viernes, 31 de octubre de 2014

'Jabois, supongo' - Juan Tallón

'Jabois, supongo' - Juan Tallón"

EMANAS me presenté en casa de Manuel Jabois con una botella de vodka, que en ruso significa agüita, por la afición eslava a los diminutivos. Y al humor. Me he acostumbrado a llevar una botellita de algo cuando le hago una visita, para satisfacer nuestra adicción moderada. Manuel es de esa clase de escritores que hallan sus mejores frases en mitad de la resaca, con vistas al desierto. Completamente a oscuras, escribe con las manos, tanteando la sintaxis, y de ahí su grandeza.

Cuando me abrieron la puerta, apareció un señor con pelo largo, diadema y barba, que me sonaba de una novela de Edward Baker. Iba en pijama y era evidente que no llevaba nada debajo. «Jabois, supongo», aventuré con suavidad, mientras el tipo me atraía hacia él y me abrazaba, quizá para asegurarse de que no llevaba un micrófono encima. «El día menos pensado te pones de parte de la ley», le faltó decirme. Sin acabar de fiarme, pregunté si estaba Ana en casa, y me alejé por el pasillo mirando atrás de vez en cuando.

Me despisté medio segundo y ya tenía a Manolito en brazos, para encargarme de su educación. En esta casa es costumbre que las visitas se hagan cargo de una parte de la instrucción del chaval, y viceversa. Por desgracia, me ocurre lo que a Humphrey Bogart, que en un trance parecido, preguntó: «¿Qué se puede hacer con un niño, si no bebe?». Solo por afán de experimentar, senté a Manolito en el sofá y dejé la botella de Bagoa Doce a su alcance. «Vod-ka,vod-ka», pronuncié muy despacio, con la esperanza de que aprendiese a decir «agüita» en ruso antes que «Jabois» en gallego. Nos acercábamos al objetivo con un estilo rudimentario, cuando el padre salió de una habitación y me preguntó si me quedaba a dormir en casa. A punto estuve de decir «sí» con alegría, sin embargo, en ese instante estival y eterno que a menudo precede a los monosílabos, recordé lo que había sucedido meses atrás en aquel piso con la canguro. Me tomé algunos segundos para enfriar la respuesta y admitir que, en realidad, ya había quedado para dormir en otro sitio.

Me apresuré a inventar un nombre de mujer, enigmático y extranjero, pero no demasiado, que él no conociese por si me preguntaba con quién. Entretanto, pues sabía que el tema le causaba desazón, me interesé por la suerte de su novela. Lleva varios años empezando a empezar una. Se produjo un silencio de armario de hotel, tan perfecto que casi pudimos oír cómo Manolito arrancaba a pronunciar sus primeras palabras coherentes y decía: «Papá no va a escribir nunca una novela mientras se siga levantando a las dos de la tarde con resaca».

¿El episodio de la canguro? Es vox populi. Lo contó el propio Manu, omitiendo algunos detalles superfluos, que por ser superfluos, resultan de vital trascendencia. Jabois tampoco sabe muy bien qué sucedió. Aquella noche llegó tardísimo a casa, aturdido por algunos acontecimientos propios de periodistas. No quiso despertar a Ana y se echó a dormir en la cama de invitados. Se desnudó sin matices, sin encender la luz, y se dejó caer como columna en la cama, donde dormía la canguro, una anciana de 70 años que se despertó aturdida, gritando. Jabois huyó no menos desorientado mientras la mujer farfullaba «¡Pero qué querrá este hombre de mí!»

Ya había acabado de darle la cena al niño, y pronto me tocaría acostarlo -y tal vez costearle la universidad más adelante- cuando volvió a aparecer Jabo por el salón. «Por qué no le echas un vistazo a la crónica de la Audiencia Nacional antes de que la envíe», sugirió. No había ni abierto la botella de vodka, aunque acepté. «Pero adónde vas con este titular, hombre de dios», lamenté apenas sentarme ante el artículo. Me lo cargué de un plumazo, en uno de esos accesos de exasperación que borda Elizabeth Taylor en ‘Quién teme a Virginia Woolf’. Después añadí un par de adjetivos, sustituí algunos verbos, cambié varias comas de sitio e incluso puse mal una tilde. Sobrio estaba resultando más peligroso que después de cinco vodkas. Me faltó un tris para arrojarle la página a la cara, como una vez había hecho conmigo una jefa de sección en Ourense. Era uno de mis primeros trabajos, en un especial sobre el boom de la construcción, y quise lucirme. Visité una obra para charlar con el promotor, un encofrador y un par de albañiles. Cuando llegué al periódico me puse a escribir sobre la construcción, aunque sin escribir de la construcción. Empleé más de cien adjetivos, algunos del siglo XVI. Aun así me parecieron pocos. No tardó en sacarme del error mi jefa, que rompió la hoja en ocho trozos y arrojó al aire los copos de nieve. «Escríbelo otra vez, pero mal, como si fueses el albañil». Si Jabois llega a concederme medio minuto más habría enviado su crónica firmada por El Zorro.

A más mujeres, más salud - Ánxel Vence

A más mujeres, más salud - Ánxel Vence

Acostarse con más de veinte mujeres reduce notablemente el riesgo de padecer cáncer de próstata, según un concienzudo estudio de la Universidad de Montreal que exalta las ventajas de la promiscuidad para los varones. No aclaran los investigadores de Canadá si, para obtener tan feliz resultado, es necesario practicar con las veinte al mismo tiempo o si basta con ir probando de una en una; pero esas son cuestiones de detalle en las que no vamos a entrar ahora.
Lo relevante de este hallazgo es que da carta de naturaleza científica a los picaflores que van por ahí cambiando de pareja como quien muda de calzoncillos. Así se explicaría, por ejemplo, el saludable aspecto de algunos latin-lovers como Julio Iglesias, a quien se le atribuye haber mantenido relaciones con no menos de tres mil mujeres. Si con veintiuna ya va uno bien servido desde el punto de vista prostático, hay que convenir en que esa cifra haría de Iglesias un atleta y a la vez un apóstol de la prevención sanitaria. De casta le viene al cantante, habida cuenta de que también su padre tuvo un par de hijos cuando ya rondaba los noventa años de edad.
Igualmente se comprende el fanatismo de ciertos guerreros de Alá que practican la desagradable costumbre de inmolarse con el propósito de matar al mayor número posible de infieles en sus atentados. Lo hacen bajo la promesa de disfrutar de setenta huríes, muchachas perpetuamente vírgenes que el profeta les reserva en el cielo para compensarles de lo poco que fornican en la tierra los mártires de la yihad. El único inconveniente, en su caso, es que han de morir como paso previo: de modo que no podrán beneficiarse de las ventajas para la próstata que ofrece la promiscuidad en este mundo.
Explica Marie-Elise Parent, directora de la investigación desarrollada por especialistas de la Universidad de Montreal, que el beneficio de ser promiscuo podría deberse al mayor número de eyaculaciones emitidas por un varón cuando tiene la oportunidad y la suerte de acostarse con más de veinte féminas. Constata la doctora que la frecuente emisión de esperma ejerce un efecto bienhechor sobre la próstata; pero esto ya lo había descubierto Galeno o tal vez Hipócrates en su famosa máxima "Semen retentum, venenum est".
De ahí a recomendar la conveniencia de que un hombre busque relaciones con más de una veintena de señoras por el bien de su próstata va un largo trecho que los investigadores de Montreal no se atreven a recorrer, como es lógico. Preguntada por la oportunidad de que las autoridades sanitarias inviten a los varones a dormir con el mayor número posible de mujeres, la doctora Parent optó por la evasiva. "Aún no hemos llegado a eso", se limitó a decir.
Lo malo de estas investigaciones basadas en la estadística es la posibilidad de que los consultados fanfarroneen más de lo que sería aceptable por la ciencia cuando se les pregunta por su conducta erótica. Resulta difícil comprobar si es cierto o no que un determinado varón -aunque no sea el desaforado Julio Iglesias-- dice la verdad sobre el número real de señoras con las que ha compartido sábanas.
De dinero y santidad, la mitad de la mitad, sentencia cierta y famosa máxima a propósito de quienes alardean de tener esas dos cosas. Y de conquistas sentimentales ya ni hablamos, claro está. Igual los doctores de Canadá tienen que revisar sus conclusiones.

Gente que invita - Manuel Jabois

Gente que invita - Manuel Jabois

HACE DOS semanas observé en un restaurante que el cocinero salía y se preocupaba por un hombre anodino, Francisco Granados. Este chef le agasajaba y el hombre se dejaba agasajar. Hay algo cetrino en ser obsequioso con alguien, sobre todo si no hay terceros, pero nada supera el rasgo primitivo del hombre que cede su voluntad al magreo. Que eso ocurra con las mentes más brillantes no deja de ser un misterio: lo adivinan todo a la primera, tienen el instinto de detectar a un talento y a un mediocre, pero nunca ven venir a un pelota. Es más: lo instalan junto a ellos. Dudan cuando un sabio les habla de Dios, pero no se les ocurre dudar cuando un tonto les dice que Dios son ellos. Un día, ante la escena grotesca de un subordinado con su ministro, le pregunté a su jefe de prensa:
-¿Cómo aguanta esto?
-¿Él? No lo sabe. Es nuestro secreto.
Nunca supe si lo que no sabía era que había llegado a ministro o que los que le rodeaban le mentían. Años después, viendo su gestión, descubrí que un poco de todo.
La trama del pequeño Nicolás se ha construido en el reflejo que devolvían cientos de personas del establishment de este país. Son élites poderosas financiera y políticamente, con capacidad para hacer lo que quieran, generalmente sin sentimentalismo. Que se les haya colado un niño como la estafa piramidal de Maddof hecha cuerpo revela su mandíbula de cristal. A la gente que invita no hay nada más desconcertante que obligarla a dejarse invitar, ser llevado de un lado a otro como ellos llevan a tantos, y hacerlo además inconscientemente, sólo por oscuro placer.
Hay un artículo de 2002 de Shere Hite en El País Semanal, 'El erotismo masculino oculto', que dice: «Una de las partes del erotismo masculino de la que menos se habla es del placer que el hombre obtiene cuando le estimulan analmente. La cuarta parte de los hombres incluye alguna vez la penetración anal en su masturbación, y otra cuarta parte emplea alguna vez la estimulación anal externa». Sigue Hite: «En el sexo tradicional los hombres dicen que quieren penetrar a la otra persona, empujar, estar al mando y decidir que el objetivo del sexo es su orgasmo, pero al mismo tiempo desean lo contrario, perder el control, dejarse dominar por la otra persona. Controlar algo, sea en el sexo o en una relación, es aburrido a largo plazo».
Cuando Telemadrid recuperó las primeras imágenes del pequeño Nicolás vi que allí, mientras contaba a los 10 años que había sacado a sus padres de cama para velar al Papa a Colón, empezaba a dar por culo. Lo que siguió fue una carrera vertiginosa en la que cuanto más poderosos los hombres, y más grande su impunidad, más disfrutaban con el pequeño trilero que les estimulaba el sistema límbico.

España es un país peligroso para un hombre con mucha agenda. La tenía Granados, la tenía Nicolás, la tiene cualquiera que aspire a ir a la cárcel. Aquí se está conociendo mucha gente. Se ha perdido al hombre solitario, huraño, que desconfía cuando alguien saluda con una sonrisa. Las primeras impresiones, el piropo, los contactos y el «no te preocupes». Gente que invita y que se deja invitar. Cada vez que en una mesa no se paga a escote arranca un delito: ya hay dos hombres desabrochándose el cinturón, y uno de ellos no lo sabe.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Ese arquitecto del que usted me habla - David Torres

Ese arquitecto del que usted me habla - David Torres

No nos asusta el ébola sino el alzheimer. La epidemia de ignorancia total que asola al PP empieza a tomar rasgos épicos. Los hay que no recuerdan si las tarjetas de Caja Madrid se las han bebido o se las han esfinado, mientras que otros prácticamente ya no distinguen ni el cargo por el que cobraban tres millones de euros anuales. Antes sus continuas incongruencias y dudas de abuelete, el juez tuvo que recordarle a Blesa que no era el botones sino el presidente de una caja de ahorros, y a Blesa, teñido de estupor, por poco se le ocurre preguntar: “¿De qué caja me habla?” Últimamente Génova es una sucursal de Macondo en aquel tiempo aciago en que cayó sobre la aldea la plaga de la desmemoria y la gente fue olvidando hasta el uso del diccionario. No hay más que ver a Mariano Buendía, que ya no conoce ni a sus amigos de toda la vida, y simplemente los nombra con un socorrido circunloquio: “Esa persona de la que usted me habla”. Cualquier día de éstos, Rato, Bárcenas y los demás imputados van a colgarse un cartelito con su nombre y apellidos en el pecho; pero les va a dar lo mismo, que Mariano no entiende su propia letra, como para entender la ajena.
El último en caer en la trampa traicionera del olvido ha sido Ángel Acebes, un hombre al que la confusión le viene de antiguo, por lo menos de cuando era ministro, y que aún no tiene muy claro si los etarras son yihadistas o los yihadistas etarras. Cuando el juez Ruz le preguntó si conocía a Gonzalo Urquijo, el arquitecto que reformó la sede central del PP con una tonelada de dinero negro, Acebes negó muy cristianamente, al estilo de Pedro después de la crucifixión. Se ruborizó cuando el juez le enseñó una fotografía donde sólo faltaba el Gólgota y las tres cruces: estaba él mismo, sonriendo, estrechando la mano del arquitecto, y Mariano en medio, como Cristo en vísperas de subir a los cielos. Acebes insistió en que él a ese señor no lo conocía de nada, que él, en las recepciones del PP, saludaba a muchos invitados, tantos que se le acalambraba la mano. Si llega a desconocer un poco más, niega a Mariano y a sí mismo de paso. Eso sí, le concedió al juez el beneficio de la duda: “Yo no sé si es el señor Urquijo porque no lo conozco, pero si usted dice que es él, será”. A continuación podía haber pedido el comodín de la defensa y solicitar una búsqueda rápida de arquitectos llamados “Gonzalo Urquijo” en Google y en Facebook para quedarse tranquilo.

En ese momento es posible que incluso el juez Ruz empezara a dudar. Todos hemos pasado alguna vez por el mal trago de hojear un álbum de recuerdos y contemplar al desconocido que fuimos en una foto, uno de esos momentos que intentamos olvidar con tanto éxito que al final lo logramos. Para unos es una mujer, para otros una caja negra, un amigo del alma, un arquitecto. Mariano le tecleó un correo de ánimo a Luis Bárcenas y al dar al botón de enviar borró todo el disco duro. Acebes se podría disculpar con Urquijo mediante aquella excusa genial de Oscar Wilde: “Perdóneme, no lo había reconocido: he cambiado mucho”.

200.000 gallegos de pérdida - Ánxel Vence

200.000 gallegos de pérdida - Ánxel Vence

Como si un maremoto estuviera a punto de caer sobre este reino, Galicia perderá 207.000 habitantes durante los próximos quince años: o eso sostienen al menos los contables del Instituto Nacional de Estadística. La cifra, de proporciones catastróficas, sugiere algún inesperado desastre; pero quiá. Lo grave del asunto consiste precisamente en que se trata de una evolución natural del censo.
El extravío de esa población a la que nadie podrá buscar en una oficina de objetos perdidos es, según observa el INE, la consecuencia de la ociosidad de las cunas y del mucho gasto en ataúdes que se hace en este gran geriátrico al aire libre también conocido por el nombre de Reino de Breogán.
Engendramos muy pocos críos por útero disponible, debido a que la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas ya no están para tales trotes; y, a la vez, los cementerios se siguen llenando a medida que crece el envejecimiento de la población. Las sepulturas ganan por goleada a las cunas, con el infausto resultado de que Galicia perderá 207.472 habitantes de aquí al año 2029, si hemos de dar fe al minucioso cálculo de los expertos en Estadística.
Tamaño agujero demográfico equivale a la suma de habitantes de las ciudades de Ourense y Lugo, lo que acaso dé una idea de lo que vamos a perder en apenas década y media. Para cuando se termine por fin el AVE a Galicia, mucho es de temer que ya no haya pasajeros suficientes con los que amortizarlo.
Todo esto lo había intuido ya hace un cuarto de siglo el entonces monarca Don Manuel I, que a su llegada al palacio de Rajoy fijó como prioridades de su reinado la batalla contra los incendios y la repoblación forestal -y sobre todo, humana- de Galicia. Pretendía Fraga remediar simultáneamente la pérdida de árboles y de gente que afligía al país, aunque los resultados fueron dispares.
Los bosques se han conservado en grado suficiente como para considerar un éxito la reforestación de los montes, pero en lo tocante a la natalidad las cosas han ido a peor. La producción interior bruta de críos se mantiene bajo mínimos, y no parece que los llamamientos a la procreación hechos por Fraga y sus sucesores en el cargo hayan excitado el celo reproductor de los ciudadanos.
Nos quedaba el recurso a los inmigrantes, que aun siendo relativamente pocos, mantuvieron el equilibrio del censo durante el reciente boom de la construcción. Al calor de la especulación con el ladrillo, varios millones de trabajadores llegados de fuera engordaron de forma un tanto engañosa el censo de España e incluso el de la remota Galicia, que creció en 50.000 habitantes durante la década inaugural del siglo.
Infelizmente, el espejismo de prosperidad que trajo consigo la burbuja inmobiliaria se ha disipado con la misma rapidez que llegó. Los inmigrantes han empezado a regresar por donde habían venido: y la consecuencia inmediata es una sangría anual de población que en los próximos quince años sumará pérdidas de más de 207.000 gallegos.
Puestos a hacer de la necesidad, virtud, siempre queda consolarse con la idea de que cuantos menos seamos los pobladores de Galicia, a más tocaremos en el reparto de empleos, bienes y servicios disponibles. Y hasta puede que se resuelva, de una vez por todas, el problema de la vivienda. Si es que de aquí a medio siglo queda alguien para habitarla, claro está. El INE no lo deja claro.

domingo, 26 de octubre de 2014

Pregúntale a otro - Juan José Millás

Pregúntale a otro - Juan José Millás

Cuando uno decide cambiar de vida, suele ocurrir algo que da al traste con los buenos propósitos. Si has pensado en hacer ejercicio, te acatarras; si comer de forma saludable, te descompones; si dejar de fumar, ese día recibes un encargo imposible de acometer sin la ayuda inicial de un Camel. Introducir cambios en la rutina significa en realidad adoptar una rutina nueva. Ser otro. A ese otro, hay que soñarlo durante un tiempo antes de convertirse en él. Si piensas, por ejemplo, que sería estupendo madrugar, tienes que imaginarte muchos días saliendo de la cama pronto, aunque sin moverte de ella. Lo mejor es que pongas el despertador a las 5,30 o las 6,00 y cuando lo oigas sonar entre las sábanas calientes, fantasear con la idea de levantarte. No te levantarás porque en la cama, a esas horas, se está en la gloria. Pero si persistes en poner el despertador y en imaginarte debajo de la ducha, tarde o temprano un sentimiento de culpa te arrancará de entre las sábanas.
El problema es qué hacer luego. Supongamos que tienes el proyecto de escribir y que te pones a hacerlo. Lo normal es que a la segunda línea regreses a la cama (escribir es muy duro). No importa, cierra los ojos e imagina que escribes. Visualízate inclinado sobre la mesa, tecleando el ordenador. Un día y otro y otro. Al final, gracias de nuevo al sentimiento de culpa producido por la distancia existente entre cómo te imaginas y cómo eres en realidad, decides escribir. El problema, ahora, es sobre qué rayos escribes. Pero supongamos incluso que tienes una historia en la cabeza. La cuestión es por qué frase empezar.

Decido entonces hacer un concurso de frases en el taller de escritura creativa. Frases para empezar una novela, se entiende. Gana el concurso, por votación mayoritaria de los alumnos, la siguiente: "Mi padre estaba calvo". Me llevo a casa la frase, pongo el despertador a las 5,00, me levanto y le empiezo a darle vueltas, a ver cómo sigo. Al cuarto de hora, enciendo un cigarrillo (había dejado de fumar el día anterior), y a la media hora decido regresar a la cama. Cuando me levanto, dos horas más tarde, después de un sueño pegajoso, siento que estoy acatarrado. Creo que cogí frío al salir de la cama tan temprano. Quiere decirse que si decides cambiar de vida, pregúntale a otro cómo se hace.

viernes, 24 de octubre de 2014

Desobediencia civil - José María Albert de Paco

Desobediencia civil - José María Albert de Paco

Este verano remozaron el patio interior de la finca y, mientras duraron los trabajos, los vecinos hubimos de poner a secar la colada en los balcones exteriores, que en nuestra escalera es un humilde pleonasmo. Como quiera que en julio pasé unos días fuera de Barcelona, al regreso no me percaté de que la faena había llegado a su fin y seguí aireando la ropa donde no correspondía. Al punto, el presidente de la comunidad sancionó mi actitud mediante una nota en el ascensor en que me advertía de que la normativa prohibía tender ropa en los balcones. El escrito no se dirigía a mí de modo explícito, pero me bastó echar un vistazo a nuestra fachada para constatar que, en efecto, yo era el único vecino que tenía ropa en el balconcillo (no sobre la barandilla, sino en un tendedero portátil que compré a tal efecto al comienzo de las obras en el patio interior). Síganme: esto es una columna política y no, no me he vuelto loco. Todavía no.
Cuatro días después del aviso, y ante mi palmaria insubordinación, llamaron al timbre. Era el presidente de la comunidad, que se había hecho acompañar por otro vecino al que presentó, con presunción notarial, como su secretario. Dado que hace apenas unos meses que vivo en la finca, encarrilaron la charla dándome la bienvenida y recordándome que estaban a mi entera disposición. Por un instante, me recordaron a esos periodistas que arrullan de primeras al entrevistado para, una vez que lo tienen ablandado, saltarle a la yugular.
-Verá, también queríamos hacerle una observación.
-Díganme.
-Supongo que vio la nota en el ascensor.
-La vi, sí.
-¿Y bien?
-¿Les importaría que bajáramos a la calle? Me gustaría mostrarles algo.
Accedieron a mi petición, no sin antes cruzar una mirada recelosa.
Ya en la acera de enfrente, desde donde teníamos una mejor perspectiva, les pedí que observaran la fachada.
-Sí, claro, a eso nos referíamos, a la ropa que tiene usted tendida en el balcón. El caso es que la normativa lo prohíbe.
-Por estética -me aclaró el vicepresidente.
-Me consta, sí, pero, ¿qué me dicen del tercero segunda, el quinto primera y el ático segunda? ¿O acaso no es ropa lo que cuelga de esos balcones?
-No, perdone, ropa no es; son banderas independentistas.
-En lo que a mí respecta, trapos.
-¡Hombre, no es lo mismo!
-O sea, que tender la colada en el balcón es una aberración, pero tender una bandera independentista, no. ¿Es eso?

Dejé a mis convencinos colgados de la brocha y mientras me alejaba volví de nuevo la vista a la fachada. Era Magaluf. Y lo que es peor, con ínfulas.

jueves, 23 de octubre de 2014

La función de los bancos - Ana Botín

La función de los bancos - Ana Botín

La magnitud de los desafíos a los que se enfrentan actualmente los bancos no tiene precedentes. Son cambios profundos y de calado. Y todos exigen un cambio en la manera de hacer banca. El mayor desafío proviene de los nuevos hábitos del consumidor. El cliente siempre ha sido el rey, pero el rey tiene ahora más poder que nunca. Eso es consecuencia en buena parte de la tecnología digital. La revolución digital da al cliente más posibilidad de elección e información que nunca. Este cambio exponencial es creativo y disruptivo a la vez: desplaza modelos de negocio legendarios y crea otros en cuestión de meses, incluso semanas.
Mientras tanto, la confianza en los bancos nunca ha sido tan baja y la avalancha de nueva regulación para evitar que se repita la crisis financiera nunca ha sido tal alta. Y, además, nos enfrentamos a la posibilidad de un menor crecimiento en los países desarrollados con baja inflación constante, bajos tipos de interés y poco crecimiento del crédito.
¿Qué se puede hacer para extender la recuperación a más países de forma que los beneficios del crecimiento favorezcan a todos los sectores y hogares?
Para apoyar la recuperación, es positivo el que las autoridades monetarias y fiscales sigan desarrollando políticas que apoyan la demanda y aumentan la confianza. En cuanto a los Gobiernos, continuar con las reformas estructurales para aumentar la flexibilidad, la inversión, la productividad y el empleo. Apoyar a los empresarios, grandes o pequeños, es prioritario, porque son las empresas las que impulsan la creación de empleo. España es un buen ejemplo de los beneficios de estas reformas, como se mencionó repetidamente en las reuniones del FMI en Washington a principios de octubre.
La unión bancaria dotará a la eurozona de mayor eficiencia, integración y competitividad
¿Cómo deberían responder los bancos? Para empezar, habría que recordar algo muy sencillo: nuestra función. Los bancos existen para contribuir al progreso de las personas y las empresas. Está en nuestra mano apoyar el crecimiento, generar riqueza, crear puestos de trabajo e invertir en la sociedad en la que desarrollamos nuestra actividad. Si no cumplimos nuestra función, no progresan ni los bancos ni la sociedad a la que servimos. Y si actuamos con negligencia se destruye la confianza de la sociedad. Demasiados banqueros perdieron de vista su función básica antes de la crisis. Para restaurar la confianza, tenemos que repensar la forma en que trabajamos y nos comportamos. En Santander, queremos hacer una banca sencilla, cercana y transparente.
Para cumplir adecuadamente nuestra función, y para crecer y retener clientes en la era digital, lograr la fidelidad de los clientes es esencial. Tenemos que ser capaces de anticiparnos y crear relaciones estables a largo plazo. Esta es la manera de obtener un retorno sostenible para nuestros accionistas.
Para ello, los bancos deben innovar. Al mismo tiempo que construimos relaciones personales, cara a cara con nuestros clientes en las sucursales, ahora también debemos ofrecer un servicio excelente por Internet y por teléfono. Nuestros procesos deben cambiar. Puede que seamos grandes empresas, pero necesitamos el espíritu de una start-up. Debemos adaptarnos a la revolución digital y, al mismo tiempo, tomar siempre decisiones prudentes.
El papel de los reguladores está siendo fundamental para hacerlo. Cuando el G20 se reúna en noviembre en Brisbane, el programa de reformas que se lanzó en 2009 estará prácticamente terminado. Los requisitos de capital de los bancos (teniendo en cuenta la cantidad y la calidad del capital) se han multiplicado por siete como resultado de estas reformas, según el Consejo de Estabilidad Financiera.
Esta nueva regulación debe ser capaz de responder a las siguientes cuestiones. ¿Permite a los bancos cumplir con su función, ayuda al progreso de personas y empresas, y contribuye así adecuadamente al crecimiento? La nueva estructura regulatoria, ¿permite que los bancos quiebren sin necesidad de ayudas públicas?
Encontrar el equilibrio adecuado entre objetivos que compiten entre sí: reforzar el capital y la liquidez; reducir la complejidad; aumentar las posibilidades de resolución, y mejorar la conducta en los negocios, al tiempo que se permite a los bancos apoyar el crecimiento, no es tarea fácil.
Por ejemplo, la separación o prohibición de algunas líneas de negocio puede ser necesaria para reducir la complejidad en determinadas entidades pero, si se aplica a todos los bancos, podría limitar el acceso a los servicios bancarios y aumentar el precio de determinados productos a clientes minoristas y pymes.
Puede que seamos grandes empresas, pero necesitamos el espíritu de una start-up
Por otra parte, un ratio de apalancamiento puede ser necesario para evitar el exceso de endeudamiento del sistema en su conjunto. Pero si se convierte en la principal restricción de capital para algunas entidades podría poner en cuestión la premisa fundamental de “a más riesgo, más capital” y, por tanto, crear incentivos perversos para los bancos. Aunque tenga sentido a más largo plazo tener un requerimiento de capacidad de absorción de pérdidas que asegure que el coste de una crisis bancaria lo paguen los acreedores y no el contribuyente, eso no debería implicar cambios en las estructuras de financiación que favorezcan tomar deuda en lugar de depósitos.
Dicho todo esto, obviamente necesitamos cambiar. En Europa, la crisis demostró que el crecimiento y la estabilidad requieren no sólo bancos sólidos, sino un marco institucional europeo reforzado. Desde entonces, hemos dado pasos muy importantes para poner las bases de una unión bancaria, que nos ayudará a eliminar incertidumbres por medio del control de calidad de los activos (AQR), las pruebas de resistencia (stress tests) y el supervisor único. Además, facilitará la reestructuración ordenada o la resolución de los bancos en crisis. La unión bancaria preparará el escenario para una mayor integración, eficiencia y competitividad.
Esto plantea a los bancos el desafío de pensar de forma diferente. Hemos visto la eurozona como si se tratara de la suma de diversos mercados, pero para el Banco Central Europeo, y para nosotros en Banco Santander, a partir de ahora será uno solo: un reglamento, un supervisor, un mercado. Esta nueva estructura debería impulsar el crecimiento de la economía europea, algo que no se reconoce suficientemente.
El éxito a largo plazo de Banco Santander será juzgado en función de nuestros beneficios y nuestra rentabilidad. Pero lo que realmente impulsará nuestro negocio y generará crecimiento sostenible serán las relaciones que tengamos con nuestros empleados, nuestros clientes, nuestros accionistas y con la sociedad a la que servimos. Si nuestros empleados se sienten motivados, comprometidos y reconocidos, se esforzarán al máximo por los clientes. Si estos reciben un servicio excelente y sienten que estamos de su lado, contarán más con nosotros. Si esto ocurre, los resultados mejorarán y los accionistas se quedarán con nosotros e invertirán más. Esto ayudará a que podamos hacer más para apoyar a la sociedad y el círculo virtuoso volverá a empezar.
El objetivo es común para autoridades y entidades: bancos estables y prudentes, pero innovadores y ágiles. Al tiempo que terminamos de definir la nueva regulación, confío en que no olvidaremos a los millones de personas, particulares y empresas, a los que tenemos que servir y apoyar.

Ana Botín es presidenta de Banco Santander

martes, 21 de octubre de 2014

Estadísticas - Juan José Millás

Estadísticas - Juan José Millás

De vez en cuando, a alguien se le ocurre hacer cálculos sobre esto o sobre lo otro. Acaba de publicarse uno según el cual los españoles permanecen al volante una de media de 11 días por año. Alguien que antes de fallecer hubiera conducido, pongamos por caso, 50 años, se iría al otro mundo con una experiencia notable. Podría sustituir a Caronte. Bien, hay asimismo cálculos acerca de cuántas horas de nuestra vida pasamos frente al televisor, en la cama, en el metro, en el mercado, en la cola del cine, en la sala de consulta del dentista, cocinando, cuidando el jardín, leyendo, haciendo un trabajo que detestamos, etc. Usted mismo puede buscar las estadísticas en google e ir haciendo sumas. Pero no se lo aconsejamos. Viene a ser como cuando calculamos nuestro presupuesto de gas, de electricidad, de agua, de transporte, de ocio? Jamás salen las cuentas. Siempre gasta uno más de lo que gana. Es mejor, en fin, no saber.

Si al final de la vida, en el lecho de muerte, se nos apareciera un ángel, con un libro de contabilidad en la mano y nos informara del tiempo que perdimos en afanes inútiles, nos quedaríamos tan horrorizados como si alguien nos dijera lo que gastamos al mes en tabaco y gin tonics. La vida es corta y tiene más relleno que una almohada. Entre todo ese relleno, aparecen grumos de sentido. ¿Cuántos? Pocos. Es verdad que un solo acto puede justificar una existencia, pero ha de tratarse de un acto algo heroico, ¿no?, de un acto verdaderamente digno. No tiene por qué ser grande, ni escandaloso, puede pertenecer al ámbito privado, incluso al íntimo, pero su calidad debe quedar fuera de toda duda. Que se te aparezca el diablo, por ejemplo, y te ofrezca la muerte de aquella persona que más odias a cambio de un pellizco de tu alma. Si tú le respondieras que aquellos a los que odias tienen todo el derecho a existir, habrías justificado seguramente tu vida entera, habrías dado sentido a las horas que pasaste frente al volante, frente a la tele, tirado de cualquier forma en el sofá, o rellenando los huecos de la bonoloto (en el caso de que la bonoloto tenga huecos). Pero el diablo se aparece poco y jamás te hace propuestas tan ventajosas. De aparecerse más, sería uno de los grandes proveedores de sentido.

Tarjetas black', el castigo necesario - Javier Carballo

'Tarjetas black', el castigo necesario - Javier Carballo

Hace años conocí a un tipo que, en el calor de una barra de bar, me contó que era chófer de algún alto cargo y que sus ojos, sólo sus ojos, podrían provocar una crisis de Gobierno. “Si yo pudiera contar simplemente lo que veo a diario”, decía el buen hombre. “Ayer mismo –contaba– llevé a mi señorito de putas y me tuvo esperando en la puerta del puticlub hasta las tantas de la madrugada”, confesaba entre ruegos persistentes de secreto absoluto. “Me juego el pan de mis hijos, ¿sabes?, que si no fuera así, ya te digo…”
Aquello de las putas hasta las tres o las cuatro de la madrugada, con el coche oficial esperando en la puerta, le parecía la anécdota más relevante, acaso porque también constituía la situación más humillante, pero las intercalaba con otras que le parecían menores, más usuales, como las puñaladas del partido o las sospechas de comisiones ilegales. “Mi señorito…” La expresión ya lo decía todo; todo lo esperable de quien como ese tipo convirtió el coche oficial en el zaguán de su desvergüenza.
El coche oficial, como se está constatando ahora con el escándalo de las tarjetas black, el dinero negro del que disponían los directivos de Caja Madrid, siempre ha sido el símbolo principal del poder y no era extraño, por tanto, que en su degeneración aquel alto cargo del que me hablaba su chófer hubiera extendido hasta la puerta misma del puticlub la ostentación de su mando. Que te lleven hasta la puerta y que el chófer espere con el aire acondicionado encendido hasta que se acabe la faena. Luego, en el recuento oficial, el único rastro que quedaba de la juerga era el número desorbitado de horas extras que pasaban los conductores de vehículos oficiales.
Lo esencial de este escándalo no son los desvergonzados que utilizaban sus tarjetas, sino aquellos que idearon el sistema que lo hizo posible
Si algún día, que no ocurrirá, esos tipos hablaran, si detallaran los excesos de los coches oficiales, obtendríamos un listado tan obsceno como el de las tarjetas opacas de Caja Madrid. Que esa y no otra es la razón por la que el escándalo de las tarjetas de Caja Madrid ha caído en la sociedad española como la gota que ha colmado el vaso de la bilis acumulada. La obscenidad de ver a tipos con sueldos de nueve mil euros que, además, utilizaban tarjetas de dinero negro que les proporcionaba la propia entidad para comprar bragas de seda, pagar bebidas de importación y codearse en restaurantes de lujo. Dirán como aquel de Córdoba al que pillaron cargando al ayuntamiento las facturas de sus noches de juerga en los farolillos rojos de las carreteras: “A mí es que me da reparo gastarme mi dinero en esas cosas”. Y se quedó tan pancho.
Pero, no nos engañemos, la ostentación grosera del privilegio es sólo la parte visible de la desvergüenza principal, que no son los gastos que se incluyen en esos listados que se han hecho públicos. No, lo esencial de este escándalo no son los desvergonzados que utilizaban sus tarjetas, sino aquellos que idearon el sistema que lo hizo posible. Por eso ahora, como siempre ocurre, la reacción pomposa de las direcciones de los partidos políticos sólo podrá convencer a los incautos de que los únicos responsables de este desmadre son los titulares de las tarjetas black. Que no, que esa es la consecuencia, la parte visible de un sistema de privilegios instalado por igual en los partidos políticos, en los sindicatos y también en la patronal que premiaba a un puñado de elegidos con esos cargos de postín.
El abuso es sólo la consecuencia; lo esencial es el sistema ideado, permitido y utilizado por quienes ahora quieren aplacar los ánimos como césares que arrojan cuerpos a los leones
A ver, que no se trata, en absoluto, de exculpar a quienes han hecho uso de las tarjetas black, que no es eso. El derecho al abuso no existe, y da igual que los directivos puedan esgrimir que les dieron esas tarjetas como parte de sus emolumentos. Pero el abuso es sólo la consecuencia; lo esencial es el sistema ideado, permitido y utilizado por quienes ahora quieren aplacar los ánimos como césares que arrojan cuerpos a los leones.
Sucedió en Caja Madrid y en otras muchas cajas de ahorro, como en tantos otros destinos políticos conocidos que se reconocen en política como premio o retiro dorado. Con tarjetas opacas o sin ellas. Lo esencial de las tarjetas black no son las bragas o los vodkas con caviar; lo fundamental es la creación de un modelo político de privilegios. Y que ahora se improvisen juicios sumarísimos para expulsar a los implicados en el escándalo es tan desvergonzado como lo ha sido, durante años y años, el mantenimiento de ese maná de dinero opaco reservado sólo a unos pocos de la cúpula.
Hace unos días, en una la gira de entrevistas que está realizando para promocionar su libro de memorias, Antonio Garrigues Walker decía que, tras el emponzoñamiento de la vida política española, con el descrédito generalizado de los partidos políticos tradicionales, la irrupción de un grupo político como Podemos supone “el castigo correcto” de la sociedad. Si lo sabrá Garrigues, que él mismo tiene a alguno de los abogados de su afamado bufete implicado en el escándalo de los ERE de la Junta de Andalucía. Pero es verdad, en definitiva, que todo lo que está ocurriendo es el castigo correcto, pertinente, a tantos años de desmadre con el dinero público. Podemos como caso particular, visible, y la apatía general y el descreimiento como fenómeno social, latente. El vaso de bilis social se ha colmado con las tarjetas; no era para menos.

La fábula de la corrupción, que podría escribirse ahora, como aquellas que dictaba Esopo, narra la historia de un zorro que se disfraza de hombre público y se confunde entre el gentío con la piel de un cordero. Uno más de la manada quiere parecer, aunque lo único que pretende es llenar la barriga. Hasta que el pastor, una noche, al verlo tan lustroso, lo confunde con una de sus mejores ovejas y lo sacrifica para la cena. La moraleja de aquella fábula ya advertía, seiscientos años antes de Cristo, que “según hagamos el engaño, así recibiremos el daño”. Pues eso, el castigo correcto.

lunes, 20 de octubre de 2014

Sexo y tetas - Isabel Vicente

Sexo y tetas - Isabel Vicente

He puesto este titular para que me lean. Sí. Sexo y tetas. Podría haber puesto culo, culamen que se ha puesto tan de moda al aceptarlo la Rae, o trío lésbico con el mismo resultado. Dicen los expertos en internet que lo que más se sigue buscando en la red es todo lo relacionado con el sexo y que un titular en el que se aluda a alguno de los atributos físicos femeninos es infalible. Yo me lo creo.
Una de las noticias más leídas esta semana ha sido la de la exconcejala Olvido Hormigos pillada en la calle achuchándose con un hombre que no es su marido, y mira que entre ébolas, consultas soberanistas en Cataluña y tarjetas opacas en Caja Madrid hemos tenido una semana movidita, pero no. El sexo sigue siendo el rey.
No hay más que ver la que se ha liado en Moscú. Una compañía de teléfonos móviles llenó el miércoles la ciudad de carteles en los que se muestran los pechos desnudos de una mujer cubiertos por una franja verde con el eslogan "Te atraen". Bien, pues ya han retirado la campaña porque en un solo día se produjeron más de 500 accidentes de tráfico. La relación causa efecto entre los carteles y los siniestros es tan evidente que la agencia de publicidad Safaran, autora de la campaña, se ha comprometido a indemnizar a los dueños de los coches accidentados, aunque claro, dado el impacto del anuncio que en un día se ha dado a conocer por el mundo entero, le sale barata la osadía.
Un camionero que se encontró de pronto con el cartel admite que se despistó, y no debió ser él solo porque por detrás le dieron otros dos, y los tres se lamentaban de que es imposible pasar impasible frente a semejante reclamo en tamaño gigante.

¿Y todo por unas tetas? Ya, ya. Confiesen. Muchos y muchas de los que hayan leído hasta aquí ya se han puesto a buscar el cartel por internet, y si no, lo harán en cuanto acaben de leer el periódico. Normal. Mucho traje, mucha visa, mucha manicura pero seguimos siendo primates con los mismos instintos que los chimpancés aunque los intentemos disfrazar. Así que no admitimos ver porno pero lo vemos, o nos lanzamos a ver o a leer Cincuenta sombras de Grey que se puede abrir hasta en la cafetería sin que te critiquen más que por tu mal gusto literario; pasamos frente a un sex shop con aparente indiferencia pero todos echamos un ojo a ver qué es esa cosa verde fosforito del escaparate, y consideramos energúmenos a los vecinos porque empiezan a darse de leches con el coche al pasar delante del cartel de un hombre o una mujer desnudos pese a que, siendo sinceros, tenemos que reconocer que también nos hemos quedado embobados delante de esas dos tetas.

viernes, 17 de octubre de 2014

Piqué hace un Aguirre - David Torres

Piqué hace un Aguirre - David Torres

El movimiento independentista catalán va de capa caída. Si primero trincaron a Pujol con dinero en el extranjero, como si fuese un político español cualquiera, y si luego Artur Mas reveló que detrás de su estrategia soberanista no había nada más que un muy unamuniano “que inventen ellos”, era lógico que el frente independentista catalán saltara en mil pedazos al primer palo metido en la rueda, lo mismo que una fiesta española en la que todo el mundo empieza a pelear por ver quién paga la cuenta, una de esas juergas castizas que primero culminan a navajazos y luego ya degeneran en bronca. Gerard Piqué no ha querido ser menos y ha decidido sumarse a este delirio de esencias hispánicas con un auténtico clásico: el “usted no sabe con quién está hablando”.
Al chico, la verdad, se lo veía venir, desde aquel día en los pasillos del Bernabeú en que, para caldear los ánimos, llamó a los jugadores del Madrid “españolitos”. El adjetivo tenía gracia, primero por el diminutivo, y luego por la denominación geográfica de una plantilla que por aquel entonces parecía un combinado de la selección de Portugal reforzada con varios argentinos, un francés musulmán, un alemán de origen turco y otros especímenes entre vascos y andaluces. En la propia plantilla de su equipo, sin ir más lejos, Piqué podía encontrar más jugadores con el DNI nacional, incluido alguno de Albacete.
En fin, el caso es que la otra noche Gerard Piqué dejó estacionado el auto en un carril bus de la calle Trias Fargas durante quince minutos, para poder montarles a unos agentes de la Guardia Urbana que trabajaban aquella noche un pollo que parecía sacado de una bandera franquista. Para hacer el Aguirre completo, a Piqué le faltó sacar dinero de un cajero y arrancar de estampida aplastando una moto. Pero tuvo el detalle de excusarse vía twitter con un calco exacto de la disculpa borbónica: “Lo siento mucho, no volverá a ocurrir”.

La retahila de exabruptos con que abroncó a los agentes (imaginamos que en catalán o al menos en waka waka, porque si los soltó en castellano es para levantarle una estatua) forma una auténtica enciclopedia de clásicos del casticismo. De hecho, cuesta leerlos sin ponerles el tono de chulo de zarzuela o, ya puestos, directamente el de Esperanza Aguirre. “Esta multa la va a pagar tu padre” o “Voy a hablar con tus jefes y se te va a caer el pelo” son dos versos que parecen extraídos de un diálogo de Agua, azucarillos y aguardiente. Con todo, la más racial de todas es esta espléndida muestra de clasismo ibérico, “Me tenéis envidia porque soy famoso”, con su alusión al pecado mítico nacional y su constatación del auténtico pecado nacional, la estupidez de atribuir cualquier acto a la envidia. Con lo fácil que hubiera sido llamarlos “madridistas”. Al final estrujó la multa, la tiró a los pies de los agentes y se marchó al Casino de un taconazo. Más españolazo no se puede ser. Tanto que Aguirre todavía está aplaudiendo.

jueves, 16 de octubre de 2014

Mucho trabajo, pocos trabajadores - Ánxel Vence

Mucho trabajo, pocos trabajadores - Ánxel Vence

Ha causado gran orgullo y satisfacción por ahí saber que los españoles trabajan 280 horas más al año que los alemanes, a quienes se tiene por modelo de laboriosidad y, sobre todo, de eficiencia. Lo que no dice la encuesta de la OCDE es que Alemania da ocupación a más de 40 millones de ciudadanos, frente a los poco más de 17 millones que gozan del privilegio de un empleo en España. Currar, curraremos más; pero lo hacemos tan solo cuatro de cada diez vecinos del país.
Ocurre aquí con el trabajo, y mayormente con el paro, lo mismo que en tiempos sucedía con la fornicación. Cuando el sexo no era en España un pecado, sino un milagro, cierto dramaturgo de la época quiso aclararle a un extranjero que aquí no éramos tan puritanos como parecíamos. "Desengáñese, señor", dijo Jardiel Poncela al forastero sorprendido por la baja actividad sexual de los españoles. "No es que en España se haga poco el amor: lo que pasa es que lo hacemos siempre los mismos".
Si entonces estaba mal distribuido el derecho a los goces de entrepierna, ahora lo está, con toda evidencia, el del trabajo. Es natural que así sea, dado que una cuarta parte de la población carece de empleo y, peor aún, de esperanzas de conseguirlo Mucho trabajo, pocos trabajadores - Ánxel Vence un plazo razonable. Solo Grecia supera dentro de la OCDE nuestros espantables niveles de paro: y no ha de ser casualidad que los griegos -los que tienen empleo, se entiende- trabajen más horas que nadie en Europa.
Ni aun echándole tantísimo tiempo a la faena consiguen griegos y españoles levantar cabeza, en curioso contraste con la prosperidad de los alemanes. La fácil explicación reside en que aquí somos pocos trabajando mucho, mientras que en Alemania son muchos más los que trabajan menos (y acaso mejor).
Bien lo saben los gallegos y españoles en general que allá por la década de los sesenta del pasado siglo emigraron en masa a la entonces República Federal para contribuir con su trabajo al famoso milagro económico alemán. Prodigio parece, desde luego, que la máquina de producción de ese país fuese capaz de emplear a millones de "gastarbeiter" o "trabajadores invitados", como piadosamente se les llamaba.
Dado que los únicos milagros conocidos en España son los de Apóstol, a nadie debiera sorprender que hubiésemos de buscarnos la faena en Alemania, en Suiza y otros países luteranos donde reina la convicción de que solo el esfuerzo obra portentos.
No es que los españoles trabajen poco, como sostiene cierto tópico ahora desmentido por la encuesta de la OCDE. Bien al contrario, este es un país de currantes dispuestos a echarle las horas que sean necesarias a la labor, aunque para ello tengan que ir a buscarla a Alemania o incluso cruzar el océano, como hicieron centenares de miles de gallegos durante casi dos siglos.
Prueba añadida de la falsedad de esa fama de vagos que nos aflige la ofrece, sin ir más lejos, el calendario laboral de este año. Con una escueta cifra de solo nueve días de libranza, los españoles hemos disfrutado de bastantes menos festivos que los veinte de Bélgica, los doce de Italia o los diez de Portugal y el Reino Unido; por más que el estigma de los "puentes" nos siga persiguiendo.
Lo que la OCDE ha venido a descubrir, en realidad, es que el problema de España no reside en los horarios de trabajo -bien copiosos- sino en la falta de trabajo propiamente dicho. Ocurre, sin más, que somos pocos trabajando mucho. 

Artur Mas ofrece 'bacon' vegetal - Irene Lozano

Artur Mas ofrece 'bacon' vegetal - Irene Lozano

Una escena inolvidable de Breaking Bad muestra a Walter White, un dócil profesor de Química antes de su metamorfosis, tomando el desayuno en casa. Pincha con el tenedor una loncha de algo que parece una especie indefinida de embutido, lo come y, con cara de extrañeza ante el sabor, le pregunta a su mujer: “¿Esto qué es?”. Ella contesta: “Bacon vegetal”. Walter White es aún, en estos primeros capítulos, un hombre arrollado por la vida.
Artur Mas también lo es, con la diferencia de que él conduce el camión que lo está atropellando. Su último artefacto ha consistido en un llamamiento al pueblo para que el 9N comparta con él un ridículo sin límites. Inicialmente el presidente de la Generalitat quería celebrar un referéndum, vocablo inequívocamente político que descartó para escamotearnos la ilegalidad frontal de su pretensión.
El término “referéndum” se refiere al acto político de “aceptar algo por votación”, según María Moliner, la sabia. Debe cumplir una serie de requisitos legales (un censo aceptado, unas garantías democráticas, la imparcialidad de la Administración). Y esto no es así por casualidad, sino porque el resultado de esa votación otorga legitimación política –y según los casos también jurídica– a una decisión o una postura. La manera de obtener esa legitimación sin pasar por las arcas caudinas de la legalidad, engorrosas y opresivas para Mas, era la consulta ya declarada fallida. El problema es que ya la palabra ‘consulta’ devaluaba políticamente la votación, de manera que ahora no sabemos cómo llamar a este último engendro.
El president promete ahora una votación, aunque sin censo; y se celebrará el día 9 pero sin convocatoria jurídica muy probablemente. No habrá campaña, porque no tendrá validez, pero habrá urnas festivas, como en los sanfermines hay toros. Esto arrebata al 9N todo carácter político, y rebaja el voto a un acto simbólico, lo cual resulta enormemente peligroso, porque si algo da valor al voto en democracia es justamente el hecho de que no es simbólico sino ejecutivo: pone y quita gobiernos, aprueba y deroga leyes. No hay nada simbólico en votar, pero Mas lo quiere reducir a eso: cualquier urna en cualquier sitio, cualquier papeleta y cualquier censo.
No hay nada simbólico en votar, pero Mas lo quiere reducir a eso: cualquier urna en cualquier sitio, cualquier papeleta y cualquier censo
Creer que la democracia consiste en meter la papeleta en la urna es como pensar que el sexo se reduce a la penetración. Pero ojo con los que banalizan la democracia de una forma tan grosera; si cualquier manera de organizar una votación sirve, entonces tendremos que felicitar a Mas por convencernos en unos días de aquello que Putin lleva veinte años intentando. En democracia los procedimientos son tan importantes como el fondo. No sirve cualquier referéndum, y éste no recibiría la aprobación de observadores internacionales, aunque no quiero dar ideas que pudieran amplificar el ridículo.
Ahora el problema es sobre todo semántico. El referéndum pasó a llamarse consulta, y la consulta pasa a ser… ¿sucedáneo de consulta? ¿pseudoconsulta? Así lo han escrito algunos medios. ‘Charlotada’ resultaría preciso, pero ofendería a Charles Chaplin. No sabemos cómo llamarlo porque no es nada. Es el fake que queda cuando ha fracasado el fraude. Es como el bacon vegetal que comía Walter White: repugnante.

Cuando los médicos le prohíben a uno el cerdo, conviene pasarse a la lechuga, porque quien no acepta los hechos empieza enseguida a falsificar la realidad. Y sigue pensando que en algún lugar del mundo existe un acto político parecido a ese engendro a que ha quedado reducido el 9N; y sigue creyendo que en algún país exótico los árboles dan bacon.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Pisar la raya - Manuel Jabois

Pisar la raya - Manuel Jabois


ESTAR nocaut, le dice Floyd Patterson a Gay Talese después de ser tumbado por Sonny Liston, no es una sensación desagradable, ni mucho menos, sino todo lo contrario. Una evidencia científica: Artur Mas. Dijo ayer: «Habrá urnas, habrá colegios, habrá papeletas y habrá voluntarios». Después añadió que lo que no habría, pero era un detalle menor, es consulta. Mas ha dado un golpe en la mesa dirigido a quienes creen que su problema es que está fuera de la ley: de donde él está fuera es de la realidad. Su discurso fue de una satisfacción privada, en ese gesto de quien ve cómo su mundo virtual ha adelantado al real. Hasta ahora los dos universos han ido caminando paralelos: cuando uno descarrilaba, se le organizaba una ley. Mas había anunciado que el suyo se impondría como realidad política ni más ni menos que al Estado, y si hacía falta a la UE. Ayer reconoció al fin que la realidad política era inalcanzable, así que la simularía. Es un gesto coherente: nadie que prometa la luna y no lo cumple se justifica diciendo que está muy lejos. Lo importante en estos casos es mantener la compostura y nunca bajar la cabeza ni torcer el gesto. Es necesario mostrarse inflexible, como si la luna que se está cosiendo en el salón fuese a ser mejor que la real. Patterson le dice a Talese que tras un nocaut siente que todo el público lo rodea como a una gran familia y tiene ganas de besarlos a todos; estamos ante un hombre noqueado que ha de pasar aún el trance de la felicidad para calibrar su propio derrumbe. En su discurso tuvo que repetir varias veces qué significa «seguir adelante», gesto de confianza en su electorado que es de esperar no tenga correspondencia en las bodas, con alguien explicando diez veces qué quiere decir cuando dice «sí, quiero». Hay un momento en el que, un poco agobiado, llega a decir «yo el 9 de noviembre quiero hacer algo», como si hubiese puesto en marcha un proceso soberanista para no ir ese día a un compromiso familiar. Junqueras salió después para decir algo así como que la consulta sería perfectamente viable si Cataluña se independiza antes, algo asumible con el nuevo principio de realidad de Mas. Hay un viejo chiste en el que un amigo le dice al otro que al llegar a casa se encontró a un gigante de dos metros acostándose con su mujer; al ver al marido, el tipo se levantó de la cama a pintar una raya: «De aquí no pasas hasta que acabe». «¿Y sabes lo que le hice a ese pobre desgraciado?», contaba orgulloso el hombre: «Cuando no miraba la pisaba».

lunes, 13 de octubre de 2014

Olor a congrio - José Luis Alvite

Olor a congrio - José Luis Alvite
No me apeteció nunca pararme a pensar por qué me ocurre algo semejante, pero lo cierto es que la experiencia me dice que a la hora de escribir, las cosas de las que estoy razonablemente orgulloso siempre me inspiraron menos que aquellas otras de las que sólo me siento culpable.
Como le dije de madrugada a una amiga, «yo la vida la he vivido un poco a mi manera, sin principios y sin métodos, lejos de las agendas y lejos de Dios, porque, equivocadamente o no, siempre pensé que la vida es más apasionante cuando te produce alguna clase de dolor, igual que en una tarde de calor insoportable encontramos más refrescante la parada en el bar de carretera si en un arranque de sed abrimos la cerveza con los dientes».
Viví durante buena parte de mi vida a deshora en ambientes marginales en los que incluso se daba como lana la mierda cardada por la electricidad en el interior de las bombillas, y con ayuda de la gramática pude sobrevivir gracias a la suerte de haber dormido como un presidiario en la cabeza apócrifa de los parias y por haber podido convertir a tiempo tanta basura en el pan para mis hijos. No me importa reconocer que me sentía a gusto mientras despilfarraba el tiempo, el dinero y el sueño. Ni siquiera temí jamás al riesgo de que aquella forma tan pródiga de afrontar la vida echase a perder mi manera de escribir, entre otras razones, porque desde muy joven tuve claro que si no fuese capaz de prosperar por mis méritos, al menos nadie podría impedir que me hundiese por mi propio esfuerzo.
Admito que tuve escrúpulos al principio, cuando en mi relación con aquellas fulanas me costaba aceptar que el cuerpo que fingían entregarme sin condiciones tuviese que oler necesariamente como un congrio molido a palos en la cubierta de un arrastrero. Fue cuestión de adaptar el pudor a las necesidades y aceptar que el desenlace natural del placer suele ser en la relativa sordidez de un vicio, así que nunca pretendí envolver aquel jodido pescado puerperal con la portada del «L’ Osservatore Romano».
A veces conseguí iluminar con la fugaz bengala de una frase el interior umbrío y encarnado de una fulana del burdel y entonces me sentí tan limpio e inocente como si hubiese desplegado la arboladura de una goleta dentro de un frasco, como un torvo ginecólogo que en la soledad fénica de la madrugada acabase de reavivar el croquis azul de un feto conectándolo con el filamento de una bombilla fundida al útero perplejo y penitencial de un cadáver con la piel en llanta. Fue así como aprendí que la vida es un hermoso viaje que algunos hombres, por lo que sea, hacemos en un mal autobús.

Sopa de gallina - José Luis Alvite

Sopa de gallina  - José Luis Alvite
Cuando ocurre una desgracia y sale en los telediarios la noticia, cada vez con más frecuencia se añade el complemento informativo de que las víctimas requirieron atención psicológica para superar el trauma. El consuelo se ha convertido en una profesión y parece que a las pobres víctimas a veces no sólo se les ofrece la ayuda del psicólogo, sino que yo creo que incluso se les impone. Es como si el consuelo ofrecido espontáneamente por los familiares o amigos no fuese suficiente para las víctimas, como ocurrió toda la vida en España, donde la cobertura del apoyo familiar contaba en todo caso con el refuerzo de algo que raras veces fallaba: un plato de sopa. También yo he sufrido las consecuencias de tragedias familiares y encontré consuelo en un tiempo razonable y sin necesidad de que me reconfortase un titulado universitario con sus fórmulas académicas y con esa solidaridad tan profesional que a mí realmente no me significaría nada. Y no vale decir que eran otros tiempos y que la asistencia psicológica es una indiscutible conquista de la modernidad, porque no hace mucho a un muchacho cuyos padres acaban de fallecer en un accidente aéreo le escuché decir que lo que él necesitaba no era un psicólogo, sino alguien que le planchase cuanto antes una camisa para asistir al entierro de los suyos. Raras veces la mente humana es incapaz de sobreponerse al dolor por sus propios medios. Siempre ha sido así y supongo que lo seguirá siendo si alguien no se empeña en convertir definitivamente el dolor emocional en una asignatura universitaria. Por otra parte, dudo que sea conveniente reprimirle a la gente ciertos dolores que pueden ser considerados naturales, del mismo modo que parecería absurdo privar a los seres humanos de su conciencia para que no sufran cualquier clase de remordimientos por sus peores actos. Los hombres somos débiles, pero no idiotas. Podemos sobreponernos casi a cualquier adversidad sin recurrir a la ayuda del psicólogo. Tenía razón aquel muchacho. A cierta edad todos hemos tenido alguna experiencia bien amarga y nos consta que fuimos capaces de salir adelante con una palmada en la espalda. Nadie en mi generación ha echado de menos al psicólogo, no sólo porque entre nosotros nuca estuvo de moda que nos consolasen por dinero, sino, lisa y llanamente, porque todos éramos familia en una casa con mucha gente a la que siempre se sumaba una señora con moño que nos prestaba un pañuelo de lino para el llanto y preparaba como nadie en la cocina aquella sopa de gallina que nos daba ganas de servirle calentita al muerto, que, como suele suceder, era el único que sufría de verdad las terribles consecuencias de lo que le había ocurrido.

Así somos - José Luis Alvite


Así somos - José Luis Alvite

Al final resulta que al resentirse la economía de las personas lo que sale a flote con la desilusión y las penurias es la evidencia de que los españoles hemos perdido de vista valores elementales que además de resultar agradables, no nos costaban dinero. Hemos dado lugar, por ejemplo, a una cierta juventud insolidaria y materialista que no cree que pueda existir un solo placer que no cueste dinero, ni considera posible una amistad que no sea rentable y acarree beneficios. Dejando a salvo el eterno reducto de jóvenes entusiastas y cualificados que aún creen en el valor social del sudor gratuito, la verdad es que por todas partes hay muchachos que no sólo se rebelan contra el desgaste que creen que les supondría la suscripción de cualquier compromiso ideal, sino que incluso les da pereza el sorprendente esfuerzo que les supone descansar, entre otras razones porque yo creo que incluso hay chavales que no entienden la silla. Es triste que por culpa de un sistema educativo deficiente muchos de esos jóvenes ignoren dónde queda la provincia de al lado, pero aun es más triste que algunas adolescentes ni siquiera sepan cruzar las piernas en las terrazas de los bares sin que por el resquicio de las ingles se les vean las amígdalas. ¿Qué porcentaje de nuestros jóvenes lee diariamente algún periódico? ¿Y cuántos de ellos, por desgracia, son capaces de creer que el río Ebro desemboca tierra adentro en lo alto de un monte? En nuestras discotecas se les sirve alcohol a los menores y la horda amorfa del botellón arrasa parques y jardines sin que nadie le ponga remedio. Hemos confundido la libertad con la barra libre. Aun reconociendo la influencia que tuvo en numerosas manifestaciones intelectuales la progresiva liberalización de las costumbres, ha dejado como principal rastro una conquista científica de dudosa eficacia económica: el calimocho. ¿Qué coño de país es éste en el que hay criminales que acuden al jugado cohibidos por el miedo razonable a que el juez los ponga en libertad y hayan de volver sin remedio a padecer la inseguridad de las calles? Yo no soy un experto sociólogo, ni un político, y carezco del conocimiento para ponerle remedio a la situación, pero me pregunto a dónde se dirige un país, este, el nuestro, en cuyas cárceles por muchas razones sólo sienten los inconvenientes de la prisión sus funcionarios. Desde luego somos una sociedad rara, un extraño país en el que al declarar su patrimonio, los hombres más acaudalados nos demuestran que en España se necesita ganar muchísimo dinero para ser pobre.

Qué pasará a partir de ahora - José Luis Alvite

Qué pasará a partir de ahora  - José Luis Alvite
No sé si está bien confesar nostalgia por las cosas que reconozco que hice mal a lo largo de mi vida, ni si es decente reconocer que tal como transcurrió mi existencia, ahora que lo pienso no me habría importado haber hecho cosas aún peores. Tampoco estoy muy seguro de que con mis criterios morales de ahora pudiese soportar la reedición literal de aquellos días. Al hombre que deja atrás durante algún tiempo sus errores le cuesta desandar el camino y reincidir, igual que al tipo que lleva mucho tiempo caminando descalzo se le hace luego insoportable ponerse de nuevo los zapatos y seguir andando. Podría intentarlo y la verdad es que sé cómo volver a las andadas, pero ¡demonios!, mucho me temo que las cosas que antes no me provocaban el menor remordimiento ahora probablemente a las primeras de cambio me descompondrían el vientre. Tenía razón el tipo que me lo advirtió la madrugada en la que le confesé mi deseo de darle un giro a mi vida y cambiar de aires. Me dijo: «Piénsalo bien, muchacho. Si te largas ahora, será difícil que vuelvas y encuentres tu sitio donde lo dejaste. Ya no serás nunca el mismo. En el dudoso caso de que consigas renunciar otra vez a la moral, va a ser difícil que soportes de nuevo la ginebra. Créeme, hijo, la decencia produce un irremediable envejecimiento mental del que es casi imposible sobreponerse. Cuando lleves sólo unos meses alejado de esto, amigo mío, no conocerás de la vida nada que no hayas leído en los periódicos, tu existencia serán tres comidas al día y no volverás a estornudar jamás con los ojos tan abiertos. Ahora haz lo que quieras. Es cosa tuya. Yo sólo te digo que cuando al cabo de los años eches la vista atrás, te darás cuenta de que lo mejor de tu jodida existencia no tendrá que ver con tus recuerdos, sino con tus remordimientos». Ahora echo la vista atrás, recuerdo lo que me dijo aquel tipo y me pregunto si de verdad valió la pena apartarme durante tanto tiempo de todo aquello. Y reconozco que no sé qué contestarme. A veces pienso que en realidad en todos aquellos años no fui lo que se diría un hombre feliz. Pero, maldita sea, luego me digo a mí mismo que si entonces no fui feliz, tal vez se debió a que estaba muy ocupado en disfrutar de las cosas que no sabía que en realidad me hacían desdichado. En eso parecía pensar la fulana que una madrugada me miró a los ojos y me dijo: «Yo no sé si lo que hago con mi boca es bueno o malo, cariño. Mis necesidades y las de mis hijos excluyen cualquier tentación de recapacitar. ¿Sabes, cielo?, creo que la moralidad de lo que hago con los hombres en cierto modo no depende de mi conciencia, sino de mi flora intestinal. Por eso en vez de reflexionar, encanto, enjuago la boca».

Mano con regazo - José Luis Alvite

Mano con regazo  - José Luis Alvite
Un tipo con los pies de cuero vomitado y el rostro culposo me salió al paso al anochecer bajo la lluvia y me dijo: «Sé que no soy uno de los tuyos y comprendo que por cosas que hice incluso tengas motivos para odiarme, pero, ¿sabes?, es Navidad y no tengo quien me abrace». Entonces se abrazó a mí sin darme tiempo a sacar siquiera las manos de los bolsillos y rompió a llorar. Miré alrededor. No había nadie. Estaba todo tan solitario que hasta me pareció que ni siquiera daban a la calle los portales. Aquel tipo me las tenía juradas por cosas que había escrito sobre sus actividades criminales y temí que aprovechase la intimidad de aquel abrazo para vengarse impunemente en un momento en el que por culpa de la niebla ni siquiera la lluvia se fijaba en nosotros. Saqué las manos de los bolsillos y le devolví el abrazo con la aturdida sinceridad de la que fui capaz. Estábamos solos y fundidos en un abrazo embarrado en el que no se sabía muy bien quién era la mancha y quién el trapo. El tipo guardó silencio hasta que se esfumó en la cripta de mi pecho su último sollozo. Entonces me miró a los ojos y me dijo: «Lo siento. No quise asustarte. De repente me sentí triste. Era Navidad, eché cuentas y comprendí que ya no quedaba en mi vida nadie a quien confesarle que en una noche así me siento solo. No tengo una sola foto al lado de alguien desde que hice la primera comunión. Muchas veces he pensado lo terrible que es saber que ni siquiera hay quien que se acuerde de ti aunque sólo sea porque te guarde verdadero rencor. Además de que no sé de alguien que me quiera conocer, lo que más me jode, periodista, es que tampoco conozco a nadie que esté al menos orgulloso de haberme olvidado». Arreciaba el aguacero y nos resguardamos en unos soportales. El tipo se sacudió la lluvia del pelo dando un latigazo con la cabeza, como habría hecho un perro. Le tendí mi mano y él alargó la suya hacia el regazo de la mía. Iba a darle algo de dinero, pero me detuvo el gesto antes de que lo hiciese. Y me dijo algo que jamás podré olvidar: «No he querido conmoverte. Agradezco tu intención, pero no soy un mendigo. Sólo necesitaba algo de afecto. Porque es Navidad, ¿sabes?, y mi madre me dijo de niño que en Navidad incluso en los cementerios hay cadáveres dispuesto a sacar las manos de sus sepulcros esperando que alguien acepte de buena gana su aliento y su abrazo».

Galgo dormido (Completo) - José Luis Alvite

Galgo dormido (Completo) - José Luis Alvite
No sé si las tengo merecidas, pero el caso es que llegan las vacaciones y creo que no opondré resistencia. En la duda de que alguien desconfíe de que yo las necesite, estoy seguro de que habrá lectores que, por el bien de su descanso, incluso me las agradezcan. La verdad es que no es el cansancio físico lo que me anima a levantar la mano de escribir y darme un respiro. Quince días de distanciamiento de la tarea de escribir me vendrán bien para darle un repaso a mi vida, reflexionar sobre mis ocupaciones y decidir al menos si tienen razón quienes aseguran que el pesimismo existencial mejora sensiblemente con una dieta equilibrada. Ya que mi discutible inteligencia no me sirvió de mucho para mejorar mi autoestima, no veo motivos por los que no pueda confiar a partir de ahora en la eficacia intelectual de un menú con lechuga. Tampoco descarto el reencuentro con viejas lecturas que en su día me resultaron reconfortantes, como recuerdo que me sucedió la primera vez que leí «La muerte en Venecia» y quedé fascinado por la facilidad profiláctica de Thomas Mann para describir la atracción homosexual como si se tratase de un poético concurso de camelias. Leí aquella novela sentado en la sombra del porche de un café frente a una playa en Arousa y al levantar los ojos me pareció que todos aquellos bañistas eran hermosas y veniales criaturas capaces en un momento dado de sentir la pulsión de la belleza como algo que suscitase una emoción anovulatoria, decadente y balnearia, igual que la que describía Mann en aquel libro fascinante en cuyas páginas a mí siempre me parece que incluso la muerte huye aterrada de la peste que se cierne como lava de zotal sobre la bellísima ciudad desconchada, distraída y zozobrada. Aunque soy reacio a dejarme afectar por las lecturas, reconozco que la novela de Mann me produjo un impacto considerable y que durante algún tiempo hube de esforzarme para que su estilo no invadiese el mío. Me defendí con éxito de su influencia, pero aprovecharé estas vacaciones para reencontrarme con aquellas páginas, sobre todo porque la primera vez que le puse la vista encima a la novela de Mann, descubrí que la vida puede transcurrir rápida casi sin que sepas que está pasando, lenta e inexorable, casi un reloj con telarañas calcetadas como saliva en las agujas, como le pasaría el tiempo a un galgo que al final de su carrera por la arena pisada por el agua, se hubiese quedado dormido al sol en la culera de una silla de ruedas. Leeré a Mann en Praga y en Cambados. Después levantaré de nuevo los ojos y, como les dije a mis amigos de Facebook, seguro que no podré evitar la idea de que la vida sólo son alegrías, fracasos y pausas para la publicidad. Cada vez que tomo vacaciones me propongo caer en la más absoluta indolencia. Es algo para lo que no necesito concienciarme porque siempre he sido propenso a la inactividad. Creo que la pereza es el estado natural del hombre y que en eso lo que influye sobre todo no es la educación recibida, sino la ley de la gravedad. A mí me gustan las vacaciones como motivo para no hacer nada que no sea disfrutar de los placeres más elementales, sin rebuscamientos intelectuales, entregado al disfrute sin necesidad de mejorar las sensaciones empobreciéndolo con la inteligencia, sólo incontinencia y deseos, igual que recuerdo que disfrutaban los cerdos deshuesándose casi de placer cuando los contemplaba de niño en Cambados. Quiero saber qué se siente cuando, liberado de la necesidad imperiosa del trabajo, y con el reloj en el bolsillo, un hombre se puede permitir incluso el lujo de que a su cabeza no se le ocurra nada, como si el placer de la plena indolencia le supusiese la pérdida de la memoria, incluso casi la muerte. Supongo que en ese estado de virginidad mental uno se identifica mejor con la naturaleza, incluso con los animales, y, a pesar de desistir de la imaginación, de forma instintiva podría renovar su casquería mental y sus apetitos y reparar con ellos las áreas de la imaginación que antes hubiesen sido contaminadas por los conocimientos superfluos. Acumulamos demasiados conocimientos retóricos durante el invierno y somos víctimas de un exceso de información que nos impide la recreación emocional en el mundo cada vez más perdido de los instintos. Fascinados por la tecnología y viciados por el dinero, cegados por los dioses fluorescentes, nos hemos olvidado de que el alma también es una tripa. Es necesario que conozcamos las cosas y sus sensaciones por haberlas sentido, no por haberlas leído en alguna parte. Ahora más que nunca me doy cuenta de que las emociones más fuertes, las que de verdad son inolvidables, no son las que adquirí mezcladas con el conocimiento ilustrado, sino aquellas otras que me hicieron disfrutar sin saber dónde diablos había puesto las gafas. Durante un verano de hace muchos años me di cuenta de que, por desgracia, a veces la lectura nos inculca con sus sugerencias una serie de sensaciones que tendríamos que haber conocido por la propia experiencia. A renglón seguido de darme cuenta de aquello, no tardé en comprender que en realidad lo más excitante de cuantas visitas había hecho a mi librería de toda la vida, no eran las frecuentes novedades editoriales, ni el estupefaciente olor de las ediciones nuevas, sino las tentadoras piernas de la hija del librero. Supe desde entonces que las mejores conquistas urdidas en la cabeza de un hombre, fueron antes las manchas más inconfesables en su ropa interior. Según yo lo veo, hay en el ambiente emocional de las vacaciones algo que recuerda la comprensible amoralidad que rige durante las treguas tensas e intermitentes en tiempo de guerra, mientras las asistencias recogen a los heridos, los enterradores sepultan a los muertos y en las parras se descuelgan las uvas abatidas por el eco de la artillería, vendimiadas como gangosas hernias de mosto por la sobrecogedora fonética de los obuses. Del mismo modo que la guerra deja en suspenso los modales y las conciencias, las vacaciones suponen una moratoria en la contención de los vicios y la pérdida momentánea del escrúpulo en las comidas. Olvidamos en vacaciones las recomendaciones del médico, igual que en las treguas del combate son indiferentes los soldados a las instrucciones morales de su religión y al recuerdo doctrinal de sus dioses y cenan con la escudilla apoyada en el vientre de un cadáver. Tiempo habrá de reflexionar al acabar el verano, cuando, como sucede después de las batallas, comprendamos que aquel fue un tiempo de comprensible desenfreno estacional en el que no había en nuestra conciencia una sola recomendación dietética capaz de frenar la aromática tentación de las sardinas recién asadas, ni un solo remordimiento que pudiese en nuestras emociones más que el instinto animal de sobrevivir al combate aun al precio de llevarnos por delante la vida de otro hombre. En el disfrute del placer estival, como en el desenfreno de la guerra, quedan en suspenso la moral y la dieta, y las actitudes que antes habíamos disimulado con las apariencias caen en desuso para dar paso al imperio de los impulsos, al exultante dominio de las gandulas sobre los pensamientos. Aun reconociendo que la humanidad ha prosperado sobre todo gracias a la reflexión, es difícil negar que a veces los seres humanos necesitamos deponer la razón para que por un momento rija nuestras vidas el instinto. Estoy de acuerdo en que muchas de las grandes conquistas modernas son atribuibles a la sabiduría de quien logró la división del átomo, pero no es menos cierto que a veces tampoco está nada mal que sintamos dentro de nosotros la emoción que produce el aprovechamiento social del despiece de la ternera. No importa que la indolencia estival no sea un memorable hallazgo de la inteligencia humana.