miércoles, 30 de abril de 2014

Cualquier noche puede salir el sol - Nacho Mirás Fole

Cualquier noche puede salir el sol - Nacho Mirás Fole
Quién no ha oído hablar del síndrome de Stendhal. Voy a la wikipedia, por si acaso a alguien le pilla con el pie cambiado: “También denominado Síndrome de Florencia o estrés del viajero, es una enfermedad psicosomática que causa un elevado ritmo cardíaco, vértigo, confusión, temblor, palpitaciones, depresiones e incluso alucinaciones cuando el individuo es expuesto a obras de arte, especialmente cuando éstas son particularmente bellas o están expuestas en gran número en un mismo lugar”. Pues yo soy uno de esos fulanos capaces de experimentar el síndrome de Stendhal en un bazar chino, sobre todo en la sección de ferretería. Hay que ver cómo se lo curran los chinos. Supongo que en las palpitaciones tiene bastante que ver el hecho de haberme criado entre dos talleres, el de carpintería metálica de mi padre y el de carpintería de madera de mi tío Antonio. Soy, como dice mi amigo Javier Zunzunegui, mi hermano astronauta de Rois, un obrero ilustrado. El caso es que esta tarde, haciendo inventario visual en mi ferretería asiática de cabecera, fibrilando ante la contemplación del género, me puse a pensar en todo lo que ha dado de sí el día, este 29 de abril que, en un rato, finalizará con la ingesta masiva de Temozolomida: 400 miligramos de citotóxicos para mí solo. Dosis ampliada. Que corra la droga, que paga el Servizo Galego de Saúde. Un día largo; un día completo; otro día Comansi. Amanecí a las seis de la mañana con el culo de mi hijo sobre la cara. No es contorsionista: el culo era suyo y la cara mía. Me costó convencerlo de que a las seis de la mañana, si acaso, se toman café los panaderos, que ya llevan dos horas con las manos en la masa, pero los periodistas de prensa suelen vegetar, y más si están de baja. Miniyó grita tanto para pedir el desayuno que cualquier día me llamará a la puerta la Guardia Civil con una báscula exigiéndome informes sobre la alimentación de la camada. “Que sí que come, agente, mire qué lorcitas, pero es que se empeña en desayunar a las seis de la mañana, y eso ya lo hará cuando empiece a salir de marcha en el Galicia, en un after… yo qué sé. ¡Pero es que tiene tres años, que lo hace por llamar la atención!”. Confío en dar un con un guardia con hijos, con un hijo del Cuerpo que tenga nietos. A pesar del tratamiento, sigo ocupándome del zampabollos y de su hermana por las mañanas. Los deposito en el colegio, siempre sobre la hora en punto, como quien deja ropa pequeñita en una tintorería sin criterio que entra limpia y sale para lavar. No hay demasiado tiempo para contemplaciones por las mañanas, con esa trenza que reciclar, ese flequillo que cambiar de lado, venga esa leche, que llegamos tarde, que hagas pis de una vez… Es la logística matinal del cole, cuando la diferencia entre llegar o no llegar, entre el “lo hice” y el “Dioooooooos bendito, que nos quitan la tutela!” la marcan pequeñas chorradas como la potencia del microondas o el abastecimiento de Nesquik. ¡La que me montaron el otro día mis hijos cuando se dieron cuenta de que el Nesquik alemán de Lidl no tiene la misma fórmula que el español! Hay que decir que tenían toda la razón. Yo en su lugar también me habría dicho que se lo tomara mi padre. Depositados los niños y despedida la madre en la puerta de la Cadena Ser -y continuamos con el relato de acontecimientos del martes- puse rumbo al Hospital Clínico para atender a otra convocatoria del míster de la oncología en esta liguilla contra el Casiano Fútbol Club. Me siguen temblando las piernas cuando bajo por la avenida de Barcelona y veo al fondo ese enorme edificio de espejos que refleja los dolores de toda el área sanitaria, esa especie de terminal de aeropuerto por el que llegas al mundo encogido y sales de él cuando se te acaba la ficha con los pies por delante. Hoy tocaba control, como volverá a tocar el 13 de mayo. Me da igual que sea martes y 13,  no soy supersticioso. Como me trae sin cuidado si los niños portugueses Lucía, Francisco y Jacinta vieron bajar de los cielos ese día, pero en 1917, a María Santísima o a ET disfrazado de Rocío Jurado. Allí estaremos. A ver, que me centro. Cuando ya llevas un tiempo como paciente del servicio de Oncología Médica no puedes evitar hacer inventario de compañeros. No es que los conozcas a todos, pero las caras te van sonando y sueles sospechar cuando no ves a alguno de los habituales, para mal o para bien. Yo vivía hasta hoy muy preocupado con la idea de que, pasando lista, me faltara un día la presencia inmensa de mi maestro y amigo José Luis Alvite, una referencia tan importante que hasta la puta suerte ha querido unirnos en el cáncer. Pero allí estaba él, de cuerpo presente, este martes 29, en estado de revista, renovado.
-”¡Hostia, Alvitiño, si hasta me pareces más alto!
-Eso es que me inyectan aire con un bombín cada vez que entro en las salas de tratamiento.
Que el humor haya vuelto a la boca de Al solo puede ser una buena señal. Hace un mes coincidí en oncología con un tipo que llevaba puesta su cara, pero que no era él. Era un señor con el traje de Alvite. El de esta mañana sí que era el autor de la frase que encabeza mis memorias sanitarias: “El amor es algo muy resistente, se necesitan dos personas para acabar con él”. El genio barbudo que parió también esa otra declaración certera que dice que “el amor eterno es aquel cuyo fracaso se recuerda siempre”.
“Si quieren me cambio y así se pueden sentar juntos”, nos dijo una mujer que esperaba en el pasillo de Farmacia al vernos tan entusiasmados de habernos encontrado. “No se preocupe, no somos pareja”, le dijo Alvite declinando la invitación. Siempre fantaseé con la idea de atracar una farmacia con José Luis para refugiarnos luego en el Savoy, pertrechados detrás de las piernas de Lorraine Webster. Ahora que sé la pasta que cuestan los químicos que nos recetan a los dos, lo de hoy en el pasillo de la farmacia del hospital ha sido lo más cerca que he estado de compartir una recortada con mi maestro y salir a celebrarlo. ¡Ay, Lorraine!, la mujer que una madrugada le dijo a mi amigo: «Raras veces me verás sin un cigarrillo entre los dedos. Supongo que esa es la razón por la que me hago la manicura en el estanco».
Como cada martes que acudo al hospital, tuve que pagar con sangre la atención de un personal sanitario que vale su peso en uranio enriquecido. ¡Ni me los toquen, conselleira! Me pinchó Alba, que es de Rianxo, y me pinchó bien, a chorro. Me sacó la cantidad suficiente para media docena de filloas infantiles. Y después, ya directo a la consulta del oncólogo, que me dio la bendición urbi et orbe con ese apretón de manos que certifica, cuando ocurre, que los análisis han salido bien y que, completada línea, seguimos para bingo.
También me transmitió Súper López la enhorabuena por el triunfo en los premios 20Blogs y abrió mucho los ojos cuando le dije que, a día de ayer, estas memorias sanitarias improvisadas sobre un pronóstico malo llevan un acumulado de 392.000 visitas y 1.563 comentarios. “Desde luego, los residentes las leemos todos”, apostilló la doctora que ayer me supervisó los números de la vida. A veces siento una extraña responsabilidad, no tanto por lo que cuento como por tener la culpa de que la gente deje de hacer cosas interesantes para dedicar su valioso tiempo a la lectura de este estriptís oncológico. “Prefiero ponerme en bolas en la plaza del Obradoiro que hacer lo que haces tú en el blog”, insiste mi amigo Julio Mosquera, el sobrino de la tía Claudina, que es un lector fiel y lleno de sentido común, pero recatado en las intimidades.
Completé la mañana ampliando la letra B de la agenda con otra de esas personas talismán que este pronóstico malo me va colocando en el camino, como amuletos de un vídeo juego basado en hechos reales que, aunque diseñado para joderte la vida, te salpica apoyos en pantallas escondidas; bolas extra. Encontrarlas es mi responsabilidad. Acabé la sesión matinal comiendo a base de bien en el Domínguez de Sar, donde las manos de Carmen transformaron un pescado de día y unas fabas de Lourenzá en la poción de Astérix, pero en caldeirada. La compañía, magnífica.

Voy con el cubata de Temozolomida y agua del grifo, sin pepino, ni enebro, ni mariconadas. En media hora se me pondrá la voz de Releches en Celda 211 y será el momento de esconderme del mundo debajo del edredón nórdico, que el culo del pequeño inquisidor de los desayunos se me aparecerá de nuevo antes de que el gallo toque diana. Un gran día, sin duda. La música la pone hoy mi amiga Lola Camiña, otra de esas personas con podio en esta carrera frenética contra una muerte prematura. Y se la dedica a mis hijos. Suscribo. Como dice Jaume Sisa, qualsevol nit pot sortir el sol. ¿Será esta noche? Bah, y ya que estoy catalanfófilo como de costumbre, bola extra con Llach. Que tinguem sort.

martes, 29 de abril de 2014

Plátanos y primates - David Torres

Plátanos y primates - David Torres
Si pretendían insultarlo, lanzar un plátano a Dani Alves cuando iba a sacar un corner no fue una idea muy brillante: es la fruta que se zampa Rafa Nadal entre juego y juego para reponer fuerzas y evitar tirones musculares. Si querían ridiculizarlo, mejor que le hubiesen tirado cacahuetes, como hacen con algunos escritores en la Feria del Libro, o directamente un melón, que en versión proyectil hace más daño. Confundir la etnia con la especie mediante la metáfora del plátano es un anacronismo racista que ya sólo se utiliza en las canchas deportivas y en el trastero mental de ciertos políticos de derechas.
No es que el racismo haya vuelto, sino que nunca se fue, al igual que otros ismos de infausta memoria. A Darwin, que muy negro no era, también lo caricaturizaron poniendo su cara en la etiqueta de Anís del Mono, lo cual de paso también servía de símbolo nacionalista para reclamar Gibraltar. Darwin, inglés de pura cepa, advirtió que el hombre desciende del mono y que algunos, en los campos de fútbol, iban a descender mucho más incluso.
La teoría de la evolución, probablemente la hipótesis científica más importante de los últimos siglos, terminó de demoler la absurda idea de que éramos el ombligo del mundo. Primero fuimos desterrados del centro del universo, luego exiliados a una barriada del sistema solar y por último nos colocaron en el supermercado de la naturaleza, en el estante de los primates, al lado de los chimpancés y los gorilas. Los testimonios fósiles demuestran que la historia de la evolución está llena de proyectos fallidos y de callejones sin salida. Lo único en lo que no andaba equivocado el Génesis era en el orden de manufactura del producto: Dios fabricó a Adán y Eva los últimos, cuando ya le había cogido el tranquillo a a la creación, del mismo modo que la selección natural nos ha ido dejando para el final, como un experimento poco convincente y al que no parece quedarle mucho futuro tal y como anda el mundo.

Todos somos monos, en efecto, aunque, como ya advirtiera Orwell, algunos más que otros. El macaco albino que le lanzó el plátano a Alves es sólo uno más de esa tribu que anda por ahí fanfarroneando igual que los homínidos de Kubrick antes de la llegada del monolito. Donald Sterling, el dueño de los Clippers, le recriminó a su novia que se hiciese fotos junto a Magic Johnson, el legendario alero de los Lakers: “Puedes dormir con negros, puedes hacer lo que quieras con ellos, pero no te los traigas a mis partidos”, una afirmación tremendamente temeraria para un empresario de la NBA, donde el negro siempre ha sido el color de moda. Un poco más y repite la frase de Joe Pesci en Uno de los nuestros, cuando se entera de que a su novia le parece que Sammy Davis Jr. tiene mucho talento: “Oye, oye, sólo quiero saber si me estoy tirando a Nat King Cole”. A ver si un día a estos fanáticos del plátano se bajan del árbol, les cae encima el monolito y se enteran de que siempre han estado viviendo en el planeta de los simios.

miércoles, 23 de abril de 2014

El aviador del hospicio - José Luis Alvite

El aviador del hospicio - José Luis Alvite
Es cierto que cada ser humano tiene una sola madre biológica y es indiscutible el eterno tirón de la sangre, pero que yo recuerde, he sido un niño con poco sentido umbilical, un crío que se desentendía de los abrazos de su madre, un fugitivo que en las fotos de familia salía siempre retratado con la indiferente tristeza de un rehén. A veces me soltaba de la mano de mi madre durante el paseo camino del parque y corría hasta el hospicio para ver a todos aquellos chiquillos ruidosos, tristes y expósitos, arrastrado hasta allí por la extraña sensación de que mi verdadero sitio estaba entre ellos. Jamás pude explicarme aquella amarga propensión a la orfandad, pero lo cierto es que otras veces me escapaba hasta el río Sar y entraba desnudo en aquellas aguas puerperales y caldosas en las que acababan de enfriar sus vaginas las yeguas de los soldados. De niño me he perdido unas cuantas veces por la ciudad y casi sin darme cuenta le he dado la mano a la primera mujer que pasaba, como si fuese un genérico hijo en tránsito. No sé si me gustaría saber por qué hacía aquello, pero lo cierto es que no le encuentro sentido a que me incomodase regresar a un hogar cálido y confortable en el que incluso me amaba el gato. Con el paso de los años no hizo sino crecer en mí la tentación por la independencia, sin importarme que fuese la misma que la tentación de la más estricta y dolorosa soledad. Todavía a veces presiento en el agua del lavabo el placer expósito y transeúnte que me producía de niño aquel río ventral y caldoso al que debo la inenarrable sensación de haber recibido entre las piernas la tibia pomada labial de las vulvas de las yeguas. De aquella lejana evitación de la familia me viene seguramente mi costumbre de viajar rodeando las ciudades, probablemente porque aún ahora, como cuando era sólo un niño, por mi costumbre de escapar sólo le encuentro algún sentido a las ciudades de cuyas calles sepa con absoluta seguridad que jamás pasarán algún día por la mía. El río Sar baja ahora un poco sucio y algo escaso, pero, ¿sabes?, a veces me detengo a mirarlo y aún creo posible recorrerlo volando entre sus aguas en un aeroplano con las alas de tela, como un aviador que si falleciese en el cielo amniótico de su infancia sólo pondría de luto a los niños muertos de aquel hospicio.

El alma y el maíz - José Luis Alvite

El alma y el maíz - José Luis Alvite
Yo no acabo de entender que incluso para la simple pulsión del sexo se necesite seguir ciertas instrucciones. Cuando yo era un muchacho, el sexo no era una asignatura, sino un instinto, y estábamos preparados para practicarlo sin necesidad de haberlo leído en alguna parte. Es más, yo creo que hacer averiguaciones técnicas sobre el sexo no sirve para otra cosa que para desconfiar de él y evitarlo. Me llevé un disgusto la primera vez que vi en un libro la reproducción del corte transversal del aparato genital femenino. Me pareció un mecanismo demasiado complicado para una emoción tan simple. Hasta entonces mi idea era tan elemental como la de quienes creían que no había en la genitalidad femenina misterios que mi primo Tito no hubiese desentrañado al desmontar en Cambados la bomba del pozo. A nadie le importaba realmente lo que ocurría en la basal oscuridad de las mujeres. La gente tenía sexo de una manera natural, impulsiva, del mismo modo que sentía el hambre, igual que barruntaban los perros la muerte. Los muchachos ni siquiera necesitábamos ver a una mujer desnuda para que nos hirviese la sangre. Nos bastaba con pasar por delante de la mercería y aspirar el delicado aroma de las puntillas. O pararnos a contemplar cómo movía la ropa femenina en los tendales la herniada hembra del viento. A veces el director espiritual del instituto se nos quedaba mirando las manos y nos corría por la espalda la incómoda sensación moral de que nos costaría despegarlas si en aquel preciso instante las juntásemos para rezar. En mis veraneos cambadeses me pasaba horas divagando en el desván sobre los misterios de la feminidad. Cuando bajaba a la cocina para cenar, tía Pepita me miraba apenas un instante y a mí me parecía que sus ojos sospechaban que lo que yo hacía todas aquellas tardes de calor en el desván no era meditar sobre la crisálida de la mariposa, sino acumular material fisiológico suficiente para reproducir la imagen de Ava Gardner en algo parecido a la escayola. A veces al pasar por delante de la fábrica de conservas del señor Peña las mujeres que enlataban los mejillones me decían unas groserías húmedas, carnosas y excitantes que casi se podían comer. Uno de aquellos días, al confesarme en la iglesia de la parroquia, don Antonio me preguntó con rutina qué pecados había cometido. Yo contesté casi sin voz y evitando mirarle, no para que el cura no se enterase de mis pecados, sino por temor a que me oliese a escabeche el aliento. Pero eso ocurrió en 1965, cuando yo tenía apenas quince años y del sexo sólo sabía que era bueno para sufrir en la bicicleta y para ajustar bien los pantalones. Tía Pepita, que era comadrona, me dijo entonces que aunque era dudoso que el sexo perjudicase el alma, practicado a la intemperie en el campo era algo que estropeaba mucho el maíz.

Cadáveres ilesos - José Luis Alvite

Cadáveres ilesos - José Luis Alvite
En alguna parte he leído que de cada diez personas muertas en accidente de carretera, cuatro no llevaban puesto el cinturón de seguridad. En la publicidad institucional se advierte de que este dato revela hasta qué punto son imprudentes las personas que viajan sin sujetarse al vehículo. Que un 40% de las personas fallecidas no llevase puesto su cinturón resulta muy esclarecedor, pero hay otra manera de leer la estadística que puede ser aun más inquietante: seis de cada diez víctimas mortales llevaban puesto el cinturón de seguridad. Desde este otro punto de vista, lo que se deduce es que el cinturón ha sido inútil en seis de cada diez muertes. Si se extrema la mala leche en la lectura de la estadística podría llegarse incluso a la desalentadora conclusión de que el 60 por ciento de los ocupantes de automóviles accidentados murieron por culpa de viajar atados. Nunca entendí las razones por las que nuestros gobernantes nos imponen la atadura del cinturón de seguridad y no se limitan a que tengamos la opción de usarlo. Con el mismo criterio con el que nos obligan al cinturón, podrían imponernos el día de mañana el deber de viajar desnudos para facilitar la autopsia. No estamos lejos de eso. Los políticos siempre encontrarán una estadística que justifique sus estupideces. Por ejemplo, podrían determinar que el 40% de los muertos en nuestras carreteras son seguidores del Real Madrid, deduciendo entonces que esa filiación deportiva debe ser prohibida de inmediato por el bien de la seguridad vial. Si se confirmase que otro 25% eran personas solteras, el Gobierno se creería legitimado para permitir que sólo conduzcan los casados. Pero no quedaría ahí la cosa. A alguien se le ocurriría de inmediato un razonamiento aun más audaz para advertir de que teniendo en cuenta que todos los fallecidos viajaban vivos antes de sobrevivir el accidente, no estaría de más obligar a que los conductores y sus acompañantes viajasen provistos del correspondiente certificado de defunción que acreditase que ya estaban muertos antes del suceso que les iba a costar la vida. Los telediarios de TVE podrían informar entonces de que en los miles de accidentes registrados en el último ejercicio no hubo que lamentar desgracias puesto que todos los cadáveres resultaron ilesos. Como nos advierte la Dirección General de Tráfico, los conductores estamos expuestos a innumerables peligros en la carretera. Lo que nuestros gobernantes no dicen nunca es que nada distrae tanto a los conductores como la lectura de esas señales luminosas de las autopistas en las que se nos advierte de las incontables bajas mortales del último puente festivo. Todas esas medidas son discutibles. Yo lo único que sé con seguridad es que en muchas carreteras nada hay más peligroso que fijarse en las señales que te avisan del peligro.

Cuestión de idiomas - José Luis Alvite

Cuestión de idiomas - José Luis Alvite
Tengo la inmensa suerte de ser bilingüe de nacimiento y de hablar indistintamente los dos idiomas habituales en Galicia. Lo hago con tanta naturalidad que al acabar una conversación ni siquiera recuerdo en que idioma he participado. Es algo que le ocurre a la mayoría de los gallegos, que sólo recuerdan con absoluta seguridad haber recurrido expresamente a la lengua de Rosalía con el doloroso motivo de haberse pillado los dedos con un martillo. En cualquier tertulia de cafetería se utiliza simultáneamente ambos idiomas sin darle la menor importancia a la diversidad lingüística. Hasta que los políticos decidieron reglamentar el uso del gallego, la gente que iba al mercado pedía pulpo cuando quería comer pulpo, que es lo que aún ahora quieren comer quienes en la misma tienda piden «polbo» sin que la dependienta pueda evitar ruborizarse. Prolifera ahora en Galicia una casta de galegoparlantes formados en las normas oficiales de la Xunta de Galicia. Hablan con envidiable corrección institucional pero si se alejan de las ciudades y se adentran en la Galicia interior, tendrán serias dificultades para ser entendidos por los campesinos, que hablan un gallego viejo y sin academicismos con el que han sobrevivido durante siglos sin necesidad de acreditarlo con un vistoso diploma oficial. Yo hablo el gallego que aprendí a granel en las calles de mi infancia, que es un gallego sin vanidad y sin prestigio, es decir, un idioma conservado en la taberna, en los andamios y en las lonjas del pescado. He soñado y vivido en ese idioma, el mismo idioma en el que aprendí a pecar y en el que siempre me entendí con mis amigos hasta que los políticos empezaron a retocarlo con la ortodoncia de sus normas y lo convirtieron en una lengua de cetárea que a muchos se les atraganta, como si en realidad en vez de un derecho, fuese un impuesto. Es una suerte que mi querida lengua parvularia conserve intactos sus defectos en los burdeles, ese ecléctico fortín de las costumbres en el que todavía algunos viejos campesinos gritan «gol» durante el orgasmo. Yo desde luego no le veo tanta complicación a esto de los diversos idiomas autonómicos. Desde la inevitable simpleza de un ingenuo vocacional, yo creo que el catalán es un idioma para defender con ecuanimidad las ideas, del mismo modo que el gallego me parece ideal para que suenen bien las cosas que saben mal. En cuanto al euskera, me resulta tan oscuro y enigmático, que yo creo que es el idioma ideal para diagnosticar enfermedades mortales.

Noches de alfarería - José Luis Alvite

Noches de alfarería - José Luis Alvite
En mis días de retiro social he descubierto algo que tiene un valor que yo desconocía: la inmensa suerte de despertar fresco. Durante los casi treinta años que he vivido trasnochando conocí sensaciones impagables y me afectaron acontecimientos determinantes de mi personalidad, pero estaba tan baqueteado y había perdido hasta tal punto la noción del tiempo, que nunca tuve en todos aquellos años la reconfortante sensación de estar recién levantado. A veces a punto de amanecer entraba en una panadería sin ánimo de comprar nada, sólo por el sencillo placer de sentir la presencia regeneradora de la gente recién levantada. También miraba con admiración a las chicas de las perfumerías y a veces cerraba los ojos en la acera y aspiraba el aroma de las mujeres recién aseadas. O rondaba en el coche las escuelas para mirar cómo los padres despedían en la puerta a sus hijos. De todos aquellos hombres yo era el único que daba la sensación de haberse peinado al final del franquismo con los golpes de una paliza en comisaría. Muchas veces metía las manos en los bolsillos de la gabardina porque tenía la sensación de que me crecían en ellas como crustáceos las uñas de los pies. No tenía muy claro si me estaba degradando como persona o era que simplemente me estaba pudriendo. Una de aquellas mañanas me senté en un banco del parque para tomarme un respiro de tanto cansancio acumulado. Las palomas se largaron todas a otra parte y se arremolinaron a mi lado los gatos. Mis lectores del periódico me conocían por mis textos, pero yo sabía que si se me diese por ser creyente, Dios sólo me distinguiría por el olor a pescado. En una de las pocas noches que se me dio por salir trajeado, al amanecer entré en un bar y al mirarme en el espejo del baño descubrí que tenía dos nudos en la corbata. Después abrí el grifo del lavabo, refresqué la cara y me peiné dando dos palmadas en la cabeza. Al volver a la barra, el camarero me sirvió de nuevo café porque creyó que era un cliente distinto. Una de aquellas mañanas se me soltó la tripa mientras estaba sentado en un taburete de la barra y hube de esperar varias horas hasta que cicatrizó la mierda entre las piernas. Después salí a la calle caminando casi en puntillas, como un faquir al que se le hubiesen clavado las herramientas en los huevos. Con la mierda seca entre las piernas, aquella mañana descubrí que los fracasos que no se vuelven literatura a los tipos como yo se les convierten sin remedio en alfarería.

Tiempos de retiro - José Luis Alvite

Tiempos de retiro - José Luis Alvite
Hubo un momento de mi existencia en el que consideré imprescindible tomarme un respiro en mi agitada vida nocturna y darle algo de descanso al cuerpo. Divertirme tanto empezaba a resultarme aburrido, así que me impuse un retiro inmediato y riguroso, hasta el punto de que ni siquiera le encontraba interés al simple hecho de asomarme a la ventana. Los rigores de mi clausura me llevaron a prescindir por completo de cualquier clase de vida social, de modo que si no fuese por mi firma en los periódicos, incluso algunos familiares muy allegados me habrían dado por muerto. Algunos amigos fueron espaciando sus llamadas telefónicas hasta que estas cesaron por completo. Si se presenta el cartero, entreabro apenas la puerta, saco un brazo, recojo la correspondencia y regreso sin más a mi retiro. No me atrevo a jurar que mi aislamiento haya sido la mejor elección, ni que la severa soledad colme mis aspiraciones emocionales, pero aunque no haya dado grandes pasos hacia mi felicidad, al menos me consta que tardo más tiempo en joder el calzado. Aunque no recuerdo haber notado nunca un solo desfallecimiento por culpa de mi excesiva vida nocturna, la verdad es que el aislamiento me ha servido para mejorar mi sistema nervioso y para tener los ojos más descansados. He recuperado también el hábito de cenar, un placer que ya casi me era desconocido. Ahora mis hijos me conocen de algo más que de leerme en los periódicos o por haber escuchado mi voz en la radio, y yo, a cambio, no me he perdido el espectáculo de sus últimos estirones. Mucha gente es feliz con eso. La pregunta que me hago es si también lo soy yo. Me pregunto por otra parte si en el fondo no echaré de menos la precaria y espeluznante felicidad de las noches de todos aquellos años, cuando me conformaba con la simple ilusión de perder la esperanza y con tener la inmensa fortuna de que mi conciencia fuese al menos tan resistente como sin duda lo era mi hígado. En el recorrido vital de un hombre llega un momento en el que a su camino empieza a escasearle el asfalto y sigue luego un piso de tierra. Lo mejor es moderar la velocidad antes de que se acabe el firme en buen estado. Y eso es lo que hago ahora, recluido a cal y canto al margen de la vida social, descansado y sereno, en el fondo tal vez temeroso de que tanta presencia de ánimo no vaya a servirme para otra cosa que para no escupir en las manos de la persona que cierre definitivamente mis ojos. Por lo demás, de la muerte sólo me preocupa que en el cementerio sea tan deficiente el servicio de habitaciones.

Sufrir en parábola - José Luis Alvite

Sufrir en parábola - José Luis Alvite
Comprendo que monseñor José Ignacio Munilla considere mal interpretadas sus palabras sobre la tragedia de Haití, aunque, sinceramente, también comprendería que el señor obispo reconociese haber sido víctima de una declaración personalmente mal formulada. Preguntado al respecto Francisco Marhuenda por Julia Otero en «Onda Cero», el director de LA RAZÓN dijo –aunque no literalmente– que podría tratarse de una vieja dificultad de los pastores de la Iglesia para explicar sus mensajes con la necesaria claridad, evitando las frases largas, las ideas confusas y ese viejo estilo narrativo sobrecargado de abstracciones y parábolas que si consigue su finalidad evangelizadora es gracias a la facilidad con la que los creyentes se sobreponen al cansancio. Nada oscurece tanto una idea como el exceso de palabras con el que se pretende aclararla. De niño fui un creyente devoto, casi abnegado, hasta que descubrí que aquel lenguaje sacerdotal manido, automático y oscuro no me compensaba del dolor en las piernas al arrodillarme. «El verbo se hizo carne» era una frase corta, sin duda lo era, pero a mi mente infantil le resultaba difícil descifrarla. Realmente las homilías de don Jacinto a mí me parecían tan complicadas como la vieja cerradura del portal de casa. A los doce años de edad dejé de ir a misa. Mi cabeza llevaba semanas en otra parte, concretamente en la sala de juegos que funcionaba con gran éxito de público al otro lado de la calle. No recuerdo que entonces hubiese reflexionado mucho sobre mi decisión, pero supongo que si cambié de acera fue porque en la boca del sacerdote la idea de Dios me resultaba más difícil de entender que las reglas del ping pong. No sé qué pensará Paco Marhuenda sobre esto, pero yo creo que monseñor Munilla ha cometido los mismos errores que tantos párrocos y que por el dichoso exceso de palabras ha malogrado un mensaje que para resultar eficaz tendría que ser meridianamente claro. No me cabe duda de las dificultades dialécticas para transmitir la filosofía evangélica, pero es obvio que en los tiempos que corren, y con la prisa que vivimos, entender el mensaje de Dios no puede ser más complicado que comprender las instrucciones de la lavadora. Por lo demás, no me cabe duda de que monseñor Munilla sufre por las víctimas de Haití. Su problema es que sufre en parábola.

Poca luz y chicas malas - José Luis Alvite

Poca luz y chicas malas - José Luis Alvite
En una etapa de mi vida en la que no sabía muy bien dónde retirarme a dormir, me dediqué a recorrer en coche de madrugada las calles de la ciudad. Me interesaba la poca gente que caminaba por las aceras, los escaparates sin luz o con las persianas echadas, las muchachas solitarias que vagaban sin rumbo en una lotería de silencio, y sobre todo, miraba con envidia las pocas ventanas con las luces encendidas. Pensaba entonces, y aún a veces lo pienso ahora, que mi vida arrastraba un amargo déficit de luz y que algo me empujaba sin remedio a llevar una desordenada vida en la penumbra. Me parecía entonces, y aún a veces me lo parece ahora, que la familia era un sitio del que salir huyendo, un aburrido refugio penitencial, algo que a mí se me antojaba que sólo servía para saber de quién son los jodidos hongos que cría inesperadamente la bañera. No podía entender que las mujeres buenas eran las que estaban envueltas por la noche en la luz de sus casas, entre otras razones, porque siempre pensé que de la bondad había que huir como del tedio, si es que ambas cosas no eran la misma. Se lo dije ayer mismo a mi amiga Ana Estévez, que vive rebosante de escepticismo y dignidad en medio de una calma desesperante y antibiótica en Purchil (Granada): «A mí siempre me han gustado las chicas malas. ¿Sabes, amiga?, a la mayoría de los hombres nos gustan las mujeres malas. Las chicas buenas en realidad sólo le gustan a Dios». ¿Y donde están las chicas malas? En la penumbra, donde tantas veces me crucé con ellas. En realidad siempre han estado ahí, en esos sitios incluso sórdidos en los que en más de una ocasión he creído ver a Dios repartiendo en lo alto de una escalera el espermicida y las toallas para que a las fulanas no se les pudra en las ingles, como una babosa de ámbar, la flema marrón de los camioneros. Ése era mi trabajo y era también mi mundo. ¿Por qué echaba entonces tanto de menos la luz de las cocinas? ¿Por qué rastreaba de madrugada en coche las ventanas encendidas? No lo sé. Seguramente lo hacía porque, ¿sabes, Isabel Bravo?, tal vez lo hacía porque es algo que me viene de lejos, de cuando era sólo un niño y en las noches de temporal leía con la angustia a la que obliga la efímera luz de los relámpagos. Ésa ha sido siempre mi dosis soportable de luz, el justo y lacónico resplandor que me motiva, la luz contada que me recuerda aquellas noches de relámpagos en las que resbalaba apenas sobre las manzanas del frutero la pasajera piel de esa luz casi invidente que aviva en los tanatorios los encerados rasgos de los muertos.

Corazonadas manuscritas - José Luis Alvite

Corazonadas manuscritas - José Luis Alvite
Rebuscando estos días en mis papeles me he reencontrado con un puñado de anotaciones que recuerdo haber hecho durante mis esporádicos encuentros con la escritora Kate Sinclair en su casa de la playa. Ahora hace mucho que no sé de ella, pero mi caligrafía de entonces me recuerda la emoción de aquellas largas conversaciones en la que siempre me dejó la sensación de haber encajado la madurez como un absurdo desperdicio de la decencia. Éstas son algunas de aquellas notas, verdaderas corazonadas manuscritas, tomadas todas ellas de comentarios que sin duda reflejan la adorable mezcla de dolorida sensatez y amarga melancolía que tan agradables hizo mis largas veladas a su lado: -No podría recordar la fecha exacta en la que comprendí que me había hecho definitivamente mayor, pero supongo que fue el día en el que comprendí que en el mantel del almuerzo ya no habría manchas nuevas y que en mi casa al anochecer solo daría portazos el silencio. -Me gustan los hombres limpios, pero no tan limpios que ni siquiera manchen mi conciencia.
-Las asexuadas flores que te trae en sus manos de membrillo el poeta blando y jabonoso jamás serán tan excitantes como las venéreas orquídeas robadas con las que siempre soñaste que entrase en tu casa uno de esos tipos tan masculinos y tan rudos que te hacen daño al protegerte. -Dice la crítica literaria que he rozado el Cielo con mi última novela. Agradezco el halago pero no estoy de acuerdo. Llevo tanto tiempo sola, cariño, que dudo mucho que alcanzar el Cielo sea tan excitante como haber compartido con un trotamundos la cabina de su camión.
-Fui una estúpida esperando a que apareciese un hombre que ocupase mis sueños y llenase mi alma. Tendría que haberme conformado con cualquier hombre que ocupase mi cama y llenase mi fregadero.
-Hay algo de emocionante brevedad, de dulce incertidumbre, en compartir la noche con un hombre de paso en cuyo corazón se escucha todo el rato el inconfundible ronroneo del motor de un coche aparcado en doble fila.
-Me gustan los hombres que te seducen con rosas recién robadas. El sexo es más hermoso cuando la certeza del placer va acompañada de la sensación del delito.-La enfermiza obsesión por la decencia es la causante de que en muchos orgasmos femeninos sólo sea sincero el silbido de la cafetera.-¡Dios!... ¡Hace tanto que no blasfema un hombre en mi boca!...

Las bragas de Rosa Díez - José Luis Alvite

Las bragas de Rosa Díez - José Luis Alvite
Si uno se atiene a la reacción de quienes tienen por costumbre comentar estas cosas, en Galicia no ha gustado que, al calificar al presidente del Gobierno, Rosa Díez lo considerase «gallego en el sentido más peyorativo del término». Como gallego de nacimiento y de residencia me habría dolido mucho el comentario de la señora Díez si no fuese porque considero la suya una simple ligereza, algo que le salió a bombo y platillo por la boca lo mismo que podía haberle salido discretamente por el culo. Ocurrió durante una entrevista televisada con Iñaki Gabilondo y yo supongo que a la buena de Rosa Díez la laxante luz del plató le desató la verborrea como podía haberle soltado la tripa la inquietante y escrutadora luz de la colonoscopia. Sin duda sería grave que su declaración la hubiese hecho después de pensarla, aunque, si bien se mira, Galicia sólo ha cosechado bofetadas cada vez que algún político aseguró pensar seriamente en ella. Aquí se tiene fe en pocas cosas y yo diría que incluso los bomberos desconfían de que para apagar el fuego les sirva de mucha ayuda la lluvia. Como estamos acostumbrados a las bofetadas, algunos somos de la idea de que lo único que podemos hacer para no recibir tantos golpes es rezar para que se nos encoja la cara. Es de suponer que en las próximas elecciones el partido de Rosa Díez reciba en las urnas el castigo que probablemente merece su despectiva referencia a los gallegos, aunque no hay que descartar la posibilidad de que reciba un sorprendente espaldarazo, que en Galicia es una manera muy socorrida de castigar a los políticos cuando lo que se espera de ellos no es que nos gobiernen, sino que, pensando en escupirles, al menos estén localizables. En una ocasión coincidí de madrugada en un burdel con el párroco de una feligresía próxima a Compostela y aunque yo evité incomodarle con preguntas, él se sintió en el deber moral de explicarse: «Son los inconvenientes pastorales, hijo. No puedo quedarme de brazos esperando a que vengan los pecadores a la iglesia. Por eso estoy aquí. Esto es Galicia. Y en Galicia, amigo mío... en Galicia, como tú bien sabes, a compartir la fe ayuda mucho haber compartido antes el dermatólogo». No sé lo que le diría aquel cura a Rosa Díez, pero puedo imaginarlo: «Las bragas tendrían que ser el destino natural de muchas de las cosas que echamos indebidamente por la boca»...

Cuarzo de lino - José Luis Alvite

Cuarzo de lino - José Luis Alvite
No sé en qué momento pudo ocurrir semejante cosa, pero ya hace muchos años que en las prioridades de la gente los bienes materiales desbancaron casi por completo a las emociones, tantos por lo menos como los que hace que el interés por la tecnología supuso el menosprecio de la vieja y elemental pasión por lo rudimentario. Uno sale a la calle y tiene la terrible sensación de que lo único emocional de muchos hombres son los perros que pasean. Ni siquiera las guerras son ahora algo que, además de muerte y desolación, produzca al menos ciertas dosis de meditación y literatura. Un exceso de preocupaciones materiales nos impide disponer del tiempo que necesitaríamos para comprender que se puede ser inmensamente feliz administrando las privaciones como si la escasez fuese dinero. Cuando yo era un crío el mudo que vendía descalzo los camarones por las calles de Cambados se volvía a su casa con la cesta casi llena y al descargar los barcos en el puerto los marineros devolvían una parte de la pesca al mar. Al restaurante sólo iban a almorzar las personas adineradas que se suponía que no tenían una familia unida, numerosa y decente con la que sentarse a comer en la cocina. Muchos de aquellos hombres habían combatido en la guerra, a veces en frentes verdaderamente sangrientos, y sin embargo recordaban la lucha con un confuso y apasionante derroche de incruenta geografía, como algo que sencillamente les había salido al paso. Algunos hombres se sabían de memoria los rostros de sus enemigos y el aliento de las mulas, el sabor clemente del mar en Castellón, y te contaban el aroma de la artillería como si fuese el de una flor de azufre cultivada en el culo fermentado de un muerto. Era la suya una pasión sin ira, un orgullo sin venganza, la memoria de uno de aquellos hombres primarios y decentes que cuando yo era apenas un muchacho se sentaban en los bancos frente a la botica de Sindo y ponían sus relojes en hora por aquellas campanadas de la iglesia que levantaban del suelo el suave peloteo de las palomas, mientras tía Pepita hervía en un poco de leche sus herramientas de comadrona y en la iglesia de San Bieito seseaban como babuchas las oraciones de la novena. Todo era tan emocional entonces, amigo mío, que los críos nos creíamos capaces de hacer fuego frotando, como si fuesen cuarzo de lino, las bragas meadas de las niñas.

lunes, 21 de abril de 2014

Flojera en las bisagras y burrocracia franquista - Nacho Mirás Fole

Flojera en las bisagras y burrocracia franquista - Nacho Mirás Fole

Vuelve la normalidad meteorológica -que no es otra cosa que la humedad perenne- a Mordor de Compostela, la ciudad donde llueve por aspersión. Y regresan las hostilidades justo cuando menos falta me hace, ahora que noto los efectos acumulativos de la Temozolomida con la que Súper López trata de frenar el avance del súper villano que tiene reserva de espacio en el lóbulo temporal derecho de mi cerebro: Casiano Luthor, un cabrón con pintas.

No, amigos, no estoy curado. Soy un aspirante a enfermo crónico y me daría con un canto en los dientes si, en los días de mi vida, el cáncer y yo mantenemos la distancia suficiente para que el invasor me deje ver crecer a mis hijos. Estoy operado, sí. Craneotomizado. Frito en la churrería radiactiva que dirige el doctor Antonio Gómez hasta treinta veces a una potencia tal que, si hago fuerza y no me hago caca, podría iluminar el rótulo de neón de un puticlub de la Nacional 550. Y sometido a 45 sesiones de quimioterapia oral, que para nada es una quimio menor; la cicuta y el arsénico también se pueden administrar por la boca y no por eso te perdonan la vida. La única ventaja del tratamiento domiciliario es que te puedes envenenar con vistas a tu propio váter mientras tu gato se te frota entre las piernas.

Es ahora, precisamente ahora que el simulacro de primavera finaliza, cuando el veneno se ensaña con mis rodillas, que dejan de sostenerme de repente, como si se acojonasen ante los acontecimientos, e incluso con mis codos. Tengo la sensación de haber estado tirando flechas al pebetero de olímpico de Barcelona 92 para no acertar ni la primera. Vaya, que el Temadol es para mis articulaciones un antídoto del 3 en 1. Por suerte, sigo siendo capaz de neutralizar la potencia de la Kriptonita movilizando al trozo de cerebro que no me han extirpado, poniendo a trabajar la cabeza: caminando, en moto, entre la tornillería del taller clandestino que tengo montado en el trastero… Pero me asusta pensar en cómo estaré de aquí a octubre, cuando terminaré la primera oleada de ciclos químicos a la que estoy convocado por la Seguridad Social.

Esta semana, al menos, tengo tareas para no aburrirme e incluso para hacer mala hostia, que también es una manera de entretenerse. La burrocracia española y de las JONS va un paso más allá con la visita obligada -y bajo amenaza escrita- a la inspección médica. Porque, señores de la Consellería de Sanidade, citar a un tipo para que comparezca en sus instalaciones por primera vez y calzarle un párrafo que dice literalmente: “A súa NON COMPARECENCIA -atención a las mayúsculas- inxustificada poderá dar lugar á emisión do parte de ALTA en aplicación da Orde Ministerial do 21 de marzo de 1974″ es una amenaza. Y, para completarla, apelando a una norma franquista. Ahórrense la pistola, que voy a ir. Pero, a quien corresponda: va siendo hora de darle una vuelta al formulario de la notificación,  por preconstitucional y por burdo.

También me exige -”deberá achegar” es una exigencia- la Inspección que me lleve tanto los informes médicos como los resultados de cualquier prueba diagnóstica que se me haya realizado “y tenga en su poder en relación con su proceso de baja médica”. Ya me veo con la carretilla llamando a la puerta el jueves por la mañana cual repartidor de Gadis. Lo cachondo es que me lo piden desde la propia consellería que, en un carísimo sistema informático, custodia mi historial médico completo, que no es de principiante, igual que hace con los vuestros si vivís en Galicia. ¿No tiene poder un inspector para darle a un botón y acceder a mis entrañas? Claro que lo tiene. Pues no mareen entonces. Menos mal que no me mandan llevar lacre para sellar los sobres o incienso para espantar el meigallo. Ya contaré cómo me va, pero ya adelanto que no me gusta un carallo el tonillo de la carta de convocatoria. Para informar no hace falta amenazar con normas de la Administración sanitaria del régimen anterior.

Me entra tal flojera en las rodillas que voy a tener que acabar escribiendo en una máquina de coser. En cuanto salga de la inspección médica y certifiquen burocráticamente que tengo, como sabe media España, un astrocitoma anaplásico grado III de la Organización Mundial de la Salud para poder seguir dedicado a curarme sin trabajar -a cuenta de lo que llevo más de veinte años cotizado-, pondré rumbo a Madrid. Sabréis, claro, que si estás de baja tienes que pedirle permiso al médico de familia para que te deje desplazarte a otra comunidad. Porque para acojonarte desde la inspección vale echar mano de las normas franquistas, pero para ir a una entrega de premios a la capital del reino te tienen que autorizar el desplazamiento, no vaya a ser que te pongas a trabajar en una inmobiliaria de Alpedrete y al Servizo Galego de Saúde no le conste porque las autonomías no cruzan los datos de sus respectivas seguridades sociales. Dan unas ganas de cagarse en todo…

Lo de Madrid, el jueves por la noche, es la gala de entrega de los premios 20Blogs, a la que llegamos ilusionados sesenta finalistas cribados entre 7.000 blogueros. Si me dicen hace un año que aspiraría a un premio por escribir la crónica de mi propio cáncer me habría echado a llorar.  Vaya, justo como ahora, disculpad. Qué bonito sería hacer de la necesidad virtud.

Voy acabando, pero tengo que cumplir con mi primo Miguel Cabaco Mirás (por delante y por detrás). Miguel es el pequeño de una familia de supervivientes que se merece su propia crónica y que seguramente firmaré yo si vivo para firmarla. Mi primo, el hijo menor de la hermana de mi padre, me pidió que rescatase dos historias viejas de cuando http://www.rabudo.com era un asunto de alcance doméstico. La primera hablaba sobre nuestro abuelo común, el abuelo Mirás, y la segunda sobre la madre de mi padre y de su madre, la abuela Pura. Ahí van, primo, en rigurosa reedición para que se las imprimas a tu madre. A mi tía Estrella el nombre le marcó la vida hasta el punto de que de sus seis hijos, mis primos carnales, solo viven tres. Tres tragedias con mi apellido. Y para sobreponerse a semejante mutilación hay que estar hecha de una pasta especial. Os hablaré otro día de la madre de Miguel. Hoy cumplo con su hijo y cierro el capítulo de una semana santa (no me da la gana de usar mayúsculas en la conmemoración del asesinato de Jesús de Nazaret) en la que solo he echado de menos alguna presencia que no pudo ser. Ahí va, primo:

¡Era cierto! Homenaje a Mirás 

(Publicado en http://www.rabudo.com el 23 de octubre de 2005)



Mi padre siempre predicaba, cuando éramos pequeños, acerca de la necesidad de compartirlo todo, de trabajar en equipo, de no ser un outsider en un mundo en el que, aseguraba, estábamos para vivir en comunidad. Nada era mío; era nuestro; nada era tuyo; era de todos. En su sermón, Mirás insistía en que no podíamos hacer como hizo su padre quien, para no tener que entenderse ni pelearse con nadie, había fundado en un bar de Vigo una peña de la que él era el único miembro: presidente, secretario, tesorero y vocal. Todo para él bajo un nombre que no dejaba lugar a dudas: la peña “Mi Solo”. Eso no impedía que mi abuelo fuese un comunista de Lavadores, la Rusia Chica. Pero en el reparto recreativo prefería ir a la suya. Por eso mi padre decía que en una casa de cinco personas no podía existir la peña Mi Solo. Siempre pensé que había mucho de leyenda en eso de la peña Mi Solo, que era una de esas historias exageradas con fin didáctico, con algo de base real, pero con más imaginación que datos.

Mi padre borda las historias que rayan lo imposible, así que igual lo de la peña del abuelo también era un ejercicio de lógica borrosa de la rama Mirás. Qué equivocado estaba. Un día, el marido de mi madre me sorprendió con un tesoro rescatado de lo más profundo de la memoria familiar. A través de mi primo Eladio y de mi tío Carlos, a mi casa de Vigo fue a parar una reliquia, una prueba real de que la peña Mi Solo, la del abuelo Mirás, no era fruto de la imaginación de mi padre. Es un espejo en forma de corazón que mi abuelo les regaló a los miembros de otra peña. El recuerdo es de 1964 e incluye una foto de Mirás en el centro de un corazón: “La peña Mi Solo de todo… (corazón) a la peña Amigos de Todos. 1964″. La obra de cristalería la firmó su cuñado, el tío Alfonso, desde la cristalería La Belga. La foto encabeza este texto.

No queda ninguna duda de que mi abuelo fue un personaje: proletario; preso rojo durante buena parte de su juventud -incluido el penal de San Simón, en la ría de Vigo-; escapado en los montes; miembro de la selección gallega de Campo a Través y campeón de España en Donosti en 1934; perdedor represaliado de la guerra; tranviario; fumador de Record a tiempo completo… y muerto prematuro, a los 60, cuando yo aún no tenía 6 años. Baja, precisamente, por su dedicación inquebrantable a las labores del tabaco. Y el caso es que me acuerdo como si fuera hoy del día de su entierro, con los grises montando guardia en la casa de mi abuela, en O Sobreiro, y sus colegas de la Agrupación Comunista del Calvario estirando sobre el ataúd del viejo la bandera roja con la hoz y el martillo. ¡En diciembre del 76, con dos cojones! El cura de Santo Tomé de Freixeiro pidió que le quitaran los galones bolcheviques al abuelo, al menos, para entrar en la iglesia. Porque él era más ateo que Dios, pero Purita rezaba por ella y por su marido, que una cosa es el matrimonio y otra la libertad de credo.

Mi madre no nos dejó bajar del coche, temerosa de que una carga policial convirtiese el sepelio en una charcutería. Nunca volví a ver tanta gente en un entierro; quizás el padre de mi padre no estaba tan solo. A los pocos días de apagarse para siempre con un pitillo colgando del labio, el diario Pueblo Gallego publicó: “Murió el atleta Mirás”. Arriba los pobres del mundo, abuelo.

Para no alargarme, el texto sobre el pan y la abuela Pura lo cuelgo mañana. Además, necesito echar a andar antes de que se me salgan los goznes. Saludos. Y minuto musical pensando en que el cáncer se ha comido en pocos días a  Gabriel García Márquez y a Hurricane Carter, entre otras miles de víctimas que tienen quizás la misma letra pero menos banda sonora. Yo, que no les llego a las uñas de los pies, sigo cubriéndome con los puños de las hostias del enemigo común. Y leña al mono, hasta que hable inglés.

sábado, 19 de abril de 2014

E la nave se va - Rubén Amón

E la nave se va - Rubén Amón
SILVIO Berlusconi hubiera preferido cumplir los servicios sociales en un reformatorio femenino, acaso de menores, pero la alternativa del geriátrico le conviene bastante porque únicamente tiene que comparecer cuatro horas semanales y porque la residencia se encuentra sospechosamente a unos metros de su finca imperial.
Puestos a concederle favores, hubiera podido arbitrarse alguna medida excepcional para que los ancianos acudieran a visitarlo a él, sin molestar, se entiende, pero es cierto que Berlusconi puede desempeñar una magnífica labor de entretenimiento, evocando incluso su pasado como animador de trasatlánticos.
Entendemos que pueda frustrarle la edad del público. Y que le cueste a Silvio piropear a una mujer decrépita, pero la tarea social le consiente perseverar en el autoengaño. Me refiero a que Berlusconi él mismo es un anciano. Y que tanto podría acudir al geriátrico como paciente, aunque su noviazgo con una chavala que podría ser la bisnieta, las intervenciones faciales, el implante capilar al estilo sansoniano y los productos de embalsamamiento ubican al Cavaliere en el rango de momia viviente.
Momia, porque está momificado.
Viviente, porque todavía interviene. Berlusconi en la vida política, exponiéndose como una víctima de la justicia italiana a cuenta de los impedimentos que malogran su candidatura en las elecciones europeas.
Llegó a plantearse fichar por un país extranjero -Rumanía y Bulgaria-, pero ha tenido que resignarse al contratiempo que implica no poder presentarse a unos comicios por primera vez en 20 años. Ni siquiera esgrimiendo en el Tribunal de Estrasburgo un atropello a los derechos humanos. Que parecía un argumento más sarcástico que jurídico proviniendo de quien ha sido un profesional en vulnerarlos.
Siempre podrá resarcirse Berlusconi entre los ancianos que va a cuidar (y viceversa), animándolos con mítines y con chistes verdes y de maricones, recreando en el geriátrico el delirio de aquella película de Fellini, E la nave va, que retrata la travesía de un barco a la deriva como metáfora de una sociedad en decadencia.

Fue Berlusconi su timonel y su precursor, pues el miedo al advenimiento de los líderes nacionalistas, populistas y autócratas en la Europa de 2014 no se explica sin el antecedente de quien ultrajó la separación de poderes, sodomizó la democracia y convirtió la política en un pretexto para hacer negocios y evitar la cárcel. Como ha sucedido, efectivamente.

jueves, 17 de abril de 2014

De cuerpo presente - Nacho Mirás Fole

De cuerpo presente - Nacho Mirás Fole

Que el cáncer no se tome vacaciones no quiere decir que yo no pueda hacerlo. Que sea Semana Santa es lo de menos, me valdría igual si fuera la novena a la Virgen del Carmen o la Semana Fantástica de El Corte Inglés. Insisto, aunque a estas alturas ya no debería: escribo cuando me lo pide el cuerpo, pero si el cuerpo me pide otras cosas, las hago. Está la blogosfera llena de relatos fantásticos que echarse a los ojos, pero si uno elige leer hechos reales, entonces tocará esperar a que los hechos reales ocurran ¿no? Y tengo dos hijos en casa. ¿Hacen falta más excusas?

En los últimos días he encontrado más refugio espiritual entre las estanterías de Leroy Merlín y en los ocho metros cuadrados de mi caravana que en el teclado del Mac. Agradezco el interés de los que se preocupan, pero no hay motivo. Repetiré por última vez: la esquela está en el convenio colectivo de La Voz de Galicia, a cuya plantilla sigo perteneciendo desde el exilio sanitario. Así que, como escribí hace unos días, no news, good news.

Vengo de cumplir, como cada miércoles, con la burrocracia; en cualquier momento me darán las llaves del ambulatorio o me dirán que apague la luz al irme. Total, ya soy de casa… Van 28 partes de confirmación y todavía me quiere ver la inspectora médica el 24.

Ayer tocó consulta con el oncólogo, que encontró en mí ese roble calvo del que se pueden seguir podando ramas para salvar el tronco. Linfocitos bajos, sobre lo previsto. El veneno está haciendo su efecto. Le comenté al médico lo del cansancio repentino de piernas, como si las rodillas no me sostuviesen ante la visión misma de Daryl Hannah en la sección de congelados de Mercadona. Resulta que lo de la flojera también forma parte de la puesta en escena de los citotóxicos, de la Temozolomida; es como si me enamorase varias veces al día, pero inducido en un laboratorio. Daryl, tranquila, lo mío contigo es sentimiento puro, no botica.

Los ciclos de arranca-para (droga-descanso) serán finalmente de 5  días de hostias químicas (a dosis más altas de los 300 miligramos que me ponen la voz  de Luis Zahera haciendo de Releches en Celda 211) y 28 en boxes. Empezaré la noche del 29, así que todavía puedo viajar a Madrid para participar en la gala de entrega de los premios 20Blogs sin llevar la farmacia puesta. Me hace mucha ilusión, incluso aunque no pase de finalista.

Mucho me acuerdo de mi abuela Pura estos días. Siempre que venía a dormir a casa, la madre de mi padre se traía una bolsa del supermercado Kanguro (ella decía “Carungo”) llena de medicinas en todo tipo de formatos y cometidos, desde la Pruína para hacer andar al vientre al Primperan que se bebía por la botella. ¡Pareces la abuela Pura!, se dice siempre en casa cuando a uno le toca meterse más de la cuenta. Se murió demasiado pronto mi abuela. Fue víctma de otra de esas ejecuciones sin criterio con las que Dios premia a los que incluso se lo creen, como era el caso. Vale que era la mujer de un comunista, pero rezaba también por su marido y ni siquiera tuvieron el detalle de convalidárselo en el juicio final; cuánto rencor ultraterreno, carallo.

Bricolaje, familia, paseos… volando voy, volando vengo, por el camino… yo me entretengo. “Tenme la cabeciña ocupada”, me recomendó el otro día en una gran superifie una de las enfermeras que me clavan las banderillas en el servicio de oncología los martes que toca. Ya sabes, Isabel, que en mi caso la cabeciña mueve a todo lo demás, por eso no paro. Al no llover, además, hago menos vida indoor, de ahí que me disperse. Agradezco más tu consejo, que sabes que te tengo fe, que los de quienes, seguro que desde la buena intención, insisten en que lo que me va a matar no es tanto el cáncer como el tratamiento. Desde el respeto y sin intención de generar debate: yo confío completamente en los oncólogos, radiólogos, radioterapeutas, farmacéuticos, neurocirujanos y neurólogos que me tratan. Y en el doctor Blanco Corbal, mi médico de familia, que me receta que lea a Tucídides entre sesión y sesión. Confío en las manos que me llevan. Y solo en el indeseado caso de que la cosa fuera a peor y mi grado tres medrase a  cuatro probaría hasta con los conjuros de la bruja Avería o iría de vivo a San Andrés de Teixido.

No estoy en contra de los remedios naturales. Pero cuando la alternativa a lo convencional no es más que otra química envasada, solo que con leyenda de alternativa sana, estoy en mi derecho a desconfiar. No, no voy a dejar el tratamiento, que un astrocitoma anaplásico grado III no son unos mocos. Una cosa son los calditos depurativos de apio y otra diferente marcarme un Steve Jobs. Agradezco, en todo caso, los consejos, las lecturas… pero mi cáncer lo gestionamos, de momento, el Servizo Galgo de Saúde y yo. Y aquí sigo, de cuerpo presente. No tengo el cerebro ahora mismo para conspiraciones farmacéuticas. Que no tengo el coño para ruidos, vaya. Gracias a la medicina convencional, a la física y a la química colegiadas, sigo aquí; es un hecho. ¡Y mirad las barbaridades que soy capaz de escribir a 505 pulsaciones por minuto!

Quiero agradecer a Jesús Méndez que haya tenido en cuenta mi aportación bloguera para el artículo La enfermedad tiene quien la escriba, publicado hoy en Dixit y cuya lectura os recomiendo. Da claves interesantes acerca de por qué esto de narrar el cáncer me hace tanto bien. Cierro este post de urgencia del miércoles con una dedicatoria musical a mis amigos Alberto Casal y Pilar Comesaña, que ayer me iniciaron con nocturnidad en la lectura de las tripas escritas de Manuel Vilas y en la música terapéutica de Neil Hannon. La extiendo también al enorme Agustín Fernández Paz para comprometerlo a que en la próxima visita a Vigo brindemos a la salud de los que lo merecen mientras leemos a Vilas. Esta noche volamos. Poneos los cinturones. Gracias por seguir ahí.

Mejor las torrijas - David Torres

Mejor las torrijas - David Torres
Es extraño que los observadores internacionales no acudan en masa a España durante la Semana Santa, ya que las tradiciones en estos días señalados oscilan entre el consumo desenfrenado de torrijas y el azote en los lomos hasta que salta la sangre. En Andalucía abundan los actos de vandalismo entre los distintos cofrades, desesperados por buscar los mejores sitios. Un buen puesto para la observación de procesiones puede costar entre una noche entera a la pata coja y un par de hostias consagradas. Son días en que se unen el fervor y los buenos sentimientos, como le oí hace ya muchos años a un gitano emocionado ante el paso de la Virgen en Almuñécar: “Si es que el que no crea en esto, es para matarlo a puñalás, no me jodas”.
Hablando de fervor religioso y de viejos tiempos, no puedo dejar de mencionar a Mongo, un personaje mítico del madrileño barrio de La Elipa que se pasaba las tardes en el bar de los salesianos invitando a los chavales a cervezas. A Mongo lo sacó mi amigo Antonio Jiménez Barca como personaje secundario en su primera novela, Deudas pendientes, con cuya lectura recobré el sabor perdido de aquellas tardes gastadas entre partidas de futbolín y cigarrillos de segunda mano. Gordo, enorme y sonriente, igual que esas estatuas doradas de Buda que, no se sabe por qué, flanquean los restaurantes chinos, Mongo se acercaba sosteniendo un botellín con la pinza de sus dedos y esbozaba su saludo ritual: “¿Chupito?” Al rato ya nos estaba contando curiosas historias de devoción que incluían penitentes que se arrastraban sangrando y en pelotas hasta lo alto de una ermita mientras otros, como él, preferían llegar borrachos perdidos. “Ponerse pedo” soltaba el Luismi. “Menuda devoción la tuya”. “Ponerse pedo es la devoción más bonita que hay” pontificaba Mongo, agitando el botellín como si fuese un hisopo, y desde luego más de un antropólogo le habría dado la razón.
A Mongo el mote le venía por su rostro, teñido de la dulzura del síndrome de Down, aunque su gracia, su donaire y su ingenio desmentían de inmediato cualquier conato de compasión o de burla. Una vez nos estaba enseñando un pequeño crucifijo de plástico que llevaba colgado al cuello, alabando sus supuestas virtudes, cuando un recién llegado le espetó: “Mira que eres gilipollas, a tu edad creyendo en esas chorradas”. “Gilipollas tú” replicó Mongo sin perder la sonrisa. Rápidamente desenroscó la cabeza del Cristo y nos mostró el hueco: “Lo llevo para guardar el costo”.

No sé por dónde andará y bendito sea, esté donde esté, pero a Mongo le habría encantado enterarse de que todo un secretario de Estado de Seguridad no tenía otra cosa mejor qué hacer que asistir a la imposición de la Medalla de Oro al Mérito Policial a la Virgen María Santísima del Amor. Seguramente habría comentado algo a su estilo lacónico y veloz: “¿Y qué querías, hombre? ¿Que le pusieran una multa o que le colocaran las esposas?” Tampoco hubiera desentonado lo más mínimo en la ceremonia de fe legionaria en la que participó Susana Díaz junto a varios prebostes locales, aunque, conociéndolo como lo conocí, no sé si se le habrían ido los ojos hacia el cuerpo de Cristo o hacia los bíceps de los legionarios. Mongo también habría aplaudido con cachondeíto andaluz la decisión de Gallardón de indultar a un banquero convicto y confeso por Semana Santa, repitiendo el error garrafal de Pilatos al soltar a Barrabás en lugar de a Jesucristo. No vaya a ser que la justicia funcione por una vez y nos quedemos sin crucifixión, sin sangre y sin torrijas.

martes, 15 de abril de 2014

Obispones - David Torres

Obispones - David Torres
Sin pretender ofender a nadie, el obispo de Málaga, Jesús Catalá, comparó el matrimonio homosexual con la unión entre un hombre y un perro, o el ayuntamiento carnal entre un niño y un anciano. De otra cosa no, pero de uniones contra natura, los obispos católicos saben lo que no está escrito. La zoofilia, la gerontofilia y la pedofilia son algunas de sus especialidades. Aunque la mayoría respete el voto de castidad y otros incluso el código civil, conviene no menospreciar la cultura sexual de un colectivo que va por ahí combinando sotanas con calzoncillos de cuello alto. Por lo menos, el padre Mundina tenía el buen gusto de limitarse a los geranios.
A lo mejor mis palabras suenan ofensivas para gran parte de los católicos, pero a mí los jerarcas católicos me ofenden cada vez que abren la boca y no soy yo el que inventó lo de poner la otra mejilla. Además, no tengo yo la culpa de que les guste vestirse como friquis descartados de Star Wars en una fiesta de fin de curso. Para pedir respeto primero hay que practicarlo y esta gente lleva veinte siglos de quemar herejes, desmembrar brujas, prohibir libros, cagarse en la medicina e impedir estudios científicos. Podemos darnos con un canto en los dientes si últimamente sólo se dedican a tocar las narices y a no pagar impuestos.
Ahora nos toca aguantar toda la barbarie de la Semana Santa, la abominable creencia de que un pobre hombre fue torturado y sacrificado como un cordero pascual sólo por nuestra culpa y para salvarnos de nuestros pecados. La geografía española va a poblarse de snuf movies retrógradas, de caperuzas del Ku Klux Klan, de enseñas antisemitas y de viejos ritos caníbales mientras la iglesia sigue sirviendo a los ricos y los ricos desollando a los pobres en una formidable exaltación de hipocresía. Dostoievsky escribió que si Jesucristo cometiera la locura de regresar y predicar el Evangelio en Sevilla, acabaría visitando las cárceles del Santo Oficio y llevándose dos hostias por parte de un inquisidor. Hoy, además, le obligarían a sacarse el carné del Betis.
Resulta curioso este infatigable afán por la reproducción genital de unos homínidos que han decidido ellos mismos no reproducirse. Algo que, por otra parte, la sociedad nunca les agradecerá bastante. El modelo de familia que proclaman es el de padre, madre e hijo, aunque el que predican ellos en sus libros sagrados está compuesto por una muchacha virgen, un marido cornudo, un ángel correveidile y un inseminador celestial trabajando fuera de plano. A lo mejor el obispo de Málaga, al opinar que la boda de dos homosexuales era como la unión de un hombre y un perro, no estaba haciendo otra cosa más que ampliar la curiosa doctrina de follar con palomas. Los niños y jóvenes malagueños que acudieron a la lección magistral de sexualidad familiar de Jesús Catalá salieron del acto entre perplejos y asqueados, aunque al menos no les mandó deberes ni tuvieron que asistir a demostraciones prácticas. Deo gratias.

lunes, 14 de abril de 2014

La receta ‘mágica’ de la sanidad pública - Domingo Soriano

La receta ‘mágica’ de la sanidad pública - Domingo Soriano
La siguiente es la historia real de una familia española: "Todo comenzó el pasado mes de septiembre. Esta familia tiene tres miembros: padre, madre y un hijo de un año y medio. Todos ellos tienen contratado un seguro médico privado. Al poco de cumplir un año, los padres detectaron que el niño dormía peor, tenía diarreas y ciertos problemas para hacer la digestión. No parecía nada grave, pero acudieron a su médico de cabecera. Les pidió unos análisis y los resultados apuntaron a una posible alergia/intolerancia al huevo y la leche.
Al parecer, su caso no era preocupante, les dijeron que lo normal es que poco a poco el cuerpo del niño fuera tolerando mejor estos alimentos. Mientras tanto, les recetaron una leche especial, pero bastante cara: según sus cuentas, les saldría a unos 100-150 euros al mes, incluso aunque el niño ya comía sólido y sólo tomaba uno o dos biberones al día. Eso sí, la sanidad pública cubre este tipo de alimentos hasta los dos años, con lo que teóricamente podrían ahorrarse esa cantidad.
Hasta ese momento, habían realizado a través de su seguro médico todo el proceso, que duró en total unas dos semanas. Entonces, pidieron cita con el pediatra de la sanidad pública. Su intención inicial era, simplemente, que les recetasen la famosa leche. Ya sabían que el niño era alérgico. Tenían el diagnóstico. Y conocían la solución. De hecho, en su primera visita, el pediatra de la sanidad pública confirmó todas estas circunstancias. Miró los análisis, comprobó los valores y certificó que, efectivamente, el niño tenía un problema con estos alimentos. Pero había un inconveniente: "La receta la tiene que sellar el inspector. Y para que os la selle, las pruebas se las tiene que hacer en la Seguridad Social". El padre se sorprendió: "¿Es que no es fiable el laboratorio que utiliza mi seguro médico?". "No, en absoluto, seguro que los datos están bien", le respondió la pediatra (por cierto, extraordinariamente amable y profesional), pero es que el procedimiento "es así".
En esta tesitura, pidieron hora con el especialista-alergólogo de la pública. Se la dieron… para dos meses después. Mientras tanto, la leche se la pagarían ellos.
La cita no era para hacer las pruebas. Simplemente serviría para que el especialista dictaminara qué análisis había que hacer. Y el alergólogo pidió los mismos análisis que ya había hecho el seguro meses antes.
Por lo tanto, había que pedir cita para estas pruebas. En su hospital de cabecera no había sitio hasta varios meses más tarde. Así que siguieron buscando hasta que encontraron un hueco en otro centro para sólo unas semanas más tarde.
Así, más de tres meses después de saber que su hijo era alérgico, estos padres se pasaron una mañana en un hospital para que le hicieran unas pruebas cuyos resultados ya conocían. Les dieron los nuevos datos. No hubo sorpresas. La sanidad pública certificó que el niño no toleraba bien la leche y el huevo.
Pidieron cita de nuevo con la pediatra, que les recetó la misma leche que llevaba tomando desde casi cuatro meses antes. Unos días después, el inspector selló el volante y, por fin, pudieron acudir a la farmacia con su receta".
Hasta aquí los hechos. Habrá quien diga que tampoco es tan grave. Hablamos de tres-cuatro meses de espera y para una dolencia menor. Además, estos padres pudieron hacer frente a los 100-150 euros mensuales de la leche sin demasiados problemas. Cada día vemos en los periódicos historias mucho más terribles, sobre personas con dolencias que les impiden hacer una vida normal y a las que les han dado cita para dentro de 15 ó 16 meses o ciudadanos que han desarrollado una enfermedad grave por un diagnóstico tardío. Lo relevante de la peripecia de esta familia es que es un ejemplo muy bueno de muchos de los males que aquejan a nuestro sistema público.
- Quizás sea lógico que la sanidad pública quiera realizar una comprobación de unas pruebas que no ha hecho pero, ¿de verdad hacen falta todos estos procesos para certificarlo? ¿durante casi cuatro meses? ¿cuánto le costó al sistema público repetir las pruebas? ¿cómo influye esta burocracia en las listas de espera?
- Por otro lado, este matrimonio tenía recursos y un seguro privado. Ahora, imaginemos a una familia con un poder adquisitivo más limitado. Ellos no saben que su hijo es alérgico, porque no tienen una sociedad privada que le haya hecho las pruebas. Sólo ven que el niño tiene pequeños problemas estomacales (hay que recordar que los síntomas eran leves). Irán al pediatra, que con suerte les mandará al alergólogo, que pedirá las pruebas, para volver con ellas al pediatra y que le receten la leche. Este proceso, que debería hacerse en unos días, se demorará ¡cuatro meses! Y eso si se preocupan de buscar un hueco, porque en su hospital de cabecera el tiempo de espera era mayor. Durante ese tiempo, le habrán estado dando a su hijo un alimento que es malo para su salud. Y hablamos de una cuestión menor. Pero, ¿qué pasa con los pacientes con enfermedades graves (quizás no diagnosticadas) encerrados en este laberinto burocrático?
- Habrá quien piense que quizás el problema fue de la pediatra, el inspector o el alergólogo. Nada más lejos de la realidad. Todos aquellos con los que esta familia se cruzó en su periplo por la sanidad pública les trataron con una enorme profesionalidad. Algunos, como la pediatra, fueron además muy amables y cariñosos. Pero ninguno podía hacer otra cosa. El procedimiento es el que es.
- Quizás alguien crea que el paso a eliminar es el del inspector. ¿Por qué esa exigencia burocrática? El caso es que también en los seguros privados hay numerosas pruebas que necesitan de una autorización. Además, parece lógico, en un momento de costes crecientes e ingresos menguantes, que la sanidad pública controle sus gastos.
Hay una pregunta clave que todos nos deberíamos hacer: por qué tantos españoles tienen un seguro médico privado, si en teoría podrían disfrutar de los mismos servicios gratis. La respuesta reside en los incentivos de todos los que participan en el proceso.
En un hospital privado, los incentivos son claros: ofrecer el mejor servicio posible (para que el cliente siga asegurado) al menor coste (para obtener beneficios). Todos, desde el médico de medicina general, al inspector, a cada uno de los especialistas, están alineados dentro de este sistema. Claro, habrá fallos, como en cualquier organización humana, pero los incentivos los empujan en la buena dirección. Esta familia nos cuenta cómo las confirmaciones a las pruebas se dan por teléfono o internet y apenas unos minutos después de solicitarlas. Las citas se distribuyen para que sean más cómodas para el cliente y eficientes para el hospital: por ejemplo, si tienen unas pruebas y es posible, les citan a las 10.00 para hacérselas, a las 10.30 para darles los resultados y a las 11.00 para que vean al doctor que les dará la receta. El paciente está satisfecho (pierde una mañana, no tres) y la aseguradora, encantada (es mucho más barato hacerlo así).
Mientras, el sistema público es presa de sí mismo. El pediatra, el alergólogo, el inspector… Todos los protagonistas de esta historia hicieron lo que debían, seguir el procedimiento. Y éste está diseñado para controlarles. El objetivo no es tener contento al paciente (aunque la mayoría de los profesionales se esfuerzan porque así sea), sino cumplir con un modelo diseñado desde arriba. Nadie tiene tampoco ningún incentivo en cambiar un proceso que se demuestre ineficiente, ¿qué gana un médico enfrentándose a su superior por una receta? ¿Qué le importa a un gerente de un centro de salud si un usuario está descontento? La sensación es que las personas son buenas en su trabajo; el sistema, nefasto.
Y no es sólo cuestión de hospitales o médicos. Pensemos en los pacientes y en sus propios incentivos. Esta familia tiene ciertos copagos en su seguro para servicios especiales. Plantear esto en la sanidad pública sería motivo de excomunión para cualquier político español.
Por otro lado, ¿tiene sentido que a este matrimonio (que afortunadamente tiene recursos económicos) le salga totalmente gratis esta leche especial? ¿Por qué todos los jubilados, ya sean millonarios o cobren la pensión mínima, tienen el mismo descuento en los medicamentos? ¿Podemos mantener este sistema?
La sostenibilidad financiera de la sanidad pública es uno de los grandes retos que tenemos por delante como sociedad. Los costes serán crecientes por el envejecimiento de la población: los estudios apuntan a que en el año 2025, tratar a un paciente de menos de 65 años costará unos 2.200 euros (a precios constantes de 2010). Para los que tengan entre 65 y 79, esta cantidad se multiplica por cuatro, hasta los 8.570 euros. Para los que tengan entre 80 y 94 años, el coste será de 15.000 euros (siete veces más que al paciente convencional). Y para los mayores de 95 el coste será de 28.500 euros (catorce veces más).

No existe una solución fácil. Pero sí hay muchas opciones para que los incentivos de los involucrados en el sistema público estén mejor alineados: permitir a los pacientes escoger doctor y retribuir a estos en función de la valoración de aquellos; dar libertad a hospitales y centros de salud públicos para organizarse y controlar sus procesos, y premiarles según sus resultados sanitarios y económicos; mejorar la colaboración con las aseguradoras privadas, para beneficiarse de los recursos que éstas emplean (creerse sus pruebas, por ejemplo); incentivar al usuario a que no malgaste los recursos,… Eso sí, hay que dejarle claro al ciudadano que no hay una receta mágica. De hecho, sería un milagro que la consiguiésemos en menos de los cuatro meses que tardó esta familia en tener la suya.

sábado, 12 de abril de 2014

Cómo dejar de fumar - Tino Pertierra

Cómo dejar de fumar - Tino Pertierra
Sofía: "Mis grandes decisiones siempre han nacido de pequeños gestos. De momentos sin importancia en los que una certeza se abre paso sin previo aviso y cierra la puerta a algo que creía inamovible. De fogonazos de lucidez que apagan fuegos fatuos. Por poner un ejemplo de algo que sólo me ha traído ventajas: dejé de fumar de un segundo para otro. A que suena admirable. Mis amigas, que fuman como si les fuera la vida en ello, sin darse cuenta de que es tristemente así, me envidian.
Me quité de encima ese absurdo vicio sin beneficio gracias a un espejo. Nada de parches ni hipnosis ni pastillas ni chicles. Un espejo. Ocurrió como quien no quiere la cosa, aunque la desease en el fondo de su ser con todas sus fuerzas: un día estaba esperando a mi desesperante exmarido en una cafetería del centro fumando el décimo cigarrillo del día (aún estaba permitido hacerlo) cuando levanté la vista de la última página del periódico y me vi reflejada en el cristal. No me vi más interesante ni más glamurosa por tener aquel pitillo entre los dedos, no me sentí más tranquila ni más segura de mí misma. Me vi... ridícula. Sí, ridícula con ese trozo de papel y tabaco en una mano y echando humo por mi boca. Y, como ocurría con el noventa por ciento de los pitillos que quemaba diariamente, ni siquiera era consciente de lo que estaba respirando. No había placer en ello. Ninguno. Era sólo un gesto mecánico, inconsciente, una esclavitud camuflada de goce, una libertad encadenada a un hábito que no me había planteado colgar nunca. Y dejé de fumar ese mismo día sin más remedio que aquella poderosa y avasalladora sensación de ridículo.
De aquella no existían los cigarrillos electrónicos pero tampoco los hubiera necesitado porque la sensación habría sido la misma: una mujer de mediana edad echando vapor por la boca con algo de mentira entre los dedos mientras imagina que es de verdad. Anda, como mi ex".

viernes, 11 de abril de 2014

Mis cinco trucos para la felicidad en el matrimonio - S. McCoy

Mis cinco trucos para la felicidad en el matrimonio - S. McCoy
En 2010 asumí un compromiso anual con todos ustedes que procedo a cumplir. Sepan que les voy a hablar de temas personales que poco tienen que ver con el contenido habitual de Valor Añadido. De ahí que, quien continúe leyendo a partir de este punto, lo hace a su riesgo y ventura. Quedan avisados: para pasar de este primer párrafo hay que quitarse el gorro económico y renunciar expresamente al derecho al pataleo. Luego, no se me quejen.
Se trata de un post de carácter excepcional cuya recurrencia está exclusivamente justificada por la cantidad de veces que me habla de él, a lo largo del año, gente que lo ha leído. Y sólo para bien, gracias a Dios. Nació como fruto de un encuentro con un ex-CEO del Ibex, ahora amigo (les recomiendo la lectura del tercer y cuarto párrafos de esa primera edición), y se consolidó al calor de una experiencia personal que me dejó pasmado y me reveló el potencial valor humano de esta columna, el único que a un servidor realmente le importa (aquí la del 2010). Sic transit gloria mundi.
Estoy hablando de mis Cinco Trucos para la Felicidad en el Matrimonio. En esta ocasión se los presento a las puertas de la Semana Santa, momento vacacional para muchos y oportunidad para redescubrir tantas y tantas cosas en la pareja que han quedado en el recuerdo con el paso del tiempo, enterradas por el agobio del trabajo, la rutina del amor y el cansancio de los hijos. La estadística se empeña en demostrar que es época de conflictos. Pienso más bien lo contrario: que, si se quiere, es tiempo de concierto, de reencuentros, de renovada ilusión.
Aunque sea un servidor el que pone la firma, Sonia y yo somos coautores del texto. Ella, que fue mi mejor amiga primero, mi pareja luego, mi esposa después y mi compañera ahora. Madre de mis cinco hijos. Lo es todo para McCoy: la dueña de sus secretos, el sueño de su descanso, un oasis en su desierto; fortaleza, pilar, roca. Nunca un hombre aspiró a más ni una mujer a menos. Vivimos siempre juntos y moriremos juntos y allá donde vayamos seguirán nuestros asuntos, ¿verdad, peque? Si con la pieza de hoy podemos ayudar a que la vida en común de alguien sea mejor, bienvenido sea el oprobio, el rechazo o la crítica de los de siempre.
No me enrollo más. Les dejo (casi) con el mismo contenido de cada año, adornado con la letra de la canción de Nacho Cano "Vivimos siempre juntos" que, para nosotros, es más que simple música y texto. Felices vacaciones a todos. Yo me despido de ustedes hasta el lunes 21, si Dios quiere.
1. Mi mujer sigue siendo mi mejor amiga; lo era antes de casarme con ella y lo sigue siendo casi quince años después. Es un sentimiento recíproco. Nunca he tenido la necesidad de contarle algo a otra persona antes que a ella. Es verdad que el amor conyugal va más allá de la mera amistad, pero gran parte de los matrimonios se hunden por la falta de comunicación, incluido el aspecto sexual. No hay que olvidar que la confesión, hablar, es previa a la comunión, actuar. Es el primer test que hay que realizar. Las cosas se complican si el afecto se limita a los momentos de pasión.
2. Siempre hemos pensado que el secreto del amor perdurable radica en ensalzar lo bueno de la pareja y aceptar lo malo. Exactamente lo contrario a lo que ocurre en muchos matrimonios, especialmente conforme va pasando el tiempo. No está mal pararse a reflexionar sobre las virtudes y defectos del cónyuge, una vez transcurrido el periodo de EMT, enajenación mental transitoria. Sabiendo el terreno que se pisa, es más difícil caer en una zanja. Y, de partida, el hombre y la mujer, caso que nos ocupa, son esencialmente distintos en sus motivaciones, afectivas unas y racionales otros, y en las formas en las que se manifiestan. Cosas de la naturaleza. Llenamos el caldero de risas y salero, con trajes de caricias rellenamos el ropero.
3. Una de las máximas que nos impusimos desde prácticamente el inicio de la relación es no irnos a la cama disgustados el uno con el otro. Se trata de un campo de batalla demasiado pequeño como para salir bien parado: la victoria es ínfima y, sin embargo, la derrota demasiado dolorosa. Saber pedir perdón con independencia de que la razón esté o no de tu parte es clave. El amor se sublima en la donación, pero se alimenta con la renuncia. Y el perdón es una puerta de entrada inmensa a la reconciliación. Lo contrario termina conduciendo a la falta de respeto, algo que hay que cortar de raíz ya que sólo va a más y nunca a menos, resultado muchas veces de una frustración no comentada a tiempo. Subimos la montaña de riñas y batallas, vencimos al orgullo sopesando las palabras. Pasamos por los puentes de celos y de historias, prohibimos a la mente confundirse con memorias.
4. Las grandes cimas se conquistan paso a paso. Lo mismo ocurre con el amor matrimonial. Es un jardín que hay que regar todos los días si no queremos que se seque. Los atracones son pan para hoy y hambre para mañana. Se trata de cuidar los pequeños detalles que no han de derivar en mercantilizar la relación. Cuidado con esto. No son muchas veces cosas las que hacen falta, sino gestos, caricias, abrazos, compañía; sensación de sentirse querido, de ser la prioridad. Que en el trade off familia-trabajo la primera tenga la sensación de que vence, aunque sea por la mínima, por poner un ejemplo de aplicación colectiva que servidor también ha de poner en práctica más a menudo, abducido, como está, por esta columna diaria. Nadamos por las olas de la inercia y la rutina con ayuda del amor. 
5. Por encima del afecto a nuestros hijos (hicimos el aliño de sueños y de niños, pintamos en el cielo la bandera del cariño), en nuestro matrimonio prima el amor que sentimos recíprocamente como pareja. Al final los hijos han llegado para irse de nuestro lado, antes o después. Es ley de vida. Les dedicamos nuestros mejores años para que ellos a su vez, llegado el momento, dediquen lo mejor de su vida a sus propios chicos. Nuestros cinco vástagos –Nacho 13, Javier 12, Borja 10, María 7 y Pablo 5– son siempre lo segundo en nuestro árbol de decisión, a mucha distancia de lo que conviene a la estabilidad de nuestra unión. Esa vorágine en la que ha entrado el mundo moderno, en el que no hay espacio para los cónyuges por la plétora de actividades de la progenie es absurda. Hay que tener presente que todo lo que no se cuida, se pierde, salvo los propios hijos que, aun llenos de atenciones, terminarán por partir en busca de su propio destino. Nos hemos casado con nuestro marido/mujer, no con los frutos de ese matrimonio que no pueden convertirse en refugio de la propia infelicidad. 
No te sueltes la mano, que el viaje es infinito y yo cuido que el viento no despeine tu flequillo. Y llegará el momento en que las almas se confundan en un mismo corazón. Ojalá.