viernes, 20 de diciembre de 2013

La bandera del Waldorf - José Luís Alvite

La bandera del Waldorf - José Luís Alvite

Eran las diez de la noche y a ella la esperaba un vuelo en Lavacolla a primera hora de la mañana para devolverla a una ciudad al otro lado de la doblez más lejana del mapa. Recuerdo que pasé a recogerla en la puerta del aeropuerto y que deslicé su equipaje en el maletero del coche. Por como caía de acostado el sol a aquella hora creo que fue por estas fechas. Era tarde para tomar café y demasiado temprano para cenar, así que sintonicé música en el coche y busqué la primera salida de la ciudad hacia la costa. “Si hemos de cenar fuera, preferiría pasar primero por el hotel para cambiarme de ropa”, dijo poco convencida, sin duda informada de que no todos sus planes entrarían necesariamente en los míos. Nunca entendí que después de volar hora y media en un avión limpio como una farmacia las mujeres se sientan tan sucias como si hubiesen llegado a su destino encaramadas en un tractor.
Media hora más tarde rodábamos por la costa con una lentitud desusada para mí, como si transportase para la mafia una carga de nitroglicerina que pudiese explotar con cualquier acelerón o en un giro brusco al mamar el pómulo de cualquier curva. Me gustó que el sol de poniente velase mi rostro con la sombra perfumada del suyo. El tiempo se nos fue echando encima mientras yo conducía pensando en ella, sin fijarme en la carretera, orientado apenas por el astigmatismo del arcén mordido por la hierba, con la misma precisión con la que en la espalda de una mujer se arrastra el tirador a lo largo de la cremallera de su vestido. Hablamos de cine, de paisajes, de pintura, de literatura... Pero si he de ser sincero, yo lo que mejor recuerdo son las cosas que creo que jamás le dije, unidas a las respuestas que ella no tuvo ocasión de dar. De vez en cuando recobraba el sonido real y su voz rogándome que retrocediese en el camino hasta su hotel porque necesitaba cambiarse para la cena. Pero perdí contacto con su ruego y seguí rodando como si lo hiciese por una carretera asfaltada con la pantalla de un cine a punto de echar el cierre. No sé si se lo dije, pero yo recuerdo que le sugerí que se olvidase de su idea de volver a la ciudad. “¿Ves aquel puente punteado en sus pasamanos por una luz que parecen las anginas de la lumbre? Al otro lado está la isla, y en la isla, el Gran Hotel con sus paredes merengadas y los toldos amarillos. Estamos algo lejos de la ciudad para volver y sería un desperdicio salir de aquí. No sé muy bien qué me espera a tu lado, pero todo el tiempo del viaje he venido pensando que tú eres lo más cerca que estoy del lugar al que siempre quise ir”. Seguramente no dije nada semejante o ella no supo que se lo decía porque viajábamos en sueños distintos. El caso es que me pidió que le trajese su equipaje del maletero del coche y se pasó con él al asiento de atrás. Acabábamos de cruzar el puente con su compota de luz y dejamos atrás la caseta de vigilancia de la isla. Me dijo que se cambiaría de ropa allí mismo. Arrimé el coche al arcén, lo bastante cerca de una farola para que ella supiese lo que hacía y lo bastante lejos para que la penumbra azul del coche pareciese un biombo. Al ver su torso desnudo en el retrovisor del coche me miré las manos con ese gesto instintivo con el que les mira los puños a los clientes la chica que vende los guantes. Me sinceré: “Estás tan radiante, amiga mía, que es evidente que la de esta noche es la primera vez que tengo la sensación de llevar en el asiento de atrás la cartelera robada de un cine”. Entonces reanudé la marcha con el coche casi parado, tan lento que podrían haberme adelantado las lucecitas de la ría reflejadas en el retrovisor. Ella se pintó los ojos como si repasase el ojal de su mirada con el lápiz de Gauguin y se dio luego carmín en los labios mientras yo conducía cuidando de que un bache no echase a perder en la dulce acupuntura de su pulso aquel portentoso autorretrato. No contaré hoy el final de aquella historia, no porque no haya sucedido, sino, ¡que demonios!, porque de momento será suficiente con que diga que se llamaba María, era hermosa como el resplandor huérfano de luz que precede a la epilepsia y seguramente era por ella por quien preguntaban aquella noche los neoyorquinos al echar de menos la bandera más vistosa en el vestíbulo del Waldorf. 
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