viernes, 30 de enero de 2015

Los calzoncillos - Salvador Sostres

Los calzoncillos - Salvador Sostres

El domingo al desvestirme me di cuenta de que no podía tirar directamente los calzoncillos al cesto de la ropa sucia porque un incidente lamentable requería un enjuague previo. Son cosas de las que prefiero que nadie más que yo tenga que ocuparse. Pero entonces me llamó la niña, me puse el pijama y los calzoncillos condecorados quedaron olvidados en el suelo.

Con la niña ya acostada vi a mi mujer con mis calzoncillos en el fregadero. No me dijo nada y yo tampoco le dije nada. Pero en aquellas manos había mucho más amor del que jamás imaginé que recibiría, amor silencioso y que ningún sexo podría dar, amor al que no le importa rebajarse, humillarse, amor que todo lo vuelve luminoso sin reproche ni mancha.

Somos una mancha andante y aunque alguna vez pensamos que nos querrían por nuestro talento y nuestra forma de brillar, lo que nos salva es la compasión, lo que nos rescata es la piedad, y sólo cuando caes de tu cabeza a tus pies, del zenit al nadir, sólo cuando caes lo más bajo que puedes caer hallas el amor verdadero, el amor más resistente que cualquier elemento, el amor con toda su ternura, con todo su misterio.

Vi a mi mujer en el fregadero, de espaldas, y guardé silencio. Somos una mancha permanente y unos brazos que nos sostienen.

En junio cumpliré 40 años y la vida no es en absoluto lo que yo esperaba. Me ha salido todo mucho mejor de lo que imaginé pero por motivos completamente insospechados. Pero aunque algunas veces estuve cerca de cometer errores lamentables,  recuerdo que la primera vez que la vi supe que era ella, y a la segunda cita le pedí matrimonio. Tardó -siempre más prudente- un año en decirme que sí. Es una de las pocas decisiones de mi vida que ha comportado las consecuencias esperadas. Yo me salvé conociéndola, y no dejándola ir. Tengo amigos hundidos en la desolación por elecciones calamitosas.

Luego está el matrimonio, con su día a día, sus calzoncillos, su complicidad, sus sonrisas tibias; y también con las discusiones agrias y salvajes, esa inevitable incomprensión que nos aleja, y esa todavía más inevitable ternura que nos vuelve a encontrar. El tiempo pasa por nosotros modificándonos y uno se sobrepone al otro y el amor es cuidar de dos almas.

Pero muchas veces cada semana veo algo en ella, no siempre tan escatológico, que me hace pensar en  nuestro primer día y en mi inmediato reconocerla. Muchas veces cada semana hay un detalle, un gesto, una manera de hablarle a la niña con los que regreso al tiempo en que la conocí; y cuando la veo desmaquillarse o cuando me cuenta su estratosférica visión de nuestros amigos y de la vida, que me hacen pensar en la primera noche después de conocerla, cuando me acosté solo en casa pensando que ya había encontrado a la mujer de mi vida y todavía no tenía ni su número de teléfono. 


El domingo la vi en el fregadero con mis calzoncillos, con la niña ya acostada, y no supe qué decir. Tal vez tendría que haberme disculpado, pero no dije nada. Tal vez tendría que haberla apartado para ocuparme yo del asunto, pero pasé de largo hacia la habitación para continuar leyendo el Diccionario Sentimental de la Cultura Británica, de mi querido Ignacio Peyró, para celebrar que un orden de fondo perdura por terribles que sean nuestros días, y una esperanza, y la fe, y el deseo de simetría. Y el funeral de Churchill para limpiarle los calzoncillos a Europa y mi esposa como resumen de todas las esposas y de la familia que vertebra nuestro mundo compasivo y libre. No tengáis miedo. This is your victory. El amor es siempre una elegía. God save the Queen.

El currículum - David Torres

El currículum - David Torres

Después del examen exhaustivo de cuentas corrientes, los antecedentes afectivos y el entorno laboral, la investigación contra Podemos ha llegado ya al extremo de rastrear el currículum. España es un país donde no se le pide el currículum a nadie, excepto para cubrir plazas de camarero, barrendero o reponedora del Pryca, en cuyo caso resulta imprescindible conocer varios idiomas, dominar programas de gestión informática y poseer al menos una licenciatura y un máster por una universidad extranjera.
En cambio, se da la paradoja de que, cuanto más alto es el cargo al que aspira uno, menos preparación necesita, hasta el punto de que los puestos mejor remunerados están ocupados por clones de Paquirrín y Belén Esteban. De ahí que esos afamados ejemplares del poderío español reinen en el ecosistema televisivo y en todos los hogares de buena voluntad como modelo de conducta y espejo de buenas costumbres. Lo que cuenta en este país, básicamente, son las amistades, las relaciones familiares o la habilidad natural para follarse a un torero.
Ningún aspirante a alto cargo ha necesitado jamás un currículum y, caso de necesitarlo, se lo ha inventado. Como José Antonio Martínez Alvarez, director del Instituto de Estudios Fiscales, que plagió su tesis doctoral, se inventó un cargo de catedrático en la UNED, se apropió el título de médico sin terminar la carrera y escribió un libro de economía recortando trozos de otros. Esfuerzos inútiles cuando lo único que le hacía falta para ocupar su sillón era su propio culo y el dedo de Montoro. O como Elena Valenciano, que se adjudicó dos licenciaturas, Derecho y Ciencias Políticas, sin acabar ninguna de las dos porque, según ella, en la facultad “se aburría”. De nuestros últimos presidentes, Jose Mari estaba peleado con el inglés, José Luis con el francés y Mariano todavía no sabemos si con el castellano, con el gallego o con los dos al unísono. No obstante, el caso más famoso de ciencia infusa sigue siendo el de Luis Roldán, que llegó a director general de la Guardia Civil sin más equipaje que que un doctorado en botellones.
A Juan Carlos Monedero le están mirando el currículum con lupa por pasarse de listo, visitar universidades extranjeras de tapadillo y hacerse fotos con filósofos y economistas de fama mundial sólo para fardar con los amigos, como el pequeño Nicolás en la FAES. Poco importa que esas universidades, como la de Puebla, reconozcan que Monedero sí ha dado clases y conferencias allí o que Albert Hirschmann y Jürgen Habermas no sean exactamente ni Jose Mari Aznar ni Ana Botella. El otro día, en el colmo de la desfachatez, se le vio incluso esperando sentado en el metro de Madrid, cuando todo el mundo sabe que una de las mayores distinciones de un futuro alto cargo en este país es no bajar al metro ni en pintura, como demostró Gallardón el día en que fue a visitar una estación y por poco se ahorca con el torniquete.

Lo que más molesta de Monedero no son sus títulos universitarios ni el hecho de que haya publicado libros que previamente ha escrito, ni siquiera el insulto inconcebible de que no gaste corbata. Lo que molesta de verdad es que viaje en metro, como cualquier dependiente de mercería o cualquier cajera del Ahorramás, y que encima vaya leyendo.

jueves, 29 de enero de 2015

Cabos sueltos - Darío Vidal

Cabos sueltos - Darío Vidal

No le conocí pero esperaba verlo un día al azar, en el “Savoy” tal vez, difuminado en la bruma del jazz entre un murmullo de charlas, humo de cigarrillos y tintineo de copas. José Luis Alvite se nos ha ido, no sin antes despedirse como cumple a un caballero un poco estóico, un poco abúlico y un poco cansado de casi todo, pero con la elegancia de quien no se deja abatir por la nimiedad de un cáncer de cólon y otro de pulmón.

El lector sabe que alguien que nos escribe termina convirtiéndose en un cómplice y cobra más realidad que tantos conocidos como tiene anotados en su lista de teléfonos o en esa ficción virtual que suele llamarse correo electrónico. Pues la carta que otro ha acariciado con la pluma y doblado con los dedos se impregna de la vida que su pulso le transmite. La electrónica está bien para enviar recados, pero no para alumbrar el pensamiento, revelar un secreto o confiar sentimientos. Por eso siento ahora la nostalgia de una amistad sin retorno que no culminó, una conversación sin respuesta, y la frustración de no haber podido cerrar con un encuentro esa relación que no podrá ya ser completa porque se ha desanudado el vínculo de la vida. Ya no podrá ser, José Luis, porque yo pensaba que la vida es para siempre desoyendo la enseñanza de muchos años de adioses y despedidas. Lo siento de veras, porque adivinaba en tí un caudal de sabiduría.

Pero a cambio he aprendido algunas cosas. Y me he puesto a escribir a Enric González para recuperarlo, no porque tema su ausencia que yo estoy antes en las listas, sino porque resulta estúpido renunciar a un afecto por un punto de pudor o cortedad, precisamente el día de San Francisco de Sales.

Llevo muchos años leyendo a Enric desde Alemania, París, Roma, Londres, Hong Kong, Jerusalén y medio mundo, pero temí importunarle si le llamaba. Por fortuna me ha abierto la puerta evocando cierta anécdota entrañable, en un libro como un río titulado con sorna antigua “Memorias líquidas” como las “Almas del nueve largo” de Alvite. Y pese a mi renuencia, le escribo para afirmar que reitero punto por punto lo que le dije un día; que el verdadero periodismo es el de proximidad –el de “local” como se titulaba antes-- fundado en lo que el maestro Manuel Del Arco definía honestamente como el de “ver y contar” y que, en cuanto a mis pronósticos con respecto a él, ahí tiene los recortes que no mienten. Años en primera línea sin desfallecer capeando la intriga y la fortuna; jornadas extenuantes de trabajo adobadas muchas veces con el miedo físico y otras compartiendo la tensa espera, la zozobra o el sopor, con Aliaga, Paco Borda, el hilarante Lladó Figueras que pedía un féretro de niño porque no necesi- taba más, Carol, Juliana, Pérez de Rozas, “El Brusi” centenario de Luis Bonet con tres licenciaturas y plástico en los bolsillos. Y en el horizonte, la pequeña Chelsea. Que me lo han contado, Enric.

Bofetada cuántica en Tarrasa - David Torres

Bofetada cuántica en Tarrasa - David Torres

Entre el negocio de exportación de billetes de la familia Pujol y los espeluznantes casos de brutalidad policial, Cataluña cada día se parece más a España. Tanto se le parece que, de seguir este ritmo de muertos en comisarías y de cuentas nada corrientes en el Caribe y en Andorra, Cataluña puede acabar llamándose España 2.0 y viceversa. El roce hace el cariño aunque para ser el padre de la patria catalana, Pujol podría ser también hijo adoptivo de Madrid y nuero oficial de Valencia.
Lo de las comisarías no es de risa, aunque leyendo esos autos judiciales que exculpan a los mossos de cualquier responsabilidad por sus actos vandálicos, sacando ojos a pelotazos y sesos a guantazos, uno se pregunta si allí los jueces hacen horas extras en El Club de la Comedia. En la penúltima sentencia que nos ha llegado del futuro país vecino hay pasajes que parecen escritos a pachas entre Chiquito de la Calzada y Woody Allen, que por algo aprovechó para irse a rodar una comedia a Barcelona: “En un momento determinado de la actuación, y sin que se haya podido determinar el motivo, uno de los agentes propinó una bofetada a Jonathan Carrillo, de intensidad no determinada pero en cualquier caso pequeña y que no causó lesión ni marca alguna, que sin embargo sí le hizo caer al suelo”.
Lo indeterminado de tantas indeterminaciones no es tan tonto como pudiera parecer, porque aquí se están sentando las bases de un nuevo fenómeno científico: la bofetada cuántica. Según los cuatro agentes, Jonathan iba bastante borracho y, claro, se cayó al suelo a plomo él solo por culpa de Isaac Newton, a quien no empapelaron porque, por suerte para él, no andaba por allí cerca. Tampoco se abrió ninguna diligencia para aclarar el tema de la bofetada, puesto que ninguno de los acusados dijo que hubieran abofeteado a Jonathan. El hecho puramente anecdótico de que unas vecinas aseguraran que habían visto a uno de los cuatro policías golpear a Jonathan en la cara no importa ni un pimiento, porque ninguna de las vecinas era Esperanza Aguirre.
Para corroborarlo, en la sentencia ni siquiera se especifica cuál de los agentes no abofeteó a Jonathan, un detalle que explica por sí solo que a esta emocionante y épica literatura se la denomine “fallo judicial”. En otros países más derrochadores se gastan un dineral para investigar los efectos de la física cuántica en aceleradores de partículas; en España, y concretamente en Cataluña, basta con cuatro agentes de la ley que se ponen a jugar al manos quietas. Con lo que queda suficientemente probado que una bofetada policial en Tarrasa es como un electrón: no puedes saber a la vez su velocidad y su posición, pero llevártela, te la llevas, y como protestes, en estéreo.

Por último, uno de los agentes llamó a una ambulancia porque veían que el chaval estaba muy bebido y no se acababa de levantar. Trasladaron a Jonathan a un hospital donde le hicieron pruebas para comprobar su estado de embriaguez y luego ya se les murió. Lógico porque los policías no pueden estar en todo y tampoco les habían advertido de que se había golpeado en la cabeza. Estaban muy ocupados dividiendo una bofetada entre cuatro y viendo que, contra toda aritmética, les daba igual a cero. La culpa fue toda de la calzada. De Chiquito de la Calzada.

Pujol, corrupción dinástica - Javier Carballo

Pujol, corrupción dinástica - Javier Carballo

Parece que Jordi Pujol es avaro en sus declaraciones en el juzgado. Cuando le preguntan, contesta seco, con pocas palabras, a veces en catalán, para que le traduzcan, y otras en castellano, como un favor especial, una medida de gracia, hacia quienes le interrogan. Parece que Jordi Pujol mantiene la pose distante y soberbia, prepotente, con la que, en sus tiempos de molt honorable, repartía lecciones por España. Por eso debe incomodarle tanto esto de sentarse en un banquillo para responder preguntas de un cualquiera. Es fácil imaginárselo mientras lo interrogan, mascullando “¿qué coño es la Justicia?”, como hizo en su día con la UDEF.
Parece que Pujol llega al juzgado con un maletín repleto de testigos muertos y documentos desaparecidos, pero la sequedad de las declaraciones, la soberbia agria del carácter y hasta la mortaja del portafolios para lo único que están sirviendo es para dibujar la realidad simplona de una España imperecedera; una España corrupta que atraviesa regímenes, que anida en el franquismo, pone huevos en la democracia y cría pollos en el catalanismo. La historia que entre silencios y desplantes nos está contando Pujol es la historia de una dinastía corrupta. Como una serie. La dinastía corrupta de los Pujol.
Según Solé Tura, lo más interesante de ese libro era comprobar cómo esa burguesía catalanista se integró rápidamente en el engranaje del franquismo gracias al aceite de siempre, el aceite de la corrupción
Florenci, el padre del expresidente de la Generalitat, “era un hombre muy simpático, con una mirada irónica y maliciosa, de pícaro inteligente”. Lo describía así en un libro de memorias (Una vida entre burgueses) un catalanista llamado Manuel Ortínez i Murt. El exministro socialista Jordi Solé Tura, ya fallecido, describió el testimonio como “una descarnada descripción de los usos y costumbres de la burguesía catalana de la posguerra”. Según Solé Tura, lo más interesante de ese libro era comprobar cómo esa burguesía catalanista se integró rápidamente en el engranaje del franquismo gracias al aceite de siempre, el aceite de la corrupción. “La burguesía catalana aceptó sin rechistar las reglas de juego del franquismo, entre ellas el soborno y la corrupción. (…) El propio Ortínez explica sin ambages sus propias andanzas como uno de los hombres de la maleta que transportaba regularmente a Madrid los fondos de la corrupción institucionalizada”.
En aquella España, Florenci Pujol hizo fortuna gracias a un negocios de tráfico de divisas que montó con un judío llamado David Tennenbaum. ¿Y qué hacían? Proporcionaban divisas a quien las necesitara, como el mencionado Ortínez i Murt, que cuenta su experiencia: “Si tú exportabas un producto que te daba un millón de dólares, simulabas venderlo al doble de ese precio y por tanto podías importar por dos millones. (…) Yo libraba las pesetas en Barcelona, en billetes de cien, que hacían un bulto considerable, y las pesetas convertidas en dólares aparecían en los Estados Unidos o en Suiza. Naturalmente, era una operación delicadísima que no podías realizar con cualquiera. Con Florenci Pujol nunca tuve ningún otro trato más que éste”.
El propio Jordi Pujol admitió el pasado martes, ante las preguntas de la Fiscalía, que su padre había hecho el dinero negro con sus negocios de “cambio de divisas” que, según dijo, era una actividad ilegal en el franquismo, pero también “tolerada” hasta cierto punto. Debió ser así porque esto tampoco cambia: en los negocios sucios de la alta sociedad siempre hay alguien que mira para otro lado.
Vídeo: Los millones de la familia Pujol
Es importante ir subrayando términos y conceptos. “Corrupción institucionalizada”, “cuentas en Suiza” y una burguesía podrida que se acomoda a las prácticas del régimen en el que vive. Contemplado desde las perspectivas del padre Florenci, es fácil observar que Jordi Pujol se convirtió en heredero de algo más que del dinero acumulado en el tráfico de divisas.
Cuando se completen esos sumarios, se podrá montar un serial que trasciende de la corrupción ocasional. Será la historia de tres generaciones de una dinastía que abarca tres regímenes políticos distintos, la dictadura de Franco, la España democrática y, dentro de ella, la Cataluña del autogobierno
La corrupción es la que pasa como herencia de generación en generación, como cangilones de una noria que transporta la misma agua, la misma moral, la misma ambición. De Florenci a su hijo Jordi, que ya ha confesado su ocultación, y de este a sus hijos, que es la etapa que estamos viviendo ahora, que se está desatapando ahora. Cuando se completen esos sumarios –si finalmente no acaban en el bluf que se teme en algunas esferas judiciales por las demoras e imprecisiones de la investigación– se podrá montar un serial que trasciende de la corrupción ocasional. Será la historia de tres generaciones de una dinastía que abarca tres regímenes políticos distintos, la dictadura de Franco, la España democrática y, dentro de ella, la Cataluña del autogobierno.

Hace años, a finales de 2007, un tipo brillante, polémico y provocador se subió a un barco en el puerto de Barcelona y se despidió con amargura y bilis de Cataluña. Antes de irse, dejó escrito un libro, con pasajes memorables. “Al grito de maricón el último, los elegidos se han lanzado al asalto del erario público con un éxito que no tiene precedentes. Y aquellos que no lo consiguieron momentáneamente, es decir, el resto de la elite autóctona, advirtieron que sólo era cuestión de aguardar la ocasión y permanecer agazapados esperando un día imitar al jefe, el cual, como era previsible, salió judicialmente indemne de toda sisa o saqueo bancario, exceptuando el aura de rapacidad que ha compartido con la familia”. El autor de ese libro se llama Albert Boadella. Y sigue ‘exiliado’. Igual, cuando se apaguen las hogueras del independentismo y se disipen las humaredas del soberanismo, que nada más dejan ver, la sociedad catalana se detenga un momento en mirar atrás. Y contemplar en qué han convertido a Cataluña. 

domingo, 25 de enero de 2015

A Alvite desde los bajos fondos de Rotterdam - José R. Calaza

A Alvite desde los bajos fondos de Rotterdam - José R. Calaza

Maestro que fuiste en el desacato a la moral patriotera, bien sabes, querido José Luis, que en este país lo menos horrísono del paisaje urbano son los cables que resaltan la fealdad de las fachadas. Hay una Galicia que es como esas madres sin pudor que avergüenzan a los hijos tirando las compresas por la ventana. Lo que nos rodea se parece al guiso de azafrán gris de aquel artículo tuyo, ya un clásico. En estas condiciones, los prudentes se guarecen en bares o bodegas esperando que el amanecer les empapele la retina con los colores mentirosos si bien piadosos del alcohol.
José Luis, genio golpeado por los besos tullidos de tantas noches desdentadas, te escribo desde los bajos fondos de Rotterdam apostado en una barra que podría ser el reflejo boreal de tu Savoy o de mi Eligio, al que a veces vuelvo de incógnito. En Eligio encuentro lo que a mí me gusta: la Galicia insinuada. La abierta, la civilizada, tolerante, antigua, popular y señorial, múltiple, atlántica y española. Granito, madera centenaria, estufa de leña, bebedores solventes (de los de botella) fumadores machos, hogareñas telarañas y los fantasmas bonachones de enemigos y amigos. No hay formica ni televisión. En Eligio nadie le roba la verdad ni la palabra a nadie pero cualquiera puede llevarse todo lo que le quepa en el corazón.
De haberla palmado en un amanecer de hace diez años, Joe, empapado de alcohol y nostalgia, la cabeza desplomada sobre el volante, las ruedas pinchadas por las agujas de una yonqui, el claxon sonando como la sirena del Titanic en la niebla, habrías tenido un final de torero. Algún pedante, quizás yo mismo, hubiese añadido que la naturaleza imita al arte y que, a la par de tus personajes, habías muerto como habías vivido (y bebido): por encima de tus posibilidades. Pero también en la hora de la muerte has puesto el listón muy alto -sin aspavientos heroicos, ni baladronadas, ni lamentos pusilánimes- dejándonos huérfanos de esa prosa artillada con una sonoridad solitaria y noctámbula, aristocráticamente única, tan esencialmente galaica y española. La añorada prosa de la Galicia elegante.
Por la mirada irónica que posaste en el desguace de tu propia vida y en la de personajes que ennoblecías cuanto más se estrellaban contra los filos de un destino en constante derrumbamiento, es de justicia que seas recordado: el imaginario literario que recreaste en el Savoy es propio de un genio. Ese purgatorio que extrajiste del aguachirle de unos cubos de hielo derretidos en restos de tónica, ceniza, lágrimas y ginebra, resulta ya tan familiar y querido, tan humano y entrañable, que nos sentimos dentro de él inmersos, como los personajes de Noctámbulos.
Quien te dedicó en este periódico Hopper: estética y moral (13/01/2013) concluía afirmando que "Nighthawks/ Noctámbulos/ Halcones nocturnos" era un cuadro digno de ser escudriñado por el genio de José Luis Alvite. En un universo paralelo, Eligio es el reverso del bar representado en Noctámbulos y en cierta medida de tu Savoy. Eligio solo abre hasta las cuatro de la tarde pero con todas las puertas y ventanas cerradas para conservar el calor de la salamandra en invierno, la fresca sequedad del granito en verano y la intimidad siempre en evitación de la fealdad de fuera. En su simetría golfa, Eligio y Savoy completan el círculo mágico noche-día de quienes se salvan de la vulgaridad de triunfitos. En Eligio solo se admiten personas con cicatrices interiores bien visibles o que hayan pasado, como mínimo, cuatro años en La Lama. Verbigracia, a Jacobo y a Rafa, que solo estuvieron tres, no los dejan entrar. A Anxel Vence, que pasó cinco, sí. Sucede que si en Eligio es difícil entrar más complicado es salir.
Tus artículos más logrados fueron los que amenazaban ruina desde el arranque. La galanía en la expresión fallida es resolverla con una frase de ingenio o una metáfora inigualable. En algunas columnas, de entrada insalvables, aparecía de repente, en la esquina de una línea hasta entonces malograda, una metáfora o un adjetivo diamantinamente biselado que nos iluminaba agavillando el fulgor de un rompimiento de gloria tan oportuno que solo Dios -o tú, viene siendo lo mismo- podía lograr. Fucking trapecista sin red. Escritor en guerra contra ti mismo, había que verte salir airoso de situaciones en que quedabas acorralado en una página infumable, cien veces repetida, pero que resolvías in fine exprimiéndola por la tangente inesperada.
Cuervo sabio y mágico que con mirada vivaz y negra desnudaste las almas que te atraían. Nadie -ni Bukowski- ha sobrevolado como tú las escombreras del dolor. Almas de femenina viscosilla, de cardados apestando a laca, de rímel escurrido por las lágrimas, de piernas tatuadas en pus por la heroína, de almas que olían a ceniceros llenos y a vasos y monederos vacíos, trepidantes de lujuria triste y mira mi brazo tatuado. De almas que mucho comprendo porque se parecen a la mía. Y la verdad de mi alma es esta: siempre tuve muy claro que no nací para pastelero, nací para lo que soy, nací para justiciero. Dicho por lo fino; en realidad, nací para asesino. Lo de escribir, mal y poco, es una coartada que me sirve para vivir bajo otro nombre.
Y si no tuviera en estos momentos el corazón maduro de la tristeza amarga que siento al despedirme de ti, Joe, intentaría relatar con gracia lo que me ha traído hasta aquí. Sin embargo, hay una distancia de sospecha entre la sociedad y yo, una injusta presunción de maldad para conmigo, agrandada por el hecho de que asesiné a mí madre. Y en justicia, no es así. A una madre no se la mata por cualquier cosa, no, a una madre se la mata, sí, cuando hay poderosas razones. No te las confesaré, empero.
Dos horas después del crimen estaba en Portugal con trescientas mil crudas pesetas en los calcetines y una pistola fulgente en la sobaquera. Todo ello regalo de mi abuela materna -Doña Luz Martínez-Ávila y Ladrón de Guevara- que asaz conocía mis razones. A pesar de los apellidos, Luzbela era la única persona de mi entorno que me hablaba en gallego, o en francés, nunca en español. En una ocasión en que me habían castigado en el colegio por una trastada me llevó de vuelta, exigió que se presentara la madre superiora y mirándola fijamente le espetó una sola palabra (que fue asimismo con la que injurié a mi madre al asesinarla): !Landra¡ Regresando a casa, me dijo que habían sido amantes antes de la guerra, en Barcelona, y pistoleras de la FAI hasta que pasaron a Falange pues las chicas eran más guapas y los chicos también. Mi abuela Luzbela me dio asimismo una carta de recomendación para un amigo suyo, de Vigo, temerario bebedor roqueño, bujarrón activo reconvertido en el hampa de Rotterdam, del que sigo sin saber por qué carajo llamaban Pépin le Français. Este me proporcionó documentación (a nombre de J. J. R. C.) y enseñó las bases de la compraventa atinada de libros antiguos, noble oficio del que vivo, en parte, sin necesidad de explotar a las mujeres como hace casi todo dios en Galicia. Pépin le Français también quiso darme por detrás pero tanta generosidad me pareció excesiva. No obstante, a pesar de mi negativa, o precisamente por ello, me introdujo en el medio de los mercenarios.
Con el paso de los años, además de ejercer de librero avisado, me convertí en asesino profesional. Pero no soy un asesino cualquiera; la primera vez asesiné por odio; después, de manera altruista: aunque cobrando, sólo mato mujeres adúlteras. Si son esposas de marineros, hago el trabajo gratis. Adquirí cierta nombradía en este oficio de tinieblas -Follanski von Patos es mi nombre de guerra- soy respetado y escrupulosamente respetuoso con los términos de los contratos. Me buscan las policías de todos los continentes y sé que acabaré cosido a balazos. En Navidades acudo de incógnito a Eligio por mor de echar unas risas con los amigos, todos de mi marginal condición.
El otro día Pépin Le Français, muy mayor y chocheando, insinuó que vivo en pleno delirio, que nunca maté a mí madre y que hago una substitución alucinada entre madre y Galicia. Le metí dos tiros, claro, porque cuando se tiene poder, tener además razón es un abuso. Mi versión de los hechos es completamente verídica y verificable. Gané con mis asuntos algún dinero y abrí en Rotterdam un bar al estilo de Noctámbulos en el que estoy escribiéndote este homenaje a modo de obituario. Te envío fotografía, soy el tipo que está de espaldas.
Sé que sabrás comprenderme porque de tu personalísimo universo, de tu aspereza sentimental, brotan aun ahora metáforas sembradas de pugnantes imágenes reinterpretando, sin hastiar jamás, el relato arquetípico del desamparo del ser humano, de nuestra esencial soledad, el mejor antídoto contra la soberbia, el mejor camino para reírse de uno mismo seriamente sin la mínima concesión al patetismo. Tus maldiciones de oro, la dignidad de los derrotados, como yo, la precisión navajera de una prosa apoyada en un ritmo perfectamente acordado, alado, revitalizado gracias a una respiración sin altibajos con una fuerza tal que imprime inconfundible carácter a todo cuanto escribiste, constituyen, qué duda cabe, la impronta de fuego de la zarpa arcangélica, luciferina, del escritor por naturaleza. Tus columnas de hace veinte años, José Luis, están más frescas que el periódico de mañana gracias a la prosa irreverentemente faldicorta y paradójicamente macho, esquinera sin trampas, escrita con los trazos poderosos del urbanita capaz de hacer brotar de su anarquía hidalga artículos conmovedores en la valleinclanesca alba gallega.
He abandonado toda ilusión y perdido la esperanza en el ser humano, solo me queda, maestro, puto genio golpeado sin piedad por los besos tullidos de noches desdentadas, cierto sentido de lealtad para con los perdedores y la admiración que siento por ti.

*Economista y matemático

Maldita sea, muchacho - Adrián Rodríguez

Maldita sea, muchacho - Adrián Rodríguez

Maestro. Dicho de una persona o de una obra: de mérito relevante entre las de su clase. Esto es lo que recoge el diccionario de la RAE. Seguro que José Luis Alvite habría encontrado una definición mejor, una en la que, bajo cualquier excusa, habría colado la barra del Savoy, las crónicas de Chester Newman y, por el medio, perdida entre un par de metáforas, una corista que hubiese llegado rebotada de Atlantic City. 
Por la capilla de Alvite, expuesta en las columnas de los periódicos, han ido desfilando los mejores de la profesión, en una especie de besamanos digno de El Padrino que ha constituido un termómetro perfecto para examinar la grandeza del fiambre. La cola, obviamente, daba varias vueltas a la rotativa. 
El flechazo con Alvite llegaba a base de aforismos, frases cortas, casi epitafios, que deslizaba en sus columnas como tesoros escondidos. Escribía en La Voz, a mediados de los 90, cuando leí aquella joya sobre Elvis Presley: «Decían que estabas gordo, pero yo nunca escuché tus discos en el plato de la báscula». Esas palabras te golpeaban en la mandíbula como un uppercut. Después, escondido en medio del texto, encontrabas un ‘muchacho’ entre comas, o un ‘maldita sea’, y sabías que acto seguido venía el premio gordo, una frase para paladear despacio, como si fuese un reserva o la tortilla de tu madre. Era la antesala del mañana, la cita corta y brillante, digna de un millón de retuits. 
Esas columnas, además de envolver el pescado del día siguiente, necesitaban un traje adecuado. Y llegó la editorial Ézaro para cerrar el círculo. Un tipo de letra con más curvas que Lorraine Webster, un papel tan gordo que casi parecía cartulina y unas tapas rugosas como el lomo suave de un animal. Un libro. Seis, en realidad. 
Alvite dejaba reposar ahí sus noches en el Savoy, esas frases que incluso cuando se hacían largas, cuando obligaban a coger aire a mitad de la línea, escondían más talento que un premio Planeta. Cronista de sucesos en Galicia, no hubo mejor escuela que esa para recrear los bajos fondos de América, sobre todo si se había sido también cajero de una oficina bancaria. Crímenes por todas partes y mucho humo en la recámara. 
Al retratar a boxeadores y perdedores, parecía que quien elegía los temas era Gay Talese, pero sin traje de tres piezas ni sombrero, solo un paquete de tabaco a la mitad y el ingenio desparramado por la mesa como los mapas de una guerra antigua. 
Sus admiradores nos reconocíamos como viejos compañeros de batalla y posábamos sobre el mantel nuestras columnas predilectas. Yo citaba la de Elvis, mi primer amor, maldecía no recordar dos textos memorables sobre Frank Sinatra y John Denver, que no olvidé pero de los que soy incapaz de citar ni una palabra, y me guardaba para el final aquella frase inofensiva, lanzada casi a traición, la del tipo con tanta clase que hasta le sentaban bien los destellos de las ambulancias.
 Ahora, Al, llego a tu funeral con más de una semana de retraso, que supongo que es la misma fecha en la que querrías haber llegado tú si no tuvieses una cita ineludible con la parca. He desistido de hacer una contraportada con tu estilo, a modo de homenaje. Lo que en ti sonaba auténtico, en los demás era impostado. Para qué caer en el ridículo. Tus seguidores nunca tomamos una copa en el Savoy, ni departimos con Ernie Loquasto, ni vimos el alba con Tonino Fiore. O quizás sí. Pero al cerrar el libro volvíamos a la realidad, al despertador, al tazón de cereales y a la tapa del retrete levantada, las pequeñas cosas de la gente corriente. 
Decías que el fracaso es el único sitio en el que puedes sentirte seguro porque nadie intenta quitarte el último puesto. Tenías razón, pero es evidente que nada de eso iba contigo, aunque afirmaras que lo mejor de tu currículum era la grapa. Una vez escribiste: «Eres un personaje, nena, y los personajes no se merecen un reproche sino una crítica literaria», y otra, en un tirabuzón doble con requiebro final, muy de tu estilo, afirmaste: «He sido para las mujeres tan tenaz como lo son otros hombres para coleccionar sellos. En realidad, el sexo y la filatelia solo son maneras distintas de usar la lengua». Quedaba, claro, el principio del fin, y quisiste estar a la altura con una puesta en escena absolutamente memorable: «Me han diagnosticado un cáncer de pulmón y otro de colon. Nunca pensé que envidiaría el estado de mi coche». La junta de la trócola, ya ves, dijo basta la semana pasada. 

Tu leyenda se esculpió así, a golpe de sentencias. Ahora nos quedan esas cosas: los recortes de periódico amarilleados, los volúmenes grises de Ézaro y los enlaces de Google. No es poco tras dejar de respirar, pero eso no oculta la realidad, que no habrá más Beluga bajo tu firma, nada de piezas nuevas, solo la hemeroteca. Al, muchacho, maldita sea, te has muerto. Ayer, en la entrega del premio Diego Bernal a Lois Caeiro el presidente de la Xunta te definió como el mejor periodista «que pariu Galicia». Y yo, entre tanto obituario, solo puedo decirte una cosa más: fuiste Twitter antes de Twitter, y escondías oro, cada día, en 140 caracteres de papel. Adiós, maestro.

sábado, 24 de enero de 2015

Mirar al pajarito - Pedro Simón

Mirar al pajarito - Pedro Simón

EL 42% de los menores de 15 años declara que se hace varias al día. El 60% asegura que lo hace pensando en su pareja. España es un no parar de adolescentes enfebrecidos que echan mano al bulto del pantalón. Y casi todos, como es norma, terminan utilizando la derecha para estirar el palito.
En efecto: no vamos a escribir de la tradición de hacerse pajas, sino de la manía de hacerse selfies. Sentando cátedra sobre este binomio comparativo, vaya, del que un servidor sabe bastante al 50%. Hay muchas más probabilidades de que te quedes ciego con un Samsung y tres amigos que a solas con un rollo de papel higiénico.
Los datos están en una encuesta sobre la adicción a los autorretratos que ha hecho una empresa de mensajería instantánea entre 27.000 personas, a las que en ningún momento se les preguntó qué hacen nada más terminar. Si cambian de mano o de encuadre. Si se echan otro o se dan la vuelta.
Conozco a toda una recua de amigos cuarentones a los que precisamente ahora les ha dado por mandar selfies saliendo de la ducha con una toalla a la cintura y cosas parecidas, en plan Aramis Fuster. Como si los bestias de ellos se desayunaran ombligos en vez de krispies.
Nos hacemos un selfie con el amigo al que hace mucho que no vemos y con el que vimos ayer, con el vecino que sale en la tele y con el que no, con Esperanza Aguirre y con la doble de Esperanza Aguirre (que ya trabaja más que la primera). Por cosas como éstas, ya ven, uno tiene añoranza del fotomatón, esa cabina de diseño soviético donde -como en la Soyuz- cabíamos tres y solo había una oportunidad.
Dicen los socialistas que la España moderna es una nación de naciones, pero yo creo que ya es más: España es una masturbación de masturbaciones. Con un montón de tropa dispuesta a sacar el móvil y hacerse un pajote en cualquier parte, echándole el brazo por encima al famoso de turno mientras hacemos clic poniendo esa misma sonrisa extasiada que se nos queda tras el orgasmo.

Antes se miraba al pajarito y ahora se ve venir al buitre. De tanto enfocarnos a nosotros mismos nos pegamos la hostia. Qué quieren que les diga. A mí, desde siempre, me han inspirado mucha más confianza todos esos que prefieren no salir en la foto.

viernes, 23 de enero de 2015

Alvite cierra el Savoy

Maldita sea, muchacho

Alvite cierra el Savoy

Barbeito a Alvite

Ignacio Camacho a Alvite

Carta de Alvite a Carlos Herrera

Crónicas desde El Savoy

Muere José Luis Alvite

El Savoy cierra por defunción

Fallece el columnista, escritor y periodista José Luis Alvite

Fallece el periodista compostelano José Luis Alvite

Alvite acuchillando la noche con R.E.

Títulos de crédito - Ignacio Camacho

Atesorando el recuerdo: a José Luis Alvite

Un compañero de página

Alvite, ya en penumbra

Un día con Alvite

Se apagó la luz del Savoy

Cerca de 200 personas despiden a José Luis Alvite en Boisaca

El humo ciega tus ojos

Cierra el Savoy

La saga de los Alvite

En recuerdo de Alvite

Yo no soy Alvite

A Alvite, última

El gallego genial

José Luis Alvite, columnista en blanco y negro

Alvite cierra el Savoy

El día que Al desaparecío

El día que Al desapareció - Manuel Calderón

El día que Al desapareció - Manuel Calderón

Al solía ocupar siempre el mismo sitio en la barra, entre la escalera que descendía a los lavabos y un espejo que el tiempo y el humo habían ido oscureciendo hasta dejarlo como el ala de una mosca, lo que le permitía tener una visión exacta de lo que sucedía a su alrededor sin ni siquiera mover la cabeza, actitud necesaria para quien aspira al más alto nivel de escepticismo, incluso sin levantar los ojos del fondo del vaso. El fondo del vaso es la sima de un océano en el que los únicos que flotan son los que no saben nadar. Es un misterio y Al lo conocía, pero nunca nos explicó cómo era posible que alguien que sólo quería creer en que a un hombre le correspondía al final de su vida un adjetivo, uno solo, justo y sin perfume, pudo sobrevivir estando tan cerca de los servicios públicos del Savoy. Para flotar lo mejor es no hacer nada, incluso hacerse el muerto, parece que dijo en una ocasión.

Sobre el escepticismo de Al corría una teoría que él ni confirmó ni negó, claro está: creer le obligaba a dar ejemplo y él no se veía en condiciones de ser un modelo para nadie. Su mayor heroicidad, cuentan, fue devolver una billetera en una comisaría de policía. Pero ni por esas: estaba vacía. Sin embargo en la cartera había un fotografía y esa fotografía era de una mujer y esa mujer era la mujer más bella que había visto en su vida... Al nunca nos contó el final. En realidad, si se repasan sus artículos no hay principio ni final: es como cuando se pone la radio y escuchamos una canción ya empezada. Dar ejemplo es complicado porque hay que cumplir lo que se dice hasta el extremo de mentir y dudo que Al supiese mentir; digamos que alardeaba de logros imposibles, pero eso nos pasa a todos desde el día en que nos ponen en la tierra. Su evidente torpeza para no decir lo que no se piensa tal vez explique que nunca se pronunciase sobre el cultivo transgénico, la eutanasia y ni siquiera sobre la esclavitud infantil. Poco podría hacer él por evitar que el hombre eligiese siempre el camino inadecuado, que insistiese tercamente en su perdición. Dentro de sus posibilidades, Al sólo podía evitar no tomarlo, ni aunque le chantajearan con ponerle el nombre a un cóctel en su memoria: en el Savoy siempre cedió el asiento a los más cansados, aunque en su contra hay que decir que sólo pagaba copas para saber qué pensaban los que habían decidido dar la espalda a este mundo. Buscaba el equilibrio entre el deseo y la realidad, que dicho así parece que es poca cosa, pero que si uno decide pasar la vida en la Biblioteca Nacional junto a Lorraine Webster, con aquellas gafas de mariposa en la puntita de la nariz dispuesta a leer el «Ulises» de Joyce –antes de que su cuerpo apareciese en el Shorts preparada para la eternidad–, encontraría miles de ejemplos de que confundimos la falta de apetito con el hambre en el mundo. De nuevo los sueños y la maldita verdad. Al no se creía ni sus propias dudas, por si desdecirse fuese la coartada de un cobarde. Creía en el clima, es decir, en que el cuerpo estuviese siempre a tono con el exterior, en que el mundo no fuera un lugar inclemente, en que sólo pasasen frío los que buscan la «muerte dulce» viajando en trineo, en que todo fuera como en el Savoy: amistad, lealtad, delitos y faltas. En una ocasión le preguntó –en realidad le tiró de la lengua– a John F. Kennedy, antes de que acabasen con él: «El eterno equilibrio entre la inteligencia y los instintos, entre la biblioteca y la barbacoa...». JFK pronunció entonces una célebre frase que nadie ha valorado en su justa medida: «Eso es». Eso es, así es la vida. No hay que elegir, la vida ya se ocupará si cumplimos las normas básicas –devolviendo una cartera perdida, dándole de beber al sediento, cerrando los ojos de la bella Lorraine–, de ponernos en el buen camino.

Si Montaigne escribrió sus «Ensayos» encerrado en un torreón y tomando vino a media tarde, Al escribió sus «Almas del nueve largo» desde el Savoy, una tierra llena de justicia, donde se sabía en qué lado de la barra estaba el bien y en qué lado el mal. El día que Al desapareció, París ya no era una fiesta y el mundo se había convertido en la última estación antes de la tierra prometida por un pelotón de locos abstemios.

Alvite cierra el Savoy - David Torres

Alvite en el Savoy - David Torres

Me enteré de la muerte de José Luis Alvite poco antes de volver de Tailandia, mientras consultaba internet en el vestíbulo de un hotel de Phuket. Era cerca de medianoche y lo primero que me pasó por la cabeza fue el dolor de la pérdida, lo segundo la pena de no volver a leer una columna suya y lo tercero la absurda idea de que, como llevaba seis horas de adelanto respecto a España, quizá Alvite no se me había muerto todavía, quizá aún me daba tiempo a llamarlo, a hacerle esa llamada que nos teníamos prometida tanto tiempo atrás y oír por última vez su voz tierna y póstuma.
En ese ensueño imposible de Phileas Fogg intentando abofetear el planeta vuelta atrás como Superman para recobrar a una novia, únicamente me consoló el hecho del bar que acababa de descubrir en Karon, uno de los pocos lugares que compensaban el espanto de una isla paradisíaca arrasada por las hordas del turismo. Pensé que en The New Friends Alvite hubiera sido feliz, hubiera pasado un buen rato admirando la clientela de viejos hippies y cuarentones rockeros, quizá hasta habría apuntado mentalmente una de sus frases espléndidas mientras un trío de virtuosos tailandeses desgranaba hermosamente canciones de los Beatles, de Led Zeppelin, de Eric Clapton, de AC DC y de Deep Purple. El hubiera preferido jazz, seguro, algo más suave, más lento, un saxo, una balada deshilachándose estrofa a estrofa, imponiendo su imperio sobre el ecosistema de humo, pero le habría dado igual porque allí dejan fumar, porque el batería, un buda gordo, calvo y barbudo, redoblaba sus tambores sonriendo mientras de sus labios colgaba un pitillo burlón.
Aquella noche The New Friends bien podía ser una sucursal del Savoy, ese antro canalla y hermoso donde Alvite, Al para los amigos, fundó la patria más hermosa del columnismo, un lugar de perdición donde van a salvarse los desgraciados y los náufragos de la vida, donde las bailarinas retiradas, los camareros tristes, los matones filosóficos, los pianistas huérfanos y los boxeadores sin suerte van soltando la tristeza en breves tiras de sabiduría: “De todas las mujeres con las que me acosté, la mayoría se llevaría un disgusto si lo supieran”. Una vez le preguntaron cómo es que podía describir tan bien Nueva York o Chicago cuando jamás había puesto el pie en los Estados Unidos y él replicó, con su humildad habitual, que precisamente por eso, por lo mismo que algunos escritores gallegos hablaban con tanta autoridad de la muerte sin haber sido antes cadáveres.
Alvite provenía de una estirpe de escritores de periódicos que empieza en Larra y pasa por Camba, por Ruano, por Umbral y por Alcántara, una brillante hidrografía de tinta a la que él sumó su voz de fumador a tiempo completo, un castellano recio y portentoso en el que resuenan juntos el grito de las vendedoras de pescado, el farfullar ronco de los borrachos y los endecasílabos genitales de Quevedo. Cualquier cosa tenía cabida en una de sus columnas, los negros y los blancos, las guapas y las feas, los mendigos y los millonarios, los perros perdidos y los caballos cojos, pero su simpatía siempre estuvo con los desposeídos, con esos pobres desesperados que ni siquiera llevan en los bolsillos bastante calderilla para tomar un taxi que los lleve a la otra acera. No se dedicó a la novela porque el cigarrillo se le acababa a los tres párrafos pero, amigo mío, aquellos tres párrafos diarios suyos equivalían a unas obras completas. En ellos, la ironía, la antítesis y la paradoja cometen adulterio por el puro placer de dar a luz, de encender todas las luces del idioma: “Cualquier mujer se conformaría con que hicieses en la cama la mitad de las cosas que piensas contar”.
No le asustó jamás la muerte, a la que citaba de frente y de perfil cada cuatro o cinco líneas, porque sabía demasiado bien que el auténtico artista lucha no por alcanzar la gloria sino por vaciarse las tripas, como cuando decía que lo que hacía inolvidable el sonido de Charlie Parker era que al fondo del sonido dorado de su saxo borboteaba un gazpacho de sangre. Por eso anunció el mismo día en que le diagnosticaron su sentencia: “El cáncer parece que llama a mi puerta y, aunque me niego a abrir, temo haberme dejado la llave en el felpudo”. Parecía que la actualidad, la política o la historia le importaban un bledo, y sin embargo nadie definió mejor la angustia de vivir en España cuando escribió que había mujeres que sentían un orgasmo escuchando a Tom Jones, lo que tampoco estaba mal, teniendo en cuenta que, en aquella época, lo más cerca que una mujer podía estar del orgasmo era “orinar con las piernas cruzadas”.

Alvite escribía siempre al límite, estirando las fronteras del lenguaje, escarbando con humo en los pulmones, de manera que el punto final tenía que llegar más tarde o más temprano. Lástima que haya sido tan pronto, aunque ya nos había advertido que “por mucha experiencia que acumules en la vida, no te librarás de la jodida novatada de la muerte”. Ahora que se nos ha ido a ese puto misterio intransitivo, esa metáfora de la que nadie vuelve, los estancos, los lupanares y las timbas tienen la bandera a media asta y la literatura está de luto, aunque el Savoy seguirá abierto por los siglos de los siglos, mientras haya lectores que sepan leer, música en la prosa y vagabundos que busquen periódicos para refugiarse del frío.

jueves, 22 de enero de 2015

A José Luis Alvite - Francisco Javier Vilas Rodríguez

A José Luis Alvite - Francisco Javier Vilas Rodríguez

Esta ha sido una noche de tronadas. A mitad de sueño me he despertado dos o tres veces. La primera me sobresaltó de especial manera hasta que el raciocinio acudió a tranquilizarme. El instinto nocturno me atraía nuevamente hacia el sueño, pero yo quise, y logré, forzar mi estado de alerta. El rayo primero, que como un afilado cuchillo cortaba la persiana bajada de la habitación desplegando todo su esplendor lumínico, y entonces la espera y ese estado de inquietud, de agridulce sensación, ante lo inexorable del trueno. Y la lluvia, una intensa lluvia que ponía la guinda golpeando con fuerza el cristal. Y yo allí, agazapado en la trinchera de la cama, al disfrute de aquella agradable sensación de cobijo, hasta ser vencido nuevamente por el sueño.

Esta mañana, cuando me levanté, me dirigí al salón para echar una ojeada hacia el exterior: un cielo gris, muy gris, teñía de igual tonalidad las intranquilas aguas de la ría. Entreabrí uno de los ventanales e inmediatamente constaté lo desapacible del día al penetrar una bocanada de aire gélido. Sentí cierta decepción: "después de la tempestad, viene la calma". Encaminé mis pasos hacia la cocina, a la cita cotidiana del desayuno y, como siempre, mecánicamente y antes de aproximarme a la cafetera, conecté la radio en Onda Cero. Al momento identifiqué su inconfundible voz y su iconoclasta verbo. Sí, era Alvite. Qué extraño, pensé, ya hacía mucho tiempo que no salía por la radio, y además, a esas horas, nada me encajaba. Pero me senté para deleitarme en su escucha. Cuando acabó su relato, Carlos Herrera tomó la palabra: Qué grande "era" José Luis Alvite. Al instante, aquel pretérito del verbo empleado por Herrera me puso en alerta. La audición siguiente lo constató: Alvite había muerto.

Con parsimonia y desgana me serví un café. Me senté a la mesa y ante un pequeño escalofrío rodeé la taza con mis dos manos. Me vino a la memoria aquella tarde de hace años, ya bastantes años atrás, en que por primera vez escuché a Alvite en uno de sus desternillantes relatos radiofónicos. Ya irremediablemente enganchado, cada tarde acudía a aquella breve cita con su verbo fácil. Y, cómo no, aquellos relatos publicados en FARO DE VIGO y que yo iba recortando y archivando como pequeñas joyas de la literatura. Cómo olvidar sus textos sobre aquel disparatado manicomio, que solo la genialidad de una mente creativa y privilegiada como la suya podía alumbrar.

Luego vendrían sus libros: Historias del Savoy. Humo en la recámara. Lilas en un prado negro. Y con uno de ellos un CD con su voz, su grave e inconfundible voz, recuperando algunos de sus relatos radiofónicos. Pequeños tesoros que guardo, escucho y releo constantemente, y que ahora, con su muerte, conceptúo como privilegiada herencia. Siempre me causaron gracia aquellas coincidencias que teníamos. Él escritor, yo aficionado a escribir. Hacia la misma época, él trabajador de Caixagalicia, yo trabajador de Caixavigo. Y en la actualidad ambos fuera del mundo bancario, dado que yo también me he prejubilado hace poco. Él hasta ahora seguía escribiendo, y yo tratando de escribir.

Y he vuelto a pensar en la tormenta de esta noche, y he pensado en sus metáforas, las inverosímiles metáforas de José Luis, y he pensado que así se ha ido él, despidiéndose con su voz ronca como el trueno, con la luz exagerada de sus textos que penetraban como el rayo. Y he pensado también en este amanecer gris, y en la lluvia, una lluvia que no cesa de caer como lamentando su orfandad. Hoy, sobre el tejado del Savoy, no deja de caer el llanto. Ya no hay más humo en la recámara, ya su verbo se ha callado, ya no hay más balas por disparar.

Las tónicas - Juan José Millás

Las tónicas - Juan José Millás

El pollo de corral es amarillo y cuesta el doble que el pollo de mazmorra, que es pálido. Coges un paquete de pollo de mazmorra, presionas su carne con el dedo y compruebas que es flácida como la de un pez pasado de fecha. Estás antes un cadáver engordado por medios crueles. El pollo de corral, en cambio, más que un cadáver, parece un producto. Estoy en el supermercado con un envase en cada mano, sopesando la posibilidad de meter en el carrito el animal sintético o el verdadero. Una señora se me acerca y me dice: "Llévese el sintético, que tiene penicilina de verdad, a ver si se cura de una vez ese catarro". Lo de la "penicilina de verdad" es una alusión, supongo yo, a un lote de fármacos falsos recientemente incautados por la policía. Los fármacos falsos, ya se ha dicho en otras ocasiones, curan enfermedades imaginarias. Vienen a ser una especie de placebo ilegal.
Lo curioso es que se haya inventado el pollo con penicilina y todavía esté por descubrir la penicilina con pollo. A veces nos obsesionamos con una dirección y somos incapaces de ver las ventajas de la contraria. Ir a Benidorm está muy bien, pero volver de Benidorm resulta fabuloso. ¿Por qué entonces la gente habla más de ir que de volver? El supermercado está a rebosar porque es sábado por la mañana. Finalmente me llevo el pollo con penicilina, que está de cuerpo presente, y me acerco a la sección de huevos de gallina. Los hay de dos colores también: blancos y morenos. Intuyo que los morenos no llevan antibióticos. Son asimismo un poco más caros que los blancos, pero puedo pagarlos. Meto una docena en el carrito, para compensar la adquisición del pollo malo.

El supermercado resulta un ámbito curioso en el que tú mismo, sin darte cuenta, vas asignándote a una clase social y a un carácter. Si colocaran a un sociólogo en la caja, después de analizar tus compras, podría hacerte un perfil. Pero cuando voy a pagar, en vez de un sociólogo, hay una cajera que observa, con gesto de asco indisimulado, que haya metido un pollo barato y una botella de ginebra cara. Con el precio de esa botella, debe de pensar, podría comer pollo de corral toda la semana. Yo pongo cara de póker y ella expresión de censura. Cuando llego al parking me doy cuenta de que he olvidado las tónicas.

miércoles, 21 de enero de 2015

El apocalipsis no es coña - Jorge Bustos

El apocalipsis no es coña - Jorge Bustos

ES MUY posible que el marido de su prima, querido lector, trabaje en el CNI, a poder ser en grado de comandante, y que en virtud de tan privilegiada posición le haya alertado a usted por Whatsapp de la inminencia de un atentado en Madrid. También es posible que el marido de su prima sea viajante de comercio o contable en una empresa de cincado electrolítico, en cuyo caso solo la entrañable solidaridad que nos define como pueblo explicaría que la alarma haya colonizado ya el último iPhone del país, incluido el mío a través de mi madre, pese a que no tenemos ningún comandante del CNI en la familia; tan solo un cuñado que estuvo en la Legión.
El mensaje viene enunciado con la seriedad que el asunto merece, es decir, en ausencia limpia de emoticonos. Todo lo más, alguna mayúscula. Se recomienda evitar centros comerciales y plazas muy concurridas, lo que convierte una manifa de UPyD en un verdadero búnker, y se aducen razones maquiavélicas para afianzar la credibilidad del apocalipsis en ciernes: «No puede salir en las noticias porque imagínate el caos, pero se está difundiendo de forma moderada (sic) para que no cunda el pánico». Reconozco que en este punto me asaltó un escrúpulo cartesiano, pues razoné que hoy por hoy no hay autopista más ancha donde poner el caos a circular que un servicio de mensajería instantánea, herramienta que ha probado su eficacia para violar jornadas de reflexión o al menos para atribuirse la gesta ante Iñaki Gabilondo. El mensaje termina en alto, con el enfático reverbero que mandan los cánones del bullshit: «Quizás no pase nada pero te quería avisar porque las fuentes son muy serias. NO ES UNA COÑA. Díselo a los que tengas cerca».
Un hijo responsable en mi lugar habría arrojado el móvil poseído de un celo jeremiaco y habría echado a correr por la redacción de este periódico dando voces de alarma, quién sabe si no de scoop. Pero confieso ya al instructor que la timidez del recién llegado se impuso a la devoción filial.
Yo no digo que no vaya a producirse un atentado en Madrid, sobre todo porque ninguna inteligencia humana está en condiciones empíricas de negarlo categóricamente -lo que Soraya, que al cabo es la jefa de los espías, llama «inexistencia del riesgo cero»-, pero creo que si se produce debería venir anunciado por los bastonazos de un chambelán profesional, bien uniformado y decentemente retribuido, y no por el casandrismo delirante de Whatsapp, que es un canal que usamos para enviar montajes de Julio Iglesias o de Victoria's Secret. Es por esto que los hipocondriacos tienen especialmente contraindicado el periodismo ciudadano.
La credibilidad de mi madre es toda una invitación a la melancolía del periodista; pero es algo más, si no me equivoco: un aval más del excelente crédito que tiene el apocalipsis en el primer mundo. Precisamente allí donde nunca llega. Uno sospecha que la fe en la conspiración es un vicio de mentes infantiles o de países prósperos, adjetivos que mezclan como el café y la leche. Los miserables, en cambio, enfrentados a su palpable apocalipsis cotidiano, no adelantan muertos porque están ocupados en enterrar a los de ayer.

Mientras Whatsapp no tome conciencia infalible de sí mismo, como Skynet, los hechos seguirán necesitando el pastoreo del hombre, razón de que a veces se queden tan solos como los muertos de Bécquer.

Aerolíneas papales - David Torres

Aerolíneas papales - David Torres

El papa Francisco tiene la santa costumbre de disertar sobre lo divino y lo humano en pleno vuelo, al estilo de un azafato del más allá ataviado con un uniforme de blanco deslumbrante. Bien mirada, la tarea del sacerdocio no es muy distinta a la del auxiliar de vuelo: tranquilizar al personal, ofrecerle consuelo y dar galletitas a horas fijas. Elena, una buena amiga que trabaja en Iberia desde hace mucho, me contaba que en su profesión al pasaje lo llaman ganado y que una de las primeras cosas que hacen las azafatas al pasar entre las filas es ir contando cabezas, dos prácticas que conectan directamente con la metáfora cristiana del rebaño y con la mirada experta del cura desde el púlpito, que de un solo vistazo contabiliza cuántas ovejas se han saltado la misa. A ver si lo del reino de los cielos también va a ser otra metáfora aérea.
Desde que un atentado obligó a Juan Pablo II a blindar el Papamóvil, el auto donde el Sumo Pontífice va saludando como una urna con un voto en blanco, la tecnología se ha instaurado definitivamente en el Vaticano. Otros papas publican enciclícas, pero de momento Bergoglio se dedica a las instrucciones de vuelo. Wotjyla también era muy aficionado a los aviones y nada más bajarse de la escalerilla se lanzaba en plancha a besar la pista de aterrizaje, un hábito que le costó su puesto en una tertulia radiofónica a mi compadre Montero Glez cuando definió con precisión quirúrgica al pontífice polaco como un “besasuelos travestido”.
El papa argentino, para hacer gala del tópico, se dedica básicamente a hacer de argentino, el típico argentino de los chistes, que opina de todo y que, como aquella malévola definición de Ambrose Bierce, incluso podría aprender a callar. Francisco opina a veces hacia la derecha y otras hacia la izquierda, según le dé el jet lag. La última aeroencíclica que ha soltado versaba sobre la irresponsabilidad de esas gentes que se ponen a parir hijos como conejos y que confunden la fe con la obstetricia. Parecía que estuviera tirando de las orejas a toda la congregación del Opus Dei y, si el vuelo llega a ser un poco más largo, lo mismo se marca una parodia de aquel número cómico de los Monty Python en que un obrero católico llega a su barrio y lo van saludando docenas, centenares de niños que son todos hijos suyos; abre la puerta de casa, se encuentra a la mujer lavando los platos y entonces ella, tal vez de la alegría, ahí mismo deja caer otra criatura recién parida al suelo de la cocina.

La penúltima aeroencíclica, en cambio, fue una vindicación de la violencia religiosa en general y de la yihadista en particular, cuando afirmó que “no se puede provocar, no se puede insultar la fe de los demás”. Y añadió a modo de parabóla: “Si el doctor Gasbarri, que es un gran amigo, dice una grosería contra mi mamá, le espera un puñetazo”. Una curiosa ampliación del concepto de poner la otra mejilla, en este caso la mejilla de Gasbarri, y de justificar los asesinatos de unos caricaturistas por haber ofendido a su santa madre islámica. Yo, que acabo de volver de un vuelo de catorce horas, me he tenido que conformar con un monje budista ante el que las azafatas de la Thai se arrodillaban para pedirle la bendición. La Thai es la mejor aerolínea en la que he volado jamás pero la verdad, hubiera preferido un papa argentino pegando la chapa sobre el cambio climático, la lactancia, el fútbol o los métodos anticonceptivos. Cada avión debería contar con un papa por lo menos, para que el tiempo pase volando.

Días como perros abandonados - Manuel de Lorenzo

Días como perros abandonados - Manuel de Lorenzo

Me inquieta que un trámite tan mundano deba terminar a la fuerza con la exposición pública de las interioridades de cada cual. Ir colocando sobre la cinta todo cuanto uno necesita, como en una lenta confesión obligatoria ante desconocidos, es un ejercicio miserable y perturbador. Un peaje indiscreto en el que se viene abajo todo tu sistema de privacidad, por desordenado que éste sea.

Al fin y al cabo, se puede saber casi todo de cualquier persona observando lo que compra en el supermercado. Si vive solo, si está despechada, si respeta el medio ambiente, si tienen invitados, si ha estado fuera, si es influenciable, si fingen ser solo amigas, si le obsesiona su imagen, si es de derechas, si sus hijos estudian en Compostela, si el pequeño salió anoche, si su abuela se llama Asunción. Pocas veces exhibe uno así su intimidad si su intención no es terminar en la cama de su interlocutor. Salinger hablaba de «la mirada, no tan paradójica, de un amante de la intimidad que, cuando ha visto invadida esa intimidad, no aprueba del todo que el invasor se levante y se vaya, un, dos, tres, así como así». Qué menos que seguir conociéndose. Cerrar el súper y marcharse al bar con la cajera y las demás personas que esperan en la cola. Sucede todo lo contrario. Pagas y te vas, un poco más desnudo de lo que estabas cuando habías entrado.

La parte buena es que uno también es observador, además de observado. Es curioso examinar tan de cerca la prisa de la gente, su estado de ánimo, su cansancio. Qué clase de día están teniendo. Algunos, como yo, quieren marcharse nada más entrar. Otros parecen disfrutar de su estancia, quizá en un alarde exhibicionista, recreándose en cada estante. También hay quien da la impresión de estar allí porque no ha encontrado una buena razón para estar en cualquier otro sitio.

Todos tenemos días así. En los que lo único que haces es sobrevivir. Días como perros abandonados -esta frase es de Rustin Spencer Cohle-. No estás donde se supone que debes estar, no sabes qué dirección tomar, y buscas un refugio improvisado en algún lugar del salón, la calle o el supermercado, esperando a que llegue el día siguiente, que a veces tarda semanas.

Últimamente veo mucho en el supermercado a uno de mis vecinos. Se llama Julián. Es un buen hombre. Antes lo veía con menos frecuencia, aunque comprando siempre lo mismo. Su mujer, doña María, se encargaba de llenar la nevera de sensatez y él bajaba de vez en cuando a hacer, sospecho, provisión clandestina de caprichos. Una barra de fuet -que con toda seguridad resolvía en una tarde-, un par de cervezas y varios yogures de plátano. Sin variación.

No era difícil advertir que se trataba de una pareja tradicional. Se notaba, claro, por su cesta de la compra. Dos ancianos que habían seguido las mismas pautas de convivencia durante décadas. El hogar era cosa de doña María, dedicada a sus labores. Ella administraba, ordenaba, limpiaba, cocinaba y, por supuesto, decidía. Él, carpintero viejo, aportaba su salario, ejercía de chófer y a veces creía ser quien decidía en realidad. Cuando su esposa salía, aprovechaba para incumplir las normas domésticas. Como un chaval que lleva chicas a casa cuando sus padres no están. La rebeldía, en su caso, tenía forma de fuet, cerveza y yogur de plátano. Cada uno, en definitiva, satisface los apetitos que puede.

El señor Julián siempre ha tenido el encanto propio de quien se rige por reglas privadas. Mi padre solía proceder de forma similar hasta que mi madre se lo encontró una tarde en el supermercado. No se extrañó. «Me habría sorprendido más si me hubiesen dado el Nobel de Física», contestó Camilo José Cela al ser preguntado si le había sorprendido recibir el Nobel de Literatura. Qué cara habría puesto mi madre si mi padre estuviese, efectivamente, haciendo la compra.

Doña María falleció hace unas semanas. Ya no administra, ni ordena, ni limpia, ni cocina ni decide. Desconozco quién lo hace. Julián sigue bajando al supermercado. A veces un poco desaliñado, con cara de no haber dormido mucho, pero no parece perdido. Solo algo desorientado, y la diferencia no es sutil. Un hombre desorientado sabe al menos hacia dónde va aunque desconozca cómo llegar. Un hombre perdido ignora ambas cosas. Llega un momento en que la rutina, que un día nació de una inofensiva renuncia, se vuelve más fuerte que tú. Julián sigue comprando exactamente lo mismo que lleva comprando toda la vida a espaldas de su mujer. Acaso porque es lo único que sabe comprar. No imagino lo difícil que debe de ser asumir esa clase de pérdida. Como un cambio de rumbo repentino en el que una parte de ti cae por la borda y desaparece para siempre en la inmensidad. Y sientes que ya no estás donde se supone que debes estar, no sabes qué dirección tomar, y buscas un refugio improvisado en algún lugar del salón, la calle o el supermercado, esperando a que llegue el día siguiente. Días como perros abandonados.

Espero coincidir pronto con él, haciendo cola ante la caja. Me alegrará ver que en su cesta hay algo más que fuet, cerveza y yogures de plátano. Será síntoma de que empieza a arreglárselas solo. De que le no le va tan mal. Es curioso todo lo que se puede saber de alguien simplemente observando lo que compra en el supermercado.

José Luis Alvite, columnista en blanco y negro - Juan Tallón

José Luis Alvite, columnista en blanco y negro - Juan Tallón

El periodista José Luis Alvite.
Algunas columnas de José Luis Alvite (Santiago de Compostela 1949-2015) eran nostálgicas y descarnadas. Otras, descarnadas y nostálgicas. En todas habitaba una oscuridad cegadora. La fuerza de sus metáforas, que se encadenaban hasta convertir la pieza en un OK Corral, te obligaban a apartar la vista cada poco, mientras te decías, con un gesto, “pero qué cabronazo”. Alvite escribía en blanco y negro, regresando a Chandler. Había adoptado esa tonalidad en sus días de periodista de sucesos en El Correo Gallego, en los setenta. Empezaría desde tan abajo, que le gustaba decir que su primer encargo de redacción fue “salir a buscar agua en un botijo para un compañero de la rotativa”. Rara vez llegaba antes de las diez de la noche al periódico. Los jefes se desesperaban, mientras él tomaba asiento, se servía una copa y la crónica desfilaba en silencio, con los brazos en alto, como si la apuntase con una pistola.
Las mañanas se le iban en un trabajo anodino y vulgar: durante treinta años fue empleado de una caja de ahorros. Las tardes eran para el periodismo. Por las noches trataba de sacar la cabeza a flote cerca de alguna barra. De vez en cuando soltaba una cabezada, así fuese dentro del coche, para no dar que hablar. “Mi trabajo en Caixa Galicia me obligaba a madrugar sin haber dormido”, confiesa en una entrevista. Estos pequeños desórdenes, o tristezas, lo hacían muy feliz. Y escribían su biografía en poco espacio. “Lo mejor de mi currículo es la grapa”, señala en Historias del Savoy. La vida dislocada y errante le calmaba los nervios. Decía que le hubiese gustado ser niño huérfano, “vivir en un hospicio y pasar de familia en familia”. A la postre, esa existencia caótica determinó las atmósferas de sus columnas, primero en La Voz de Galicia y Diario 16, y después en Faro de Vigo, La Razón y Onda Cero. Con sus frases podías fabricar una cerilla para encender un cigarro. Si no tenías tabaco, también te surtía la columna, a menudo atravesada por alguno de esos perdedores que, cuando alcanzaban su sueño, morían dentro de él.
Entre noche y noche, inventó el Savoy, un bar a su medida —genialidad táctica— que deparó más de dos mil crónicas. Pocas ficciones literarias le resisten el pulso en nuestra prensa. Son célebres sus entrevistas imaginarias con Scott Fitzgerald, Bogart o Jesucristo. Hitler le negó que aspirase a imperar sobre Europa. “Lo cierto es que mi auténtico sueño era ser profesor de gimnasia del III Reich”.
Una escalera que baja, un guardarropa, una barra llena de náufragos, una pista de baile, un piano de cola y una puerta de atrás que daba a un callejón: eso era el Savoy. Tal vez el escenario de sus mejores columnas, no necesitadas tanto de la actualidad como de un desengaño amoroso de toda la vida o un error garrafal. Algún día le preguntaron por qué no escribía una novela, como si solo consistiese en empezar una columna y detenerse un poco más lejos. La idea misma le aburría. Además, sus columnas estaban cargadas muchas veces con todo lo que una novela puede necesitar.

Nieto e hijo de periodistas, poseyó una de las voces más particulares del columnismo español. El toc-toc-toc que levantaba su estilo se distinguía a leguas, casi sin leerlo. Te ganaba su actitud, ese modo de declarar, ambiciosamente, que siempre quiso ser “un tipo sin aspiraciones”, y con el tiempo, y sin demasiada suerte, “labrarse un pasado”. Su flirteo con la tristeza te hacía reír por dentro, muy serio. Cuando las cosas se pusieron feas de verdad, tristísimas, y apareció el cáncer, siguió pensando que en la vida le salieron bien “unas cuantas cosas que hice mal”. El sábado pasado, enterrado en el cementerio de Boisaca, se quedó muy cerca de Valle-Inclán.