martes, 3 de diciembre de 2013

Laura Walcott - José Luis Alvite

Laura Walcott - José Luis Alvite

Para no haber estado nunca con ella, la recuerdo bien, como sin duda la recordará el tipo que una noche me dijo que donde quiera que estuviese una mujer como aquella, habría siempre cerca un elegante hombre con gabán oscuro dispuesto a sacarse el sombrero. Fue una lluviosa noche de octubre. Yo hacía tiempo para perder el avión mientras tomaba una copa en el Oak Room del hotel Algonquin. Llevaba dos días sin ir a cama y en el fagot de mi respiración croaba el cansancio. En las tulipas del salón se veía apenas la tez serosa de la luz. Ella acababa de darle con desgana un sorbo a su «Manhattan» dos mesas frente a la mía y retenía juntos en la boca el sabor del cóctel y el humo de un cigarrillo recién prendido. En el piano del fondo tiritaba como vidrio una melodía de Mancini. El camarero dejó una nota sobre su mesa y se retiró al instante con exquisita prudencia, encaramado casi en el boceto deshuesado de sus pasos, como si temiese que bajo sus pies fuesen a explotarle sus propias pisadas. Prendí un cigarrillo mientras ella leía la nota. Miró a los lados sin descomponer el gesto y volvió de nuevo los ojos hacia el papel. Entonces levantó la mirada evitando el pestañeo y apretó ligeramente los labios. Parecía a punto de llorar. Llamé al camarero y le pedí que esperase un instante mientras escribí en mi pañuelo algo que él le dejó sobre su mesa al final de otro sigiloso paseo sin sonido, al cabo de su cautelosa y profesional gentileza de ofidio. Ella siguió con la vista la retirada del camarero hasta que en el cambio de agujas del rastreo se encontró de frente mi mirada. Desplegó el pañuelo sin aparentar interés, con esa indiferencia con la que abren las mujeres un regalo del que presumen que sólo valdrá la pena el envoltorio. Me miró de nuevo, desanduvo la mirada hasta el pañuelo y leyó: «Toda mi vida he esperado un momento como éste. Mezclado con tu lápiz de ojos, ese llanto sería en mi pañuelo la frase que nunca acerté a escribir. ¿Te importaría ser esta noche bajo la lluvia mi próximo fracaso?». Se llevó la punta del pañuelo al rabillo de un ojo, lo plegó y en el fláccido ir y venir de aquel camarero que pisaba en off, como si tantease la catenaria del humo, me lo devolvió franqueado con su letra: «Me llamo Laura Walcott. Desde hace un rato bebo sin sed. De muchacha soñé con llegar lejos, pero en mis circunstancias de ahora me conformaría con ser portada en la página catorce de cualquier periódico editado en papel ardiendo. ¿Serías capaz de demostrarme esta noche que en la Quinta Avenida aún a veces seca la lluvia las aceras?».


Muchas veces había estado antes en la misma ciudad que una mujer como ella y al menos otras tantas coincidí en el mismo párrafo con alguien así, pero aquella en la Quinta Avenida fue la primera vez que estuve en la misma acera con una mujer como Laura  Walcott. Llevaba puesto un vestido rojo, cubría sus hombros con una estola blanca de armiño y si no fuese porque acababa de verla llorar en el «Oak Room» del hotel Algonquín, ni se me pasaría por la cabeza que algo malo pudiese sucederle. Tampoco su paso era el de alguien angustiado por una duda, dolido por una mala noticia o lastrado por un temor. Por eso, al poco rato de echar a andar traté de disculparme: «Creo que quien me vea caminar a tu lado creerá que te he abordado en la calle y te estoy importunando. A la gente le pareceremos una azafata de “Panam” acompañada por uno de esos buzos que raspan una costra de lodo y mejillones en las gabarras del puerto. Me salva que es domingo y que a estas horas las calles elegantes ni siquiera pasan por delante de los portales de diario. ¿Sabías que a este lado de la calle incluso es francesa la lluvia? Supongo que un tipo como yo sólo tendría derecho a caminar a tu altura si lo hiciese por la acera de enfrente, porque, ¿sabes?, al otro lado de la calle por la que camines tú siempre será dos días más tarde». Ella no dijo nada y continuó andando al ritmo pausado de alguien que podría sentir la mayor pena del mundo sin perder la compostura, sin duda consciente de que nada desluce tanto la elegancia de una mujer como que su acompañante presienta que arrastra en su cabeza el lastre de dos facturas sin pagar, que sufre por la mentira de un hombre o que le hace daño el calzado. Iba a preguntarle por el contenido de la nota que le había hecho llorar minutos antes, pero se me adelantó intrigada por lo único que sabía de mÍ: «¿Habías escrito antes algo como eso en un pañuelo? Podría haber ignorado tus frases y ahora no estaríamos dando un paseo por la Quinta Avenida. ¿Tienes por costumbre esperar con tu impecable pañuelo a que alguien a dos mesas de distancia rompa a llorar?». Le rogué que se detuviese un instante. «No es un capricho –me expliqué–. Razono mal si voy andando. Por alguna causa hereditaria soy incapaz de compaginar las ideas y los pasos. Lo mío es caminar por escrito. Supongo que será por eso que nunca he tenido un perro». Sonrió y se detuvo. Esperó entonces mi explicación sin aparentar demasiado interés. Entonces volví la vista hacia el otro lado de la calle y recordé haber estado allí muchos años antes, cuando era un niño debilitado por el asma e iba a Central Park  llevando atado en una mano un racimo de globos que a mí me parecían hinchados con aliento de mármol.


Se detuvo delante del escaparate de una de esas joyerías en las que, si entrase un tipo como yo, con seguridad sonarían las alarmas. Laura Walcott sacó de su bolso la nota que le había entregado el camarero del «Oak Room» y me la dio a leer. Parecía la letra clara y concisa de uno de esos tipos a los que a veces se les mete en la cabeza que el agua de la ducha tiene las manos sucias. Era una nota escueta e inequívoca con la mala noticia de que lo que había entre ellos se había acabado y sería inútil intentarlo de nuevo. «Esta vez va en serio. Sé que no volverá. En realidad lo que me duele no es su decisión, sino lo poco que se ha esmerado en despedirse». Laura Walcott tenía razón. La nota eran seis líneas escasas, empleadas con fría objetividad en la redacción de algo que a un gerente le habría parecido la cancelación de un pedido. Pensando en no ahondar en su dolor me ahorré decirle que la nota de aquel tipo no parecía escrita para romper con una mujer como ella, sino para despedir al chofer. Preferí darle al asunto un giro más sentimental, pensando en inclinar a mi favor la aturdida indecisión de su alma: «¿Sabes qué te digo? Pues te digo que una chica como tú tendría que enamorarse de un hombre que sólo tenga buena letra para explicar lo poco que por sí mismas no digan con su vistosidad las flores que le envíe. A mí me gustan mucho las mujeres miopes. Siempre interpretan de la mejor manera las peores frases. No es malo que el fracaso tenga mala letra». Le conté entonces algo que me había ocurrido meses antes con una muchacha de Brooklyn con la que había decidido romper. «Era una de esas encantadoras chicas miopes. Le envié una nota despidiéndome. Como me remordía la conciencia, pensando en que el daño fuese más llevadero empeoré mi mala letra de siempre. Le escribí unas pocas líneas diciéndole que había otra mujer en mi vida y que lo nuestro era imposible. ¿Sabes? Durmió con los ojos más grandes que la cara y al día siguiente me telefoneó exultante para agradecerme que la invitase “a ese maravilloso viaje a Niza”. Ahora creo que mi mala letra es incompatible con las chicas miopes». Entonces Laura Walcott retiró la mirada del escaparate de la joyería, me miró y dijo algo de lo que incluso recuerdo el cosmético requesón de su aliento cansado: «Soy miope. A veces incluso me cuesta acertar con el portal del oculista. Si me hace ilusión pararme a mirar la joyería es porque veo mal los precios». Recuerdo que la Quinta Avenida estaba desierta. Laura Walcott cruzó la calzada. Y yo la seguí como un funambulista amagando en el pespunte de sus pisadas. En el hornillo mojado del asfalto azul se escaldaban como amebas de flúor los reflejos desplanchados de la publicidad.



Con el aire en calma y la calle escampada de agua, se nos echó encima la niebla que medraba como lana en el río. Se veían apenas las luces de la Quinta Avenida suspendidas en la bruma como manchas fluorescentes en un dálmata dormido. Laura Walcott se detuvo al borde de la visibilidad y yo me acerqué en tres pisadas lentas que dudé si querían alcanzarla o preferían no llegar. Se volvió hacia mí. Su aliento se enredó al dedillo en el mío, ceñido al tacto, como un ocho acomodándose a lo largo de una trenza. Era como si nos estuviésemos mirando separados por el resplandor de una vela con la córnea de la llama forrada con un colirio de agua. Rocé sus labios con la precavida piel de los míos y supuse que  lo que vendría luego sería tan natural, tan irremediable, como siempre supuse que sería compartir con el hambre el suculento bocado de un beso. Mi cuerpo se volvió entonces la réplica faldera del suyo y recuerdo que del hambre de nuestras bocas sin brida quedó apenas entre la niebla el hueso mamado de la saliva. Entonces puso la palma de una mano sobre mi boca y me rogó que no siguiese. Me dijo: «Hace frío y tengo cosas que resolver. Te esperaré mañana a la misma hora en el Oak Room del Hotel Algonquín. Me sentaré en la misma mesa en la que me viste hoy. Ni nuestras pisadas habrán olvidado el camino, ni habrá bruma bastante para borrar del mapa la ciudad». Yo acepté y ella se subió a un taxi que destiñó de rojo y amarillo la comisura del amanecer, como una herida de carmín propagándose en canal por un algodón amarillo. Entonces eché mano a mi pañuelo y vi que estaba desteñido y que conservaba apenas el mosto gris de nuestras frases. No recuerdo muy bien qué hice aquel día. Sé que amaneció y que anduve algo perdido, como un perro que hubiese perdido su ladrido en la boca de otro perro. Por la noche acudí al Hotel Algonquín y me senté en mi mesa del Oak Room. Esperé un buen rato por si aparecía Laura Walcott. Se me acercó el camarero. «La señorita de ayer no vendrá esta noche. Se pasó temprano por el hotel, me encargó que la disculpase con usted y dejó una nota escrita en el revés de la factura que le entregaré cuando haya tomado su copa, señor». Pedí un «Manhattan» y lo bebí lentamente sin sed. Entonces el camarero me trajo la factura y mis ojos se reencontraron con los de Laura Walcott en el fino alambre de su caligrafía: «No tomes a mal mi ausencia. Habrá otras noches y volverán a la ciudad las lluvias de octubre. No dudes de mí, ni pierdas calma. Conservaré en mis labios la pegadiza sinceridad de los tuyos. Por favor, deja en esta historia un párrafo incompleto por si pierdo otra vez la esperanza el mismo día que pierdas tú de nuevo el avión».