lunes, 31 de diciembre de 2018

El pollo rey y el gallo viejo - Raúl del Pozo

El pollo rey y el gallo viejo - Raúl del Pozo

UN DÍA DE LOS AÑOS 90 me llamaron de Zarzuela diciendo que me iba a recibir el Rey Juan Carlos. Cogí un taxi y me presenté en La Zarzuela. Esperé en una sala de madera hasta que me pasaron adonde esperaba el Monarca. Durante unos minutos viví una situación absurda. Me habían dicho que al Rey no se le debe preguntar ni decirle la verdad, y yo no hablaba, ni Juan Carlos tampoco. Sospeché que él había olvidado para qué me habían citado. Pronunciamos monosílabos confusos sobre el tiempo, sobre restaurantes y sobre Madrid, hasta que pensé que había que decir algo fuerte para llamar la atención de Su Majestad. Le dije de sopetón: "Señor, se ha dicho estos días que se había fugado a Suiza con Lady Di". Y el Rey, sin pensarlo dos veces, contestó: "Si Lady Di no tiene culo. La he visto en Marivent en bikini y te lo digo como macho: no tiene culo".
A partir de este momento la conversación fue disparatada, indiscreta, sorprendente, pero cuando terminamos de hablar y yo me iba, el Rey debió recordar por qué estaba yo allí y dijo con energía: "Cuando tengas que hablar algo relativo a mi hijo, el Príncipe de Asturias, llámame para confirmar la noticia aunque sean las dos de la mañana. Yo ya me he ganado el reinado, pero mi hijo tiene que ganárselo".
Al Rey lo que le preocupaba era el futuro de la institución tan expuesta a las abdicaciones, los exilios y las restauraciones. Recordé mientras salía de palacio que unos días antes yo había escrito que Felipe de Borbón estaba enamorado de Eva Sannum y había amenazado a sus padres advirtiéndoles de que era capaz de renunciar a sus derechos dinásticos si no le dejaban casarse con la modelo. Nunca olvidé aquel recado de Juan Carlos I y tampoco nunca creí aquello que escribió el guardaespaldas de Lady Di sobre el intento de Juan Carlos de seducirla ni las palabras de Diana de Gales diciendo que el Rey de España era un sobón.
Lo han destronado por su mala conducta, pero Juan Carlos sigue siendo la referencia universal de nuestra democracia
Siempre tuve presente aquella advertencia sobre su hijo y el inmenso cariño con que lo mencionó, y sobre todo lo tuve en cuenta cuando se ha sabido que la relación entre los dos ha pasado por momentos difíciles. En la historia de los reyes de Shakespeare suelen estallar celos y hasta guerras entre príncipes y bastardos, reinas y favoritas, y sobre todo, entre padres e hijos cuando está en juego la corona. Quizás hubo celos, complicados con el complejo de Edipo y el amor a la madre Doña Sofía, entre el pollo y el gallo viejo destronado. Dice Sancho, "el rey es mi gallo", pero cuando hay dos en el mismo corral se disputan el palo más alto del gallinero y se convierten en basiliscos, porque los dos simbolizan la arrogancia y la majestad.
Hubo incomunicación y recelo, errores de protocolo, necesidades de Estado y de apariencia y se intentó quitar de en medio, de las fotos y los fastos, al Rey cesado cuando en la calle se gritaba: "Hay que tumbar el régimen del 78", "no hay dos sin tres, República otra vez". Esta vez a la Monarquía-nómada, itinerante, se la querían cargar los nacional-populistas y la izquierda comunista que fue el gran apoyo de Juan Carlos en la Transición. Era un mal momento para desencuentros y disgustos entre padre e hijo. Los estúpidos áulicos siguieron desairando a Juan Carlos impidiéndole que fuera a veranear a Mallorca con la familia o borrándole del aniversario de la democracia. Luego, por fin, le dieron su sitio en la ceremonia del aniversario de la Constitución.

Motero, piloto de combate, golfo, ha sufrido accidentes en cacerías o practicando el esquí. Ha tenido cientos de amantes. Lo han destronado por su mala conducta, pero Juan Carlos sigue siendo la referencia universal de nuestra democracia, uno de los pocos reyes buenos de la Historia, un estadista heterodoxo y castizo, inteligente y cautivador. Y sobre todo, siempre ha amado a su hijo y ha trabajado por el futuro de esta institución. Me cuentan que está feliz. Va a las cacerías y sólo tira a pluma, ha abandonado las monterías y ya no mata elefantes. "La relación con su hijo es magnífica aunque le preocupen el futuro de la Monarquía y la inestabilidad de España. Cree que Felipe VI lo está haciendo muy bien".

lunes, 17 de diciembre de 2018

Casado resucita al PP - isabel San Sebastián

Casado resucita al PP - isabel San Sebastián

El centro-derecha vuelve dividido, aunque con fuerza, al escenario que abandonó hace una década
Frente a un Pedro Sánchez nervioso, de manos inquietas, vacuidad argumental revestida de verborreica solemnidad y actitud arrogante a falta de razones de peso, Pablo Casado apareció ayer en el Congreso como un político sólido, de convicciones firmes y discurso bien armado. No solo un gran parlamentario, capaz de hablar sin papeles como hacen quienes creen de verdad en lo que dicen, sino un auténtico líder, dispuesto a conducir nuevamente a su partido a las posiciones ideológicas que abandonó el marianismo en aras de un relativismo suicida.
El nuevo dirigente del PP propinó al presidente del Gobierno una paliza dialéctica de las que duelen. Lo derrotó en todos los frentes: el europeo, el económico, el nacional y el catalán. Mientras Sánchez, como es habitual en él, se refugiaba en la chulería, la vaguedad y un buenismo infantiloide, Casado desgranó un rosario de hechos inapelables. Le faltó una gran dosis de autocrítica, tal como le reprochó Albert Rivera, dado que la situación de ruptura a la que ha llegado España se debe en buena medida a los errores cometidos por el Ejecutivo de Rajoy, pero acertó en el fondo, acertó en el tono, acertó en el diagnóstico y acertó en el tratamiento. Si el discurso de Casado recoge el contenido de su pensamiento y expresa sus intenciones, si refleja la línea de actuación que está dispuesto a seguir a partir de ahora, prescindiendo de los peones que encarnan precisamente la posición contraria, cabe confiar en que de su mano resucite el Partido Popular que conocimos antaño, antes de que los complejos y la debilidad vaciaran de contenido sus siglas.
El centro-derecha vuelve por fin con fuerza al escenario que abandonó inexplicablemente hace una década. Regresa dividido en tres, pero regresa. Si la irrupción ruidosa de Vox en el panorama político ha producido ese efecto, bienvenida sea. Porque hacía tiempo que muchos españoles anhelábamos oír hablar de España con naturalidad, sin que nuestro patriotismo, homologable al de cualquier vecino europeo, fuese asimilado a posiciones fascistas. Hacía tiempo que ansiábamos escuchar en la sede de la soberanía nacional una refutación convencida y contundente de las tesis separatistas, más allá de las basadas en la mera conveniencia económica. Hacía tiempo que soñábamos con asistir a un debate en el que varias fuerzas pugnaran por representar mejor a quienes amamos a España, creemos en los principios que consagra la Constitución y exigimos que el Gobierno los defienda con todos los medios a su alcance, sin recular ante los dogmas impuestos por la dictadura de lo políticamente correcto; sin regresar una y otra vez a un «diálogo» absurdo y estéril, abocado a chocar contra un muro de supremacismo cada vez más envalentonado; sin claudicar ante las exigencias liberticidas del independentismo, como hizo Zapatero ante ETA; sin abandonar a su suerte a quienes, pese a todo lo ocurrido, siguen confiando en el Estado de Derecho. Ayer, después de mucho esperar, vimos al PP y Ciudadanos protagonizar brillantemente esa pugna, frente a un sanchismo impotente, enterrador del PSOE en Andalucía, echado en brazos del golpismo y rehén del populismo podemita, que balbucea frases copiadas de algún manual de citas y apelaciones al lobo de la extrema derecha, en lugar de cumplir con su obligación de gobernar. ¡Nunca es tarde si la dicha llega!

España ha reaccionado. Harta de agresiones, harta de provocaciones, harta de desafíos y de ofensas, la Nación ha recuperado la voz a través de los líderes orgullosos de representarla. Ahora falta que quien ocupa el poder merced a un pacto con sus enemigos permita hablar a la ciudadanía.

sábado, 1 de diciembre de 2018

Los desacostumbrados - Manuel Jabois

Los desacostumbrados - Manuel Jabois

Si una persona le corta el clítoris a su hija de once años, o la obliga a casarse con un señor de cincuenta, o la mata, se le juzga no en atención a nuestras sagradas costumbres sino a nuestra sagrada ley
Si Pablo Casado estuviese rodeado de buenos asesores, o asesores sin más, o simplemente rodeado, alguien le habría hecho llegar el sábado un ejemplar de Yo tuve un sueño, de Juan Pablo Villalobos. Ese día, Casado pronunció una de las frases que marcan la vida política de una persona y veremos si la de un partido: “O los inmigrantes respetan las costumbres de Occidente o se han equivocado de país. (…) Aquí no hay ablación de clítoris, aquí no se matan los carneros en casa y aquí no hay un problema de seguridad ciudadana”. Ni de izquierdas ni de derechas, efectivamente, pero con dramático giro de guion.
Olvida Casado que si España permitiese eso, huirían también. La ablación del clítoris y la seguridad ciudadana son dos de los muchos motivos por los que los inmigrantes escapan de sus países: quieren entrar en España para que no les mutilen y para que no los maten en una guerra, amén de otras ventajas, ninguna de ellas fiscal.
Huyen no de sus costumbres, sino de sus anomalías, y lo hacen para dirigirse a una sociedad en la que los crímenes no son juzgados por Dios ni por terroristas, sino por los tribunales de justicia. En España, como sabe Casado, no se castigan las costumbres, se castigan los delitos. Por eso, si una persona le corta el clítoris a su hija de 11 años, o la obliga a casarse con un señor de 50, o la mata, se le juzga y se le mete en la cárcel no en atención a nuestras sagradas costumbres, sino a nuestra sagrada ley. Decir lo del carnero ya es directamente sacarse la careta y pisarla.
Al otro lado del Atlántico, el escritor Juan Pablo Villalobos ha construido una crónica sobre el viaje de los niños centroamericanos a Estados Unidos. Hay pocas cosas más idénticas que la desesperación y el miedo de un migrante. No es un ensayo, ni una ficción, ni enseña a pensar: sólo muestra. Se levanta sobre el testimonio real de 10 menores que no lo abandonan todo, sino que van en busca de lo que les abandonó a ellos, casi siempre sus familias. Es un libro corto y seco, quizás el libro que más se parece a su tiempo político y el que mejor explica las cosas, precisamente porque deja que se expliquen solas.
Uno de los niños cuenta el viaje frustrado de su madre a Estados Unidos; allí trabajaba para mandarles dinero, un dinero que las maras, en su país de origen, reclamaban para ellas. “Mi mamá trabajaba para pagarles a los pandilleros y por eso mi abuela se cansó y ya no quiso pagar y la mataron. Y también mataron a mi tío. Por eso mejor nos venimos. Kevin decía siempre que prefería morirse en México que en Guatemala. Siempre me decía: Nicole, prefiero morirme en el camino”.

La versión lujosa que Casado dio sobre la inmigración se contrapone, como tantas otras versiones lujosas de problemas que afectan a los demás, a la realidad. Pero cala, vaya si cala. Hay pocas cosas más peligrosas que una sociedad permeable a los delirios: una sociedad a la que se le inocula un miedo artificial. Por eso el peligro de la ultraderecha no es su existencia, sino la resistencia a definirla como lo que es, asumir su agenda hasta elevarla al centro del debate y homologarla como pieza parlamentaria de utilidad. Citar como ha citado Casado literalmente el “no hay sitio para todos” o esgrimir la falacia del aprovechamiento de las “ayudas sociales” coloca al PP más cerca de costumbres antidemocráticas que de la ley, y es sabido que quien hace eso se equivoca de país, por el bien del país.

Juego de patriotas - Juan Manuel de Prada

Juego de patriotas - Juan Manuel de Prada

Con patriotas como estos se hacía antaño un patio de Monipodio como de perlas; y hogaño se hace un «gobierno bonito» y paritario
Afirmaba Julio Camba que en España hay muchas personas de cuyo patriotismo no tenemos otra noticia que las gallinas que se engullen, las copas que se sorben o los cigarros que se fuman. A estas formas de falso patriotismo habría que añadir la de aquellos de los que no tenemos otra noticia que los euros que escaquean. El gobierno del doctor Sánchez, por ejemplo, es un parque temático de este tipo de patriotismo: tenemos a Pedro Duque, el ministro astronauta, que después de saltarse alegremente la ley de gravedad, decidió saltarse todas las leyes fiscales; tenemos a Isabel Celaá, la escamoteadora de Villas Meonas; tenemos a Nadia Calviño, que baraja los testaferros como si fuesen naipes; tenemos a María Luisa Carcedo, más experta en dietas que el dómine Cabra… Y tenemos a Borrell, al que hay que echar de comer aparte.
Con patriotas como estos se hacía antaño un patio de Monipodio como de perlas; y hogaño se hace un «gobierno bonito» y paritario. Entre toda esta olimpiada de ministros patriotas ninguno nos causa tanto pasmo como Josep Borrell, de quien podría decirse aquello que Talleyrand decía de su rival Fouché: «Desprecia tanto a la Humanidad porque se conoce bien a sí mismo». En Borrell, sin embargo, todo el mundo ve, misteriosamente, un nuevo Talleyrand al que se concede licencia para perpetrar todo tipo de trapisondas, desde las más veniales hasta las más gruesas. Así, por ejemplo, se le perdona la pantomima que montó en el Congreso, a costa de un escupitajo fantasmal que exageró como si lo hubiesen nevado a gargajos. Y se le perdonan sus lastimosos devaneos con ese poderoso caballero «que da y quita el decoro / y quebranta cualquier fuero». Ya antes de que fuera ministro, se supo que Borrell había sido palomo en un chirlata de interné, donde primero le excitaron la avaricia y después le madrugaron una fortuna. Y ahora sabemos que hizo un birlibirloque muy patriótico con acciones de una compañía que administraba, al saber que estaba a punto de quebrar (y, según se cuenta, la información privilegiada se la pasó otro patriota como la copa de un pino, entonces presidente de la compañía en quiebra y hogaño secretario de Estado).

A todos estos lastimosos enjuagues, que delatan al hombre patéticamente corroído por el gusanillo de la codicia, añade Borrell una ejecutoria grimosa como ministro, con episodios de indolencia y chapucería superlativos, como el reciente fiasco de Gibraltar. Pero todo este ramillete de fechorías se le perdona a Borrell porque se le tiene por un gran defensor de la unidad de España, que al parecer consiste en dejar España hecha una escombrera, a merced de especuladores y garduñas bursátiles, mientras nuestro dinero toma las de Villadiego. Pero lo cierto es que Borrell no cree en la unidad de España, sino en el blindaje del Estado-Leviatán al servicio de la plutocracia europeísta. Alguien que, en contra de la estelada (bandera inventada a medias), enarbola la bandera de la Unión Europea (que es una invención completa), como hace Borrell, demuestra que no ve en España una patria digna de ser amada, sino un engendro artificial, un Frankenstein putrefacto que sólo puede despertar aborrecimiento entre quienes aún no tengan tupidas las meninges por el patrioterismo pauloviano. Pues esta visión hórrida de España, contraria a su historia y tradición política, contraria a su realidad biológica y espiritual, es la mayor fábrica de independentistas que uno imaginarse pueda. Sólo el patrioterismo pauloviano puede tener por paladín a Borrell, quien podría ostentar como lema aquellas palabras que Pío XI dedicó al dinero apátrida, que allá donde encuentra su provecho funda su patria: Ubi bene, ibi patria est.