-Pero la Seguridad Social de aquí y la de Galicia no tienen sistemas compatibles. No tiene nada que hacer.

Me empecé a calentar, pero me contuve, que me conozco y acabo en el cuartelillo. Los Mossos no se andan con chiquitas…

-¿Qué hago entonces?

-Lo siguiente: Se va usted a un dispensario de este mismo barrio. Les cuenta que es un paciente desplazado, le asignan un médico, le da cita, lo atiende y convence usted al doctor de que necesita ese antibiótico. Si no se fiara, él llamaría a su médico a Santiago y lo arreglan. Entonces el médico de aquí le da una receta de papel, vuelve a la farmacia y yo lo vendo el Septrin Forte.

-¿Está de broma? ¡Y de dos días en Barcelona me tiro uno en un dispensario convenciendo a un médico de que tengo cáncer y haciendo papeles? ¡Por el amor de Dios! ¡Qué me está contando!

-No puedo hacerle otra cosa. El sistema funciona así.

-Ese es el problema. El sistema, que NO funciona así.

No di un portazo porque la puerta de la farmacia era automática, pero no fue por falta de ganas. Al final decidí jugármela y posponer la ingesta del salvavidas un día, así, a lo loco. No pasa nada, seguro, pero el hecho en sí me inflama. Tengo unas ganas de mandar un poquito a la mierda a los políticos que se baban tanto en el nombre de Europa que se me está avinagrando la sangre, con sus linfocitos bajos y todo. Mucha campaña para las europeas y mucha hostia y resulta que si te recetan en Santiago te jodes en Barcelona. Lo del libre paso de personas y mercancías no llegó a las farmacias, lástima. No somos europeos; somos europedos, que no es exactamente lo mismo.

Incidente burrocrático galaico-catalán aparte, estos dos días han cundido mucho y bueno. Aún no puedo dar detalles, pero lo haré pronto. Os vais a hartar. En este viaje se trataba de hacer más que nunca de la necesidad virtud. Y así ha sido. Escribo desde el Prat, con muchas ganas esta vez de volver a casa y abrazar a mi familia hasta el agotamiento y arriesgarme, de paso, a que mi hijo pequeño me contagie unos mocos que den con mis huesos en el hospital. ¡Por haber calculado mal las dosis de antibiótico antes de atreverme a moverme por mi propio país! ¡Si hasta tengo un título por una universidad catalana! ¡Soy medio catalán hasta en el primer apellido! Hay que fastidiarse con la sanidad 2.0. O carallo vintenove.



Así baje del avión, no me puedo olvidar de ir a una farmacia de Santiago en la que puedan resolver algo tan complicado tecnológicamente para la sanidad catalana como es leer una tarjeta sanitaria gallega. Supongo que en Galicia tampoco leemos las recetas electrónicas que se prescriben más allá del telón de grelos, que para chulos nosotros. Para mear y no echar gota, oigan. A ver si además de arreglar lo de Europa arreglamos también lo de España de un carallo de una vez. Que el cáncer no entiende de fronteras, rehostia! Burrócratas, pero mucho. Voy con Celso Emilio Ferreiro musicado por Luis Emilio Batallán. Porque, por suerte, algunos de los muertos que mata la burrocracia, gozamos de buena salud. Disfrutad del fin de semana como yo pienso hacerlo. Y gracias por permanecer a la escucha.

jueves, 15 de mayo de 2014

Llanto por Ignacio González - David Torres

Llanto por Ignacio González - David Torres

Ignacio González fue a inaugurar una exposición sobre Cela y los toros y, así, como sin querer, soltó que Cela era nuestro único premio Nobel. Una afirmación ciertamente audaz porque entre Ramón y Cajal, Echegaray, Benavente, Juan Ramón Jiménez, Ochoa y Aleixandre, es muy posible que hubiese otro premio Nobel de derechas. Además, es muy dudoso que Cela votara al PP o a cualquier otro partido político, ya que en sus últimos años el gran escritor gallego dividía su ajetreada vida entre la escritura y la farándula. Cela era un hombre imprevisible que lo mismo se burlaba de los maricones que criticaba ferozmente el abandono gubernamental que sufría el poeta Gabriel Celaya.

Ignacio González también ha criticado varias veces el nivel paupérrimo de la educación pública española y al final no le ha quedado más remedio que ponerse él mismo como ejemplo. De Cela, que escribió varias obras maestras, la mayoría de la gente lo único que recuerda es la amenaza que le hizo a Mercedes Milá, en vivo y en directo, de absorber una palangana entera de agua con un solo golpe de nalgas. Durante mucho tiempo la historia circuló como un bulo similar al perro de Ricky Martin y más de uno aseguró que había visto por televisión el culo más ilustre de Galicia. Pero ha sido a Ignacio González a quien le ha tocado revertir esta proeza escatológica con una sola frase. Todavía no ha quedado claro si el presidente sustituto de la Comunidad de Madrid no sabe contar o si no sabe leer.

Durante la feria de San Isidro el afán por casar la tauromaquia y la cultura, la tauromaquia y la civilización, produce estos desaguisados colosales. Mi amigo Jesús Llano tiene un estanco en la calle Cardenal Cisneros que es uno de los grandes templos del tabaco en la capital y un anecdotario del humor capaz de competir con Génova. En estos días, atraídos por la fama de su cava de cigarros, no paran de entrar señores que no han fumado un habano en su vida pero que quieren presumir de tronío echando humo del bueno: quieren que se les vea desde cualquier punto de la plaza de Las Ventas, puro en ristre, cual caballeros medievales en el tendido de sombra. El otro día uno le preguntó si un Montecristo del 2 le iba a durar toda la corrida y Jesús respondió: “Hombre, la corrida y dos polvos más”.

En la Puerta del Sol, los carteles de la exposición sobre Cela parecen dos espinillas al lado de los gigantescos pósters con las camisetas del Madrid y del Atleti, que son el estandarte de la cultura madrileña y no digamos ya en vísperas de la Champions. Entre el fútbol y los áticos, Ignacio González no tuvo tiempo para prepararse a conciencia el discurso de la inauguración. Se presentó al examen a porta gayola, confiando en su buena estrella, pero le salió un morlaco de media tonelada. A saber a cuántos de sus asesores fue preguntando hasta que uno, más leído, le dijo que el nombre le sonaba de algo. Cela, Cela, ¿no usaba castoreño? ¿No fue un torero aficionado de los años cuarenta? ¿No fue premio Nobel o premio Cervantes o premio Planeta? Es que google, a veces, da unas cornadas tremendas.

domingo, 11 de mayo de 2014

Mar sin párpados - José Luis Alvite

Mar sin párpados - José Luis Alvite
Ya sé que pensar de buena fe y hacer cosas decentes puede echar a perder mi mala reputación, pero a veces me emociono con algo por lo que jamás tendré remordimientos de conciencia. Ayer mismo me senté a media mañana en la terraza de un bar asomada al arenal costero en A Lanzada y me reencontré con la fuerza sentimental de lo sencillo mientras el mar descargaba el telar gris de su lento oleaje casi de mercería y un solitario bañista cincuentón tanteaba el agua helada antes de zambullirse en ella y salir huyendo, porque el Atlántico es allí tan frío, que yo recuerdo que cuando era niño un marinero me dijo que si arrojasen al mar un cadáver de pocos días, con seguridad saldría del agua por su propio pie. Un amigo mío que se las daba de buen nadador y de consumado y esforzado fondista, me comentó hace años que en las aguas casi heladas de A Lanzada no habría un solo esfuerzo por el que un hombre pudiese sudar. Yo no sé si aquel tipo exageraba, pero yo creo que en ese lugar en el que ya es casi mar abierto, los peces evolucionaron hasta quedarse sin párpados por culpa de que con la baja temperatura del agua les era imposible dormir. A lo mejor esa del frío era también la razón por la que en mi infancia cada vez que tía Pepita se sentaba en la paya a ganchillar un mantel de hilo, al final le salía sin remedio un jersey de lana. Recuerdo haber visto en Illa de Arousa una playa en la que al llegar noviembre se reunían sobre la sémola de la bajamar la hojarasca y el musgo, un arenal verde y pelirrojo en el que se daban juntas las almejas y el brezo, el trébol y las cerezas. Pensé entonces que el abandono produce a veces una inesperada y desidiosa belleza que se malogra si se pretende ajardinarla, igual que se malogra a menudo el talento del artista si se pretende convertirlo en algo menos emotivo y más funcional. En estas cosas pensé ayer mientras tomaba café con hielo en una terraza asomada al arenal de A Lanzada. Frente al incontestable espectáculo del Atlántico entumecido por el agua casi helada, no me sentí en absoluto en el deber de ser trascendental. A veces mi cerebro le deja ese privilegio a mi vientre. La verdad es que en cualquier posición emocionante en la que me haya encontrado a lo largo de mi vida, a menudo sólo me interesó saber dónde diablos estaría el retrete.