martes, 31 de diciembre de 2013

El manicomio - José Luis Alvite

El manicomio - José Luis Alvite

"Me deprime el manicomio. Llevo demasiados años aquí. Esta tarde al afeitarme me miré al espejo y descubrí en mi rostro esa escuálida belleza corrediza que presagia el suicidio. No hay esperanza para mí. Las pastillas han dejado de hacerme efecto. Anoche el médico de guardia me dijo que era una estupidez proseguir con el tratamiento. Yo insistí porque me sentí abrumado. El muy idiota me recetó cuatro pastas de té. Nunca ocurre nada nuevo aquí. Los días se suceden como una maldición, reiterativos, monótonos, idénticos los unos a los otros. No creo que se trate de una obsesión personal. Lo he hablado con otros internos y todos coincidimos en que esto es tan descorazonador, que cadadía parece siempre la víspera del anterior. Y eso te desespera ¿sabes?, y acabas haciéndote absurdas ilusiones sin esperanza, sin futuro, como oscuros relámpagos sin luz. Anoche mismo soñé que el director del manicomio me autorizaba a abrir un par de ventanas en el sótano. Me desquicia la falta de expectativas. Hay momentos en los que estoy tan deprimido, Al, muchacho, que me pegaría un tiro en la cabeza. Pero no lo hago. Soy un cobarde. Me horroriza el dolor. Creo que no podría pegarme un tiro en la cabeza sin tomarme antes una aspirina. Además, si me mato ¿cómo sabré que fui tan valiente? Y por otra parte, uno nunca sabe cómo reaccionará su cuerpo. Los precedentes en mi familia no son nada buenos. Mi padre se disparó un tiro en la cabeza mientras dormía y despertó asustado. Dentro de lo terrible que es la reclusión aquí, acabas conociendo tipos interesantes. Como Charlie Mineo, que siempre quiso ser piloto de aviones pero le tiene miedo a volar. Anoche el pobre Charlie me dijo que lo había resuelto. Me miró fijamente en la oscuridad y me dijo: ¿Sabes, Chuck, muchacho?, creo que me haré piloto de aviación por cable. Saluda de mi parte a Ernie y a los muchachos. Dile al jefe que tengo la moral tan baja que con la corbata que me regaló le hice un nudo windsor a los huevos".

lunes, 30 de diciembre de 2013

Franqueza - José Luis Alvite

Franqueza - José Luis Alvite

Fuera cumplidos. Adiós inhibiciones. Adelante con la sinceridad y la insolencia. Con la prisa que nos damos en vivir, no tendría que quedarnos tiempo para el fingimiento, que es un rodeo superfluo, una elocuencia innecesaria que ya no se lleva. Recuerdo la noche que Terry Shelton afrontó el coqueteo de Johnny Brasco: "¿Sabes, encanto? No me fijo mucho en las características físicas de los hombres. En esto, como en muchas cosas, sigo el viejo consejo de mi madre, que una vez me dijo que en casos de extrema necesidad, una mujer ha de procurar que su belleza dure al menos cinco minutos más que el dinero de su amante". Naturalmente Terry Shelton merece no pocas descalificaciones morales pero así es la vida en muchos casos en los que "un hombre resulta interesante si camino de compartir su cama, compartes su testamento". Ya sé que a veces la franqueza resulta hiriente y de mal gusto. No queda elegante que a tu padre moribundo le regales una agenda cuya única hoja se refiere al día de ayer. Corren magníficos tiempos para el desprecio y para la crueldad. Lo que importa del afecto, tampoco el calor, ni la humanidad, sino la eficacia, ese refinado grado de rentabilidad que alcanzan algunas coristas del 'Savoy' cuando durante el baile cachean delicadamente a sus parejas con una mezcla de pasión y delito, como si le diesen de repente un discreto 'tirón' al alma de aquel sujeto. Conocí una fulana capaz de darle a los muertos un refinado beso como abatido y trágico del que siempre se iba a casa llevando atrapada en su boca la dentadura postiza del difunto. Se llamaba Senta Newman y solía decir que el alma humana es algo que conviene hurgar, "sobre todo si camino del alma tus manos se tropiezan con la maldita billetera". Sincero y cruel fue el doctor Maddigan cuando diagnosticó al pobre Jerry Mangano: "Muchacho, sé de estatuas con más vidas que tú. Con franqueza, si saltaspor la ventana de la consulta, es probable que llegues a la iglesia en medio de tus funerales".

domingo, 29 de diciembre de 2013

Verdades y los sociólogos - Jose Luis Alvite

Verdades y los sociólogos - Jose Luis Alvite

A los sociólogos les gusta mucho estudiar el comportamiento de los colectivos humanos porque ése es exactamente su trabajo, aunque luego resulta que la sociología se pone al servicio del espectáculo y los expertos llegan a conclusiones que nada o casi nada tienen que ver con el pensamiento o con la conducta real del pueblo llano. Es como si creyesen que el reflejo de la realidad carece de interés para el público y prefieren mostrarnos estudios en los que la espectacularidad de las conclusiones prima sobre la discutible minuciosidad científica del trabajo. Por eso resultan tan sorprendentes las noticias que proliferan sobre el comportamiento de los ciudadanos, que raras veces se reconocen al leer las conclusiones a las que llegan los sociólogos. Es como si en vez de contarnos la realidad, pretendiesen inventarla, no sé si por el placer de ser originales, o porque creen que al pueblo hay hurtarle la realidad y contarle lo que se supone que espera o necesita escuchar.

Con motivo del éxito de España en el Campeonato del Mundo de Fútbol de Sudáfrica, millones de españoles salieron a la calle a demostrar su satisfacción por una conquista histórica y lo festejaron con el ruido propio de un pueblo con escaso sentido de la discreción. Que la ciudadanía se mueve por emociones lo sabe cualquiera, aunque los sociólogos se encargarán también ahora de hacer sorprendentes descubrimientos sobre el sentir popular. Yo tengo poca fe en los sociólogos, casi la misma que tengo en los profesionales de la psicología, y creo que más que reflejar la realidad, lo que intentan es provocarla, como cuando la infundada noticia de que un criminal merodea el barrio pone en guardia a todo el vecindario y en un momento de máxima tensión alguien arremete por error contra el tipo inocente al que supusieron un peligroso asesino. Al final ocurre que es la prevención del miedo lo que conduce al pánico, igual que en una conversación la insistente referencia al intenso sabor de los polvorones acaba por despertar la sed.

¿Hay misteriosas u oscuras razones por las cuales el pueblo sale masivamente a la calle? Lo dudo. El pueblo siempre se echa a la calle en extremas circunstancias de dolor, de felicidad o, lisa y llanamente, huyendo del peligro. En este caso el pueblo sale a la calle para celebra un éxito que se considera infrecuente, incluso milagroso, en un país en el que históricamente lo colectivo solo se ha organizado medianamente bien si se trataba de plantarle fuego a los conventos o si había que luchar en una guerra. En la democracia de vez en cuando nos sacaba a la calle la respuesta coral al terrorismo o la huelga general, dos instituciones para las que no se requiere entrenamiento. A pesar de que estamos pasando uno de los peores momentos políticos y económicos de los últimos cuarenta años, los sindicatos hacen lo posible para que el pueblo permanezca en sus casas y es el fútbol lo que nos saca a la calle. No hará falta que los sociólogos le busquen alguna explicación compleja a lo que solo es una vieja y simple emoción. Nuestros políticos llevan años tratando de inculcarnos la idea de que para ser europeos no hay que echarse a la calle, sino salir de ella, como hacen los pueblos sin sexo, sin furia y sin sol. Llevaban camino de conseguirlo por la carestía de la vida, por el aumento del desempleo y porque la calle es ahora mismo más inquietante que la cárcel, pero un gol en Sudáfrica nos recuerda que somos una sociedad emocional, cálida, impulsiva… un pueblo incandescente, sexual y carnívoro, que ya no ama la sangre, como antes, pero se pone fácilmente cachondo con la idea de aprovechar el cansancio para pelear, y el insomnio, para soñar. Los sociólogos encontrarán sofisticadas razones científicas con las que explicar el callejeo feliz y colectivo que nos trajo el gol de Andrés Iniesta, aunque aquí todos somos mayorcitos y sabemos que el entusiasmo con el que prendemos ahora la llama del patriotismo es descendiente directo del que no hace tanto nos sacaba a la calle con una tea en la mano para quemar a los curas. Somos un pueblo entregado al imperio de las pasiones, y a aunque la educación y la cultura moderaron nuestra voracidad, en el fondo todavía alienta en nosotros la vieja tentación de amar con el mismo dolor que si odiásemos. Yo creo que late en el pueblo español una inquietante y patriótica propensión incendiaria. Asfixiamos con afecto a nuestros héroes y ya no dejamos que ardan los conventos, es cierto, pero yo creo que eso no es una conquista moral del pueblo llano, sino un éxito momentáneo de los bomberos, esos ciudadanos españoles que jamás apagan el fuego sin ensañarse con las llamas.

Almas - Manuel Vicent

Almas - Manuel Vicent
La creencia religiosa da por sentado que Dios inserta un alma en el útero de la mujer en el instante mismo de la concepción. Entre los millones de espermatozoides que luchan por conquistar un óvulo femenino solo uno alcanza la victoria. El resto se va por el sumidero, sin que ningún teólogo se escandalice por semejante desperdicio. Se supone que el creador del universo está pendiente de cada una de esas feroces escaladas que se producen a través de infinitas vaginas a lo ancho de este mundo e incluso, tal vez, en millones de planetas habitados de otras infinitas galaxias. En cuanto se realiza la fusión del gameto masculino con el gameto femenino el creador corona esa nueva célula, llamada cigoto, con un alma, pero, al parecer, deja de interesarse por el destino que a esta le espera el día de mañana. Ese cigoto con el tiempo podrá desarrollarse en forma de asesino, de santo, de banquero o de mendigo. Los creyentes más obsesos, que se oponen radicalmente al aborto, no piensan en la biología sino en la teología, aunque para enmascarar su fanatismo religioso sustituyen la palabra alma por la palabra vida. El cigoto tiene derecho a la vida, puesto que Dios le ha inoculado un alma. Solo queda por saber qué sucede con ella cuando se produce un aborto espontáneo. Puede que vuelva al almario común y el creador la aplique a otra pareja que acaba de celebrar un coito triunfal, y el alma que en la primera entrega iba para notario, en la segunda se quede en un simple chapista. En realidad toda esta locura teológica sirve de pretexto hipócrita para reducir a las mujeres al papel de meras incubadoras y negarles el derecho a disponer de su cuerpo durante los primeros meses de embarazo. Como en tiempos del franquismo más siniestro algunas señoras enjoyadas, que gritan detrás de una pancarta contra el aborto, acompañarán a sus hijas adolescentes a un país civilizado para solucionarles el problema, pero otras infelices se verán obligadas, como entonces, a subir por una escalera costrosa hasta un cuchitril clandestino donde les espera una vieja con una aguja saquera y una palangana abollada, gracias a unos políticos de la derecha más reaccionaria, abducidos por unos clérigos inmisericordes que nos están devolviendo a patadas a la España más negra.

¿Por qué, Gallardón? - Elvira Lindo

¿Por qué, Gallardón? - Elvira Lindo
Eso, ¿por qué? No era un asunto que perturbara la convivencia. Por tratarse de una decisión íntima y traumática, nadie va jamás alardeando de haber interrumpido su embarazo, de haber abortado. Ninguna mujer lo cuenta en una reunión de amigos, ni en una comida de trabajo, ni tan siquiera suele comunicárselo a su familia. Es algo que se confía a una sola persona, a dos como máximo. Por eso hay gente tan alejada de la realidad que piensa que en el universo de sus relaciones no ocurren esas cosas. No, no hay nadie que lleve un cartel anunciando que acaba de interrumpir su embarazo. Es posible que una mujer, cualquiera, acuda al día siguiente de la intervención a la oficina, a limpiar casas, que vaya a buscar a su hijo a la guardería, que prepare la cena del niño sintiendo aún el dolor en el bajo vientre; es posible que una mujer, cualquiera, vaya a dar clase al instituto, se levante de madrugada para barrer la calle o espere cola en la oficina de empleo; una mujer, a veces muy joven, que asiste a una clase de la Facultad, vuelve a casa y le dice a su madre que no se encuentra bien y se acuesta temprano. No hay perfil que defina a la mujer que se ve en el trance de abortar.
Esa intervención dolorosa y deprimente se realiza de manera casi secreta en vidas muy dispares, y es ese secreto al que de manera legítima se aferra cada una de las mujeres que acuden a una clínica, lo que hace que algunos hablen de ellas como si fueran marcianas. Y no. Están entre nosotros. Somos nosotras. Seguro que usted, que las juzga de manera implacable, conoce a alguna, pero no lo sabe; incluso el individuo que ideó la portada cruel de La Gaceta en la que se veía un bebé con síndrome de Down bajo el titular “Matar vuelve a ser delito en España”, tiene en su propia familia, en su oficina, entre sus amistades, a alguna de esas mujeres que callan. Callan por dos razones: los abortos no se cuentan y nadie quiere correr el peligro de sentirse estigmatizada.
Es del todo posible que el señor Gallardón se codee a diario con mujeres que han abortado. El mismo señor Gallardón que durante un tiempo coqueteó con artistas, escritores y faranduleros varios en ese papel de alcalde que le permitía columpiarse en una posición ambigua, de hombre sofisticado y con lecturas que se había visto abocado a la derecha casi por razones familiares, por ser uno de esos buenos chicos que no desafían a los padres. Qué gran error no fiarse de las apariencias, que, como sabemos, no engañan jamás. El alcalde sinuoso llevaba escrito quién era en ese marcado acento nasal madrileño que divide a la ciudad en dos: los que lo tienen y los que no. Los que lo tienen son muchos menos; en realidad, se trata de un cogollo compacto adornado con apellidos de rancio abolengo, es una minoría granítica que transmite sus poderes de manera genética y desconoce al otro Madrid como el otro Madrid los desconoce a ellos. Yo, chica de barrio, no conocí a alguien que hablara así hasta los 20 años. Siempre había creído que esa habla era una exageración de los chistosos.
¿Por qué? ¿Y por qué ahora? Dudo que esta reforma recabe muchos votos nuevos para un partido que alberga a toda la derecha de un país como el nuestro en el que todavía no ha calado una formación específica para la extrema derecha. La pregunta es por qué enfangarse en una nueva ley que nace en contra de una realidad social innegable. Dicen los que se frecuentan la arena parlamentaria que el ministro, en el fondo de su alma, no comulga con su propio discurso. Estamos en lo de siempre. Gallardón es ese tipo de político al que se le concede, en cada decisión que toma, una suerte de análisis psicológico: ¿es así realmente el ministro o se ha visto empujado por esos fanáticos religiosos que actúan en la sombra y entonces él, en el deseo de parecer cristiano viejo, ha dado un paso adelante sin estar convencido? Qué hartura de teoría. Dada la gravedad de su reforma y las posibles consecuencias, poco importa ya a qué verdad profunda responden las decisiones de este político.

Con frecuencia, los columnistas exprimimos un tema hasta agotarlo, pero me barrunto que este debate no se va a cerrar aquí, porque las consecuencias lamentables de castigar a los médicos con penas de cárcel o de obligar a una mujer a traer a un hijo al mundo con graves malformaciones estarán presentes tanto en la información como en la opinión. Muchas oportunidades tendrá el ministro de percibir cómo va a afectar su cruzada en la vida de las mujeres. De momento, ha comprobado el impacto de este inaudito retroceso al que nos conduce en la prensa europea, que no olvida que bajo la España franquista éramos consideradas ciudadanas incapaces de decidir sobre nuestro propio destino. Esto no ha de quedar aquí. A partir de ahora, el señor Gallardón sentirá un espacio gélido entre él y muchas mujeres. Hay políticos a los que, con el tiempo, se les perdonan los errores. No así le ocurrirá al ministro Gallardón. Pasen los años que pasen, siempre habrá una mujer que le ha de preguntar ¿por qué? Tal vez esa mujer lo exprese solo con la mirada. La mirada de las mujeres encierra muchos secretos que jamás se expresan. Y qué pena pasar a la historia como el ministro que no supo ver lo que tenía ante sus ojos.

viernes, 27 de diciembre de 2013

La metáfora - José Luis Alvite

La metáfora - José Luis Alvite

Dice Ernie que sólo una película francesa sobre la II Guerra Mundial puede durar más que la II Guerra Mundial. También le escuché quejarse sobre el cine iraní, cuando se puso de moda en los festivales europeos. Durante la proyección de una cinta de aquel la procedencia, comentó en voz alta: "¡Por el amor de Dios!, veríamos la maldita película si de una puta vez se posase el polvo". Fue en aquella época cuando el jefe del 'Savoy' renunció a ver cine europeo. La última vez que le acompañé a una película extranjera, se levantó a los veinte minutos. Por no dejarle solo, le seguí hasta la calle. Durante un buen rato no pronunció palabra. Pero al llegar al 'Savoy', me sentó a su mesa y me dijo: "No soporto tanta lentitud. Esos tipos es como si rodasen sus películas con el tapacubos del coche fúnebre". No dije nada. Ernie se refería a una secuencia en la que un tipo permanece echado boca arriba en cama, frente a una ventana tapiada. El silencio cinematográfico era absoluto durante cinco minutos. Aquel tipo no hacía el menor gesto, ni siquiera se le notaba la respiración. No había duda de que en una película de Billy Wilder, aquel fulano estaría muerto y enterrado. Pero era una película francesa y aquello, por lo visto, era una pausa enfática. No había mucho diálogo, así que para darle algo de animación, los productores habían subtitulado los jadeos de la actriz. Dice Ernie que hay tipos que hablan más mientras les hacen una laringotomía. Aquella madrugada en el 'Savoy' recordé mis días cinéfilos, cuando los intelectuales te sugerían el cine de Saura. Eran otros tiempos y me dejé llevar. Vi un par de películas suyas. Salí de la sala tan perplejo como la mayoría de los espectadores. Perplejoy vacío. Fue como si nos hubiesen proyectado un cortocircuito. Un tipo me explicó luego la película, que por lo visto, era una metáfora sobre el franquismo. Sinceramente, no me sentí muy lúcido. Pero me consolé con los años. Lo superé cuando me dijeron que la película de Saura incluso se la habían tenido que explicar a Saura.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Las maracas de Machín - José Luis Alvite

Las maracas de Machín - José Luis Alvite

Soy trasnochador recalcitrante desde hace treinta años. Durante no poco tiempo desayuné a las cuatro de la tarde. Mi vida llegó a ser tan caótica, que a veces en mi cuerpo las doce de la noche eran media mañana. Tuve un par de accidentes de carretera causados por el sueño y un puñado de peleas en lugares en los que el más inocente podría sacarte los mocos por las nalgas. Todo el tiempo me parecía poco para estar despierto. Hubo momentos terribles en mi agitada existencia en los que con las prisas estuve a punto de adelantar la primavera abriendo las flores en la sartén. Recuerdo haber empezado una promesa en brazos de una mujer y haberla cumplido al poco rato en brazos de otra. Llegué a fumar diez paquetes diarios de 'Ducados' y tenía la boca tan seca que escupía en alemán. Como reportero de sucesos frecuentaba las comisarías y los garitos, los catres y las autopsias, la sangre y la saliva. Llegué a tal grado de extenuación y de sueño que en una ocasión metí en el coche a un travesti y me salvé de milagro cuando a aquel hada agresiva con la mano le encontré un 'Lladró' entre las piernas. Siempre tuve fortaleza física pero no soy la Catedral de Santiago, así que también recuerdo amargos momentos de impotencia, de soledad y de hastio, días tristes y oscuros en los que a solas en el coche, para sentir que tenía algo, contaba con una mano los dedos de la otra mano. Hay ropa mía en sitios que ni recuerdo. Conocí a tipos sin esperanza cuya tarjeta de visita era una pelotita de papel. Estaba perdido. Un día descubrí que mi padre me trataba como a un pariente lejano. Me apestaban a tabaco el sudor y la orina. Mi boca estaba tan áspera, maldita sea, que recuerdo haber bebido agua para pasar la saliva. Me cegaban la rabia y el cansancio. Fue terrible. Viajaba a solas por las carreteras con una mezcla de furia y decepción, distante de mí y de la realidad, como si condujese desde el maletero del coche. Todo eso hice durante treinta años de mi existencia. Llegué a ser columnista en Galicia y en Madrid y me integré en el equipo de Carlos Herrera, pero con mi vida reconozco que lo mismo podría haber acabado en la mafia de Palermo. Con una vida nocturna tan dilatada es fácil cometer errores y los míos no son pocos. Hay tipos que me retiraron el saludo y mujeres que me confunden con sus perros. Pero nunca rompí una cabina de teléfono, ni uno de esos escuálidos árboles del nuevo urbanismo, ni arrojé colillas en el suelo de los garitos, ni canté en la vía pública, ni le jodí a nadie el sueño. No sé de un solo sitio al que no pueda volver. Tengo saldadas mis cuentas y zanjadas mis disputas. Por su aliento me sé de memoria el 'ogino' de mis amigas. A veces tengo la vista tan cansada por el ajetreo de la maldita madrugada, que el periódico sólo podría leerlo en 'cinemascope'. Sé que cualquier día expulso por la uretra las anginas. Pero no despierto a nadie, ni meo en la calle. Y si me pegasen un tiro en el puto vientre, por no molestar iría en silencio a que mediesen cuatro puntos aprovechando la tanza que sobra en cualquier autopsia.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Navidades - José Luis Alvite

Navidades - José Luis Alvite

Nunca olvidaré mis primeras navidades aquí. No tenía dónde meterme que no hiciese más frío que en la calle, así que acepté ir con el jefe a casa de Larry el pianista, que acababa de romper con su tercera esposa y no era bueno que pasase a solas aquella noche. Larry vivía a las afueras del extrarradio, en una casa que tenía en el suelo la mitad de techo. Al perro de Larry le castañeaban los dientes con el frío. El pianista del 'Savoy' había cocinado un pavo de segunda mano que por lo visto había sido robado cinco veces en dos días. Compartimos aquella cena en casa de Larry los más allegados, entre ellos un tal Elmer Rugstone, un tipo on cuyo rostro podrías haber reivindicado la mitad de la II Guerra Mundial. Elmer era un tipo muy trabajado al que buscaban muchos para ajustarle cuentas. Aquella noche en casa del pianista, Elmer nos dijo que su gran sueño era prescindir de la espalda porque no se fiaba de ella. De él escribió Chester Newman en el 'Clarion' que "el tal Rugstone es diurético y él mismo meaba siempre antes de mirarse al espejo". Fue Elmer el encargado de trinchar el pavo. ¡Menudo era el pavo! Ernie lo encontró tan frío que sugirió que habría sido mejor rellenarlo con un par de bufandas. Larry aclaró que lo había comprado cocinado. Ernie le preguntó si había ido a comprarlo a la morgue. Estaba tan frío el maldito pavo, que hubo que comerlo con los guantes puestos. Pero así era la casa de Larry en aquellos tiempos. Con razón Ernie la recuerda como "aquel sito en el que incluso el fuego de la chimenea había que secarlo arrimándole la estufa en la que Larry mantenía frío el hielo". Durante la cena Ernie recordó sus navidades en La Costa. Fue en una de sus raras visitasa California. En Los Angeles cenó en casa de un productor de Hollywood que le quería comprar su historia para llevarla al cine. El productor era un tal Syd Lowell y en su casa el abeto de Navidad era una palmera con estorninos. Desde luego, nada que ver con el gélido ambiente de la casa de Larry el pianista. Aquellas tristes navidades de su tercer fracaso matrimonial aún las recuerdo como las más desangeladas de mi vida. ¡Joder!, en casa de Larry sólo estaba del tiempo el hielo.
Anoche en el 'Savoy' nos reunimos unos cuantos y cada cual recordó una Navidad que le pareció inolvidable. A Ernie le reconocimos su decanato en el club y abrió el turno: "El primer pavo de Navidad que vi en América lo trajo mi padre a casa en el 35 y lo cocinó mi madre. Después de asado, el bicho tenía la carne tan dura, que acordamos sortear el pico. Aquella noche me juré a mí mismo no esperar grandes cosas de la vida y darle gracias a Dios cada vez que me permitiese llevarme a la boca algo más blando que mis dientes". No fue menos inolvidable la Navidad del detective Fuller. "Tenía sólo 15 años pero la vida me había enseñado a calentar las manos meando en ellas, así que podría haber adoptado a un hijo veinte años mayor que yo. Mi padre había telefoneado dos años antes diciendo que llegaría tarde y yo hacía sus veces en la mesa. Éramos más pobres que nuestras ratas. Una vecina entró preguntando si habíamos visto a su perro. Mi madre, mis hermanos y yo pusimos instintivamente nuestras manos encima de los platos". En su oscuridad mental, a Sony 'Sweet' Sullivan le sobrevino como una trombosis el recuerdo de la Navidad del 68: "Un tipo me había pegado semejante paliza en el Madison, que recordaba su nombre y había olvidado el mío. Mi rostro salió dos días en los pasatiempos del 'Clarion'. Aquella noche en casa necesité dos testigos para que mi madre no me negase el abrazo. Un sobrino mío que sólo me conocía de verme pelear por televisión, se llevó una sorpresa porque jamás me había visto de pie. No probé bocado. Fue una aburrida Navidad la del 68. Me dolía tanto la mandíbula, que necesité morfina para bostezar". Lo de la corista Terry Shelton nos enmudeció a todos: "Mi padre me violaba sistemáticamente desde hacía ocho años y entonces yo tenía sólo doce. Estaba asqueada. Recuerdo haberme lavado el pubis con champú para perros. Un día que no había cenado nada, vomité la cena de mi padre. ¡Dios Santo!, no me lo vais a creer, pero en aquellas condiciones, me pareció un detalle que la Navidad del 79 mi padre me violase vestido de Santa Claus".

lunes, 23 de diciembre de 2013

Mentiras como verdades - José Luis Alvite

Mentiras como verdades - José Luis Alvite

Puedes hacerlo. Está a tu alcance. Nada te impide convertir tu vida en cine. Toma un taxi en la parada más cercana. Acomódate atrás, en diagonal con el retrovisor del chófer. "Lléveme a la estación del ferrocarril. Pero no se apure, amigo; necesito perder ese tren".Hay algo de cinematográfico en los trenes que los hace tentadores y fantásticos. Como si una mujer te dijese: "Has sido un estúpido trayéndome tan temprano a la estación. Un hombre jamás debe llevar a una mujer a la estación a tiempo de que coja el tren".Pero lo cierto es que cosas así sólo ocurren en el cine y que en nuestra maldita vida lo más apasionante puede ser que el maldito glaucoma nos impida llorar. Un día te encuentras al borde de la muerte y desesperas porque no recuerdas nada memorable, una frase incomensurable, como esas del cine, como cuando Burt Lancaster le decía en 'Mesas separadas' a Rita Hayworth: "Nunca había conocido a una mujer que mintiese con tanta sinceridad". Porque las mujeres del cine alcanzan la exquisitez cuando mienten. Sobre todo si son Bette Davis, Gloria Grahame, Joan Benett o Laureen Bacall, mujeres, muchacho, de las que se sabe que mentirían si dijesen la verdad. ¿Y qué me dices de David Nivel? Nadie fue tan elegante como él, que daba la impresión de ser capaz de sorber el solomillo por la pajita del vermú. Hizo sublime todo lo que interpretó y cuando hace unos años dejó de existir, a uno le quedó la sensación de haber visto en el cine a uno de esos elegantísimos tipos que sólo se mueren por rigurosa invitación. Acabamos de revisarle en la citada 'Mesas separadas' y estoy convencido de que muchos pensaréis, como yo, que a los carraspeos de David Niven se les podría llevar la conversación. No le envidio a nadie su coche, su casa, su caída de ojos pero le envidio el sudor a Marlon Brando, que era un tipo que sudaba de cine, como en 'Un tranvía llamado deseo', enloquecido por el calor, la humedad, el ocio y la cerveza. Pero también su daba de lo lindo y como nadie en 'La jauría humana', aquí porque le daban una paliza en otro sitio con calor meteorológico y con tórrido calor social, en medio del amor y de la intransigencia, acorralado por esos americanos conservadores y zafios que comprarían un Van Gogh para enmarcar con él la cabeza de un ciervo. Si estás deprimido porque agoniza tu mundo, porque hay sangre en tu orina, porque la niña volvió vieja del colegio, ¡joder!, ya sé que es duro, pero échale al cuerpo medio litro de morfina y recuerda a Lee Marvin cantando 'Estrella errante' en un paisaje de lodo y juego, en uno de esos sitios cambiantes en los que la mierda de las uñas son una mezcla de oro y rímel. Estas cosas ocurren en el cine y nos ayudan a sobrellevar nuestras vidas. No conocerás a alguien así pero comprenderás que Juana de Arco tenía alma y que Joan Benett, en cambio, tenía bolso. Y soportarás mejor ese terrible momento de la agonía, el sublime instante en el que uno de los tuyos intenta darte la comunión con la cucharilla del postre.

sábado, 21 de diciembre de 2013

Boxeo de letras - Jose Luis Alvite

Boxeo de letras - Jose Luis Alvite

Aunque empecé a escribir historias cuando era sólo un niño, quise ser otras muchas cosas antes de dedicarme de manera profesional a esto. A los dieciséis años me propuse ser boxeador y me apunté a un gimnasio en Compostela. Era un muchacho alto y espigado, las piernas ágiles, los brazos largos. Me desplazaba con rapidez sobre unos pies en los que a mi me parecía a punto de medrar el abanico el baile. El entrenador me miró de arriba abajo y sobrevino el primer disgusto: "Las gafas, chaval. No se puede ser boxeador con gafas, no sé si me entiendes". Se me ablandaron los brazos y me cayeron veinte grados los hombros. "¿Y que me dices de estas manos, chico? Son largas pero estilizadas. Si le pegases a alguien un puñetazo con estas manos de pianista lo más probable es que sólo consiguieses encariñarlo contigo". Me miré las manos de un lado y del otro antes de que él las tomase entre las suyas y me diese un brusco tirón en ellas. "¿Has hecho alguna vez algo duro con estas manos, muchacho?. Me refiero a si las has visto sudar por algo que no fuese fiebre, miedo o calor. No dudo que quieras ser boxeador, pero yo te digo que estas manos a duras penas resistirían el dolor de la manicura. ¿Crees que soportarías en tus manos algo que no fuesen el ridículo callo de la masturbación?". Me dio luego una palmada en la espalda. Estuve a punto de toser. El entrenador me dijo que todavía no había desarrollado bien mi anchura de espaldas. Además de venirme holgada la gabardina, yo creo que en aquella época incluso me quedaba flojo el sudor. "Tienes envergadura de brazos pero no intimidas, ¡que quieres que te diga! ¿Sabes que es eso de intimidar? Que alguien te tema sin que sepa muy bien el motivo, incluso sin que haya razón alguna para sentir miedo. La intimidación se lleva en la mirada; en la mandíbula de los párpados. Fíjate en ese otro muchacho, el rubio que suelta jabs al aire en la penumbra. No le llamarían "Pelotas" si no hubiese un buen motivo para llamarle así. Ese muchacho intimida, ¿comprendes? Tiene un par de huevos en los que podría incubar un pavo de Navidad.. ¿Y sabes por que intimida el cabrón de "Pelotas"? Pues muy sencillo: el cabronazo de "Pelotas" intimida porque vive con los suyos en un puto agujero en el que incluso vomitan las ratas". Me pasó un brazo por el hombro y me llevó hacia el borde de ring algo destartalado en el que cacareaban como babosas de nácar los golpes de dos boxeadores con cierto oficio. Se podían escuchar sus pies relinchando en la resina. "¿Crees que podrías pelear contra alguien así? Sinceramente, ¿lo crees? Ya sé que estás aquí para empezar, pero, ¿sabes?, el boxeo no es juego de salón. Esos muchachos tienen cecina en las manos y les huele como las mulas el sudor. Un solo golpe de cualquiera de ellos te dejaría el rostro dos centímetros por detrás de la cara. Porque esa es otra: tú tienes cara; ellos, muchacho, tienen rostro. No es lo mismo, ¿sabes?. El rostro es lo que queda cuando los golpes de la vida te estampan en la cara la fotogenia de la muerte. No dudo que quieras ser boxeador, pero no creo que esto sea lo tuyo. Tienes pinta de haber leído libros. Y de haber aprendido cosas interesantes. Por eso sé que no sirves para esto. Porque el boxeo es para gente dispuesta a olvidar incluso las cosas que jamás fue capaz de aprender". Entonces echó las manos a mis gafas y las retiró de mis ojos. Pidió unos guantes y me ajustó las manos dentro de ellos cegándolos con esparadrapo. Después llamó a "Pelotas". "Escucha, "Peló", este chico quiere ser boxeador y cree que tiene condiciones. Dile que está equivocado". Aquel muchacho me llevó de la mano hasta el ring. Recuerdo que me hice un lío entre las cuerdas y estuve a punto de caer hacia atrás. Me planté en el centro. "Pelotas" empezó a saltar de un lado a otro, con la guardia distendida, la cabeza levantada y un protector de asomando entre los labios, como un clítoris de caucho. "Pelotas" era ágil y resuelto como agua musculosa. Soltó al aire media docena de golpes de fogueo mientras adelantaba la cabeza como si quisiese verme mejor. Me dejó que metiese dos golpes en las palmas de sus guantes. A continuación me tocó el rostro con un gancho lento, suave, casi deletreado. Sentí un vacío enorme dentro de la cabeza, como si me hubiesen extirpado el cerebro. Se me cayeron los brazos a lo largo del cuerpo. Me sabía como vísceras de cordero la saliva. Los guantes me pesaban como si soportase en cada mano el peso de mi cabeza recién decapitada. El entrenador llamó a "Pelotas" y le envió a la ducha. Un tipo me separó las cuerdas para que bajase del ring. Me temblaban las piernas tanto como si acabase de expulsar por la uretra la cabeza disecada de un caballo. El entrenador me llevó por el hombro hasta la penumbra del rincón. "Esto no es lo tuyo, hijo. No soportarías más sangre de la que puedas encontrar después de un beso en tu cepillo de dientes. Prueba en otra cosa. O dedícate a estudiar. Sacarás mas provecho. De todos los portales que hay en la ciudad, has ido a meterte en el que menos te conviene. ¿Te gustan las crónicas de Manuel Alcántara?¿O las de Vadillo? Eso es seguramente lo tuyo: escribir de boxeo. Inténtalo por ahí, ¿quieres? –me encogí de hombros–. No quiero que te ofendas, muchacho, pero no hay boxeadores con gafas. Tú eres un tipo leído y no hay boxeadores de letras".

Me despidió en la puerta del gimnasio. Volví a los pocos días y no le importó darme otra oportunidad. Lo dejé a las pocas semanas. Los golpes me aturdían la cabeza y ni siquiera era capaz de meter la orina dentro de la taza del retrete. Definitivamente, aquello no era lo mío. Me costó mucho renunciar a mi carrera en el ring, pero recuerdo aquella etapa con emoción, con gratitud y con cariño. La vida me llevó por otros derroteros y ahora firmo con mi nombre en mis columnas de los periódicos. De haberme dedicado al boxeo, mí nombre sólo habría aparecido medio escondido en el discreto palmarés de cualquiera de esos boxeadores desvelados por la muerte a los que a duras penas reconocen en la penumbra sus propios perros. Ahora sé que la literatura y el boxeo en realidad sólo son maneras distintas de escupir.

Esto es progreso: legislar en defensa de la vida - Federico Quevedo

Esto es progreso: legislar en defensa de la vida - Federico Quevedo
Por fin hay reforma de la reforma de la Ley del Aborto y, en contra de lo que se había venido diciendo –que se iba a enfriar el ímpetu inicial de Gallardón y que al final se trataría de un parche para cumplir con el programa-, el Gobierno se la ha jugado con una valentía sin precedentes en defensa del principal y más importante derecho del ser humano: el derecho a la vida. Es verdad que la ley permite el aborto en dos supuestos, es decir, que de alguna manera se vuelve a la ley de 1985 En este sentido cabe decir que la lucha por la desaparición total del aborto todavía no ha terminado y habrá que continuar creando conciencia social contra este gravísimo atentado contra la dignidad y la naturaleza humanas.
Pero también lo es que el anteproyecto aprobado por el Gobierno -y que debe seguir ahora su trámite parlamentario- hace justicia en un elemento fundamental: el aborto deja de ser un derecho y vuelve a ser el objeto de una despenalización. Sin embargo, al mismo tiempo, la ley elimina cualquier tipo de reproche y consecuencia penal para la mujer que aborte fuera de los dos supuestos despenalizados por lo que, cabe entender, que será el médico que practique un aborto al margen de la ley el que sufra las consecuencias penales de haberlo hecho.
Dicho de otro modo, la ley supondrá un duro golpe para las clínicas privadas que practicaban abortos indiscriminadamente y en muchos casos falsificando la documentación. No habrá más ‘doctores Morín’ porque la ley va a impedir que el aborto sea un lucrativo negocio a costa de la vida del nasciturus y del sufrimiento de la mujer. Incluso les prohíbe darse publicidad, que era como dar publicidad a la muerte.
No habrá más ‘doctores Morín’ porque la ley va a impedir que el aborto sea un lucrativo negocio a costa de la vida del 'nasciturus' y del sufrimiento de la mujer. Incluso les prohíbe darse publicidad, que era como dar publicidad a la muerte
El Gobierno limita los dos supuestos al riesgo físico para la madre, siempre que esté acreditado por dos médicos ajenos a la clínica en la que se va a practicar el aborto, y en el caso de la violación dentro de las doce primeras semanas y previa denuncia de la misma. Los dos casos parecen razonables en la medida en que se plantea un conflicto de difícil resolución por cualquier otra vía. Nadie puede obligar a un médico a elegir entre la vida de la madre y la del no nacido sin darle la opción de hacerlo, ni nadie puede obligar a una mujer a soportar un embarazo no deseado fruto de una violación.
El aborto es la muerte provocada de un ser humano vivo, es decir, implica matar aunque la muerte se produzca en el seno materno. A la izquierda le resulta imposible aceptar este hecho así porque le genera un problema de conciencia, y entonces traduce el aborto por interrupción voluntaria del embarazo, como si se tratara de darle al pause en una película de video. Y todo porque en un mal entendido feminismo la izquierda ha antepuesto el derecho de la mujer a hacer con su cuerpo lo que le de la gana –derecho que nadie le niega, pero que exige una responsabilidad-, al derecho a la vida de un niño, lo cual supone en sí mismo el mayor retroceso social que haya experimentado nunca el ser humano devolviéndolo a su prehistoria. Ni siquiera los animales son tan crueles con sus crías.
En esto Rajoy está demostrando tener más bemoles de los que tuvo Aznar, quién predicó mucho en contra del aborto pero no fue capaz de tocar ni una sola coma de la ley que acabó resultando un coladero por aquel supuesto del daño psíquico de la madre
Abortar es matar, y me da igual lo que duela escuchar esa palabra, pero solo así es comprensible la reforma que va a llevar adelante el Gobierno en cumplimiento de su programa electoral. Solo así es comprensible su ánimo de defensa de la vida humana y en eso este Gobierno puede presumir de ser el más progresista de la historia, aunque a la izquierda le cueste entender que el derecho a la vida, y con mayor motivo el derecho a la vida del ser humano más débil e indefenso que es el nasciturus, debe protegerse contra todo acto de violencia externo venga de donde venga y tenga el motivo que tenga.
Desde mi pequeña tribuna, desde estas líneas que tantas otras veces han sido críticas con el ministro Gallardón por otras razones sobradas, mi aplauso por la valentía con la que va a afrontar esta batalla en defensa de la vida, a sabiendas de que le va a suponer enfrentarse a la sinrazón de quienes seguirán defendiendo el derecho a matar haciendo una lectura tergiversada y perversa del sagrado deber de la Justicia de defender toda vida humana.

Y déjenme decirles otra cosa: también en esto Mariano Rajoy está demostrando tener más bemoles de los que tuvo José María Aznar, quién predicó mucho en contra del aborto pero no fue capaz de tocar ni una sola coma de la ley que acabó resultando un coladero por aquel supuesto del daño psíquico de la madre. El viernes el Gobierno aprobó el anteproyecto y esa fecha quedará marcada como el comienzo de una esperanza para miles de niños –casi 120.000 dejaron de nacer por culpa del aborto en 2011- que, de otra manera, nunca verían la luz del sol.

América - José Luis Alvite

América - José Luis Alvite

No nací en el 'Savoy'. Llegué aquí hace muchos años, pero mi origen está al otro lado del mar. Marché porque un tío mío que emigró a Nueva York me escribió rebosando entusiasmo. Su descripción de América no era sesuda pero resultaba tentadora: "Te gustará esto. Es un país muy avanzado pero conserva vestigios del pasado y cierto toque artesanal. Verás grandes hospitales y maneras distintas de matar. Reconozco que es una tierra muy dura. Aquí a los pacifistas los entrenan los marines, los urbanistas suprimieron las aceras y en los centros educativos el revólver se considera material escolar. La gente es muy individualista y se te permite identificarte con cualquier documento, incluso con una placa de riñón. Y en cuanto a la vida familiar, es muy efímera y muy cambiante. Hay tipos que se casan sólo para ir a medias en los gastos del divorcio. Lo normal en un americano medio son tres matrimonios y un cadáver en el jardín. O en el maletero del coche. A un amigo mío le detuvieron en una gasolinera en Galveston. Le preguntaron qué llevaba en el maletero. Mi amigo le dijo que llevaba la rueda de recambio. Y el agente le dijo: Conforme, muchacho, pero te advierto que a la maldita rueda de recambio le asoma una mano. ¡Cosas de los tejanos! Hace años en Dallas regaban con petróleo los jardines. Se veía riqueza por todas partes y los coches allí eran tan grandes que se dice que los aparcaban en dos calles distintas. Seguramente se trata de una exageración, como puede resultar exagerado decir que cualquier cocinero americano conoce al menos diez maneras de estropear la carne. Pero uno se quedaría corto si quisiese contar las bellezas naturales de este inmenso país. Puedes ver los montes más altos, los valles más umbríos, los ríos más caudalosos y los pedregosos ríos en los que hay tantos salmones que hay que devolverlos al agua con una pala. Un tipo que frecuenta el 'Savoy' jura haber visto en Nevada un río que desembocaba en una duna. ¡Gran país! A pesar de que se come mal. Porque en América todo lo que se come viene del congelador. ¡Joder, sobrino!, en América incluso el hielo es congelado”.
En su carta me decía mi tío que América era un sitio acogedor, "gente abierta que te dispara mirándote a la cara". Después se extendía sobre mi temor a sentir el rechazo de un idioma distinto y de una cultura tan diferente de la mía: "En cuanto al idioma, no te hagas mala sangre. Como te digo, en América la gente es muy abierta para todo, incluso para los idiomas. Llevo aquí treinta años y me desenvolví con facilidad desde el primer día. No me lo vas a creer, pero nada más desembarcar comprenderás que aquí todo el mundo habla español, sólo que los americanos, como son tan suyos, el español lo hablan en inglés. Te sorprenderán muchas cosas en América, sobrino: sus paisajes inmensos, sus bosques tan densos que ni siquiera caben dentro los árboles y, sobre todo, la holgura de las ciudades. Cuando visité por primera vez Los Ángeles supe que estaba en un sitio especial porque las calles eran tan anchas, que la gente tomaba el autobús para cambiar de acera. Hay cosas malas aquí, como en todas partes. Por ejemplo, la soledad. Todo el mundo vive muy solo. Un amigo mío se casó únicamente para tener un testigo de su soledad. ¡La maldita soledad del progreso! Un sondeo seguramente manipulado, aseguraba hace algunos años en un periódico de Boston que en América, doce de cada diez matrimonios acaban en divorcio. Te presentaré en el 'Savoy' a un tipo cuya madre se casó unas cuantas veces. Toca el piano en el club de Ernie Loquasto. Y sobre su tapa mantiene desde hace mucho tiempo una foto en la que aparece con su madre y una pandilla de fulanos. En la foto puede leerse: 1954. En Atlantic City, con mis padres. En las bodas intervienen siempre un reverendo y un abogado. Sé de mujeres que se casaron con un tipo y consumaron el matrimonio con otro. Unos amigos míos se casaron y salieron de luna de miel en aviones distintos. Él dijo que se había casado porque un abogado le dijo que el matrimonio era causa de divorcio en cualquiera de los cincuenta estados. Un año más tarde, como no podía pagarse un abogado, se divorció de mi amiga con un cuchillo de cocina”.
Si puedes convivir con un cáncer de laringe, no hay razón para no soportar América. Incluso aunque a menudo lo más parecido al afecto que puedes conseguir de alguien es su indiferencia. Una veterana corista del 'Savoy' compartió cuatro años su vida con un tipo que bailaba con una maleta en cada mano. Pero hay también pasajeros, tipos amables, sentidos y anónimos, hombres sin huellas en cuyo equipaje lo más pesado son las manos. Ella se llamaba Selma Rateway y una madrugada me dijo: "Sabes, encanto, a veces te sientes tan sólo que un disparo en el vientre te parecería ropa".En la América culta y católica de los Kennedy, cada granjero de Nueva Inglaterra tenía un Espíritu Santo en el palomar. En la costa garrapiñada de Maine las langostas parecían crucifijos lavados. Y en Hyannis Port la playa era a partes iguales sémola y pan rallado. A nadie le miraban el color de la piel e incluso las carreteras eran de asfalto azul. Pero el Sur siempre fue distinto. En Alabama, en Georgia, en Mississippi, todavía en los años sesenta en las plantaciones había matas de algodón encarnado. ¡Esto es América! Nada más situarme en el 'Savoy', me dijo Ernie: "Amigo mío, si un policía le pega cuatro tiros a un negro en Nueva York, puede ser asesinato; si ese policía le pega cuatro tiros en Alabama, lo más probable es que sea malversación de fondos". Así era la América que conocí, un sitio en el que se consideraba delito emplear más de una bala en el asesinato de Luther King. Mirando discretamente a tu alrededor podías comprender que Jesse Owens ganó en la Olimpiada de Berlín porque había aprendido a escapar más rápido que nadie los 100 metros lisos. Un racista de Georgia me dijo nada más llegar a América: "Apunta siempre a lo lejos. Nunca dispares a quemarropa contra una mujer negra, amigo; podrían condenarte por acoso sexual". América es un sitio duro y hermoso. Puedes plantar trigo en el mármol pero te costará entrar en el corazón de alguien. Pero al final te acostumbras a un sitio así, un país, en cuyas cárceles cuecen las gallinas en sus jaulas.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Mi vida en una palangana - Nacho Mirás Fole

Mi vida en una palangana - Nacho Mirás Fole

Que me hayan extirpado un trozo de cerebro, con su correspondiente lacasito, me convierte, en rigor, en un descerebrado. Y a los hechos me remito: mi cerebro no tiene ni el mismo peso ni el mismo tamaño que tenía hace ahora, justo, una semana. Lo que me preocupa de esta situación es que los doctores Allut y Prieto, que son al cerebro lo que los mecánicos del Monster’s Garage al tunning, se llevaron en la palangana a la que echaron mi trozo indeseable cierta información que utilizaba esa superficie como disco duro, unos cuantos datos fundamentales para la cosa de vivir, que no es cosa menor. “Te hemos tocado el área de la afectividad, el lenguaje y la memoria. Además, el lóbulo temporal derecho se encarga de interpretar los olores. En cualquier caso, todo debería de funcionar bien”, me dijo el neurocirujano. Después de siete días de comprobaciones y testeos, los daños colaterales se concentran sobre todo en la afectividad y en el olfato, hasta el punto de que no reconozco ni mi propia casa. No os podéis ni hacer una idea de lo que es no reconocer tu ropa, tu habitación… a tu gente. Somos mamíferos y esto no es una cuestión de estar acatarrados y de que unos miserables mocos no te dejen interpretar el decorado, sino de que toda la gama aromática que identificaba mi entorno ha ido a parar a la palangana de un quirófano y ha sido sustituida por otra completamente diferente. Te dan unas pautas de medicación, te dicen cómo hay que hacerse las curas… pero nadie te explica cómo te tienes que adaptar a un entorno en el que, de protagonista, pasas a ser un invitado. Es horrible. Siento un deseo inexplicable de huir lo más lejos posible. Y aún sabiendo que hay mucha gente preocupada a mi lado, querría simplemente otra vida, una vida en la que mi cabeza no tuviera tres placas de titanio, quince grapas y una sensación permanente de tristeza que me invade las veinticuatro horas del día. “Ten paciencia”, te dicen, como si la paciencia la vendieran en el estanco de abajo o la despacharan en la plaza. Cuando recetamos paciencia es porque no tenemos ni puta idea de por dónde va la cosa. Supongo que soy mal enfermo, que es lo que nos suele ocurrir a los que tampoco somos, me imagino, buenos de llevar cuando estamos sanos. Yo necesito mi espacio y mi independencia, y de eso ahora no tengo y lo añoro. Nunca pensé que un trocito de carne en una palangana quirúrgica me pudiera cambiar tanto la vida, doctores. Supongo que toda esta situación me va a resituar en el mundo hasta un extremo que ni yo mismo me imagino. Cuando en el primer capítulo de estas memorias sanitarias escribí aquello de “los días tristes”, ni por asomo me imaginaba la enorme tristeza que me invadiría hoy. Estos son de verdad, amigos, los días más tristes de mi existencia, atrapado en una película que es como un sucedáneo de lo que había antes. Yo no lo sé explicar. Y el neuropsicólogo, que tiene más de mago de que de científico, trata de convencerme de que el cerebro se readaptará con unos extraños mecanismos que nadie conoce a fondo y todo volverá a ser como antes. Una cuestión casi de fe. Pero yo soy hombre de poca fe, así que solo deseo huir. Y pido perdón, por educación, a todos a los que les toca aguantarme. Me invade, además, el pánico a la llamada que los neurocirujanos me harán en unos días poniendo el apellido al trozo de cerebro desalojado. Cómo no voy a tener ganas de escapar. Lamento no tener un día mejor. Echo de menos tantas cosas y a alguna gente… Eso no me lo han extirpado. Solo una cosa: si también me vais a recetar paciencia, no lo hagáis; para eso ya me automedico y así no me peleo con nadie. Si la cosa mejora os lo haré saber.

La bandera del Waldorf - José Luís Alvite

La bandera del Waldorf - José Luís Alvite

Eran las diez de la noche y a ella la esperaba un vuelo en Lavacolla a primera hora de la mañana para devolverla a una ciudad al otro lado de la doblez más lejana del mapa. Recuerdo que pasé a recogerla en la puerta del aeropuerto y que deslicé su equipaje en el maletero del coche. Por como caía de acostado el sol a aquella hora creo que fue por estas fechas. Era tarde para tomar café y demasiado temprano para cenar, así que sintonicé música en el coche y busqué la primera salida de la ciudad hacia la costa. “Si hemos de cenar fuera, preferiría pasar primero por el hotel para cambiarme de ropa”, dijo poco convencida, sin duda informada de que no todos sus planes entrarían necesariamente en los míos. Nunca entendí que después de volar hora y media en un avión limpio como una farmacia las mujeres se sientan tan sucias como si hubiesen llegado a su destino encaramadas en un tractor.
Media hora más tarde rodábamos por la costa con una lentitud desusada para mí, como si transportase para la mafia una carga de nitroglicerina que pudiese explotar con cualquier acelerón o en un giro brusco al mamar el pómulo de cualquier curva. Me gustó que el sol de poniente velase mi rostro con la sombra perfumada del suyo. El tiempo se nos fue echando encima mientras yo conducía pensando en ella, sin fijarme en la carretera, orientado apenas por el astigmatismo del arcén mordido por la hierba, con la misma precisión con la que en la espalda de una mujer se arrastra el tirador a lo largo de la cremallera de su vestido. Hablamos de cine, de paisajes, de pintura, de literatura... Pero si he de ser sincero, yo lo que mejor recuerdo son las cosas que creo que jamás le dije, unidas a las respuestas que ella no tuvo ocasión de dar. De vez en cuando recobraba el sonido real y su voz rogándome que retrocediese en el camino hasta su hotel porque necesitaba cambiarse para la cena. Pero perdí contacto con su ruego y seguí rodando como si lo hiciese por una carretera asfaltada con la pantalla de un cine a punto de echar el cierre. No sé si se lo dije, pero yo recuerdo que le sugerí que se olvidase de su idea de volver a la ciudad. “¿Ves aquel puente punteado en sus pasamanos por una luz que parecen las anginas de la lumbre? Al otro lado está la isla, y en la isla, el Gran Hotel con sus paredes merengadas y los toldos amarillos. Estamos algo lejos de la ciudad para volver y sería un desperdicio salir de aquí. No sé muy bien qué me espera a tu lado, pero todo el tiempo del viaje he venido pensando que tú eres lo más cerca que estoy del lugar al que siempre quise ir”. Seguramente no dije nada semejante o ella no supo que se lo decía porque viajábamos en sueños distintos. El caso es que me pidió que le trajese su equipaje del maletero del coche y se pasó con él al asiento de atrás. Acabábamos de cruzar el puente con su compota de luz y dejamos atrás la caseta de vigilancia de la isla. Me dijo que se cambiaría de ropa allí mismo. Arrimé el coche al arcén, lo bastante cerca de una farola para que ella supiese lo que hacía y lo bastante lejos para que la penumbra azul del coche pareciese un biombo. Al ver su torso desnudo en el retrovisor del coche me miré las manos con ese gesto instintivo con el que les mira los puños a los clientes la chica que vende los guantes. Me sinceré: “Estás tan radiante, amiga mía, que es evidente que la de esta noche es la primera vez que tengo la sensación de llevar en el asiento de atrás la cartelera robada de un cine”. Entonces reanudé la marcha con el coche casi parado, tan lento que podrían haberme adelantado las lucecitas de la ría reflejadas en el retrovisor. Ella se pintó los ojos como si repasase el ojal de su mirada con el lápiz de Gauguin y se dio luego carmín en los labios mientras yo conducía cuidando de que un bache no echase a perder en la dulce acupuntura de su pulso aquel portentoso autorretrato. No contaré hoy el final de aquella historia, no porque no haya sucedido, sino, ¡que demonios!, porque de momento será suficiente con que diga que se llamaba María, era hermosa como el resplandor huérfano de luz que precede a la epilepsia y seguramente era por ella por quien preguntaban aquella noche los neoyorquinos al echar de menos la bandera más vistosa en el vestíbulo del Waldorf. 
jose.luis.alvite@telefonica.net

El escritor de las cometas - José Luis Alvite

El escritor de las cometas - José Luis Alvite

Yo creo que Carlos Casares era la clase de hombre que busca una excusa para irse porque no encuentra una excusa para quedarse. Muchas veces se lo noté en actos oficiales y en encuentros de trabajo. "Marcho, que ainda me queda moito camiño", decía alargándote tímidamente la mano camino de su bolsillo. ¡Maldita sea Carlos, amigo!, esta vez no podrás irte a casa porque la puta muerte es una magnífica excusa para quedarse. ¿Recuerdas muchacho? ¿Recuerdas que en algunos agasajos que te hicieron, me confesaste tener la sensación de que te quedabas a deber dinero a alguien? Una tarde en "Airas Nunes" compartimos un café de sobremesa. Como siempre, se te hacía tarde. Fue iuna conversación breve. Me dijiste: "Eu necesito certo orden nas cousas, na vida, nas emocións. Non podería vivir coma ti, dormindo onde te renda o sono. Necesítase moita saude pra perdela durante tanto tempo" Tomabas un café muy largo de leche. Estabas ligero y despejado. A mi me pesaba el cansancio de las noches en vela y te dije que tendría que ir a urgencias que me despegaran los calzoncillos. "¿Que cousas tes, Alvitiño! Díxome dunha volta un vello da aldea que tíñase coidado moito porque era o único xeito de chegar a novo" Eso era Casares: una manera de vivir pensando en llegar a la falsa y serena juventud de la vejez.
No estaré en tus funerales, Carlos, amigo. Tengo trabajo y esta temporada no me sienta bin la chaqueta cruzada. Y bien que lo siento, sobre todo porque no podré echarte una mano para aliviarte las presiones del protocolo y tendrás que resignarte en la terrible "pole position" de la muerte, rodeado del organigrama del duelo, todo el mundo trajeado y severo, poseídos de ese gesto neutro que sirve para las exequias y para la botadura de una fragata en Ferrol.
Ya sé que dirán cosas buenas de ti y eso es lo justo, lo honrado, lo único que valdrá la pena de todo esto, salvo que ahora a los funerales les pongan canapés, que a todo, Carlos, amigo mío, se llegará. Pero se dirán también cosas no sentidas, con el ánimo, claro, de resaltar tu figura. Al final -tú lo sabes- alguien que no sepa de qué va la cosa, creerá que acaban de darle sepultura a un "cinco" de la NBA
Te mueres joven y sin necesidad. Hay escritores que si se mueren jóvenes ganan mucho porque la muerte les hace la mitad del currículum y un buen álbum de fotos ¡Las fotos, Carlos! La gente del protocolo corre al peluquero y al sastre. Hay que ser muy cuidadoso con estas cosas. Tipos que te metieron una puñalada en el periódico, se acicalan porque saben que sus vidas miserables ganan algo si mexclan la hipocresía, el dolor y la fotogenia. Podrían cruzar el atlántico, ahora que en Norteamárica se permite compraventa de chorizos
Adiós, amigo Fuiste un magnífico escritor y columnista, un hombre sencillo que en los cafés parecía el camarero. Te echaré de menos. En la vida de un hombre aparecen pocos como tú, gente con la cara en la palma de la mano. Tardará en aparecer otro tipo como tú,alguien que sepa escribir en el papel de las cometas
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jueves, 19 de diciembre de 2013

Una vida por los pelos - José Luis Alvite


Una vida por los pelos - José Luis Alvite

Alguien que sintió una repentina curiosidad biográfica me preguntó con cuántas mujeres había estado a lo largo de mi vida. Supongo que en su pregunta influyó la evidencia de que yo hable con frecuencia de mujeres en mi columna del periódico. "Estuve con unas cuantas", le dije. Como le parecí poco concreto, insistió en que tratase de recordar nombres y circunstancias. Hice memoria y me salieron doce mujeres de un tirón. "Son más, seguro que son más", insistió. "Podrían ser más, sí, no digo que no, pero no tiene sentido hacer una lista. Mi vida se ha regido por los impulsos, no por el álgebra. Yo no hacía un diario, como José Bono. Eran cosas que ocurrían, hechos sin importancia. No podría decir una cantidad, ¿comprendes?¿Acaso recuerdas tú cuantos helados comiste en tu vida?".
Y aquel tipo me dijo: "Yo no recuerdo cuántos helados comí en mi vida, pero es que los helados no tienen pelos". Su respuesta no fue en absoluto una tontería. Tenía razón. En el fondo yo sabía que hay acontecimientos que se celebran al conmemorar la fecha en la que sucedieron y otros que los recuerdas por el trabajo que te dieron al escupirlos. Desde luego nunca olvidaré que cuando empecé con Carlos Herrera en Radio Nacional, España llevaba una vida francamente disipada y, por la mañana, muy temprano, carraspeaba varias veces y escupía en el retrete aquella tupida saliva en rama antes de intervenir en el programa.
Calculo que en el transcurso de unos años, escupí media docena de veces la barba de Fidel Castro. Fueron aquellos unos formidables días de fantasía, de zozobra y de mujeres. Había en mi biografía más pelos que en docena y media de gatos, casi tantos como en el mejor abrigo de Zsa Zsa Gabor. En una ocasión llevé una americana a limpiar a la tintorería y la dependienta me sugirió que se la encomendase mejor al peluquero. "Vamos, dime, cuántas mujeres fueron", insistió mi acompañante. Le dije que nunca fui muy aficionado a la estadística y que me importaban poco los porcentajes. "Detesto el orden y no hago listas -le dije- y la verdad es que unos nombres los recuerdos y otros los olvidé o jamás los supe. ¿Sabes?, mi vida es más que eso, mucho más".
"He sido para las mujeres tan tenaz como lo son otros hombres para coleccionar sellos. En realidad, el sexo y la filatelia solo son maneras distintas de usar la lengua. ¡Qué importa cuántas mujeres haya habido en mi vida! No soy coleccionista. A veces me enamoro y otras simplemente me encapricho. No digo que no haya aprovechado las ocasiones que tuve, pero he sido muy constante en mi relación con las mujeres. No soy la clase de hombre al que las chicas le hacen cola a los pies de su cama. He tenido que esforzarme mucho y dedicarles miles de horas. En el ambiente cinegético, yo sería la clase de cazador que sale al monte llevando de casa la escopeta, el perro y los conejos", continué.
El tipo no se daba por satisfecho: "Veinte, cincuenta, cien? ¿cien mujeres?". A mí no me importa contar mi vida. Lo hago con gusto y no omito detalles porque tengo de mi pasado una fría visión forense en la que solo de vez en cuando se entromete ese vago remordimiento novelado que ayuda a convertir cualquier culpa en literatura. He confesado tantas cosas malas de mi existencia, que dudo que algún día circule en mi contra un solo rumor con cuya malicia no resulte en realidad favorecido. Lo que peor soporto es que se extienda sobre mi imagen la duda de que no he hecho en mi vida otra cosa que alejarme de una mujer mala por la suerte inmerecida e inmensa de haber dado con otra peor. Por eso quise dejarle la cosas claras a aquel tipo tan numérico: "He deseado a centenares de mujeres y algunas me hicieron caso y me divertí con ellas. Me casé dos veces porque se necesitan demasiados papeles para romper y repetir. Pero en todo ese tiempo escribí miles de columnas en los periódicos, hice centenares de crónicas en la radio, celebré la Navidad en casa, hice un millón de kilómetros en coche; y aunque a veces llegué tarde al cementerio, también estuve bajo la lluvia en el momento enterrar a mis muertos. Las mujeres han sido muy importantes en mi vida, es cierto, pero, ¿sabes?, puedo jurarte que incluso quienes con el tiempo me olvidaron, en el fondo me recuerdan vestido. En realidad mis éxitos con las mujeres se cuentan por fracasos. Con un poco de interés podría hacerte esa jodida relación de la que hablas, pero, joder, amigo, ¿a qué maldito jugador le apetece hacer una lista de los números de la lotería que jamás resultaron premiados?"

Carta abierta a un parado español: gracias - Carlos Otto

Carta abierta a un parado español: gracias - Carlos Otto
Estimado amigo:
Me llamo Carlos Otto, tengo 29 años y soy periodista. Quiero dirigirme a ti, aunque no nos conozcamos personalmente, porque me gustaría decirte un par de cosas. 
Es probable que últimamente te vengas sintiendo como un parásito o un inútil. No porque realmente creas que lo eres, sino porque mucha gente se ha encargado de dejártelo caer o, directamente, decírtelo. Los políticos te dicen que basta ya de vivir del Estado y que debes crear una empresa aún a riesgo de perder el poquísimo dinero que te queda. Los representantes de según qué empresarios te dicen que se acabó el café para todos y que no podemos seguir pagándote el desempleo para que te tires a la bartola en vez de estar levantando el país, como hacen ellos.
Hace algo más de tres años decidí que, si no me daba trabajo yo mismo, nadie me lo daría, y me di de alta como autónomo. Llevo todo este tiempo trabajando y, de cuando en cuando, incluso consigo dar empleo a alguien
Incluso muchas personas que a día de hoy tienen un trabajo mal pagado (aunque lo puedan perder mañana por la tarde), te mirarán por encima del hombro, se compararán contigo y pensarán que, si estás en paro, quizá no eres tan bueno como pensabas. Algunos, incluso, cuestionarán que, de cuando en cuando, te tomes una caña en vez de dedicar cada segundo de tu vida a buscar empleo.
Te cuento mi caso: hace algo más de tres años decidí que, si no me daba trabajo yo mismo, nadie me lo daría, y me di de alta como autónomo. Llevo todo este tiempo trabajando y, de cuando en cuando, incluso consigo dar empleo a alguien. Si me dejase llevar por el discurso agresivo que ahora mismo existe contra los parados, te diría que cruzándote de brazos no vas a conseguir nada. Que no puedes sentarte en el sofá y esperar a que el trabajo te llegue solo. Que tienes que aprender lo que es la cultura del esfuerzo. Que aprendas de mí, que soy un hombre que se ha hecho a sí mismo sin pedir ayuda a nadie. Y mucho menos al Estado. Pero nunca te diré nada de eso, porque es una soberana estupidez.
Yo también cobré el paro, y fue gracias a ti
Si te cuento mi historia entera, te diré que entre 2008 y 2010 estuve en paro. Y, evidentemente, cobré dinero del Estado. Y, ¿sabes qué? Si por aquel entonces pude cobrar el paro fue, entre otras cosas, gracias a que tú, en algún momento de tu vida, has trabajado y cotizado.
En ocasiones, incluso, combiné el paro con algunos pequeños trabajillos que no daban para gran cosa y que, por supuesto, cobré en negro. Imagino que, si te surge la oportunidad, tú harás excatamente lo mismo. Y no se me ocurrirá criticarte, porque, como tú, sé lo que significa no tener casi ingresos. Y conozco, igual que tú, la sensación de inutilidad que se siente cuando quieres trabajar y no puedes.
A día de hoy, mis sobrinos van a poder ir a colegios públicos (crucemos los dedos) gracias a que tú, en algún momento de tu vida, has trabajado y cotizado
En los dos años que estuve en paro tuve que ir un par de veces al médico, e incluso hacerme una resonancia magnética. Y pude hacer todo eso gracias a que tú, en algún momento de tu vida, has trabajado y cotizado. También hice varios viajes a Madrid para buscar trabajo y conseguir algunos contactos, y lo hice viajando en un AVE que el Estado podía subvencionar gracias a que tú, en algún momento de tu vida, has trabajado y cotizado.
Cuando quise darme de alta como autónomo, fui estupendamente atendido por tres funcionarios, que me asesoraron y me dieron la información necesaria para comenzar a construir la situación laboral de la que ahora disfruto. Ellos reciben su sueldo gracias a que tú, en algún momento de tu vida, has trabajado y cotizado.
A día de hoy, mis sobrinos van a poder ir a colegios públicos (crucemos los dedos) gracias a que tú, en algún momento de tu vida, has trabajado y cotizado. España está sufriendo una terrible época de recortes que no sabemos cómo va a acabar, pero si aún no se ha producido una hecatombe histórica es gracias a que tú, en algún momento de tu vida, has trabajado y cotizado.
Confío en que mis impuestos te ayuden a seguir
Como te decía al principio, es posible que, entre todos, hayamos conseguido que te sientas un absoluto inútil, una carga para la sociedad. Pero no lo eres. Ni para mí, ni para la gran mayoría de los que seguimos trabajando. Estás pasando una etapa muy jodida y lo comprendemos. 
En su momento tú me ayudaste, y ahora me he propuesto ayudarte yo. Estás pasando por una etapa muy dura y, sinceramente, no sé cuándo narices se va a acabar esto. No pretendo lanzarte cuatro frases facilonas para motivarte, pero quiero que te convenzas de que no eres ningún inútil y de que todo lo que tenemos ahora ha sido posible gracias a ti
Te voy a ser sincero: el año pasado, a todos los autónomos nos subieron el IRPF del 15% al 21% y el IVA del 18% al 21%. Me jode tener que pagar más impuestos, pero porque sé que esos impuestos no se van a destinar a evitar que te caigas por el precipicio, sino a seguir manteniendo un sistema injusto que, lejos de ayudarte, te criminaliza.
En cualquier caso, confío en que una (pequeñísima) parte de esos impuestos que estoy pagando siga sirviendo para que no pierdas tu paro, ni los servicios sociales que te has ganado ni, por supuesto, tu dignidad como persona.
En su momento tú me ayudaste, y ahora me he propuesto ayudarte yo. Estás pasando por una etapa muy dura y, sinceramente, no sé cuándo narices se va a acabar esto. No pretendo lanzarte cuatro frases facilonas para motivarte, pero quiero que te convenzas de que no eres ningún inútil y de que todo lo que tenemos ahora ha sido posible gracias a ti.
Intenta aguantar como puedas. Mientras tanto, entre todos, vamos a (intentar) cubrirte las espaldas.

Mucho ánimo y, lo dicho: gracias por todo.

Un bolero de antracita - José Luis Alvite - (Diario 16)

Un bolero de antracita - José Luis Alvite - (Diario 16)

No te hagas mala sangre, muchacho. Casi todos somos igual de grises. En tu mismo edificio puedes contar docenas de tipos vulgares, gente con cuyos cadáveres sólo se podría conseguir a la larga algunos litros de petróleo. Tenemos que consolarnos.Nunca seremos como Josep Pique', tipos limpios, desinfectados, con ese hervido aire imparcial, seres con cuyas costillas jurarías que se puede hacer un arpa. Resignación, muchacho: los tipos como tú y como yo tenemos que hacernos a la idea de que nuestra mejor cualidad es que con nuestro cuerpo se le podría quitar el hambre a una docena de indigentes .No te apures la antracita es más gris y hay quien paga por ella. Si te lo propones puedes salir del anonimato .Pérez Galdos necesitó dos toneladas de novelas para que le hiciesen un retrato oscuro. Tú puedes conseguirlo con una media de seda y un revólver .Atracar un banco es más fácil que escribir los "Episodios Nacionales “. Y más rentable. No caigas en la desesperanza.A diez minutos de ti baila una muchacha sin pareja que lo que necesita es alguien que le hable mientras su pubis snifa un bolero.No tienes que hacer gran cosa. La gente como nosotros, muchacho, sólo necesita que alguien acierte con las mentiras que esperas escuchar.Dile que es la mujer desconocida cuyo nombre dejaste escrito diez años atrás en la puerta de un retrete en Bombay. Dile que te mudarías con ella a un sitio en el que el único mueble fuese la voz de Sinatra. Dile muchacho, que tu patria es el pupitre de la escuela y que cuando eras niño en tus ojos desovaba Dios. Déjate ir en la riada de su vestido blanco, muchacho, y aprovecha la tristeza de su cara para diluir en sus pensamientos la infusión de los tuyos. No te detengas ahora. Ella espera de ti que le arropes los pies mientras deletrean a ras de suelo. No le importa quien seas. Por primera vez en mucho tiempo sabe que el hombre de su vida no es la almohada de su padre muerto .Sabe que hueles lo bastante ácido como para ser cierto. Hemos de aceptar lo que se nos viene encima. Es cuestión de interpretaciones. En la oscuridad de la tristeza nadie repara en como eres, ni de donde vienes y cual es tu rumbo .A oscuras , el aliento de un cerdo es tan suave como la brisa casi rezada de las alas de una mariposa .Ese bolero tiene poca luz , muchacho , y ella no sabe que eres un tipo gris y que ya casi nada en ti recuerda el carey de aquel niño de la escuela.Tu próximo pupitre es un ataúd muchacho, si dejas que se pudra sólo ese vestido blanco. Deja pasar el tiempo. Deja que espese el tráfico en la calle .Olvida tus compromisos. Acabas de descubrir que la luz eléctrica es un chispazo entre dos filamentos de carbón, como el chispazo de ese bolero que ha dejado soñar entre tus brazos a esa desconocida en cuyo cuerpo te ha parecido encontrar con el tuyo la excitante hernia de un traspiés calculado para que en la sonrisa de ella se pueda intuir la sutil lazada de un beso mientras tus labios cacheaban a ciegas su pelo.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Fútbol, impuestos y otras impudicias - Fernando Ónega

Fútbol, impuestos y otras impudicias - Fernando Ónega
Solo nos falta que la burbuja del fútbol nos reviente entre las manos, como la inmobiliaria. Pero que nadie se asuste: no va a ocurrir. Conozco ciudadanos que pagan dos mil euros anuales por un abono de un club de Madrid y se pasan el año lloriqueando por lo que cuestan los libros de texto de sus hijos, que suponen el 10 % de su afición futbolística. Hay gentes que dicen tener dificultades para llegar a fin de mes, pero se las apañan para acompañar a su equipo a algún partido internacional. Y hay decenas de miles de aficionados dispuestos a prescindir de multitud de caprichos antes que perderse un partido de su equipo del alma. Esa es la grandeza del deporte rey, que hace que sea una de las pocas actividades que apenas han notado los efectos de la crisis. Tendría que producirse un cataclismo para que pinche esa burbuja. Y sería un cataclismo para los aficionados que esa burbuja pinchase. Seguramente la paz social dependa de la salud del fútbol.

Por eso la sociedad recibió con un escalofrío la noticia de la investigación abierta por Bruselas por ayudas públicas ilegales. Por eso el comisario Joaquín Almunia estuvo a punto de ser declarado enemigo público y no me extrañaría que lo sea cuando ahora concrete las acusaciones que se hacen desde su comisaría a siete clubes deportivos españoles. Por eso la noticia desplazó del primer plano a la tensión catalana y otros acontecimientos nacionales. Por eso se suceden en los medios informativos expresiones como «cerco a la Liga» o «jaque al fútbol». Y por eso el ministro Margallo introduce el fútbol entre los valores nacionales de la marca España y utiliza un lenguaje épico: «El Gobierno va a dar la batalla hasta el final». ¿Es la guerra? Vamos a matizar. No es ninguna ilegalidad que algunos equipos se hayan escabullido de su conversión en sociedades anónimas, aunque paguen menos impuestos, porque eso está en la ley. Más impresentable es que la Comunidad Valenciana, la misma que asegura que tuvo que elegir entre hospitales y televisión, aparezca avalando y pagando créditos de equipos de la región. Muy indecente sería que hubiera habido tráfico de influencias en la permuta de terrenos en la Comunidad de Madrid, porque, si fuese cierto, no tendría que intervenir Bruselas, sino la Fiscalía Anticorrupción. Y espero que la comisaría del señor Almunia diga algo sobre las deudas a la Hacienda pública porque, según los datos disponibles, ascienden a 620 millones de euros. No hace falta hacer demagogia para comparar: un número indeterminado de ciudadanos han sido y están siendo literalmente desposeídos de sus bienes por dificultades para cumplir con el fisco, y el fútbol tiene patente de corso. Eso sí que es ilegal.

Dalai Bayer - José Luis Alvite

Dalai Bayer - José Luis Alvite

Por más vueltas que le doy al asunto, siempre caigo en el convencimiento de que la felicidad se puede conseguir con la supresión de dos sensaciones: la conciencia y el dolor. De lo primero se encargan el mercado y los políticos, que basan el bienestar moral en el confort fisiológico, con lo que te convences de que hay algo de suma felicidad en sustituir la ambición del libro por la ambición del coche. Y en cuanto al dolor, hay ofertas de todas clases. Hay una alternativa farmacéutica, tan occidental, tan de siempre; una opción cristiana, con oraciones y resignación; y por último, y muy en boga, la opción de apuntarse a las pasantías del Dalai Lama. Personalmente no lo tengo decidido. Suprimiría la conciencia si pudiese pero estoy muy ocupado en suprimir los gases de la digestión. ¿Y el dolor? Es cierto que un hombre puede ser feliz si suprime el dolor, pero cuesta creer que eso le satisfaga por mucho tiempo. Volverá a sentirse angustiado cuando venza la letra del piso, que es algo que no te acarrea dolor físico pero te puede acarrear la cárcel. Leo en un dominical que puedes eliminar el dolor si sigues lealmente el pensamiento y la gimnasia del Dalai Lama. Pero yo en eso nunca tuve mucha fe. Lo he intentado durante alguna cefalea. Pongo mi mente en el Tíbet, me siento en cuclillas con un albornoz a los hombros y no consigo absolutamente nada. Ni siquiera me concentro. No puedo concentrarme con el maldito dolor de cabeza. Por eso creo que para seguir al Dalai Lama en esas circunstancias, lo primero que necesitas es una aspirina del Dalai Bayer. Hay quien dice que la conciencia es una cosa que se pierde haciendo televisión. Y que el dolor se suprime con analgésicos. Y yo opino lo mismo. De joven me dejé melena para ser budista y un año más tarde tenía caspa en las uñas. Tal vez por eso llegué a la conclusión de que el Budismo sólo es una manera de sentarse.

martes, 17 de diciembre de 2013

El seguro de decesos - Nacho Mirás Fole

El seguro de decesos - Nacho Mirás Fole

No sé en otras zonas de España, pero en Galicia lo de tener un seguro de decesos siempre ha sido algo relativamente normal. Te pasas la vida pagando por entregas tu propio entierro a un señor de marrón que viene por casa cada mes y así, como no quiere la cosa, para cuando llegue la parca nadie tendrá que preocuparse por el coste de tus despojos, que no es menor. Además, por el hecho de trabajar yo en La Voz de Galicia tengo asegurada por convenio una esquela en edición general ¿no sentís envidia? Mis padres, por ejemplo, llevan toda la vida pagando sus exequias y las de sus hijos, que somos nosotros, a una compañía que tiene el sugerente nombre de “El Óbito”. Recuerdo el día que, en una comida de domingo, mi padre se puso profundo y nos hizo una consulta de una trascendencia tal que Artur Mas a su lado es un monaguillo: “Los de El Óbito incluyen ahora la incineración. ¿Os interesa?” Contestamos que sí justo antes de meterle la boca al churrasco, que era un alimento muy propio para la consulta, y la cuestión quedó solucionada con mucha más prontitud que la pregunta sobre la soberanía catalana.

El caso es que el último compañero que tuve en el Clínico, durante la convalecencia posterior a la extirpación de mi tumor en el lóbulo temporal derecho del cerebro, era un tipo muy problemático. Tanto que la mujer que lo cuidaba, creo que era una prima, utilizaba el asunto del seguro de decesos para despreciarlo hasta el límite que se puede llevar el desprecio. Le decía cosas como “A ver si te mueres de una puta vez, que el entierro lo tienes pagado”. Y lo decía sabedora de que es rarísima en Galicia la persona mayor de cincuenta años que no lleva pagando por entregas la caja, los curas y el servicio de ómnibus de la despedida final. Entre medias le espetaba también lo de Asunta, que es una barbaridad de la que somos culpables los medios de comunicación: “Te voy a hacer como le hicieron a Asunta con la almohada y vas a dejar de molestar”. Pero no se me ocurre nada peor que alguien de tu propia familia desee tu propia muerte amparándose en que la cuestión económica está solucionada. Además, al nervioso de mi compañero -bien es cierto que era un fulano imposible que se meaba y escupía allá donde le cuadrase- su prima le echaba en cara que no hubiera autorizado a ninguno de sus hijos en las libretas del banco. Cuando llega un momento en el que solo te quieren por el dinero, entonces es el momento de irse. O, al menos, de fugarse. No pienso preocuparme de cómo le va la vida al fulano de la cama 2, que bastante imposible me hizo la convalecencia en los últimos días. Pero espero que, allá donde vaya, encuentre a alguien que no solo lo fiscalice. Un día, señores gestores de la sanidad pública, deberán empezar a separar a las personas no solo por sus enfermedades, sino también por sus circunstancias. Y no digo ya a los pacientes, sino a la tropa de acompañantes que, tal como he podido comprobar estos días, requieren a veces más atención que los propios enfermos. Psicológica. No creo que sea tan difícil, es cuestión de tener un poco de vista. Hoy sigo mareado y con el olfato y el gusto alterados. Pero estoy en casa, con los míos, sin extraños que se peleen por mi herencia. Tampoco dejo tanto, pero algo hay. Y está, por supuesto, la garantía que los de El Óbito correrán con cualquier gasto que mi circunstancia mortal pudiera generar, incluida la parrillada integral, los autobuses y un equipo completo de curas. Si insistís en llamarme y no cojo no os preocupéis, será simplemente que no me apetece hablar, pero sigo vivo. Estoy en mi derecho. Me siento muy raro, pero más querido que el Antonio Molina de la cama 2. Y eso es mérito vuestro. Seguiré informando.

El tiempo entre costuras. He vuelto - Nacho Mirás Fole

El tiempo entre costuras. He vuelto - Nacho Mirás Fole

Te dicen que te vas a despertar de una craneotomía pterional “en la unidad de críticos” y me imaginé, medio atrofiado, con la plana mayor de los fulanos que viven de poner a parir discos, libros y obras del Centro Dramático Galego. Pero era otra cosa. La unidad de críticos es un sitio donde no dejan de pitar alarmas y donde un montón de médicos y enfermeras te tocan constantemente para cerciorarse de que sigues siendo un crítico vivo y un despojo sin criterio. Si supieran la de críticos muertos que hay en las nóminas de los medios de comunicación… De la cirugía mayor que me ha traído hasta aquí recuerdo poco. Me quedé únicamente con la fase de la anestesia. Y lo siguiente es un montón de gente a mi alrededor diciendo: “Ya estás operado”. Resumir así las casi siete horas de la intervención solo se consigue con una cantidad de droga que ya quisiera para sí El Vaquilla. Me ingresaron un miércoles, me aserraron el jueves, después me fui con los críticos y la cosa se completó con dos noches en planta. Y yo nunca he tenido mucha suerte con los compañeros de habitación en los hospitales. El primero fue un espejismo: un electricista de Negreira, un tipo cojonudo operado de una hernia discal que, junto con su mujer, prometían ser la compañía ideal para una convalecencia. Pero al de la hernia lo despacharon pronto y, en su lugar, me metieron en la habitación a un figurante de Celda 211, un tipo más acabado que empezado. Yo entiendo perfectamente que la Sanidad Pública está para atender a todo el mundo, pero lo que me mata es que todos los seres antisociales me acaben tocando a mí. Este, así como llegó, insistió en buscar tabaco y poco le costó conseguirlo. Intentamos disuadirlo, pero no nos hizo caso y acabó deshaciéndose en flemas en el pasillo. El asco fue tal que solicitamos el cambio de ubicación, más que nada porque uno entra en un hospital con la intención de curarse, no para acabar defendiéndose del compañero de habitación con una botella rota. Y os juro que, de haberme quedado, me veía en guardia. Pero de Guatemala fuimos sin querer a Guatepeor, y por eso las dos últimas noches han sido una experiencia terrorífica que no recomiendo. Sin entrar en detalles, solo diré que mi nuevo vecino me recibió sacándose la picha y meando contra la ventana. La mujer que lo cuidaba, a hostias, demostró estar muy al día y le decía cosas como esta: “O te estás quieto en la cama y dejas de moverte o hago como hicieron con Asunta y te asfixio con una almohada”. Qué mal están haciendo las teles. El individuo, una versión de Antonio Molina convaleciente, acabó entonces meándose encima esta noche después de arrancarse el pañal e inundando de orines la habitación. Y eso, para un operado del cerebro que tiene el olfato disparado, como es mi caso, ha generado una sensación de asco de la que no consigo desprenderme ni ahora, que ya estoy en casa. Por suerte, el doctor Prieto, que es junto con el doctor Allut uno de los hombres que más dentro me haya metido la mano jamás, llegó esta mañana con el alta debajo del brazo y me dio la carta de libertad. Estoy cansado, tengo quince grapas en la cabeza, un ojo a la funerala y me tengo que drogar varias veces al día. Pero todo ha salido sobre lo previsto y en un tiempo récord. Dentro de unos días llamarán por teléfono para darme los resultados de la biopsia, la prueba que deberá ponerle apellido al Casiano que me han sacado de la cabeza. “Pinta bien, pero hay que esperar”, dicen los neurocirujanos, que prefieren ponerse siempre en lo peor. Mantengo intactos la memoria, el lenguaje y todo el equipaje que llevaba en el corazón cuando entré en el quirófano, y eso está muy bien porque sigo queriendo como quería antes. Las grapas, este tiempo entre costuras que me da un aire entre míster Potato y Robert de Niro en Frankenstein, volarán en unos días. Lo que sigo teniendo afectado es el olfato, hasta el punto de que todo me sabe o me huele parecido. Claro que nada como el hospital, ese sitio donde son capaces de que la lasaña y el champú tengan la misma esencia. Sin duda, la sanidad pública es un gran invento que no debería peligrar. Pero como en casa, en ninguna parte. Aquí os seguiré acogiendo, primos, en un sofá enorme en el que cabemos todos. Gracias por estar ahí. Por hoy no me extiendo más, que estoy cansado.

Media mañana - José Luis Alvite

Media mañana - José Luis Alvite

Me gusta la noche. Me viene de hace treinta años, de cuando empecé en el periodismo y trabajaba de madrugada y dormía durante el día. Dicen que la noche merma mucho y te desquicia. En mi caso no es cierto. Siempre lo tomé como algo natural en mí, como la circulación de la sangre, como que con la tos me asomen a la garganta el olor de los pies y la cereza del martini. A lo mejor lo que me gusta de la noche es la falta de normas. Todo prescribe de madrugada, incluso el código de la circulación, la grúa municipal y el libro de familia. Lo único que tiene de bueno el día, es que a menudo se ve mejor el sol que por la noche. Y que si te pegas un tiro, hay testigos. A Ernie Loquasto también le gusta la noche. Se acuesta con la última sombra, y se levanta cuando empieza a anochecer. Durante años no recordaba haber visto un solo comercio abierto. Su sueño diurno era sagrado. Incluso si quien le esperaba durante el día era una mujer hermosa con la que tener algo que callar. Recuerdo que en una ocasión Lorraine Webster quiso citarle para una tarde de semana. "Podríamos vernos, a las seis de la tarde, Ernie, encanto", propuso. Pero el jefe no vaciló un solo instante. La miró sin apenas tomar aire y le dijo: "¿A las seis de la tarde? Vamos, nena, a las seis de la tarde me partes la mañana". Y no le faltaba razón a Ernie. En invierno se levanta a las cuatro y media de la tarde y hora y media más tarde es media mañana. ¡Su hora del desayuno! Y el jefe no suspende su desayuno por nada del mundo. Lo acusarían su organismo y su gato. Ernie Loquasto le arroja en un plato las sobras del desayuno. "Toma, muchacho, el hueso del café con leche". Y le da a husmear los restos de una chuleta. Al jefe y a mí nos gustan los sitios en los que anochece al amanecer. Tuvimos ofertas de la Costa para trasladarnos allí, abrir un club y pasearnos por Malibú vestidos de Burt Reynolds. Desistimos. Los tipos de la noche no soportamos esos lugares cálidos y banales en los que la gente suda al nadar.