sábado, 16 de febrero de 2019

El santo y el cínico - Jorge Bustos

El santo y el cínico - Jorge Bustos

Contra el prestigio martirial de Junqueras conspira una frase terrible de Oscar Wilde: "Nadie muere por lo que sabe que es cierto". Al exquisito irlandés le repugnaba el mecanismo religioso por el que el sufrimiento personal legitima una impostura intelectual. La cruz solemniza cualquier ficción. El ilustrado sabe que una causa es buena o mala en sí misma y no en función del dolor invertido en su reivindicación; pero la razón pura no opera fuera de la ciencia y desde luego no en la política, hábitat impuro donde la emoción mueve a diario voluntades contra toda lógica. El propio Wilde experimentó la necesidad de aferrarse a la trascendencia en la cárcel de Reading, donde su prosa más profunda se despojó de ironía.
Junqueras cree que su padecimiento es el peaje que Dios y la Historia le exigen para realizar en la tierra la república catalana. Y quizá el sacrificio -el mismo al que no están dispuestos ni Puigdemont ni Torra ni Torrent ni la mayoría filistea de los catalanes que los votan- sea para la independencia una condición necesaria, pero nunca suficiente. De la obsesión pueril que delata el anhelo de martirio ya nos advirtió, riéndose de sí misma, esa catalana llamada Teresa de Ávila que a los siete años partió a pie hacia Granada para que la descabezasen los moros; alcanzar la santidad le costó bastante más. Junqueras es libre de creer que su cautiverio aproxima la desintegración de la nación que dice amar, pero eso solo sucederá si el público -si todos los españoles- se rinde al espectáculo de su tormento y accede a liquidar la soberanía en referéndum constituyente. Acierta en cambio cuando declara que una condena no resolverá "el conflicto", lo cual es como decir que castigar a un ladrón no conviene a la redistribución de la riqueza. Oiga, apliquemos la ley sin desatender la fiscalidad.

Ahora bien. El martirio, para que surta su efecto proselitista, ha de obedecer a una elección libre. Y no está claro que Junqueras abrazara el castigo como manda su papel: más bien desafió al Estado en la convicción de que nadie se atrevería a encarcelarle. Luego, ya dentro, reescribió el relato para adaptar su dramático error de cálculo al género de la hagiografía. Lo mismo ha hecho Sánchez con la convocatoria electoral: trata de que olvidemos su terca intención de agotar la legislatura mediante la escenificación monclovita de una decisión propia, cuando sabemos que a través de Iglesias mendigó el apoyo del separatismo hasta la misma víspera de la votación presupuestaria. De modo que no estamos ante un santo y un cínico sino ante dos cínicos: uno trascendente y otro a corto plazo. Uno sueña con presidir una república al salir del trullo y otro con mantenerse en vuelo al abrir las urnas. Pero todas las mentiras acaban aterrizando. Y el procés y el sanchismo parecen ya pedir pista.

martes, 12 de febrero de 2019

Colón activa el tictac contra Pedro Sánchez - Jorge Bustos

Colón activa el tictac contra Pedro Sánchez - Jorge Bustos

La víspera dormí mal. Carezco de experiencia sobre el terreno en los Balcanes o Sudán del Sur, y sin embargo mi periódico se empeñaba en enviarme a cubrir una manifestación que según el PSOE y sus terminales mediáticas iba a convertir Colón en Nüremberg 1933. Claro que mis miedos se mezclaban con la promesa de la adrenalina: 36 años escuchando alertas antifascistas y al fin amanecía la jornada epifánica en la que conocería el rostro de la bestia.
Nada más llegar, sin embargo, me topé con una señora que regateaba con el vendedor de banderas apostado junto al Museo de Cera. Donde debían resonar las botas encontraba mocasines, y la única muestra de agresividad que pude anotar la protagonizó una niña que llamaba «golpista» a su hermanito por haberle efectivamente golpeado. La niña habría leído la palabra en el cartel de «Golpistas, a prisión» adherido a la estatua de Blas de Lezo, un lugar de lo más pertinente para esa proclama. Como pertinente parecía el título de la serie que Netflix publicitaba en la fachada del edificio Barclays: Examen de conciencia. Una necesidad colectiva tras ocho meses de sanchismo.
El gentío me impedía avanzar. Yo no me explicaba cómo tantos españoles podían haber salido a la calle arriesgándose al reproche antifascista de Adriana Lastra, pero en ocasiones el ser humano nos sorprende por su temeridad. Ahora bien, fijar el patrón facha tal como nos encomendaba Adri resultaba imposible: había señoras con mechas rubias y otras con el pelo granate, muchachos con monopatín y señores con el loden, vejetes ateridos y guapas de Serrano.
A ver si va a ser verdad que la reivindicación de la España constitucional no traduce más que el empeño de vivir juntos los distintos. Les unía la bandera y ese aire de urbanidad con que se manifiesta la gente de orden: podría decirse que las manifestaciones de derechas son sumas de individuos y no de masas empoderadas, y por eso no dejan tras de sí cascos de botella y mobiliario agredido.
En realidad se pedían dos cosas muy concretas, fácilmente detectables cuando la megafonía mentaba a los jueces o a las urnas. Entonces de las gargantas más frías nacían ovaciones espontáneas. No hay que ser politólogo para advertir que lo que moviliza a tantos españoles hoy es el castigo al golpe y elecciones cuanto antes. Lo vimos ya en Andalucía.
Hace cuatro años cubrí la marcha de Podemos desde Atocha hasta Sol, donde Pablo Iglesias activó la cuenta atrás para el asalto a los cielos. Tictac. Los cielos los ha terminado asaltando el Falcon de Sánchez pero los de Colón de hoy son tan ciudadanos como los de Sol de ayer y ya le han puesto el reloj en la oreja a ese abuso terminal de la paciencia que llamamos sanchismo.
Tictac, tictac. La cadencia mecánica del minutero desquicia al coro de propagandistas gubernamentales empeñado en distinguir a la ciudadanía, que a su juicio no quiere elecciones, del fascismo, que es el que las pide a gritos. Extraño fascismo ese que además de amante del sufragio y practicante de un civismo de boy scout se ciñó a un guion escrupulosamente constitucionalista. Otra cosa es que proclamar que la soberanía no admite negociación porque pertenece al conjunto del pueblo suene en los oídos del sanchismo –el político y el mediático– como un avemaría susurrado a la niña del exorcista.
Pero además del fascista y el sanchista –entendiendo por fascista todo aquel que no es sanchista– hay un tercer animalito en este zoo que es el más entrañable: el equidistante. Ese que dice que Sánchez mal pero que la oposición peor, todo el mundo perdiendo el decoro en este país, señor, qué solo murió Jovellanos, y toda esa estomagante salmodia narcisista de tuitero en bata que luego se arrogará el mérito de haber forzado el anticipo electoral si se produce, yo ya lo dije, esto tenía que caer y tal. En fin. El equidistante sufre una inflamación crónica de su honorabilidad que arruina sus argumentos por la falacia de la confluencia: a los nazis les gusta Wagner, si me ven en un concierto de Wagner me llamarán nazi; a Abascal le gusta la unidad de España, si me ven en una manifa por la unidad de España me llamarán Abascal. Y así todo en un país de marujas con un hipertrófico y paralizante sentido del ridículo.
Del tercerismo parece definitivamente arrancado Manuel Valls, que flanqueó a Rivera junto con Vargas Llosa y un puñado de banderas arcoíris interpuestas a modo de ajo progresista ante la amenaza vampírica de Vox que el sanchismo atiza sin descanso. Sólo una mente irrecuperablemente suspicaz ante la exhibición del rojigualda constitucional puede obviar el papel gregario –y perfectamente alineado con el 78– que ayer le cupo a Abascal y los suyos. Bajo el mínimo común denominador pactado persistieron las diferencias ideológicas dentro de la oposición, y así debe ser: hay muchas maneras de que no te guste Sánchez.
La foto de familia que cerró el acto se antojaba una encerrona diseñada por el PP para atraer a Rivera a la instantánea con Vox que el PP sí concedió en Andalucía; a lo que Rivera reaccionó subiéndose con medio partido para diluir el efecto. La uniformidad entre Cs, PP y Vox, más allá del rechazo al cambalache con Torra, es imposible y así debe ser.

Luego vendría la guerra de la propaganda disfrazada de recuento de asistentes. Seguramente Tezanos también predijo que llovería. La única manera de contarse es en las urnas: de eso iba esto. Entretanto la faz de Julia, la airosa escultura de Plensa, puede dar fe de la multitud que vino y vendrá a parafrasear aquello que los podemitas predicaban con acierto: porque fueron somos, porque somos serán. Españoles.

martes, 5 de febrero de 2019

Poco a poco - Juan José Millás

Poco a poco - Juan José Millás

Los hospitales madrileños realizaron un total de 820 trasplantes de órganos a lo largo de 2018. Trasplantes de riñón, hepáticos, cardíacos, pulmonares, de páncreas y hasta multiviscerales. Una barbaridad de carácter mecánico, pero también químico y fisiológico, no sé. Una proeza cotidiana, valga la contradicción, porque una hazaña diaria es una anti-hazaña. Todavía recordamos los primeros trasplantes de corazón, cuyos beneficiarios vivían unas horas, unos días con suerte, tal vez unas semanas. Ahora hay gente que lleva veinte o treinta años usando unos riñones ajenos, un corazón extraño, un páncreas intruso, y no pasa nada. Ahí están, a nuestro alrededor Hace años, un familiar mío entró en el hospital con muerte cerebral. Los médicos nos dijeron que su hígado se encontraba en muy buenas condiciones para ser trasplantado y dijimos que sí, que se lo dieran a quien le hiciera falta.
Leo la noticia de los 820 trasplantes en el metro, de camino a la radio, y luego levanto la vista para observar a mis contemporáneos (y contemporáneas, que con el genérico no alcanzo). Es posible que alguna de estas personas lleve dentro de sí el hígado del ser querido cuyos restos incineramos después de que le sacaran la preciada víscera. Tal vez esta señora que acaba de sentarse a mi lado esté viva gracias al órgano de mi familiar muerto: al pedazo de mi ser querido. Estamos hechos de pedazos que creemos propios, pero que sirven para cualquiera, no importa su sexo ni su nacionalidad ni su carácter. Funcionarían igual en un francés que en un catalán, en un individuo extrovertido que en un tímido.

Los hígados no tienen nacionalidad ni psicología. Los riñones tampoco, ni el páncreas, ni el corazón. Pieza a pieza no somos norteamericanos ni uruguayos, no somos nerviosos ni tranquilos. Pero el conjunto sí. El conjunto necesita una bandera, una individualidad, un yo. La señora se baja en Gran Vía y voy detrás de ella por los pasillos del subterráneo, que tienen algo de intestino. Tomamos las mismas escaleras mecánicas y, ya en la calle, ella se va hacia la derecha y yo hacia la izquierda. Me despido mentalmente de su hígado como si fuera el de mi madre y regreso poco a poco a mis preocupaciones cotidianas.

domingo, 3 de febrero de 2019

Pulpos - Juan José Millás

Pulpos - Juan José Millás

Se habla mucho de la sabiduría de los pulpos, que tienen un cerebro o así en cada tentáculo, pero nosotros tenemos un encéfalo en cada dedo. Miren, he cambiado de ordenador y apenas he tardado un par de horas en adaptarme al nuevo teclado. Pero no me he adaptado yo: lo han hecho mis dedos. Yo me limito a asistir, atónito, al proceso. Mientras escribo estas líneas, observo mis manos sobrevolando, como las dos alas de un pájaro, la superficie del portátil. Cada uno de sus apéndices es como la pluma de un pájaro: basta que se mueva ligeramente para que el ave gire o para que la pantalla del ordenador se llene de palabras que de izquierda a derecha y de arriba abajo van llenando la página. No soy yo, son ellos, los dedos los que saben dónde se encuentran las letras, los números y los signos de interrogación. Tan solo un par de horas, y las teclas se han hecho amigas de las yemas de mis pulgares, mis índices, mis anulares, y hasta de mis meñiques, pobres.
Yo no soy tan sociable como mis dedos. Yo no me llevo bien con las máquinas expendedoras de billetes del metro, no las comprendo, no comprendo a la mayoría de las máquinas, pero ahí están mis dedos para echarme una mano, o ahí están mis manos para echarme unos dedos. Yo observo con extrañeza mi nuevo portátil de 1.090 euros que contiene avances increíbles. Puedo dictarle, por ejemplo, y al momento aparece en la pantalla lo que yo acabo de decirle en voz alta. En esto entra mi mujer.
-Qué haces -dice.
-Dictándole un artículo al ordenador.
-Vale, vale, recuerda que hay que ir a la ferretería.

Pero mi lengua carece de la habilidad de mis dedos, porque donde yo dicto "he leído", el ordenador escribe "me he ido". Y no me he ido, sigo aquí, de modo que cierro el programa del dictado y regreso a los dedos, que no me decepcionan nunca, nunca. Gracias a ellos y a mis manos en general no soy completamente autista. Con mis extremidades he querido y me he hecho querer porque acarician muy bien. Pregúntenselo ustedes a mi gato, que ve la tele mientras lo manoseo. En fin, que queda inaugurado el nuevo aparato de escribir artículos, novelas y, con suerte, hasta alguna que otra poesía.