viernes, 27 de abril de 2018

Las otras sentencias de la sala 102 - Manuel Jabois

Las otras sentencias de la sala 102 - Manuel Jabois

“Abuso sexual”. Cuando pronunció estas dos palabras, las más famosas de su carrera judicial, el magistrado José Francisco Cobo escuchó cómo se las rebatían. Debió de sentirse un árbitro. A los treinta segundos de haber dictado sentencia, Cobo pudo escuchar, por primera vez en su vida, la reprobación del público. “Fuera, fuera”, le empezó a gritar una multitud desde el exterior. “Fuera, fuera”. Los pitidos se colaron en la sala 102 del Palacio de Justicia de Navarra, llena a rebosar. No había sido un juicio cualquiera, ni aquel era un fallo cualquiera. Se había decidido que una chica rodeada de cinco jóvenes mucho más fuertes que ella (“impresionada y sin capacidad de reacción”, con “angustia” al ver el miembro de un acusado acercándose a su mandíbula y a otro por detrás “bajándole el tanga”, mientras sentía agobio, desasosiego y estupor, manteniendo una actitud “de sometimiento y pasividad”, "acorralada y gritando" después) no había sufrido violencia ni intimidación; los mismos jueces que firmaron esos hechos probados habían firmado la sentencia.

Hasta ese momento José Francisco Cobo, presidente del tribunal que ha juzgado a La Manada, había permanecido seis minutos y treinta segundos en silencio, arrugando la boca. Subió el labio inferior al superior, cubriéndolo, y las comisuras se quedaron a la altura de la barbilla. Tenía las gafas en la mano y dirigía la mirada de la puerta al público. Cuando se sentaron los últimos estudiantes en la sala, Cobo aún dejó un minuto más de silencio. A su derecha, en la bancada lateral de la acusación, la fiscal Elena Sarasate ("¿alguien cree que en ese momento si ella dice 'no quiero hacer eso' o 'no me apetece', la dejan marchar sin más?") tenía la expresión tranquila y una mano sobre la otra encima de la mesa; hubo un momento en que miró hacia abajo y luego levantó la mirada y la clavó en Cobo, como invitándole a empezar. La acusación del Ayuntamiento de Pamplona, Víctor Sarasa (“la víctima no podía entender lo que sucedía y entró en pánico”) se frotaba la barbilla. Mientras, enfrente, el abogado defensor de cuatro de los cinco acusados (acogió a uno más tras la catastrófica intervención de otro letrado en el juicio), Agustín Martínez, cogía aire tras llegar a la sede judicial con la toga puesta y arrastrando un trolley. Martínez (“mis defendidos pueden ser unos cerdos, unos imbéciles y unos lerdos, pero no son unos violadores”) suspiró durante el silencio interminable de Cobo; en cuanto escuchó la primera sentencia, contra el Prenda, se puso unas gafas, garabateó algo en un papel y luego cogió su iPhone para consultarlo frenéticamente.
A las 13.15, José Francisco Cobo supuso a todo el mundo acomodado y dijo: “Buenos días”. Tres minutos después, ya escuchaba un “fuera, fuera” procedente de la plaza Juez Elío, bautizada así fechas después del juicio a La Manada en homenaje a un juez republicano represaliado en la Guerra Civil, que salvó su vida gracias al comisario de Pamplona y se escondió tres años en el cuartucho de un lavadero infame antes de poder emigrar a México. Esa plaza fue ocupada por voces femeninas, voces en estado de excepción desde que se conoció la denuncia por violación múltiple de una chica de 18 años por parte de cinco jóvenes que presumían de conquistas, sexo en grupo y bromeaban con violaciones y métodos para ejecutarlas; voces que han acompañado dos años a la víctima bajo un lema, Hermana, yo sí te creo, y un movimiento que ha implosionado en España sin vuelta atrás y entregó las calles, el pasado 8 de marzo, a millones de mujeres en lucha: #metoo, yo también.
“¡No es no, no es no!”, se escuchaba en la sala nada más empezar a leerse la sentencia; nada más saberse fuera, gracias a la retransmisión en directo a todo el país de la lectura del fallo, que la justicia había dictaminado que no hubo violencia ni intimidación en el abuso sexual de seis hombres a una mujer cuyo consentimiento se obtuvo “prevaliéndose el responsable de una situación de superioridad manifiesta que coarte la libertad de la víctima”.
José Francisco Cobo no se inmutó. Solo cambió el gesto de su rostro un poco después, cuando el grito de la calle le interpeló directamente: “No es abuso, es violación”. Cobo estaba leyendo lo contrario: hubo abuso, pero no violación. Los gritos ahora eran muchos más y resultaba imposible no escucharlos; se adueñaron de la sala. Cobo dejó de leer dos segundos, tomando aire para el siguiente folio, y en ese momento en la sala 102 sólo se escuchó la sentencia de la calle. Luego prosiguió con la suya, pero ya con una banda sonora por debajo que le contradecía.
La defensa de La Manada pedía la absolución y las acusaciones reclamaban más de veinte años de cárcel por violación. Hasta su compañero de tribunal, el magistrado Ricardo González, emitió un voto discrepante porque pidió la absolución de los acusados. En esencia, era él y Raquel Fernandina, su compañera de tribunal, contra el mundo.
En los instantes previos a la lectura de la sentencia, el exterior del Palacio de Justicia parecía los aledaños de un hipódromo. Todo el mundo parecía tener la información definitiva sobre cuál sería la sentencia. El tráfico de rumores incluía desde ‘agresión sexual 3-0’ hasta ‘absolución 0-3’ con un enorme margen de resultados; las voces más autorizadas se inclinaban por condena por agresión sexual con dos votos favorables y uno discrepante. Otras dejaban caer el abuso sexual por unanimidad para evitar que, de tres jueces, dos hubiesen visto una agresión -o abuso- sexual de cinco hombres a una mujer y otro una orgía. No ocurrió: uno vio relaciones sexuales consentidas y dos vieron abusos. ¿Puede haber en tres magistrados semejante diferencia de criterio? Puede. Los tres vieron el delito en imágenes y los tres no se pusieron de acuerdo en si lo era o no. Sí coincidieron en algo: no vieron violación.
Fue el acto final de un delito al que siguió un juicio desagradable en el contexto de unas fiestas, las de San Fermín, marcadas desde el asesinato de Nagore Laffage en 2008 por resistirse a las pretensiones sexuales de José Diego Yllanes. Un juicio en el que se quiso incluir informes de espionaje a la víctima para demostrar que, al llevar una vida normal y ver determinados programas de televisión, no podía haber sido violada. Un juicio que dedicó seis horas de sesión en una sala con las ventanas empapeladas para pasar una y otra vez un vídeo de 96 segundos en el que los acusados, que grabaron el acto, mantenían relaciones sexuales de todo tipo con una chica que no sabía sus nombres, no sabía cuántos eran y los vio marcharse uno a uno dejándola desnuda mientras se llevaban su teléfono móvil. Hubo que escrutar esa grabación para tratar de discernir si los actos sexuales, las respiraciones, los gemidos y los gestos de unos y otra eran parte de una orgía concertada o una violación en masa a una chica que, paralizada según dijo, no expresó su rechazo (“si te rodean cinco hombres en un callejón sin salida y te piden el móvil y la cartera, y se los das sin decir nada, ¿puedes denunciar por robo?”, dijo en el juicio la fiscal, Elena Sarasate).
La sentencia a La Manada ha cerrado un juicio y abierto otro, de diferentes proporciones, acerca del consentimiento o deseo de la víctima, cómo calcularlo o distinguirlo, y hasta qué punto hay que expresar rechazo ante un abuso para que este pueda ser considerado agresión. Y, sobre todo, quién y cómo calcula el riesgo asumido por la víctima al resistirse.

La tensión explotó cuando acabó la lectura de la sentencia entre las 200 personas que se concentraban fuera, y que siguieron el fallo con radios y móviles pegados a la oreja. Entonces se formó tal algarada que la gente empezó a pisar involuntariamente a un viejo perro labrador que echó la boca a diestro y siniestro tratando de defenderse. La policía foral reaccionó yendo hacia él para tratar de calmarlo; ese movimiento rompió el cordón y la gente aprovechó para tirar las vallas, lo que provocó varios enfrentamientos entre mujeres y policías; a algunas de ellas se les pidió la identificación.

Jueces en manada - David Torres

Jueces en manada - David Torres

Derecho es la carrera más torcida que existe. También la más retorcida. Después de leer con suma atención, varias veces, la sentencia íntegra contra la Manada, he sacado dos conclusiones impepinables. La primera, que no tengo la menor idea de Derecho Penal español; la segunda, que el Derecho Penal español no tiene nada que ver con el sentido común. La descripción de los hechos, según la sentencia, acredita sin ningún género de dudas que “la denunciante” fue obligada entrar en un portal por cinco maromos, donde “se sintió impresionada y sin capacidad de reacción” (como crítico literario en mis ratos libres debo señalar que me impresiona mucho el verbo elegido aquí: “impresionar” da la impresión de que la chica los estuviera admirando). A continuación, la desnudaron a tirones, la manosearon y la penetraron por diversos orificios, sin preservativo, mientras ella mantenía los ojos cerrados “en actitud de sometimiento y pasividad” y uno de los chavalotes grababa el asunto para la posteridad. Después se marcharon uno a uno, no sin antes robarle el móvil.
Lo que sigue, en numerosos folios de prosa intrincada y gongorina, resulta tan incomprensible como la valoración final de que, con semejante descripción, los jueces no apreciaran ni violencia ni intimidación. Es otro de los misterios gozosos del Código Penal español, el hecho de que exista violencia en vestir una camiseta amarilla o tuitear una gilipollez pero no en arrinconar entre cinco verracos a una muchacha y penetrarla a coro. Lo de que tampoco advirtieran señal alguna de intimidación ya escapa por completo a mi capacidad de raciocinio. Leyendo la sentencia, suerte ha tenido la muchacha de que no la condenen por violación a ella. Y más suerte todavía de que no le hayan aplicado la ley antiterrorista, teniendo en cuenta que entre los acusados hay un guardia civil y un militar.
En términos estrictamente literarios, la sentencia podría definirse con las mismas palabras con las que Oscar Wilde respondió al juez que lo había condenado y qué le preguntó qué le parecía la suya: “Que está mal escrita”. La redacción es un fracaso estético y epistemológico de la primera línea a la última, un escrito torpe, deslavazado, incongruente y pedorro que, a fuerza de intentar desmenuzar los hechos a cámara lenta, lo único que consigue es difuminar el horror de los actos, su bestialidad, su carnalidad, sus consecuencias. Recuerda aquellas novelas ilegibles del Nouveau roman donde, para contar cómo un personaje entraba por una puerta, el narrador necesitaba trece páginas. Alain Robbe-Grillet, el buque insignia del movimiento, sobrevivió una vez a un aterrizaje forzoso y, cuando le entrevistaron, describió la angustia y las emociones del accidente como lo hubiera hecho cualquier escritor clásico. Un periodista le preguntó entonces por qué no había empleado la técnica dilatoria y aséptica del Nouveau roman, demorándose en los detalles de la tapicería y los arañazos de las ventanillas. La respuesta era fácil: porque le iba la vida en ello.
En términos estrictamente éticos, la sentencia ha resultado ejemplar: ejemplar para los violadores, que no tienen más que seguir el ejemplo. Más le vale a la próxima mujer que se atreva a salir sola por ahí llevar un buen revólver. Quienes dicen que no existe tal cosa como la cultura patriarcal, ahí la tienen sentada, con toga y todo, pidiendo la absolución para los acusados. ¿Para qué está una mujer en el mundo sino para que los hombres disfruten?



Ninguno de los tres jueces fue capaz de ver una violación, ni de creer a una mujer cuando hay sexo por en medio. Era una golfa, una guarra, ella se lo había buscado. Y si le hubieran quitado el bolso en lugar de la ropa y la dignidad, probablemente habrían argumentado que era una chica muy generosa. Además la muchacha, rodeada por una horda de machos en celo, no se defendió, no gritó, no se atrevió a abrir la boca más que para acoger el miembro que le presentaban al tiempo que por detrás le presentaban otro. “Lo que me sugieren sus gestos, expresiones y sonidos que emite es excitación sexual” dijo el juez Ricardo González en referencia a la denunciante después de ver el video de la Manada en acción. Lo que me sugieren a mí estas palabras sobre el deterioro del sistema judicial en España me lo voy a callar. Por el asco y el miedo.

martes, 24 de abril de 2018

El amor en un Simca 1.000 - Ánxel Vence

El amor en un Simca 1.000 - Ánxel Vence

Firmemente decidido a promover la virtud, el gobierno municipal que preside una socialista en Lugo va a endiñarle multas de hasta 3.000 euros a las parejas -o tríos- que desfoguen su lujuria en el interior de un coche. No queda claro si la ordenanza al efecto permitirá las conductas obscenas al aire libre y sin vehículo de por medio; pero ya se le ocurrirá algo a los ediles para que nadie escape a su estricto control.
Los amantes podrán entregarse a cualquier acto lascivo, eso sí, en el garaje de su casa; lo que quizá suponga una discriminación entre ricos y pobres poco coherente con un gobierno de izquierdas. No todo el mundo puede permitirse un garaje privado.
Quienes recurren al coche para explayarse no disponen, probablemente, de otro lugar más confortable y discreto. Esto ya lo hacían notar Los Inhumanos (que es nombre de grupo musical, no de grupo municipal) en su celebrado tema: "¡Qué difícil es hacer el amor en un Simca 1.000!".
La canción, tan antigua como ese modelo de coche y casi tanto como la ordenanza lucense contra el vicio, daba clara cuenta de las razones de tipo económico que forzaban -y quizá aún fuercen- a tantas parejas a convertir el automóvil en improvisado lecho. "Soy pobre", decía la letra de aquel viejo éxito discográfico, "y solo pude comprar un Simca 1.000 bastante vulgar .Y cuando alguna me quiero cepillar, en mi coche me tengo que apañar".
Estos ripios un tanto groseros no pasarán a la historia de la moderna juglaría, desde luego; pero dan una idea bastante aproximada de los obstáculos que han de afrontar los económicamente desfavorecidos, incluso a la hora de la coyunda.
Erre que erre, el Concello lucense dice que no habrá marcha atrás en esta medida, aunque lo cierto es que viajamos resueltamente hacia los tiempos del franquismo y no solo en materia de libertad de expresión, ya bastante dañada por la Ley de Seguridad Ciudadana. También llamada "ley mordaza", vaya usted a saber por qué.
De seguir avanzando en esta vía, no tardará en ser restaurada la figura del acomodador de cine que se ocupaba de importunar con su linterna a las parejas que buscaban en la oscuridad de la sala un lugar idóneo para sus expansiones amorosas. La "fila de los mancos", le llamaban a aquello por razones que el lector fácilmente comprenderá.
¿Qué hace el Estado en mi cama?, se preguntaba retóricamente el sociólogo Josep Vicente Marqués en el título de un libro que al parecer denunciaba la intromisión de la autoridad gubernativa en los hábitos más íntimos del individuo. Los lucenses podrán preguntarse ahora por qué el ayuntamiento insiste, a su más módica escala, en escrutar lo que hacen dentro de sus coches. Menudo papelón para los guardias.
Sorprende que este afán por meter mano a la intimidad de la gente la haya asumido también la izquierda, aunque alguna explicación podría haber. Suele decirse que la gente de derechas es conservadora de cintura para arriba, en tanto que sus adversarios progresistas lo son de cintura para abajo.



Quizá así se explique que las más duras campañas contra el tabaco, el vino y otros vicios las encabezase el Gobierno del ya olvidado José Luis (R.) Zapatero, en raro contraste con el lujurioso Donald Trump. Solo es de esperar que en Lugo no organicen una Policía para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio como la que actúa con tanto éxito en Arabia Saudí. Progresamos velozmente hacia la retaguardia.

jueves, 19 de abril de 2018

Cuernos civilizados - Ánxel Vence

Cuernos civilizados - Ánxel Vence

Un marroquí padre de nueve hijos acaba de pedir el divorcio después de que su médico le informase de que es estéril de toda la vida a causa de un quiste en los testículos. A pesar de la fama de misóginos que padecen los musulmanes, el hombre se ha comportado de forma tan civilizada que casi parece europeo.
Quizá tenga algo que ver con ese razonable comportamiento la influencia que ejerció -y todavía ejerce- Francia sobre Marruecos, aunque es solo una hipótesis. Los franceses son gente de probada galantería y, por lo tanto, de gran tolerancia en los lances propios del amor.
Además de inventar la deliciosa palabra "cocu" -o "cornudo", en su arisca traducción al castellano-, nuestros vecinos del norte tienden a pasar galantemente por alto los pequeños escarceos amorosos en que pudiera incurrir un cónyuge. En vez de montar un escándalo, como es habitual en España y otros países árabes, lo que hacen es montarse un ménage à trois, fórmula amatoria que satisface los intereses de todas las partes implicadas.
Así parece haberlo entendido el magrebí cuyo nombre omite pudorosamente la agencia que da la noticia, aunque en su caso se ignora si el ménage fue a tres, a cuatro o a nueve bandas. En lugar de montarle un número coránico a su señora, que tanta producción ajena de retoños le ha endosado, el buen ciudadano se limitó a interponer una demanda de divorcio. No quiere pagar los gastos de los niños, que ascenderían a un pico considerable si su ex le reclamase las nueve pensiones de manutención.
Aquí en la Península correrían a caño libre los chistes y memes sobre este cornudo innúmero, conocida como es la tendencia de los españoles al choteo en estas delicadas cuestiones.
Bien al contrario, el marroquí aparentemente corneado por su esposa con la fuerza de un miura acaba de dar todo un ejemplo de elegancia en el manejo de una situación embarazosa desde cualquier punto de vista.
Se conoce que ha entendido, como sugería Alejandro Dumas, que el matrimonio es una carga tan pesada que a menudo exige la ayuda de una tercera persona para poder sobrellevarla. Tal vez la esposa pillada en falta por el médico de su marido recurriese a más personas que una para compartir el peso de la sagrada institución; pero esa es, a fin de cuentas, una cuestión meramente aritmética.
Profundamente europeo pese a su accidental condición de marroquí, el protagonista -sin duda involuntario- de esta historia no ha hecho sino consolarse con la idea de que los cuernos están por todas partes y no hay que darles mayor importancia.
Baste saber que la empresa de citas para casados y casadas Ashley Madison, que es el Wikileaks de los adúlteros, llegó a atraer a cuarenta millones de infieles (o deseosos de serlo) en todo el mundo. Y de ellos, un millón en España, según los datos facilitados por la propia compañía que, por cierto, utilizaba al rey emérito Juan Carlos y al príncipe Carlos de Inglaterra como reclamo publicitario para sus clientes.

Consciente de que en todo el mundo se cuecen adulterios y estas cosas hay que tomárselas con deportividad, el magrebí que podría haber acudido a la dura ley islámica, se ha contentado con una aséptica demanda de divorcio. Sea o no por influencia francesa, está claro que el mundo se va civilizando poco a poco.

viernes, 13 de abril de 2018

El sexo y el (mal) carácter - Ánxel Vence

El sexo y el (mal) carácter -   Ánxel Vence

Se lamentaba George Brassens, cantautor francés y levemente ácrata, de padecer mala fama entre el vecindario. "Todo el mundo habla mal de mí, salvo los mudos", decía Brassens para advertir que a las buenas gentes de su pueblo no les gustaban un pelo aquellos que deciden ir por su cuenta. Los que no se levantan a toque de corneta en días de fiesta nacional, por ejemplo.
Malo es que a uno le atribuyan reputación dudosa por no hacer lo mismo que los demás; pero aún es peor que le cuelguen el sambenito de mal fornicador.
Lo advirtió en su día el también cantante Javier Krahe, en una popular letrilla a propósito de una dama que hacía correr el rumor de la pequeña envergadura de cierta parte de su anatomía. "No sé tus escalas y por lo tanto eres muy dueña de ir por ahí diciendo que la tengo muy pequeña", replicaba el afectado en su honor genital.
Mal asunto ese. A la gente de carácter difícil -como esa en la que el amable lector está pensando- se la suele tildar de malfollada (o malfollado), que es palabra grosera y a la vez injuriosa. Aunque lo cierto es que la ciencia establece desde tiempos antiguos la relación entre las carencias amatorias y el malhumor, que a menudo deriva en malas maneras.
Los romanos, que algo sabían de esto, resumían en el célebre latinajo "Semen retentum, venenum est", el origen del cabreo que a menudo aflige a las gentes de escasa actividad erótica. La experiencia enseña que, en efecto, la retención de ciertos líquidos vitales produce arrebatos, furores y descomposiciones de ánimo entre quienes la padecen. De ahí ha de provenir, sin duda, la expresión "mala leche" con la que la lengua española alude a la gente que siempre parece estar en conflicto con el mundo.
Confirman más modernamente estas sospechas los equipos de investigadores de las universidades de Montreal, en Canadá; y de Michigan, en Estados Unidos. Los canadienses llegaron a la conclusión de que acostarse con más de veinte mujeres reduce notablemente el riesgo de padecer tumores de próstata; aunque no aclaran si, para obtener tan feliz resultado, es necesario practicar con las veinte al mismo tiempo o basta con ir probando de una en una. Detalles accesorios, a fin de cuentas.
A su vez, los doctores de Michigan observaron el comportamiento de las moscas del vinagre para constatar que las sexualmente más activas gozan de mejor estado físico y menor grado de envejecimiento que las moscas entregadas a la castidad. Estas últimas serían víctimas de un perjudicial "estrés biológico" -lo que aquí llamamos mala leche- que las lleva a vivir bastante menos tiempo que sus lujuriosas colegas.
De todos estos saberes antiguos y modernos parece deducirse que la fornicación contribuye al bienestar general del organismo, a la vez que mejora tanto el carácter como el cutis de aquellos -y aquellas- que la ejercen con frecuencia.
Por el contrario, la mala y/o escasa práctica del sexo explicaría, un suponer, el famoso cabreo de los españoles a quienes durante gran parte de su historia se racionó hasta el extremo ese gratuito placer. De ahí habría nacido la cólera del español sentado a la que aludía hace ya siglos Lope de Vega, que tan a menudo derivó -la cólera, no Lope- en sangrientas guerras civiles.

Ahora ya no hay guerras, por fortuna; pero sigue abundando el español (o española) irascible que monta un número por cualquier tontería. Ya están tardando los expertos de Montreal y Michigan en darnos un