domingo, 28 de marzo de 2021

Mañueco, el hombre tranquilo - Julián Ballestero

 Mañueco, el hombre tranquilo - Julián Ballestero


De la entrevista que publicamos hoy en LA GACETA se deduce que el presidente de la Junta ha superado la moción de censura sin un rasguño, incluso se siente más fuerte tras el gatillazo del socialista Luis Tudanca. A juzgar por sus palabras, Alfonso Fernández Mañueco estuvo siempre tranquilo, convencido de que Inés Arrimadas mantendría su palabra y de que no habría más tránsfugas que la ya conocida procuradora mirobrigense. Feliz él, porque hubo muchos castellanos y leoneses, entre ellos algunos destacados dirigentes de Ciudadanos en la Comunidad, que no lo tenían tan claro.

Porque la deserción de María Montero no era sino un primer paso al que deberían haber seguido al menos otras dos componentes del grupo naranja. Sucedió que, a pesar de las maniobras en la oscuridad de Tudanca y otros procuradores socialistas ‘cercanos’ a las procuradoras ‘tentadas’, al final las invitadas optaron por continuar sometidas a la disciplina de partido y la moción de censura se convirtió en un sonoro fracaso, el colofón vergonzante a una ola de desestabilización promovida desde Moncloa.

Allí, entre almohadones, sigue jugando a pirómano Pedro Sánchez, asesorado por el ilusionista Iván Redondo. Ahora la pareja gobierna a sus anchas, una vez que Pablo Iglesias se ha forrado el riñón y ha decidido disfrutar de ese capitalito de millón doscientos mil euros que ha acumulado junto a su señora ministra. La espantada del vicepresidente comunista ha sido a la postre una jugada maestra: tanto Iglesias como Sánchez duermen ahora mucho más tranquilos, el uno amasando bienes, activos y planes de pensiones, y el otro dedicado a disfrutar del sol de la presidencia del Gobierno sin ningún titiritero que le haga sombra.

En las próximas semanas veremos al Doctor Sánchez dedicado en cuerpo y alma a echar a Isabel Díaz Ayuso, utilizando para ello cuantos medios terrestres, marítimos y aéreos están a disposición del Gobierno, que son muchos y de muy grueso calibre.

A Moncloa no llegan los gritos desesperados de los autónomos, de los pequeños empresarios, los empleados en ERTE, los hosteleros y los comerciantes, que a millones se desangran por las restricciones entre la tercera y la cuarta olas. Sánchez está a lo suyo, que no sabemos exactamente qué pueda ser, aparte de disfrutar del cargo.

De la pandemia no se ocupa, porque Redondo ha diseñado una estrategia de dejación de funciones en favor (más bien ‘en pavor’) de las autonomías, y la ministra Darias no hace sino seguir la línea Poncio Pilato de su predecesor, el fracasado aspirante a la Generalidad Salvador Illa.

De lo más urgente y necesario, que es conseguir vacunas para acabar cuanto antes con esta pesadilla, se ocupa (es un decir) la Unión Europea. El Gobierno de España no está ocupado ni preocupado por conseguir más vacunas. No va con él. En ningún momento hemos visto a Sánchez presionando para que Bruselas despierte de su letargo y adopte medidas contundentes para acabar con el timo de las farmacéuticas, que se están riendo a la cara de 450 millones de europeos. Hubo hace unos meses un intento en la Organización Mundial de Comercio de liberar las patentes de las vacunas para permitir una campaña rápida y masiva en todo el mundo, y España votó a favor de los intereses de las farmacéuticas y en contra de la liberalización. Y así nos va: en Gran Bretaña y Estados Unidos han vacunado ya a tres veces más porcentaje de su población que en el conjunto de la Unión Europea.

En lo único que se ocupa, y poco, este Gobierno, es en repartir los fondos covid, y lo hace con el criterio habitual desde que Sánchez asaltó los colchones monclovitas: concediendo la parte del león a los golpistas, supremacistas y separatistas, y dejando las migajas para los pobres, entre ellos Castilla y León. Eso sí que le debería estar quitando el sueño a Fernández Mañueco.

jueves, 25 de marzo de 2021

Traficantes de vacunas - Alberto García Reyes

Traficantes de vacunas - Alberto García Reyes


Las dosis escondidas en Italia evidencian la reventa de la poción mágica

La vacuna del Covid es como la poción mágica de Panorámix. Todos quieren robarla porque es la llave del poder. El alijo que los inspectores italianos hallaron ayer en el congelador pantagruélico de Anagni, un pueblo del Lacio italiano, esperando salir hacia el Reino Unido a través de sabe Dios qué redes de distribución es la demostración palmaria del trapicheo que se ha montado con la pócima sanativa. Los chinos, que son los grandes piratas del siglo XXI por mor de su comunismo capitalista, que es algo así como el catolicismo islamista, mueven cargamentos de su hechizo salvador con la misma alegría con la que al comienzo de la pandemia vendían al mejor postor cacharros para hacer PCR que simulaban

 matasuegras. AstraZeneca ha desatado el contrabando de vacunas sacando a subasta, con garfio y parche al modo Villarejo, su producción, lo que ha generado una tensión en el mercado farmacéutico que resulta casi troglodita. En cualquier rastro del mundo hay mercachifles más fiables que los matuteros de este laboratorio anglo-sueco, maestros del agiotaje que se pasan por el forro lo que han firmado si a la hora de soltar su mercancía aparece un pujador con más guita en el bolsillo. Pero si para algo está sirviendo esta pandemia es para actualizar y modernizar los vicios atávicos de la condición humana. Desde el australopiteco, cada vez que un homínido ha tenido en su poder un objeto deseado por el resto ha especulado con él. Y eso no ha cambiado. Basta con ver a Jorge Javier dando jipíos mientras escucha los lamentos hiperventilados de Rociito y un segundo después sorteando 12.000 euros entre los que llamen al cinco, cinco, cinco, no sé qué.

El descubrimiento de los fardos de vacunas ocultos en Italia es también una depravación ancestral. Dedicarse al mercadeo cuando está en almoneda la vida de la gente es rupestre y al mismo tiempo vanguardista. En términos mafiosos, esta reventa de las ‘narcodosis’ se denomina vuelco. Ahí tiene Scorsese una escena antológica: mientras la gente palma, los traficantes de vacunas juegan al póquer en la lavandería de un decrépito hospital abandonado.

lunes, 22 de marzo de 2021

La pandemia silenciosa - Pablo Montes

 La pandemia silenciosa - Pablo Montes


No ha venido mal que un borrego llamado Carmelo Romero protagonizara la pasada semana uno de los momentos más bochornosos (y ha habido muchos) de la historia del Congreso de los Diputados. Su “vete al médico” a Íñigo Errejón ha obligado a poner en la agenda política uno de los más graves problemas que sufre la sociedad desde antes del coronavirus, pero que se ha agravado de un año a esta parte. Estoy en las antípodas del pensamiento de Errejón, pero hay que agradecerle que llevara al Parlamento la pandemia silenciosa. Por eso resulta más deleznable que un señor diputado estigmatice todavía más a los que la padecen. Al menos, horas después pidió disculpas, pero intuyo que más bien fue por indicaciones del PP que por voluntad propia.

Cada día se suicidan en España diez personas. Estamos hablando de una cifra superior a la de víctimas de accidentes de tráfico. Más muertos que los provocados por el tabaco y la violencia de género. Sin embargo, no verán ni una sola campaña financiada por el Gobierno. Y por supuesto, nadie informa de que se ha producido un suicido. Creo firmemente que los medios de comunicación nos deberíamos replantear el veto que ejercemos a esta realidad. Un veto comprensible hasta la fecha, que tiene el objetivo de proteger a la víctima y a su familia. Pero cubrir con un tupido velo algo que está sucediendo, no hace que desaparezca.

Cuando alguien se quita la vida se ha producido un fallo en el sistema. Esa persona no ha recibido la suficiente atención para evitar el fatal desenlace. No estamos hablando de un proceso rápido que se desencadene en cuestión de una semana. Según la OMS, en el 90 por ciento de las ocasiones la depresión se encuentra detrás de esta decisión tan drástica. En muchos casos, ese paciente ni tan siquiera ha abierto su corazón por miedo al qué dirán. La maldita estigmatización que dejó patente el diputado Carmelo y que habita en gran parte de la sociedad. Las enfermedades que no se ven parece que no existen. “Anímate que eso se pasa pronto”, se suele decir. O, lo que es peor. Se ve como una burda excusa para obtener una baja laboral por la ‘jeta’. Mientras sigamos estancados en este estadio tan primario, no hay nada que hacer.

Una sociedad que no cuida su salud mental es una sociedad destinada al fracaso. Los expertos hablan de casos de trastornos en personas de todas las edades. Desde niños que han visto cómo de la noche a la mañana su vida daba un vuelco de 180 grados hasta adultos y ancianos que han dejado de dar un simple paseo y no han podido despedir a sus seres queridos. Así lo aseguraba hace unos días Teresa Sánchez en LA GACETA. La catedrática de Psicología de la Universidad Pontificia de Salamanca insistía en que una muerte no acompañada provoca negación e incredulidad. Asimismo, remarcaba que la salud mental ha sido la hermana pobre de esta pandemia.

En un momento en el que al fin nos hemos concienciado de que no se puede escatimar ni un euro en Sanidad, la atención de la salud mental debería convertirse en un objetivo prioritario. Dotar al sistema de psicólogos y expertos que lancen un mensaje claro: hay un lugar al que acudir. Igual que si nos duele una muela vamos al dentista de inmediato, nadie debería sentirse señalado o apestado por hacer lo mismo con el psicólogo. Ese es el principal hándicap. Si dejamos que una muela nos duela cada día más, probablemente nos la tendrán que extraer o derivará en una infección más complicada. Con una patología mental sucede igual. La depresión se irá agravando sin que nadie lo vea. A partir de ahí llegarán consecuencias. Desde dejar de comer, recurrir a la bebida o al juego y el propio suicidio.

Hay que tener clara una cosa. Nadie está exento de sufrir una enfermedad mental. Incluso el que se crea anímicamente invencible. Toca por lo tanto cambiar el chip y dejar de mirar para otro lado. Ir al médico y demandar ese servicio tan vital como cualquier otro.

Vente pa España, Klaus - David Torres

 Vente pa España, Klaus - David Torres


La decisión del gobierno español de permitir la entrada del turismo alemán en Semana Santa al mismo tiempo que se restringen los viajes entre las diversas comunidades autónomas pudiera resultar paradójica de no ser porque nuestros gobernantes saben muy bien lo que se hacen. Hasta tal punto el coronavirus ha puesto patas arriba un montón de creencias médicas y echado por tierra la lógica, la prudencia y el sentido común que nuestros dirigentes han decidido imitarlo, para que se joda. Cada vez más cuesta distinguir de qué lado de la pandemia están, igual que aquel paralítico de una novela mía, Punto de fisión, que estaba un día parado en un semáforo y vinieron unas chicas con una hucha y unas pegatinas a que les ayudara con un donativo contra el cáncer: "No, no -decía Domingo-. Yo estoy a favor".

En Madrid, el fantástico lema electoral de Ayuso -"comunismo o libertad"- se ha materializado en una barra libre generalizada donde la curva se está doblegando a base de convites, borracheras y botellones, una estrategia que es la envidia de medio mundo y mediante la cual, desde Baviera, vamos a importar la Oktoberfest a lo largo de buena parte de nuestras costas hacia finales de marzo. "Vente pa España, Klaus" puede ser el eslogan de esta Semana Santa, ilustrado con una cama de hospital conectada a un tanque de cerveza. Si el alcohol desinfecta las heridas y fumiga a las bacterias, cómo no va a desanimar al coronavirus.

Estamos poniendo en práctica aquel viejo refrán ("si no puedes con tu enemigo, únete a él"), no sólo con el coronavirus sino también con Ayuso, vacunándonos a base de cubatas y transformando el país entero en un bar. Gracias a la ayusización, en menos de un año hemos pegado el mismo bandazo ideológico que Unamuno, quien primero dijo que teníamos que europeizar España y luego dijo que no, que nos salía más a cuenta españolizar Europa. En el momento en que los contagios suben en Alemania como la espuma en las jarras, nos traemos un montón de alemanes a Mallorca, a Málaga y a Alicante, a ver qué pasa. Al fin y al cabo los alemanes no vienen aquí buscando estudio, calma, reflexión, científicos y Unamuno, sino más bien sol, diversión, copazos, camareros y Alfredo Landa. Este experimento de la Semana Santa nos permitirá comprobar, de paso, si las cepas germánicas son resistentes al calimocho.

Día tras día, Pedro Sánchez, Fernando Simón y el nutrido equipo de especialistas van repitiendo las mejores secuencias de Lloyd Bridges en Aterriza como puedas. "Elegí un mal día para dejar de fumar" dice Bridges ante las primeras señales de catástrofe e inmediatamente se mete tres o cuatro cigarrillos por la boca, la nariz y las orejas. "Elegí un mal día para dejar de beber" añade, cuando las cosas se tuercen, y a continuación se casca una botella de aguardiente de un buche. "Elegí un mal día para dejar de aspirar pegamento" comenta, con los pelos electrificados del subidón, resignado a los batacazos de nuestro gabinete de sabios con la cosecha de ataúdes en verano y en navidades. Al señalarle que deberían encender las luces del aeropuerto para que el piloto pueda ver la pista de aterrizaje, Lloyd Bridges sonríe astutamente y profetiza a Fernando Simón explicando por qué, en lugar de cerrar las fronteras, van a dejar que vengan una legión de turistas teutones en tromba justo en el momento en que se dispara el pico de contagios en Alemania: "No. Eso es justo lo que ellos esperan".

sábado, 20 de marzo de 2021

Camino de muerte - Isabel San Sebastián

Camino de muerte - Isabel San Sebastián


Ofrecer al enfermo una inyección letal como única alternativa al dolor es abocarlo al suicidio

Al principio de su andadura legal, el aborto fue regulado como la despenalización de un delito en determinados supuestos, que a muchos, incluida yo, nos parecían muy razonables. Se trataba de aplicar el principio de legítima defensa ante un embarazo peligroso para la salud de la madre, causado por una violación o bien inviable en razón de malformaciones graves, circunstancias extraordinarias que justificaban la licitud de impedir que el concebido llegara a nacer. Porque en eso consiste un aborto voluntario; en liquidar a una criatura y no en ‘interrumpir’ lo que no podrá reanudarse. Pronto se vio que los citados supuestos se convertían en un coladero al que se acogía cualquiera que deseara abortar, alegando riesgo para su salud, y

 que el concepto ‘malformación’ se aplicaba indiscriminadamente a trastornos genéticos como el síndrome de Down, perfectamente compatible con una vida plena y feliz hasta que se dio vía libre al exterminio masivo intrauterino de los afectados por él. Entonces, en lugar de rectificar, proteger, multiplicar las ayudas a las embarazadas en situación de vulnerabilidad, ofrecer alternativas o agilizar las adopciones, el gobierno de Zapatero tiró por el camino de en medio y convirtió el aborto en un derecho sacrosanto de la mujer, borrando de un plumazo a las otras dos partes de la ecuación: el ‘nasciturus’, tratado como un «ser vivo pero no humano» (Leire Pajín ‘dixit’) y el padre, privado de voz, voto y responsabilidad. Ahora hasta las menores de edad pueden dar ese paso sin que sus progenitores se enteren. Una gran conquista feminista, a decir del ‘progresismo’ oficial.

El jueves, el Congreso de los Diputados abrió de par en par otra puerta a ese camino de muerte. En este caso, la del final de la vida. Una nueva apuesta de la izquierda por la vía fácil y barata, revestida de honorabilidad mediante la utilización del eufemismo al uso: ‘muerte digna’, en lugar de ‘eutanasia’, práctica consistente en matar al paciente sin causarle dolor, a la que el propio Hipócrates se opuso hace veinticuatro siglos. De momento, según el texto jubilosamente aprobado, quienes reciban la inyección letal deberán hacerlo libremente, bajo unas garantías estrictas. Eso aseguran los promotores de una medida tan drástica y controvertida que únicamente cinco países del mundo la han incorporado a sus legislaciones, mientras la gran mayoría han rechazado adoptarla. ¿Por qué? Muy sencillo. Si la deriva de esta ley se asemeja mínimamente a la del aborto, no tardaremos en ver cómo se va abriendo la mano, el concepto ‘dignidad’ se va perfilando a conveniencia de la autoridad de turno, muchas personas dependientes sufren coacciones para poner fin a sus ‘sufrimientos’ y se multiplican las decisiones tomadas por terceros. Entre otras razones, porque España está a la cola de Occidente en lo que atañe a los cuidados paliativos, que son los que garantizan una vida digna al enfermo, librándolo del dolor. Ofrecerle la muerte como única alternativa es abocarlo al suicidio.

viernes, 19 de marzo de 2021

Síndrome de enajenamiento - Ignacio Camacho

 Síndrome de enajenamiento - Ignacio Camacho


El alejamiento de la realidad es el rasgo clave de una política afectada por un cuadro grave de alteración perceptiva

Antes y después de que un diputado cabestro del PP («persona torpe o ruda», cuarta acepción del DRAE) le faltase el respeto a Íñigo Errejón gritándole que fuera al médico, pasaron tres cosas muy significativas en el Congreso. La primera, que la oposición abroncó al portavoz izquierdista por sacar a colación un asunto, el de la salud mental y la atención psiquiátrica, que escapaba de la reyerta sectaria de trazo grueso en que se han convertido las sesiones de control al Gobierno. Es decir, por llevar a la Cámara de las broncas un problema práctico, objetivo, concreto. La segunda, que el presidente despachó la pregunta con una evasiva displicente, apenas un par de frases huecas demostrativas de que la cuestión

 le importaba lo mismo que al resto. Y la tercera, que el parlamentario faltón fue de inmediato linchado en redes y medios por la misma izquierda que lleva meses tildando de loca a Díaz Ayuso sin el menor miramiento. Si se juntan los tres aspectos sale un diagnóstico desolador sobre la psicología de una clase política ensimismada en un síndrome de bipolaridad aguda y de alejamiento de la realidad que sólo puede definirse como un trastorno esquizofrénico.

Porque aunque una parte relevante de la sociedad española se halle enfrascada en un enconado debate cainita, que los profesionales de la agitación disfrazan de batalla cultural (?) o de confrontación ideológica, la mayoría de la población vive perpleja ante el desdén con que los gestores públicos se desentienden de su tarea representativa para centrarse en sus propios conflictos y cuitas. El vértigo de los últimos diez días, la rebatiña de mociones de censura, deserciones, traiciones, transfuguismo y frenesí electoralista, encaja en la evaluación clínica de una subjetividad hipertrofiada, una suerte de alteración perceptiva que ignora las situaciones reales para entregarse a un enajenamiento de consecuencias suicidas. Una nación atribulada por una pandemia persistente, un colapso institucional, una crisis socioeconómica pavorosa y un torbellino extremista está dirigida por una pléyade de propagandistas facciosos que se dedican -unos más que otros, ciertamente, en una triste escala de insolvencia frívola- a cavar trincheras banderizas y a conspirar para repartirse canonjías. Y no es una hipérbole demagógica ni una simplificación al uso populista: el relato informativo de cada jornada arroja conclusiones bastante más sombrías.

El espectáculo de esta primavera es sólo la apoteosis de un gravísimo déficit de liderazgo que amenaza al país en un trance especialmente delicado. El delirio enfermizo de unas élites incompetentes, aisladas en un solipsismo tóxico, aboca a un enorme fracaso democrático. Y el consuelo voluntarista de pensar que los ciudadanos sean más sensatos que sus dirigentes no está del todo claro a tenor de la pasión con que los siguen (seguimos) votando.

domingo, 14 de marzo de 2021

Desayuno en Beirut - Arturo Pérez Reverte

 Desayuno en Beirut - Arturo Pérez Reverte


Hace un sol de invierno en Puerto Banús y estoy sentado en la terraza del Salduba, mirando los barcos. En una mesa cercana hay un hombre mayor que habla por teléfono, en árabe. Viste bien, con maneras europeas que se ven habituales; las de quien lleva muchos años aquí. En un momento determinado dice kus immak e ibn charmuta refiriéndose a alguien, y los dos viejos insultos levantinos, viejos como la vida, me hacen sonreír. El hombre advierte mi sonrisa y al terminar la conversación me pregunta en esa lengua si hablo árabe. Le respondo en español que no, que sólo conozco un centenar de frases y palabras, incluidos casi todos los buenos insultos. Se ríe, conversamos. Es libanés, de origen palestino. O para ser exactos, palestino nacido en el Líbano. En un lugar llamado Tal Zaatar.

–La Colina del Tomillo –apunto.

Se sorprende, me pregunta, le explico. Estuve allí en 1976, durante la batalla: norte de Beirut, treinta y cinco días de combates. Lo vi todo, o casi todo.

–¿Con nosotros?

–No. Esa vez me tocó estar con el otro bando. Pero vi los muertos y los fugitivos, mujeres y niños… A los hombres combatientes los mataron a todos.

–Yo fui uno de aquellos niños.

El Líbano, Beirut, los recuerdos comunes unen mucho, incluso tanto tiempo después. O precisamente a causa de todo el tiempo transcurrido. Durante un largo rato intercambiamos memoria, lugares, sensaciones. Y acabamos tuteándonos.

–¿Sabes lo que realmente añoro de entonces? –le confieso–. Los desayunos con manouche.

–¿En serio?

–Completamente. Para mí es el aroma de Oriente Medio: el de mis primeros viajes y mi juventud.

Hablamos otro buen rato sobre eso, recordando el maravilloso manouche con zaatar, tan popular allí: pan redondo y plano, con tomillo, orégano y aceite, que se come a mordiscos, enrollado y caliente. Le cuento a mi interlocutor que ése, la chawarma y el hummus eran la alimentación habitual –nutritiva y barata– del joven reportero que yo era entonces, pero que lo mejor llegaba con el desayuno. Según la zona de Beirut donde estuviese, el hotel Commodore en el lado musulmán o el Alexandre en la zona cristiana, salía cada amanecer a uno de los puestos callejeros donde hacían manouche, me ponía en la cola de la gente que aguardaba –a veces corría con ellos a buscar refugio cuando caían bombas demasiado cerca– y me sentaba a mordisquear mi desayuno con un café turco y un cigarrillo antes de empezar la jornada laboral. Y quizá porque aquel Líbano se quedó en mi piel como un tatuaje, marcando el resto de mi vida y mi trabajo, todavía hoy asocio el sabor y el aroma del manouche con los años de juventud, peligro y aventura.

De todo eso y de algunas cosas más hablamos mi interlocutor, que se llama Jalil, y yo en la terraza de Puerto Banús. Y cuando nos despedimos, se me queda mirando.

–¿Te gustaría desayunar manouche otra vez?

Le respondo que sí, claro. Que conozco un par de sitios en París, uno en la rue Saint-André des Arts y otro junto a Les Halles, a los que voy temprano y espero paciente hasta que abren, calientan la plancha y me hacen uno. Cuando escucha todo eso, Jalil sonríe y me da una tarjeta.

–Tengo un restaurante cerca de la playa –dice–. Ésta es la dirección. Si vas mañana a las nueve, te harán uno. Voy a telefonear para que te lo preparen… Yo no estaré, porque me levanto tarde. Pero será un honor si aceptas.

El honor es mío, respondo. Claro que acepto. Y al día siguiente, a las nueve menos un minuto, estoy en la puerta del restaurante, situado entre Banús y Marbella. Lo encuentro cerrado por estar fuera de temporada y pienso que he venido en vano, cuando se abre la puerta y sale un individuo sin afeitar, con cara de sueño, delantal de cocinero y cara de traficante de blancas de los años treinta. Sin decir una palabra me hace entrar, y en una mesa cubierta con un mantel veo una cafetera de café turco y un manouche perfectamente enrollado y caliente en su envoltorio de papel. Entonces me siento, rompo la parte superior del papel, aspiro el aroma del tomillo, el orégano y el aceite, y regreso a Beirut y a mi juventud, cuarenta y cinco años después.

Burros - Salvador Sostres

 Burros - Salvador Sostres


Sois unos burros. Burros castigados de cara a la pared con orejas de burro

El victimismo independentista salió el jueves soleado y sonriente del Tribunal Supremo. Si Meritxell Serret tuviera algo de mundo se habría ido a almorzar a Señor Martín, que está justo enfrente. Nada como su magnífica barra para brindar por la magnanimidad de la justicia española y estar de vuelta en casa. Me pregunto qué debe pensar la exconsejera de Agricultura de los cuatro años que ha tirado a la basura, lejos de su familia, en la absurda ciudad de Bruselas. A lo que el independentismo llama represión yo siempre lo llamé poca inteligencia, y Lorca, «vacilante expresión bovina». Hasta aquí llegó Meri, cuatro años huyendo de un fantasma. Si es así como los de Esquerra tratan sus propias vidas, imagínate

 cómo van a tratar la tuya. Esta chica no habría tenido que pasar ni un solo día entre rejas: tras cuatro años de fuga y rebeldía, el Supremo la dejó ir tras darle los buenos días y la bienvenida a España. Del mismo modo, Puigdemont sabía que su declaración de independencia no iba a ninguna parte, y no se ha arruinado la vida por la libertad de Cataluña, sino por hacer ante Esquerra la pantomima de que no se rendía. Junqueras forzó lo que no quería forzar y le explotó en las manos. No son independentistas. No son nacionalistas. No son de derechas. No son de izquierdas. No son exiliados. No son presos políticos. Sois unos burros. Burros castigados de cara a la pared con orejas de burro. Burros coceando contra vuestras vidas y vuestras familias a cambio de nada. Sois burros y por burros os habéis desgraciado la vida y habéis rebajado a Cataluña a un establo. Sois unos burros y Meritxell Serret saliendo libre del Supremo es vuestra ración de alfalfa. La justicia española no tiene ningún problema. Vosotros tenéis un problema, y no es político, y es la poca inteligencia. Vosotros tenéis un problema y son los fantasmas que veis y no existen, y las voces que oís y sólo hablan en vuestro extravío, el mito mal curado del supremacismo, la realidad que nunca entendéis, y un sueño falso del que en cualquier caso tampoco estaríais a la altura. Y esa desabrida vulgaridad personal que tratáis de sublimar en la gesta colectiva pero siempre la tara os hunde en el naufragio.

miércoles, 10 de marzo de 2021

Aquí, mojándome - Arturo Pérez Reverte

 Aquí, mojándome - Arturo Pérez Reverte


Llevo unos años asomado a Twitter, y sigo en ello porque me parece una poderosa herramienta de comunicación para lo bueno, que es mucho, y para lo malo, que tal vez sea más. En pocos lugares como ése se advierte lo mejor y lo más despreciable de la condición humana. Por eso permanezco atento a la pantalla. Lo hice al principio de forma combativa y lo hago ahora de modo más contemplativo. No debato con nadie: planteo asuntos, miro y aprendo pese a mis años. También me hago viejo y me canso. Eso hace que algunos seguidores me lo reprochen. Mójese, don Arturo. No escurra el bulto, juzgue, opine. Olvidan, quienes eso plantean, que Twitter, o por lo menos el mío, no es un servicio público, sino un rincón propio y libre. La barra del bar donde tomo copas con los amigos. Y que a nada obliga. Pero hay algo más, y de eso quiero hablarles hoy.

En lo de mojarse, llevo haciéndolo casi 30 años, desde que dejé de ser reportero. Los viejos lectores de esta página y los tuiteros más veteranos lo saben: lamenté que Felipe González nos arrebatase la fe en las cosas hermosas, que la arrogante ambición de Aznar nos llevase al desastre, que la imbecilidad de Zapatero iniciase la demolición del Estado, que la desvergüenza de Rajoy y sus cuarenta ladrones dejase a España hecha una piltrafa, que la cínica chulería de Sánchez nos lleve al borde del abismo y que la siniestra catadura de Pablo Iglesias –el único que, paradójicamente, no pretende engañar a nadie– no haya disparado ya todas las alarmas democráticas entre quienes todavía lo aplauden.

Todo eso lo dije por escrito y de viva voz, nunca por defender a los míos frente a los otros, pues los míos están en mi biblioteca y nada tienen que ver con tanta basura. Por decirlo he pagado los precios correspondientes, algunos muy altos e incómodos. No fui el único, por supuesto, pero sí de los pocos. Ahora decirlo suena raro, pero apelo a la memoria de ustedes para recordar que durante muchos años quienes se la jugaron en público fuimos cuatro gatos. Otros opinadores y/o novelistas, algunos de ellos mostrando una admirable capacidad de succionar lo que hiciera falta, navegaban entre dos aguas, barrían para casa, hablaban muy bajito para su pandilla e incluso afeaban el desgarro de quienes dábamos la cara. Ahora es diferente, claro. En el descojone general están más arropados y cacarean. Pero esos humos podían haberlos soltado en Despeñaperros.

Este año cumpliré los setenta y estoy cansado. España no se respeta a sí misma y ha conseguido que nadie la respete fuera, convirtiéndose en el pitorreo de Europa y América. Pese a los repetidos toques de alerta de quienes lo vimos venir, este patio de Monipodio es al fin un disparate en manos de demagogos, oportunistas e irresponsables de todos los colores y parlas. Que, no lo olvidemos, son elegidos por aquellos millones de españoles a los que sin duda representan. Por eso quiero que esta página sirva hoy de manifiesto personal. Me borro de debates y otras mierdas. Me aparto del debate político, de la pandemia, del feminismo ultrarradical que tanto perjudica al de verdad, de las palabras con tilde o sin tilde. Me niego a comentar la actualidad, a puntuar el día a día de nuestra estupidez y nuestra vileza. No excluyo que si alguna vez se me sube la pólvora al campanario alce la voz para ciscarme en los muertos de alguien; pero quiero envejecer tranquilo, y gracias a ustedes puedo hacerlo. Seguiré tecleando artículos semanales, tuiteando y escribiendo novelas, mientras las lean. Y cuando quiera aludir al presente, ya que mis propias palabras me aburren de tanto repetirlas, buscaré hacerlo como hago últimamente en Twitter, con voces tomadas de esa biblioteca que es a la vez consuelo y analgésico. Demostrando que somos tan estúpidos que creemos nuevo lo que, simplemente, ignoramos o hemos olvidado.

Así que ya saben. Quienes quieran buscarme, aquí me encontrarán mientras la salud y la vida lo permitan, imaginando y contando historias, que es mi oficio. En cuanto a largarme a Andorra o a Groenlandia, que también podría, no entra en mis planes. Ésta es mi tierra y ésta mi gente. Amo a España por desgraciada, como a esas huerfanitas de las radionovelas antiguas: por lo mucho que sufre y ha llorado, y todavía va a llorar. No quiero mirarla cobarde y a salvo, desde lejos. Y no estoy dispuesto a que una pandilla de hijos e hijas de puta –seamos paritarios en eso– a los que financio cada año con la mitad de mis ingresos, logre echarme de mi patria. Aunque como español ya sólo tenga fe en el jamón ibérico, en Miguel de Cervantes y en la Guardia Civil.