martes, 17 de diciembre de 2013

El seguro de decesos - Nacho Mirás Fole

El seguro de decesos - Nacho Mirás Fole

No sé en otras zonas de España, pero en Galicia lo de tener un seguro de decesos siempre ha sido algo relativamente normal. Te pasas la vida pagando por entregas tu propio entierro a un señor de marrón que viene por casa cada mes y así, como no quiere la cosa, para cuando llegue la parca nadie tendrá que preocuparse por el coste de tus despojos, que no es menor. Además, por el hecho de trabajar yo en La Voz de Galicia tengo asegurada por convenio una esquela en edición general ¿no sentís envidia? Mis padres, por ejemplo, llevan toda la vida pagando sus exequias y las de sus hijos, que somos nosotros, a una compañía que tiene el sugerente nombre de “El Óbito”. Recuerdo el día que, en una comida de domingo, mi padre se puso profundo y nos hizo una consulta de una trascendencia tal que Artur Mas a su lado es un monaguillo: “Los de El Óbito incluyen ahora la incineración. ¿Os interesa?” Contestamos que sí justo antes de meterle la boca al churrasco, que era un alimento muy propio para la consulta, y la cuestión quedó solucionada con mucha más prontitud que la pregunta sobre la soberanía catalana.

El caso es que el último compañero que tuve en el Clínico, durante la convalecencia posterior a la extirpación de mi tumor en el lóbulo temporal derecho del cerebro, era un tipo muy problemático. Tanto que la mujer que lo cuidaba, creo que era una prima, utilizaba el asunto del seguro de decesos para despreciarlo hasta el límite que se puede llevar el desprecio. Le decía cosas como “A ver si te mueres de una puta vez, que el entierro lo tienes pagado”. Y lo decía sabedora de que es rarísima en Galicia la persona mayor de cincuenta años que no lleva pagando por entregas la caja, los curas y el servicio de ómnibus de la despedida final. Entre medias le espetaba también lo de Asunta, que es una barbaridad de la que somos culpables los medios de comunicación: “Te voy a hacer como le hicieron a Asunta con la almohada y vas a dejar de molestar”. Pero no se me ocurre nada peor que alguien de tu propia familia desee tu propia muerte amparándose en que la cuestión económica está solucionada. Además, al nervioso de mi compañero -bien es cierto que era un fulano imposible que se meaba y escupía allá donde le cuadrase- su prima le echaba en cara que no hubiera autorizado a ninguno de sus hijos en las libretas del banco. Cuando llega un momento en el que solo te quieren por el dinero, entonces es el momento de irse. O, al menos, de fugarse. No pienso preocuparme de cómo le va la vida al fulano de la cama 2, que bastante imposible me hizo la convalecencia en los últimos días. Pero espero que, allá donde vaya, encuentre a alguien que no solo lo fiscalice. Un día, señores gestores de la sanidad pública, deberán empezar a separar a las personas no solo por sus enfermedades, sino también por sus circunstancias. Y no digo ya a los pacientes, sino a la tropa de acompañantes que, tal como he podido comprobar estos días, requieren a veces más atención que los propios enfermos. Psicológica. No creo que sea tan difícil, es cuestión de tener un poco de vista. Hoy sigo mareado y con el olfato y el gusto alterados. Pero estoy en casa, con los míos, sin extraños que se peleen por mi herencia. Tampoco dejo tanto, pero algo hay. Y está, por supuesto, la garantía que los de El Óbito correrán con cualquier gasto que mi circunstancia mortal pudiera generar, incluida la parrillada integral, los autobuses y un equipo completo de curas. Si insistís en llamarme y no cojo no os preocupéis, será simplemente que no me apetece hablar, pero sigo vivo. Estoy en mi derecho. Me siento muy raro, pero más querido que el Antonio Molina de la cama 2. Y eso es mérito vuestro. Seguiré informando.