martes, 3 de diciembre de 2013

Lana Worcester - José Luis Alvite

Lana Worcester - José Luis Alvite

Aveces lo mejor que puede hacer un hombre para no complicarse la vida es demostrar que es lo bastante inteligente como para que no se note que lo es. Un tipo de buena familia me dijo que si bien la cultura es útil para prolongar innecesariamente cualquier conversación, si lo que uno pretende es impresionar a quien acaba de conocerle, lo mejor será que durante la cena haga una exhibición de lo bien que maneja la variada cubertería extendida sobre la mesa alrededor de la vajilla. «Observa a los de mi clase –me dijo– y enseguida te darás cuenta de que almorzamos con cierta desgana, como si en nuestro caso la necesidad de comer fuese algo de mal gusto. Los de mi posición no reconocemos la existencia del esófago. Como dice mi amiga Lana Worcester, nosotros tenemos el metabolismo de nuestros retratos. Las prisas descomponen mucho la figura y producen cierta sensación de desconcierto. ¿Por qué crees que nosotros jamás nos vestimos con prendas que no lleven botones? Calma y discreción, muchacho, eso es lo que conviene. Y las palabras justas para que jamás sepan de verdad como eres. A la gente le fascina que parezcas más complicado que la mecánica de tu automóvil. Créeme, amigo: Vivimos en un mundo de apariencias en el que las ideas que puedas tener importan menos que las cosas que puedas comprar». Me consta que mi amigo era inteligente, pero como tenía dinero no había sentido nunca la necesidad de demostrarlo. Ni siquiera tenía que demostrar emociones para causar cierta impresión. Si no fuera porque conocí a sus padres, juraría que mi amigo rico era el inesperado resultado genético del cruce de dos muebles «Chippendale» de la casa de campo que sus padres tenían en uno de esos lugares de Escocia en los que el fuego de la chimenea arde a quince grados e incluso los galgos evitan darle alcance al croquis biselado de su aliento.
Fue Lana Worcester quien durante la cena de aquella noche en el Gran Hotel me retrató a los de su clase con un comentario que nunca olvidé: «Si se trata de definir el estilo de una persona, yo diría que no es elegante fijarse en la calderilla del dinero, ni reparar en los pormenores de cualquier desgracia». Fue la misma noche en la que hablamos sobre la manera que algunas personas tienen de entender las pasiones. Miss Worcester concebía la pasión como una vulgar perversión del pudor, casi como un desarreglo de la inteligencia. Según ella, «no puede ser bueno dejarse arrastrar  por una tentación que conduce sin remedio a la pérdida de los modales, así que en mi caso puedo asegurarte que sólo concibo que sobrecojan mi alma aquellas conductas que no arruguen al mismo tiempo mi ropa». Durante la cena me contó que cada verano cerraba la casa balear en la que vivía a las afueras de Porto Cristo y se retiraba a su finca en Escocia porque los suyos sabían por experiencia que «la mente humana se ofusca y se vuelve irracional en el momento en el que por culpa del calor resbala sobre el lienzo el óleo de los retratos y brilla con el sudor la grupa de los caballos». Lana Worcester era tibia, tentadora y frágil como una camelia. Me resultaba excitante a pesar de que se llevaba la cena a la boca con una liturgia lenta y desganada, con el extraño erotismo de unos genitales que yo imaginaba de caoba, como si sus labios fuesen la cosmética ranura monacal por la que pasarle la correspondencia del banco hasta la penumbra encerada de su eucarístico sexo de clausura. A pesar del frío amianto de su belleza yo la miraba con deseo. «¿En qué piensas?», me preguntó. Y yo le dije: «Sólo había visto a una mujer sentarse a cenar con tanta distinción». Luego supe que lo que parecía elegancia sólo eran hemorroides.
Nunca supe muy bien cuál es el punto de la conducta humana en el que está justificado perder la compostura e incluso sería imperdonable no hacerlo. En las novelas naturalistas los modales se tambalean cuando la señora recorre las caballerizas con el sudoroso mozo del establo y por un instante cree que podría sucumbir a la tentación del sexo por culpa del lisérgico y penetrante olor del heno mezclado con los orines de los caballos y el aliento de ese hombre tórrido,  elemental y masculino. Aunque no tenía en absoluto el aspecto repujado de una de esas frondosas señoras de la literatura naturalista, Lana Worcester resultaba por sus modales tan profilácticos una mujer en cierto modo inabordable para tratar con ella asuntos cuyo contenido resultase más erótico que la idea de que su mayordomo escocés le sugiriese en voz baja la conveniencia de forrar con gamuza azul la empuñadura algo sobada del atizador de la chimenea. Al elegir el menú durante la cena en el Gran Hotel incluso consideré oportuno el sacrificio de renunciar a mis gustos por temor a que encontrase obsceno mi placer al sorber las ostras en sus conchas. En cambio me atreví a preguntarle si encontraría demasiado masculino que cenase con más apetito que mi cadáver. Por si le ofendiese mi hambrienta vulgaridad meridional, me adelanté con una explicación: «Verás, yo nunca he sido coherente al adaptar a mi pensamiento mis modales. Aunque es cierto que de los pinos me agrada su sombra, lo que de verdad me excita es su resina. Disfruto al contar el fuego catarral y anfibio de Escocia, pero incluso la descripción de la flor más delicada es más emocionante si en la sensibilidad del poeta irrumpe la letra del leñador».
Esperé en vano a que Lana Worcester acudiese a la cita que ella misma había pedido para encontrarnos la siguiente noche en la barra del bar inglés del Gran Hotel. En recepción me dijeron que había cancelado su estancia aquella misma tarde y había subido a un taxi con media tonelada de equipaje. Lana se justificó con una nota que me entregó el recepcionista. La leí sentado en una mesa cerca del pianista del bar inglés. Estaba escrita en una letra muy menuda, como si en su indecisión Lana Worcester quisiese sincerarse sin que yo me enterase de que lo hacía. Como correspondía a su posición social, se expresaba con una especie de distante franqueza, como hacen los ingleses cuando para no parecer demasiado personales escriben como si le dictasen sus ideas a una mano ajena. Los de «su clase» siempre me parecieron serenos, razonables y al mismo tiempo infelices. Ella misma lo reconocía en aquella carta: «… el caso es que estaba segura de sentir lo mismo en lo que tú estabas pensando y sin embargo fui incapaz de hablar sobre ello porque me educaron de manera que nunca me atreviese a pronunciar aquello que en el fondo desease decir, de modo que me confieso por carta y no me importa reconocer que en el ambiente en el que me desenvuelvo en Escocia se considera fuera de lugar que una mujer se lleve irreflexivamente a la boca algo por lo que tenga que ruborizarse si por el aliento se entera luego su dentista». En otro párrafo insistía sobre el asunto con un comentario en el que no le importaba retratarse sin piedad: «Envidio a las mujeres que no se andan con rodeos. Ceden con naturalidad a sus impulsos y se regeneran luego en el baño sin preocuparse de que alguien haya castrado el agua de la ducha».
Me consta que Lana Worcester se reprochó muchas veces su incapacidad para saber en qué momento tendría que bajar la defensa de sus modales y permitir que ocupase su lugar el placer de sus instintos. A eso se refería en su carta al decirme que «es probable que al resistirme frente a las tentaciones la mía sea una actitud demasiado solemne y sin duda equivocada, y me preocupa que algún día maldiga mis prejuicios y tanta corrección, tal vez en el instante mismo en el que por desgracia se me confirme la idea de que lo que durante años le he escuchado a mis amigos no ha sido más interesante que lo que a la misma hora hacían las yeguas y los caballos en el establo, entre otras razones porque los conocimientos culturales de los que pueda presumir no harán que me sienta más orgullosa que si los hubiese sustituido a tiempo por las experiencias que tuviese que callar (…) Le he dado muchas vueltas a nuestra conversación durante la cena en el Gran Hotel, y aunque me cueste admitirlo, he de reconocer que tenías razón cuando me dijiste que hay momentos en los que lo que de verdad importa no es quien ordene tu alma, sino quien deshaga tu cama (…).  No sé si volveremos a vernos. Lo deseo y al mismo tiempo temo que suceda. A los Worcester nos enseñaron a disfrutar sin que se asusten nuestros perros. No dudo que podría sucumbir a la tentación de ese descaro del que me hablabas, pero llegado el caso, creo que te resultaría áspera y artificiosa, demasiado prudente para malograrme, y entonces te harías de mí la idea de haberte relacionado en la intimidad con alguien que por más que intente evitarlo, siempre parecerá una mujer en cuyos besos no hubiese más saliva que en el último sorbo del té».

Hay personas que se retraen de la espontaneidad en la cama porque temen que en el paroxismo del placer sexual se les desate la lengua y pueda resentirse su reputación. Personalmente no me importa reconocer que mis confesiones en la cama no fueron por lo general las más inteligentes, pero resultaron ser casi siempre las más sinceras. Un simple instante de placer puede arrancarle a un hombre más confesiones que el insoportable dolor de una docena de latigazos. El tipo rico del que hablaba al principio era de la misma opinión. Sabía que los vaivenes de la Bolsa suponían para su fortuna un riesgo menor que el de sucumbir a la inquietante tentación que representaban las mujeres. Sin duda habría preferido tener un candado colgando entre las piernas. En mi caso nunca he querido contenerme y no lo habría hecho tampoco en el caso de que Lana Worcester hiciese caso omiso de la moral genealógica de tantas generaciones de pudor y renunciase a su entereza. Por desgracia, no pudo ser. Por lo que supe luego, Miss Worcester se casó con un tipo pulcro y hervido que eclipsaba con su fragancia francesa el olor de  las orquídeas al entrar en la floristería. En vez de unirse motivados por los encantadores equívocos del amor, lo hicieron con fría determinación administrativa y evidentes fines catastrales, para unir dos propiedades colindantes en las que pudiesen liberar su galope tendido aquellos caballos de los Worcester por cuyas crines se descolgaba a veces como jarabe el flujo gomoso y bastardo de las yeguas. Una madrugada le conté la historia a una fulana con la que había hecho amistad en un burdel y me dijo ella: «Sé cómo es esa gente. Consideran una flaqueza la tentación y un pecado el placer. Necesitan los genitales secos para no resalar al trote y caerse del caballo».