viernes, 28 de febrero de 2014

Prostitución: modo de empleo - David Torres

Prostitución: modo de empleo - David Torres
Andrés Martínez, responsable de empleo del PP en Villarobledo, le dijo a una parada que fue a pedirle trabajo que tenía dos opciones: dar a su hija en adopción o meterse a puta. La tercera opción, meterse en política, resulta demasiado extrema y sólo está aconsejada en casos verdaderamente desesperados. Aunque el de de puta tiene el sambenito de ser el oficio más antiguo del mundo, todavía no está muy claro que no se le adelantara el neanderthal que estableció un impuesto por uso y desgaste de caverna municipal. Lo cierto es que no se sabe qué fue primero, la puta o la diputación.
El de puta no es un oficio tan vistoso como el de diputado o concejal, de ahí la expresión “pasarlas putas”, que demuestra lo caprichosa que es en ocasiones la lengua española. La prostitución tiene mala prensa desde siempre porque es un comercio que afecta a los órganos reproductivos; en ningún código penal dice nada sobre el delito de alquilar o vender el cerebro, la boca, las manos o los pies.
Cuando Andreíta Fabra estableció el grito de guerra de la presente legislatura, no sólo estaba presentando el resumen quintaesenciado del programa electoral del PP sino también escribiendo una de esas frases para la posteridad a la que los filósofos populares no dejan de dar vueltas. El ya célebre “Que se jodan” puede interpretarse en clave revanchista, sí, pero también como una propuesta de pleno empleo. Al paso que llevamos, la novedosa propuesta de Andrés Martínez puede convertirse en la verdadera alternativa para solucionar el paro en España. Lo extraño es que a este hombre no lo asciendan a consejero personal de Fátima Báñez, una mujer a la que nos cuesta imaginarnos en el cargo de madame. Pero tampoco nos imaginábamos a Mariano de presidente, que es mucho más difícil, y ahí está.
Copiar el modelo cubano de la jinetera de alquiler, con cada española desempleada convertida en su propia empresa de servicios, pudiera parecer una iniciativa descabellada y sexista, pero nadie ha dicho que la prostitución haya que limitarla al género femenino. Somos cientos de miles, sino millones, los españoles que ofrecemos el culo todos los días, de manera que sólo habría que cambiar el nombre del ministerio y colocar burdeles en lugar de oficinas del INEM (no es seguro que no los hayan colocado ya). Al fin y al cabo, nadie dijo que lo de joder fuese a salir gratis. El neoliberalismo se basa en la firme creencia de que no hay nadie tan desgraciado al que, de uno u otro modo, no se le pueda joder. El gobierno mariano lo ha hecho por todos los orificios y en todas las posturas imaginables, un verdadero kamasutra político en el que nos han jodido en la economía, en la sanidad, en el trabajo, en la educación, en la justicia, en la cultura y hasta en la puta calle. Gallardón, que es más tradicional, ha preferido el útero.

No se vayan todavía, ¡aún hay más! - Nacho Mirás Fole

No se vayan todavía, ¡aún hay más! - Nacho Mirás Fole

¿Noche de jueves? Me voy a escuchar a French Connection Quartet a la Casa das Crechas. Pero no voy a dejar tirados a los que se niegan a irse a la cama sin noticias rabudas. Estoy abrumado y agradecido a partes iguales. Además, saber que mi amiga Noa Díaz le da la teta a Nara a eso de las cinco de la mañana leyendo mis memorias sanitarias es toda una responsabilidad. Hoy va por vosotras, guapísimas. Por eso escribo ya y, como decimos en el periódico, me marcho antes de que pase algo. Además, tengo que ordenar un par de ideas para soltar mañana a las 13.00 en el acto de homenaje al personal del área sanitaria de Santiago que se jubila. Lo celebramos en el aulario, que también es un poco mi casa como profesor asociado de la USC que soy. Una sesión de freidora más, dos raciones de citotóxicos asesinos y vacaciones.
Hemos tenido un simulacro de sol por la tarde y daba gusto ver a la gente echarse a la calle para deshumidificarse y para protestar. A eso voy yo a Barcelona la semana que viene: a secarme. Por los ecos que me llegan, hay quien agradece que recupere viejas historias y las coloque aquí. Normal, no todo van a ser enfermedades. Hoy quiero darle las gracias de manera especial a Pablo Alcalá por dedicarme este artículo en ABC. Lo podéis leer directamente en el enlace o también aquí, que se lo merece. Pablo y yo no nos conocemos de nada, pero la hostelería compostelana tiene remedio para eso. Después recupero una historia que escribí hace unos meses, recreando el viaje de Eva Perón, Evita, a Santiago de Compostela en 1947. Y permitidme que cierre el post con la música que Kim Carnes le dedicó a los ojos de Bette Davis. Esos ojos. Como decía Jack el destripador, vamos por partes.
De oncología y ortografía
Pablo Alcalá (ABC Galicia) 27 febrero 2014
Aunque no conozco a Nacho Mirás, llevo unas cuantas semanas acostándome con él. Últimamente, en realidad, he cambiado la rutina ante las sospechas de mi esposa, que me ve reír, sonreír, fruncir el ceño y hasta los ojos vidriosos mirando el teléfono, y empieza a sospechar que en vez de irme a la cama con un señor y un astrocitoma anaplásico grado III me despido entre nostálgico y feliz de una amante de guasap ligero.
 Ahora lo dejo para las mañanas. Hijo con mal despertar, ducha, café, pañal, correo electrónico, radio, guardería, prensa, coche, teléfono, correo físico y… Mirás. Esa hora y media ajetreada que me separa de rabudo.com la vivo con impaciencia. «¡Puñetas, cómo escribes, Mirás!», me digo cada nueve de la mañana, con esa sensación frustrante de que todo lo que tú vayas a escribir a partir de ese chorreo de emociones radioactivas con retranca balsámica va a importar bastante nada. Tal es el talento del escribiente.
 El citado autor tiene dos características que disgustarían a cualquier padre de familia que quisiera a su hijo: es periodista y tiene cáncer. Mezclando ambas desgracias, Mirás vuelca en un blog, ya bestseller, su personalísima batalla con lo que viene a llamar «un inquilino de renta antigua que ahora, descubierto, se expone a un desahucio inmediato». Y lo hace tan bien, que casi olvida uno que está hablando de un puñetero cáncer.
 Da pudor escribir esto. Primero porque se me adelantaron hace tiempo unos señores de esos capaces de escribir una notificación de embargo y que parezca merecedora del Cavia. Además porque no le conozco, pero es que Mirás ya es un poco de todos.
 Ocurre también que él lleva 10 goles y el tumor un par, así que me he comprado la bufanda del que va a ganar el partido. Me apunto el tanto antes de que me pase como en los 90, que yo seguía siendo del Rácing de Ferrol y no había quien tomase una copa sin cara de pardillo entre tanto deportivista venido a más. Aquí un hooligan, Mirás. Por delante y por detrás.
Ahí va la visita de Eva Perón a Santiago contada en primera persona. Ya sabéis que soy un freak que viaja en una Vespa del tiempo. Me fui al 20 de junio de 1947 de una patada. La crónica la publiqué en La Voz de Galicia el 16 de junio del año pasado, sin prisas. Y, al final del relato, las propinas musicales.
No llores por mí, Compostela
“Una jornada inolvidable de emoción intensísima y de fraternidad hispano-argentina con motivo de la llegada de doña María Eva Duarte de Perón, esposa del presidente de la República del Plata». Así arrancaba el relato de la visita a Compostela de un mito rubio y argentino en La Voz de Galicia del 20 de junio de 1947, un día después de que Evita, la única, la irrepetible, la gran valedora de los descamisados, llegase a la ciudad en una parada de su gira española. Fueron unas pocas horas, pero suficientes para desatar una de las mayores apoteosis ciudadanas que se hayan vivido jamás en las calles de Santiago.
Con la excusa de la mini serie emitida recientemente por Televisión Española y con la portada de La Voz como guía, arranco mi Vespa del tiempo de una patada y me planto en la Compostela alterada de 1947. Si quiere venir de paquete, hay sitio; verá cosas asombrosas.
Nos vamos directos al «campo de aviación» de Lavacolla, que es una manera pretérita de referirse a nuestro aeropuerto. Según la página que llevo en el bolsillo, a las 12.50, exactamente, divisaremos en el horizonte la escuadrilla que escolta el avión presidencial. ¿La ve? ¡Ahí está! Y justo detrás, como bien escribe el cronista de la época, el DC-3 «que ocupa la ilustre dama», pilotado por el comandante Ansaldo. Las aeronaves de apoyo, comandadas por un tal Araújo desde el aeródromo de Guitiriz, vigilan el aterrizaje desde las alturas; esto es una visita de primera división. Si nos colamos entre la multitud aún veremos más. Por ejemplo, cómo la esposa del ministro de Marina recibe a «doña María Eva» -como la llama el Régimen- con un ramo de flores. En la recepción no falta nadie, desde el ministro del Aire, el general González Gallarza, al capitán general, señor Mujica, o los gobernadores civiles de las cuatro provincias. Pero lo realmente interesante viene después del acto protocolario, cuando arranca una formidable caravana automovilística con dirección a Santiago.
He conseguido colarme en el coche de la prensa enseñando únicamente una libreta. Todo el mundo está tan alterado con el despliegue que ni se han fijado en que mi pinta no es exactamente la de un periodista de posguerra. Para no levantar sospechas, hago como que tomo notas, aunque llevo el programa cerrado en el bolsillo y sé perfectamente todo lo que va a ocurrir; ventajas de viajar en el tiempo.
Tal como dice el periódico que me he traído del futuro, entramos en el pueblo por Concheiros y por la Cruz de San Pedro, donde nos esperan el alcalde, la corporación y una batería de artillería con estandarte. Y lo hacemos por lo que hoy sería dirección contraria. Como para que se nos averíe la línea espacio-temporal y suba el 6 en dirección a San Lázaro. No quiero ni pensarlo. Miles de personas se agolpan a ambos lados durante todo el trayecto. ¡Franco, Franco, Franco! ¡Perón, Perón, Perón! ¡Evita, Evita!, gritan los ciudadanos, ya sea voluntariamente o inducidos. Doña María Eva contesta con uno de esos gestos automáticos de mano que se aprenden en las academias de protocolo. Subimos por Casas Reais, enfilamos Cervantes y, por fin, la caravana se detiene frente a la fachada de la Inmaculada. Mires a donde mires solo hay gente que vitorea. Toca caminar ahora por debajo del arco de palacio, que en 1947 todavía no tiene incorporado el gaiteiro de serie. La ilustre dama lleva un peinado digno del mejor estilismo de mediados de siglo y se cubre la cabeza con un sombrero que recuerda a los que usan las campesinas. ¿Será un guiño? Aunque tiene solo 28 años aparenta muchos más, pero es la elegancia personificada. Una diva, una diosa caída del cielo para unos españoles necesitados de glamur y de pan, todo sea dicho.
«¿Ha visto cómo está el Obradoiro, Alvite?», le pregunto a un compañero de la prensa.
-Dirá la plaza de España…
-Claro, perdón, no sé en qué estaba pensando.
-¿Y todas esas personas de blanco en el balcón del Hostal de los Reyes Católicos?
-Eso es un hospital. ¿De dónde ha salido usted, señor? ¡Son los médicos y las enfermeras!
La comitiva entra en el Ayuntamiento, pero yo me quedo a pulsar el ambiente. La gente saluda con pañuelos y echa vivas a la Argentina cuando La Perona abanica con los dos brazos abiertos desde el balcón de Raxoi. ¿Les he dicho que hace un calor horrible? «¡¡Relindaaaa, sós como una diosa!!», le grita con acento argentino un señor orondo que está a mi lado. Lo que sucede en el ayuntamiento está en las hemerotecas: ofrendas, discursos, la medalla de oro para su marido, más discursos… Intermedio.
Evita se lleva de Santiago tantos regalos que le hará falta sitio en el avión: una imagen del Apóstol peregrino de 30 centímetros, una talla en azabache de Mayer, un álbum… Procuro no perder de vista al fotógrafo Artus -el hijo- que se conoce al dedillo el programa y tiene que retratar la visita para La Voz. Es él el que me cuenta que Evita ha estrenado con su firma el Libro de Oro de Santiago.
-¿Y qué ha escrito?
«¡No sé, pelotudeses!», bromea Artus fingiendo acento austral.
«Minutos después -leo en la crónica de La Voz del día siguiente- doña Eva Duarte abandonó las casas consistoriales, siempre entre las fervorosas manifestaciones de afecto y simpatía de pueblo santiagués». Vuelva a leer esta frase imaginándose la voz de Matías Prats padre, hágame caso.
La comitiva camina ahora en procesión hasta la catedral detrás de la Virgen de Luján. Veo a lo lejos al doctor Souto Vizoso, obispo auxiliar, que aguarda a la dama a pie de escalera. ¿Este sabrá que está casada por detrás de la sacristía? Y tanto que lo sabe. Dentro de la catedral, ceremonia solemne, discursos, botafumeiro y lleno absoluto.
Evita sale del templo por Platerías, «donde el gentío le tributa nuevas ovaciones y vítores». Subida en un impresionante descapotable recorre la Rúa do Vilar hasta el Hotel Compostela. La gente le entrega ramos «con delirante entusiasmo», que ella va arrojando, flor por flor, al público, a sus descamisados. Yo recibo una y me la guardo, porque siempre me he sentido un descamisado. En la recepción del hotel la agasaja con otro ramo el violinista Manuel Quiroga. Si quieren revivir el saludo desde el balcón del Compostela, busquen en Internet el NO-DO número 243B.
Ameniza la comida la masa coral de Educación y Descanso. Antes de salir hacia Pontevedra, Evita plantará un abeto en la explanada de la residencia de estudiantes, el único vestigio que encontrarán de su visita 66 años después. Búsquenlo; lo llaman La Perona.

Y acabo. Ahí van los ojos de Bette Davis cantados la voz rota de esa rubia platino que es Kim Carnes. ¡No se vayan todavía, aún hay más!

De oncología y ortografía - Pablo Alcalá

De oncología y ortografía - Pablo Alcalá

El autor tiene dos características que disgustarían a cualquier padre que quisiera a su hijo: es periodista y tiene cáncer

Aunque no conozco a Nacho Mirás, llevo unas cuantas semanas acostándome con él. Últimamente, en realidad, he cambiado la rutina ante las sospechas de mi esposa, que me ve reír, sonreír, fruncir el ceño y hasta los ojos vidriosos mirando el teléfono, y empieza a sospechar que en vez de irme a la cama con un señor y un astrocitoma anaplásico grado III me despido entre nostálgico y feliz de una amante de guasap ligero.

Ahora lo dejo para las mañanas. Hijo con mal despertar, ducha, café, pañal, correo electrónico, radio, guardería, prensa, coche, teléfono, correo físico y... Mirás. Esa hora y media ajetreada que me separa de rabudo.com la vivo con impaciencia. «¡Puñetas, cómo escribes, Mirás!», me digo cada nueve de la mañana, con esa sensación frustrante de que todo lo que tú vayas a escribir a partir de ese chorreo de emociones radioactivas con retranca balsámica va a importar bastante nada. Tal es el talento del escribiente.

El citado autor tiene dos características que disgustarían a cualquier padre de familia que quisiera a su hijo: es periodista y tiene cáncer. Mezclando ambas desgracias, Mirás vuelca en un blog, ya bestseller, su personalísima batalla con lo que viene a llamar «un inquilino de renta antigua que ahora, descubierto, se expone a un desahucio inmediato». Y lo hace tan bien, que casi olvida uno que está hablando de un puñetero cáncer.

Da pudor escribir esto. Primero porque se me adelantaron hace tiempo unos señores de esos capaces de escribir una notificación de embargo y que parezca merecedora del Cavia. Además porque no le conozco, pero es que Mirás ya es un poco de todos.

Ocurre también que él lleva 10 goles y el tumor un par, así que me he comprado la bufanda del que va a ganar el partido. Me apunto el tanto antes de que me pase como en los 90, que yo seguía siendo del Rácing de Ferrol y no había quien tomase una copa sin cara de pardillo entre tanto deportivista venido a más. Aquí un hooligan, Mirás. Por delante y por detrás.

jueves, 27 de febrero de 2014

Gargantilla Verde - José Luis Alvite

Gargantilla Verde - José Luis Alvite

Fue una cruda noche de invierno, hace ya algunos años. Llevábamos varios días con nubes bajas y aquella tarde había anochecido mientras aún estaba en los fregaderos la loza manchada del almuerzo. Yo había salido de la ciudad en coche y hacía quilómetros pensando en tardar más tiempo en desandar el camino. En las cercanías de Cambados vi chispear bajo la lluvia, entre la bruma, como un estribillo azul, el riff  de un rótulo fluorescente a punto de fundirse. Era un restaurante. Faltaban minutos para las nueve. Aparqué al lado de un coche fucsia con una rueda en llanta. Dejé la gabardina escurriendo la lluvia en un perchero y entré al comedor pisando casi en las puntas de los pies para no interferir en el silencio. En una mesa cerca de un rincón cenaba una hermosa mujer joven vestida de negro con el cuello avivado por una gargantilla verde. Me senté en el rincón opuesto, separado de ella por cuatro mesas reservadas con cartelitos, supuse yo que por si se sentaba a cenar en ellas sin hambre el silencio. Miré hacia el fondo. Ella cenaba algo que no hacía bulto en el plato y me pareció que ni siquiera masticaba lo que fuese que se llevaba a la boca. Permanecía con la mirada distraída, el torso erguido y los brazos distendidos en el discreto ademán de alguien que se hubiese sentado en un restaurante a abrir la correspondencia de un  poeta con la pala del pescado. Se me acercó al maitre y como aquella noche estaba dispuesto a que fuese el final de mi dinero y el comienzo de mi testamento, ordené para cenar «cualquier cosa cuyas manchas encarezcan la corbata». «Siento curiosidad por saber qué cena esa mujer del fondo», le confesé al maitre. «Se detuvo aquí por un pinchazo en el coche. Dice que no tiene mucho apetito. Si por ella fuera, le habría servido de primer plato el papel con la factura en blanco. Al final accedió a comer algo y pidió cualquier cosa que sea delgada. Es elegante, ¿verdad? Nunca supe muy bien por qué, pero lo cierto es que la elegancia es diurética y quita mucho el apetito». Aquel tipo tenía razón. Al final de  su carrera, el actor británico Rex Harrison estaba entrado en carnes. Pero como era elegante, por mucho que engordase, lo de Rex Harrison en el peor de los casos jamás sería obesidad, sino ostentación. «Sí, esa mujer es elegante, amigo mío, muy elegante. Sería hermosa aunque en el cine proyectasen su imagen en una pantalla arrugada. Supongo que una mujer así solo merece que se le haya pinchado la rueda del coche en el emprendedor de la corbata de Cary Grant»… Mientras la mujer joven y hermosa de la gargantilla verde degustaba un lenguado con sus estilizados ademanes de abrir el correo, pensé con relativa amargura que jamás habría alguien como ella en mi futuro y que tampoco me importaría recordarla por haber estado, siquiera fuese por error, en mi pasado. También pensé que donde quiera que dos hombres peleasen hasta hacerse sangre por una mujer, alguien como ella sería sin duda el razonable motivo. Estábamos los dos en el mismo lugar y a la misma hora, pero éramos tan distintos… Hasta se me pasó por la cabeza que yo era quien estaba allí, recién salido de la lluvia, con el dinero justo para me fuese fácil arruinarme, y que en aquella escena ella era sólo una transparencia de otra película que el viento hubiese arrastrado lejos de su cine de estreno en Broadway. Recordé lo que había dicho de esa clase de mujer un tipo que fue trompetista de la orquesta de Count Basie: «Desengáñate, amigo. Hay mujeres que nunca son para los tipos como tú y como yo. Son el premio de un sorteo al que siempre llegaremos tarde. Sus pisadas acaban sin remedio donde se reúnen los pies de otros hombres, igual que en unas calles el viento junta las colillas de los proscritos y en otra calle bien distinta la brisa reagrupa los sombreros de las mujeres. Olvida a esas chicas, muchacho. Ellas vuelan como perdices de raso para los rifles de los cazadores y nosotros resulta que nos hemos metido en la lluvia armados para la pesca  con pluma». Fuera del restaurante arreciaba la lluvia y allí seguía el coche fucsia con una rueda en llanta, reluciente y herido, esperando tal vez a que se me ocurriese la galantería de salir a la calle a cambiarle la rueda y volviese luego a entregarle las llaves de su coche con la mano llena de perfidia, de malicia y de agua. Aunque podría parecer audaz y desde luego resultaba heroica, deseché la idea. La mujer hermosa de la gargantilla verde prendió un cigarrillo y dejó escapar lentamente el humo de su boca sin soplar, en un gesto distraído, involuntario, dejando el humo en suspenso alrededor de su rostro, recapacitando en el aire como un acróbata lento y deshuesado. El maitre dejó sobre mi mesa la joyería de una docena de ostras abiertas como peinetas de carey sobre una cama de hielo picado. Entonces con el humo de su cigarrillo rondó mi cena el perfume de la mujer de la gargantilla verde. No me importa reconocer ahora que sorbí de su concha la primera ostra con los ojos cerrados… Y juraría que al abrir de nuevo mis ojos vi que la mujer de la gargantilla verde tenía discretamente cerrados los suyos… Como suele ocurrir con las de su clase, la mujer hermosa de la gargantilla verde dejó en el plato más comida de la que le habían servido, no arrugó la servilleta, ni se despintó los labios al beber. Presumiendo que a ella le resultaría incómodo pedírmelo, le envié por el maître una nota poniendo mi coche a su servicio. Entendí que aceptaba sin necesidad de que me lo dijese. Lo supe porque las mujeres como ella adoptan frente a la cortesía de los hombres la actitud de alguien que incluso para recibir un favor se hace de rogar, de modo que invierten el valor real del gesto y convierten tu gentileza en un deber. Reconozco que me habría gustado conseguir su cuerpo y que a falta de eso, me conformaría con tener su alma. Al final ella se puso en pie y me sentí en el deber de salir a su rebufo casi sin haber cenado. Ella pasó delante, sin esperarme, dueña de su cuerpo y de su alma, sin que a mí me quedase otra opción que la de hacerme cargo de su factura. Me dolió que la suya fuese una actitud arrogante, pero también pensé que lo que hace apasionantes a muchas mujeres son precisamente esos hirientes detalles que al mismo tiempo que las descalifican las encarecen. En mi relación con las mujeres creía haber aprendido que los disgustos que te ocasionan dejan de ser vulgares en el momento en el que, además de a tu orgullo, afectan a tu bolsillo. La mujer hermosa de la gargantilla verde resultaba de una arrogancia cautivadora, insolente, y seguramente, carísima. Al salir a la calle la protegí de la lluvia con mi gabardina hasta que entró en mi coche sin molestarse siquiera en el falso ademán, tan femenino, de intentar abrir la puerta. Olía bien. A uno de esos perfumes caros, de mujer experimentada y resuelta, que uno sabe de buenas a primeras que con cualquier motivo permanecerán para siempre como un lastre en su conciencia. Le sugerí que hiciésemos tiempo en alguna parte hasta que por la mañana abriesen los talleres. Mi plan era retroceder hasta mi ciudad, ganando en la carretera el tiempo que aún tardaría en abrir las puertas de su local el barman del «Corzo». No dijo nada. Parecía seria, tal vez contrariada por el pinchazo de su coche y decepcionada por el desorden casi bohemio del mío. «Puedes ir tranquila –bromee–. Esto parece una barricada, pero no hay nadie al otro lado de los cascotes». Tampoco dijo nada. Su actitud tan seria y reservada me puso incómodo. La verdad es que me sentí estúpido e inútil, como si en medio de un naufragio ella tuviese la inquietante sensación de estar siendo salvada por un nadador con los brazos de azúcar… Yo tenía entonces un coche muy descuidado en el que los delincuentes no entraban a robar por miedo a contagiarse de la malaria. Resultaba chocante que de aquel trasto se apease alguien como la hermosa mujer de la gargantilla verde sin que se resintiese al instante su reputación. En cierto modo el coche era el reflejo de mi alma destruida por años de vida bohemia y solitaria y con razón aquel psicólogo amigo mío decía que para averiguar mis emociones bastaría con echarle un vistazo al abandono de mi automóvil. Por si ella hacía preguntas, me adelanté a explicarle que mi aseo era más esmerado que el del maldito coche. Ya en el interior del «Corzo» le conté también que cuando el vehículo era nuevo había un gato en aquella calle que corría hasta debajo de él para beneficiarse del calor que desprendía el motor y que el gato se esfumó tan pronto un día vio que por culpa del mal aspecto del coche su lugar al amparo de aquel calor lo había ocupado una rata. «No hará falta decir que esa rata es coherente con el mal estado del coche, pero no refleja en absoluto la limpieza de mi manera de ser», me apresuré a advertirle. A una seña convenida en un lenguaje que nos unía hace tiempo, el barman pinchó en la voz de Rod McKuen «Love´s been good to me», una de esas canciones en cuya letra a uno no le importaría en absoluto verse reflejado. Iba a pedirle que la bailase conmigo, pero no me atreví. Supuse que su respuesta sería una negativa y que lo mejor sería dejar que los acontecimientos se sucediesen por su propio peso, sin que los echase a perder la prisa. «¿Quién canta?», preguntó. «Rod McKuen, un poeta y músico norteamericano. Rod es el autor de la canción. Sinatra la popularizó pero me gusta más esta versión, con permiso de Frank. Le da otro dramatismo; no sé… es… ¿cómo te diría?... suena más íntima, casi como un remordimiento». «No me gustan los remordimientos», contestó. Iba a hacerle una puntualización, pero no me dio tiempo y siguió: “Los remordimientos, la nostalgia… son emociones relacionadas con el pasado. El remordimiento no resuelve la Historia, ni protege de nada. Es como abrir un paraguas hoy para protegerse de la lluvia de ayer». Confieso que su respuesta hizo que se tambaleasen mis planes para aquella noche. Había pagado su cena sin saber muy bien por qué lo hacía y ahora me sentía desarbolado por su rechazo del remordimiento, uno de los rasgos de mi personalidad. Me sentí como si al desvalijarme, un atracador me cobrase también los gastos de desplazamiento. Nunca quise imaginar qué habría ocurrido si aquella noche ella hubiese bailado conmigo la canción de Rod McKuen. Me conformo con la evidencia de que ni merecí siquiera su bofetada. La mujer hermosa de la gargantilla verde dijo que tenía que irse y yo no me sentí capaz de pronunciar una sola frase capaz de detenerla. Incluso evitó que me ofreciese a llevarla en coche. «Siempre estoy cerca del lugar al que tendría que ir», dijo. Habíamos tomado sólo un par de copas y reconozco que me halagó su gesto de permitir que la invitase de nuevo. Hasta me sentí ruin y avergonzado de que aquella noche me sobrase dinero y me hubiese salido tan barato el premio singular de una apuesta en la que no contaba. La vi irse a lo largo de la barra y doblar la esquina del guardarropa, desbrozando con el machete de su empaque el humo de los cigarrillos. Subió luego las escaleras dejando en su estela el estrambote de aquellas pisadas que durante un rato caminaron por mi estómago como martillazos de seda en los clavos de la crucifixión. Días más tarde recibí de manos del barman del «Corzo» una breve nota manuscrita con letra limpia y herniada, tenaz y fluida como una reata de agua, rematada con una firma ilegible. Aunque por mi natural desidia rompí al poco rato el papel, recuerdo al pie de la letra una de sus frases: «Me marché enseguida por la sencilla razón de que cada vez que me sabe a poco un buen momento, temo que al día siguiente todo sea reiterativo y manido, como si hubiesen  pasado demasiados años sobre ese instante, igual que envejece la vida en los periódicos a medida que los vas leyendo». En los días que siguieron dudé de que algo así me hubiese sucedido y hasta pensé que aquella mujer había sido la prueba evidente de que por si no fuese suficiente que la literatura me alterase el sueño, lo más probable es que me estuviese afectando también a la vista. Pero después ocurrieron cosas que me hicieron ver que aquel encuentro había existido. Pude saber entonces quien era ella. Se llamaba Rocío González y me la encontré años más tarde en el Savoy, trayendo en la mano una carta de la inolvidable Lorraine Webster. Ella jamás reconoció en mí al tipo que había pagado una noche de lluvia sus facturas. Y si yo lo cuento aquí es solo porque ella sí que me recuerda mi pasado, los días indoloros y dorados, breves como las camelias, cuando soñaba con ser uno de esos cosmopolitas tipos de mundo que se sonríen con melancolía viendo pasar por sus espaldas a la mujer elegante de la gargantilla verde, reflejada como un holograma de raso negro en el escaparate de «Cartier».

Un martes más, un miércoles menos. Una de curas - Nacho Mirás Fole

Un martes más, un miércoles menos. Una de curas - Nacho Mirás Fole

Hoy os dejaré pronto, que me ha venido todo el sueño junto. Los martes son un coñazo. O lo han sido, porque, después del viernes, ya no tendré que pisar más el hospital hasta el 25 de marzo. Me han chutado, me han analizado los fluidos, he tenido visita con el oncólogo… Todo en orden. El roble sigue vertical, con menos hojas pero con las mismas ramas. Tengo bajos los leucocitos, vale, pero entra dentro de lo normal. Va a ser que leucocitos están sobrevalorados.
Llevo bastante bien lo de ir saludando por el hospital; soy la Leticia Ortiz de la oncología compostelana. Aunque Josep Plà distinguía entre amigos, conocidos y saludados, creo que en los últimos meses ha habido un montón de cambios y saltos entre las tres categorías. Amigos que han pasado a ser saludados; conocidos y saludados que se han convertido en amigos… El tiempo y las urgencias suelen poner a cada uno en su sitio. Está bien hacer limpieza general, que cuando te das cuenta tienes la casa llena de trastos inútiles y escasa de las cosas necesarias.
Solo voy a seguir escribiendo esta noche mientras me llega la hora de la droga dura. Así que después me entregaré en cuerpo y alma al edredón nórdico y me dormiré oyendo llover. Por cierto, el edredón nórdico es una de las consecuencias de una novia alemana que tuve en la universidad. Hasta 1992 yo era de mantas y colcha, pero ella cambió eso y más cosas. ¿Cómo era esa frase de José Luis Alvite? Ah, sí: “El amor eterno es aquel cuyo fracaso se recuerda siempre”.
Hoy me he encontrado por la calle a un montón de personas. La difunta madrina Celia, que era la Agustina de Aragón de mi familia -madrina de mi madre, de mi hermano y de la boda de mis padres-, distinguía siempre claramente entre personas y gente: “Hai moita xente -decía-, pero persoas poucas”. Por eso digo que esta tarde he saludado y me he parado con un montón de personas. Os diré que estas memorias sanitarias tienen más de una lectura. Intento decir muchas cosas sin decirlas, lo mismo que obvio otras. Hay mensajes cifrados, hay frases en código, dedicatorias escondidas… incluso aflora, sin yo buscarlo, algún que otro rencor. De fogueo, nada preocupante. En todo caso, confío en que los interlineados lleguen a los destinatarios. Ya sé que algunos saben leer perfectamente entre líneas.
Por petición os dejo de nuevo el enlace al programa Expreso de Medianoite que compartí el sábado pasado con Victoria Rodríguez en la Radio Galega. Victoria es todo sensibilidad y me hizo sentir muy a gusto en el compartimento de este convoy autonómico. Son tres cuartos de hora de viaje que podéis escuchar desde aquí. Ya me voy, pero antes, en este intermedio del cáncer, voy a rescatar un post del pasado para dedicárselo a mi amiga Tere Ferreirós Criado, a propósito de un encuentro episcopal que ha tenido estos días en los dominios de Dios. Lo escribí en noviembre del 2010, cuando viajé a Barcelona en acto de servicio para cubrir la consagración de la Sagrada Familia. No todo el mundo puede presumir de haber viajado en avión con toda la Conferencia Episcopal Española al completo. Para ti, Tere, en rigurosa reedición. Hasta mañana.
La trastienda del Papa 
(Barcelona, noviembre 2010)
Tengo que hacerme mirar esta facilidad pasmosa que tengo para encontrarme frikis por la calle. ¿Cuántas posibilidades hay de que te envíen a Barcelona a cubrir una visita del Papa y tropieces con el Padre Apeles? Pues a mí me ha pasado hoy. No pude evitar la tentación de sacarle una foto con el móvil. “Si no lo hago -me dije- no me creerán”. Apeles vestía sotana hasta el suelo, parecía un cura en traje de noche en un capítulo revenido de Amar en tiempos revueltos.
Junto al pinturero Apeles, dos idiotas arborescentes se dejaban la garganta: “¡Viva España, una y católica!”. Miré a mi alrededor, convencido de que, en cualquier momento, aparecería el caudillo bajo palio. Entiendo a los católicos y a sus razones, incluso las que no comparto -aún no he apostatado, así que hablo desde dentro-, pero no comprendo a los fanáticos y soy completamente incapaz de respetarlos. “¡Viva España, una y católica!”, seguía vociferando el idiota mientras yo me abría paso en esta cuadrícula maravillosa que es el Eixample barcelonés, una ciudad de papel milimetrado. Allá lo dejé, desbocado junto a Apeles. Carne de cañón.

Ha sido interesantísimo el viaje desde Santiago a Barcelona a bordo del Papa Force Two, el avión especialmente fletado por la Conferencia Episcopal Española. Los de Iberia, que se deshacen en atenciones con el clero, incluso le pusieron a los asientos unos reposacabezas conmemorativos de la visita de Ratzinger. Y, así, me encontré con que, durante todo el viaje, Benedicto XVI me hacía masajitos castos y píos. Llegué a temer que hubieran sustituido el chaleco salvavidas por una casulla. ¡Dios, ¿¿cómo inflo una casulla??! ¿Soplando por un tubo?
En el avión iban facturados cien obispos y arzobispos y, en las plazas sobrantes, los chicos de la prensa. Estaba convencido de que rezaríamos en medio de la travesía, como en aquel viaje en autobús a Torreciudad con el cura de A Salgueira, que era del Opus; empezamos con el rosario en Benavente y acabamos en el desierto de Monegros. Menudo recital.
Pero no, nada de rezos en el aire. Después caí en la cuenta, claro, de que Dios nunca daría de baja en acto de servicio a la Conferencia Episcopal toda junta. Eso obligaría a Nuestro Señor a replantear la empresa y a convocar concurso de méritos. O, lo que es peor, a un cierre patronal. Viajé, por lo tanto, con una seguridad desconocida, como si el avión lo pilotara directamente la Virgen de Loreto, patrona de la aviación.
Mientras la aeronave llegaba y no llegaba a buscar tan selecta carga, en Lavacolla conversé con monseñor Luis Quinteiro, obispo de Tui-Vigo; y también con Alfonso Carrasco Rouco, obispo de Lugo y sobrino del cardenal Rouco Varela. He entrevistado a ambos, así que ya nos sonábamos. Aunque lleva poco tiempo en Vigo, Quinteiro le tiene perfectamente tomada la medida a sus parroquianos, a la esencia de cómo somos en esa ciudad donde, detrás de cada farola, sale en su defensa una asociación de vecinos; nos tiene calados. Rouco me sorprendió cuando, del bolsillo de su chaqueta de obispo, sacó un flamante iPhone negro. “Caramba, monseñor -le dije- está usted a la última”. Carrasco sonrió -todos los del iPhone ponemos risa tonta cuando nos adulan- y nos pusimos a hablar de nuestros teléfonos móviles como solo sabemos hacer los devotos de San Steve Jobs. Tengo que desmentir a mi compañera Tamara Montero, que está convencida de que todos los curas hablan “en cura” -así le llama a esa manera de expresarse canturreada y aguda que se enseña en la escuela oficial de idiomas del seminario-. Fuera de servicio, algunos obispos son magníficos oradores.
Con Quinteiro hablé de la sociedad civil y para nada intentó plantar olivos ni recoger espigas por el camino. Soy terreno duro. Y con Rouco, del último IOS del iPhone. “Yo espero a que salga el 5 ¿Para qué quiero el 4?”, me dijo vacilón. La de puntos Movistar que debe de tener la Conferencia Episcopal Española. A pesar de las tres horas que duró la ceremonia de hoy -alguien debería convencer a la Iglesia de que, a veces, menos es más- vengo razonablemente satisfecho, sobre todo en la parte musical. He descubierto que, bien cantadas, las letanías no tienen que tener la monotonía insoportable del sorteo de Navidad. Es más, el recitado de santos se me hizo corto, arropado por ochocientas gargantas del Orfeó Català, el coro Sant Jordi y la Escolanía de Montserrat, entre otros. Qué delicia. Me pasó con la misa flamenca de Enrique Morente que viví en la basílica de Saint Denis de París.
Tal como ordenaba el protocolo, he ido de traje a la consagración. Reconozco que el traje me queda bien, pero yo no me veo. Para diario soy más de Decathlon. “Neno, qué bien te queda el traje”, me dice mi madre, que siempre que me quiere halagar empieza las frases por “neno”. El caso es que, al ser gris oscuro e ir combinado con una camisa negra sin corbata, me dio la impresión de que mi presencia, más que seductora, era pastoral. Solo así se puede explicar la sonrisa piadosa que me dedicó una voluntaria del Arzobispado de Barcelona que, por cierto, tenía un interesantísimo piercing en la nariz. Yo creo que, nada más verme, sintió ganas de confesarse. Pero… estoy pensando… ¿y si la mirada no era piadosa? No, seguro que sí que lo era… ¿Y si no era?. Vengo de Barcelona ungido de santidad, no cabe duda.
Tres horas y pico de misa hoy, más todas las visperas de Santiago… ¿No podría convalidar todos estos créditos por una docena de mis peores pecados? Como nos colocaron en una tribuna en el segundo nivel de la Sagrada Familia, el humo del incienso que quemó el Papa para purificar la basílica menor subió sobre su cabeza y acabó incrustado en mi traje de legionario de Cristo del servicio secreto. He estado todo el día oliendo a tiraboleiro y me acabo de dar cuenta ahora, al llegar al hotel y quitarme la ropa. Si me pilla Armando, el tiraboleiro mayor, me para girando y acabamos fundidos en un tango. Va a ser por el olor y por la camisa negra por lo que me hacía ojitos la del piercing. Y es que uno ya tiene una edad y con las canas supongo que infunde una mezcla de ternura, seguridad y absolución latente. Aunque… ¿y si no era eso? ¡Vade retro, Satanás!
Me ha pasado una cosa muy curiosa en la tribuna de prensa. Me explico, primero, para los que no saben cómo va esto del periodismo. Normalmente, cuando nos envían a cubrir un acto -el verbo suena fuerte, pero no es algo en absoluto carnal, al menos de entrada- los periodistas no tomamos parte. Es decir, si nos ponen delante a un político soltando una sarta de paridas tomamos nota, si acaso preguntamos -cada vez preguntamos menos- y ya está. Nunca jamás aplaudimos ni nos levantamos por respeto, así se esté firmando la paz en Oriente Medio. Estamos trabajando, como ellos, y así lo hacemos ver, yendo a lo nuestro.
Sin embargo, en la tribuna que me tocó hoy todo fue diferente. No reparé en que, conmigo, la mayor parte de los compañeros acreditados eran redactores de publicaciones católicas, desde Radio Vaticana hasta L’Observatore Romano. Había muchos, como veinte. Me di cuenta cuando una de las voluntarias se nos acercó y pidió que levantasen la mano todos los que querían comulgar durante la macromisa, que ella se encargaría de que subiera un cura para darnos unas hostias a distancia. Fue muy violento cuando, menos la mía y otras dos, se levantaron todas las manos. Tan brusco me resultó que me puse a recitar mentalmente los santos de las letanías: San Pedro y San Pablo, San Andrés, Santiago, San Juan, Santa María Magdalena… Se me pasó un poco el agobio cuando comprobé que don Juan Carlos de Borbón, Rey de España, también ayunó el cuerpo de Cristo mientras su mujer sí que participaba en la cena del Señor. Pero eso no fue lo peor del trabajo en la tribuna.
Hace un momento os conté que los periodistas jamás nos levantamos ante el que nos convoca -nunca falta alguna palanganera excepción-. Pero es que aquí el que convocaba era el Papa y los que cubrían a mi lado la ceremonia estaban a la vez en misa y repicando, esto es, trabajando y participando de la eucaristía. Mal asunto. Ese estar a todo provocaba un continuo levantarse y sentarse de compañeros que hacía realmente difícil mantener la atención. Tanto viento generaban que casi me vuela un discurso embargado de Benedicto XVI. Y claro, si el de delante te tapa la pantalla gigante porque viene la consagración, te da reparo mandarle que se siente, porque no ves. Fue una cobertura difícil. No faltará quien me tache de irreverente por contar las cosas como las cuento. Pero diré en mi descargo que, para ser irreverente, hay que serlo en el momento en el que uno debería tener un respeto, y yo en eso soy muy escrupuloso. Quitando que no comulgué -estoy plenamente convencido de que algunos de mis compañeros estaban, por lo menos, empatados conmigo en el gol average pecador- soy un maestro en el arte del respeto in situ. Sin embargo, lo que sí me parece irreverente es un acólito del Padre Apeles salivando en medio de Barcelona: “¡Viva España, una y Católica!”, eso sí que me parece irreverente.
Me pasó lo mismo cuando, el día de la Guardia Civil, un chaval con los dientes y el bigote de leche se puso a vociferar como un animal, sin venir a cuento, junto a la capilla de San Lázaro: “¡Viva España, viva el Rey, viva le orden y la Ley!”. Soy alérgico a tales declaraciones de principios. Lo que yo cuento, guste más o menos, no deja de ser un retrato fiel de la realidad, adobado si acaso, pero retrato. Creo -y ahora opino- que la Iglesia ganaría purgándose de fanáticos y de parafernalia y que, en general, el mundo espiritual está falto de sentido del humor. El padre Isorna, un franciscano al que le tengo fe, me decía el otro día que no soporta a los fanáticos de ninguna religión. Y en eso estamos de acuerdo: ni a los de la religión, ni a los del fútbol, ni a los de la política… Ha sido un fin de semana intenso, pero ahora me voy a la cama sin cargos de conciencia.

Hasta aquí las notas a pie de página de hoy y el recuerdo del pasado. Me voy con la música a otra parte y en la confianza de que no soñaré con obispos. He arrancado mi Suzuki Burgman 400 y me he dado una vuelta por el garaje a lo loco, sin obedecer al neurocirujano. Qué bien me sientan estos gestos de insumisión sanitaria. Mañana toca burrocracia un miércoles más. Pero también es un miércoles menos. Música y a la piltra. Dirige la orquesta un súper pecador: Elton John. Gracias por todo.

Corazones con hígado - José Luis Alvite

Corazones con hígado - José Luis Alvite

..Se necesita tener alicientes y objetivos para vivir con entusiasmo, como viven las personas que se conforman con depurar sus pasos en las clases de baile de salón y los nuevos ricos al mejorar su handicap en el golf. Lo importante es evitar la monotonía y por eso hay quien lee cada semana un libro distinto, del mismo modo que otras personas se emplean a fondo en el gimnasio, en las didácticas sesiones de alcohólicos anónimos o rezando de rodillas en un reclinatorio nuevo. Es desolador carecer de alicientes y que la única novedad interesante en tu vida sea el pasado. Muchas personas se deprimen porque no ven horizontes. Se ensombrecen con el paso de los años y a veces no pueden levantar el ánimo hasta que sienten, como un alivio, la inminencia de la muerte, esa serena monotonía para la que no se requiere el menor esfuerzo, ni siquiera el residual esfuerzo de cambiar de postura en cama para no roncar con las borras del viático en el momento del óbito. La melancolía depresiva es un estado de ánimo muy literario del que cuesta mucho salir sin meterse las pastillas del siquiatra por la sien con una pistola. Cuando afecta a un artista, tiene de bueno que genera al mismo tiempo zozobra y novelas, aunque los resultados raras veces favorecen al autor, que se limita a parir con el insufrible dolor de una mujer obligada a expulsar por las narices el feto, la placenta y la mano blanda y glandular del ginecólogo. Muchas de las mejores páginas de la literatura y no pocos de los cuadros pictóricos más emocionantes, fueron firmados por tipos en cuyas vidas amanecía con la agonizante luz del crepúsculo. Nuestra felicidad depende con frecuencia de la contemplación de la obra de hombres sin esperanza y sin alegría, tipos confusos y a menudo solitarios que miraban con angustia la luz mientras se le comían los ojos los cuervos. En Edgar Allan Poe, la deslumbrante y sobrecogedora belleza de su escritura disimula con una brillante capa de luz el amargo sabor de sus vómitos y aquella alucinada soledad a la que murió abrazado en un callejón en el que la deslumbrante brisa del baile solo de vez en cuando entraba a mear. Scott Fitzgerald alcanzó fama y dinero, disfrutó de la vida hasta que a su boca se le volvió amargo el sabor del dulce y solo salió de aquella delirante borrachera de de jazz y sombreros para identificar en el espejo los malgastados rasgos de su cadáver, cuando ya no era posible dar marcha atrás y vivir como un hombre corriente, como cualquiera de los millones de hombres y mujeres que disfrutaron leyendo las historias que le ocurrieron a aquel triunfante hombre de mundo cuyas manos mismo parecía que estrenasen cada día el sudor, el tacto y el peso liviano, verde y acurrucado de los tibios polluelos del dinero. Sus portentosos personajes se habían quedando con su salud mientras el barman se quedaba con las heces de sus bolsillos y su hija jugaba con las polillas de su peluche. Le ocurrió a Fitzgerald como a Truman Capote y como a tantos de esos maravillosos escritores que aman por encima de sus posibilidades y mueren reventados por el desenfreno y por los vicios, con una muerte a lo grande, como sucumben los genios cuando llega ese jodido momento a partir del cual sus pies ya no son capaces de seguirle los pasos. A la ordenada, metódica y saludable gente de diario por lo general suelen fallarles el reloj y el coche, pero los tipos bohemios y soñadores sucumben, amigo mío, porque al corazón de los poetas, maldita sea, tarde o temprano, les falla el hígado...
..Calquier aficionado al jazz conoce el trágico final del saxofonista Charlie Parker, el espeluznante itinerario vital y estupefaciente de Miles Davis, las lágrimas de Louis Armstrong mientras apretaba contra la embocadura de su trompeta aquel jodido cáncer en los labios, la mirada de John Coltrane cuando se juntaban en la perdición de sus ojos la silvestre luz de la inspiración y la solitaria liturgia de la heroína; los pulmones de Dizzy Gillespie soplando con la boca apenas visible entre aquellas mejillas hinchadas como nalgas... porque el jazz nació entre las putas del bacanal y bochornoso barrio de Storyville, se fue en autobús a Kansas City y a Chicago, se plantó en el Minton´s de Nueva York, surgió el bebop, sobrevinieron luego el jazz cool, el free jazz, la apoteosis del festival de Newport, las triunfales giras de los negros por los salones liberales y fumados de París, el sello Verbe, los chicos líricos de la Costa Oeste, Chet Baker, Stan Getz, se cruzó en su camino el elegante bossa nova de Jobin y de Morais, hasta llegar a los Marsalis, dejando por el medio el fiasco del jazz de cámara, aquella imperdonable pretensión de los intelectuales de convertir la música torrencial y gástrica en una asignatura académica que la retirase de los andurriales y de los cabarés para recluirla en los paraninfos o como ilustración en las sesudas conferencias de los catedráticos de griego, con lo cual se privó al jazz de sus elementos esenciales: la improvisación, el desaliño y los vicios, alto tan estúpido y tan poco natural como lo sería la pretensión de criar un tigre con una dieta de canapés y acelgas, algo tan descabellado, amigo mío, como colar la aflautada voz del general Franco en las minerales frases de Burt Lancaster, aquel tipo como a granel que resultaba todo lo atractivo y peligroso que puede resultar un hombre en cuyo aliento la mitad de la sinceridad sea mentira, y el resto, sencillamente, cerveza. Nacida entre los funerales y la calle, la del jazz es una música que no proviene de las partituras, sino de los sumarios. Tiene que ver con las flaquezas y con las emociones humanas, con lo cual resulta inadmisible cualquier tentación de acomodo que altere su esencia. Algunas de sus mejores interpretaciones las consiguió Charlie Parker en un penoso estado físico, convirtiendo en arte la jaqueca de la resaca o los desvaríos de la última dosis de droga, casi inconsciente, capaz apenas de apretar los labios en la boquilla del saxo, sin un centavo en los bolsillos, con las fuerzas justas para separar en sus notas la saliva, el llanto y los vómitos. Abundan en el mundo del jazz los tipos como él, chicos sin padres y sin escuela, tipos salidos de los suburbios de las ciudades para caer muertos a las afueras de Dios. Hace falta una adecuada formación para ser ingeniero de minas o catedrático de bioquímica, pero para ser Charlie Parker, muchacho, para ser alguien como el Pájaro Parker, lo que se necesita es un pecho grande y desolado como un mausoleo, el fuelle preciso para hinchar un hueso, y un buen puñado de deudas. Eso explica que los más grandes del jazz hayan triunfado con prestigio y sin dinero, libres y dignos, como un puñado de monjes que en el subidón de la droga le rezasen a una Virgen humanizada con el rostro malgastado de Billie Holiday, aquella chica sensible y comatosa que nos estremeció porque cantaba acusando en su voz el licor de la inspiración y el dolor de los hematomas...

miércoles, 26 de febrero de 2014

Manos de panadera - José Luis Alvite

Manos de panadera - José Luis Alvite

Ocurre con las personas interesantes lo que con esas frutas en las que el mayor placer al morderlas se obtiene al llegar con los dientes a la acidez, aunque por lo general la gente pierde mucho al ahondar en ella, porque debajo de esa brillante capa de ropa y estilo no queda otra cosa que un montón de cumplidos, vulgaridad y silencio. Hay pocas iglesias cuya belleza respondan de cerca al lejano y evocador tañido de sus campanas. A veces basta una cicatriz en el rostro de alguien para sentirnos atraídos hacia esa persona. Pero casi siempre nos llevamos una sorpresa desagradable porque debajo de aquella intrigante cicatriz no había un crimen, una pelea, un escabroso incidente celosamente guardado en secreto, ni siquiera el mal recado de una bala perdida. Pudiera ocurrir que lo verdaderamente interesante de la cicatriz sea la personalidad de quien te la hizo. Un libro malo puede ganar mucho marcándolo con el autógrafo de otro escritor. Personalmente me interesan mucho las personas desconocidas. No es que espero mucho de ellas, pero al menos tardo en decepcionarme el tiempo que empleo en conocerlas. Por lo general le presto atención a las mujeres que más que un revolcón, me sugieren una frase. Evito apurar las cosas porque sé que en nada se pierde tanto tiempo como en el ímpetu de ganarlo. Reconozco que me atraen las cicatrices de los hombres y esa expresión de las mujeres en cuyo rostro la felicidad ha empezado a sucumbir inexorablemente a algún vicio o al tenaz estrago del tiempo. No puede resultar atractiva una persona que no me despierte a simple vista la tentación de transcribir su alma en un papel. De adolescente aspiraba a casarme con una mujer que me causase al mismo tiempo insomnio y literatura. Creo que es el caso de la mayoría de las personas. Abrigamos al principio la esperanza de complicarnos la vida con un ser adorable y escabroso que nos haga el daño encantador que al bailar podrían hacernos los zapatos casi escolares de Fred Astaire. Al final acabamos formando pareja con alguien que ni siquiera nos de un motivo para salir huyendo, y lo que esperábamos ver convertido en un chorro de emoción y literatura, acaba reducido a la prosa administrativa y fría de un libro de familia, abocados a soportar el tedio de la regularidad, la rutina y el hastío, como en uno de esos insoportables viajes en los que nunca cambian el clima, la luz y el paisaje. ¿Por qué no habremos conocido a tiempo a una de esas personas cuyas ofensas aceptaríamos aunque solo fuese por sentir seguidamente el placer de sus brillantes excusas? ¿Por qué se nos niega la suerte de unir por algún tiempo nuestras vidas a uno de esos tipos en cuyas manos parecen prestados el dinero, el sudor y los gestos? Yo creo que nos pierde el afán de ver las cosas claras. Tendríamos que saber que lo interesante de la pasión son las llamas, y que las llamas, como el cine, pierden mucho al encender la luz. Es importante conservar el recelo. La gente pierde mucho al disiparse sus misterios. Descubrimos entonces que aquella cicatriz no fue el resultado de un navajazo, sino la lejana consecuencia de la varicela. Siempre es más interesante transigir con el misterio inicial y hacer lo posible por no colar la mínima traza de luz en sus calculadas penumbras. La mayoría de los hombres jamás alcanzan la talla de sus sueños y la mayoría de las mujeres, ¡Dios Santo!, la mayoría de las mujeres pierden mucho al vaciar el bolso sobre la mesa del salón. ¡Fin de la emoción! ¡Adiós misterio! Estas cosas son discutibles, pero en mi opinión, las mujeres se sienten a menudo tentadas por el tipo de hombre que solo les puede prometer entrar con ellas al cielo por la puerta del penal, aunque luego suelen casarse con el hombre de provecho que les compra la fruta en la joyería. Me dijo de madrugada una fulana en un garito: "La vida es dura y asquerosa, pero incluso en la horrible circunstancia de la prostitución, una mujer como yo abriga la esperanza de dar con uno de eso tipos sin preguntas al que no le importe aceptar que si hago esto es porque tengo entre la piernas la boca de mis hijos". Aquella sí que era una mujer interesante. Olvidé su nombre, muchacho, pero recuerdo que sentí en la carne pagada de sus caricias la mano decente de la panadera.
Pensé decirle: "No vendrá. No sé quién es el tipo por el que esperas, pero sé que no vendrá. También pudiera ocurrir que hayas venido aquí con la esperanza de que no acuda a la cita la persona por la que en el fondo no deseas esperar. Yo vengo casi a diario a este local y suelo esperar por alguien con quien no cuento, una mujer a la que ni siquiera conozco, un amigo del que sé que lleva meses muerto.... en realidad yo soy lo único interesante que me suele ocurrir. Hace un buen rato que me fijo en ti. Me pareció que eras una mujer decepcionada. ¡Qué bobada! Es difícil interpretar emocionalmente la apariencia de las personas. Hay mujeres en cuyo aspecto la decepción causa los mismos estragos que el esfuerzo de haber fregado para la cena la loza del almuerzo. Hay ocasiones en las que una buena ducha es tan beneficiosa para el alma como dos meses siguiendo con los ojos el péndulo del sicólogo. ¿Un fracaso? ¿Y qué importa un fracaso, amiga mía? Ya no somos niños. Sabemos que nada es para siempre y que una historia de amor sólo es eterna cuando se deja a tiempo. Me gustan las mujeres de paso, apenas iluminadas por la transeúnte luz del tren, mujeres que tienden a secar la ropa en una ciudad y la planchan en la ciudad siguiente. Cambiar de zapatos no sirve de mucho si no se cambia también los pasos. No puede ser emocionante salir todas las mañanas de tu vida del mismo portal. Ahora mismo casi amanece y no hay nadie más en este bar. Es probable que no volvamos a vernos. El acta del divorcio es el sitio en el que mi primera mujer y yo estuvimos más tiempo juntos. Incluso puede resultar interesante que tú y yo nos hayamos conocido sin otro motivo que despedirnos para siempre. No es mucho, pero, ¡qué demonios!, hay parejas que ni siquiera están juntos mientras se abrazan. Siempre tuve la esperanza de despertarme en un sitio distinto y no saber de qué país se trata hasta que los conserjes izan las banderas de los hoteles. Sé que es improbable que eso ocurra algún día, pero no importa. Lo que cuenta es el momento. De muchas películas, amiga mía, sólo resultan interesantes la taquillera y el cartel. El tipo por el que esperas no vendrá. Pero tampoco eso importa mucho. Verás mejor las cosas cuando amanezca y descubras que la vida mejora pasándole un cepillo al pelo mientras en el silbido de la cafetera se apea del tren uno de esos desconocidos con los que incluso valdría la pena entrar al infierno por la puerta de la panadería"... 
Creí que me diría: "No, no vendrá el hombre por el que aparento esperar. En realidad creo que es por mí por quien espero desde hace tiempo. Soy la única persona que cumple mis expectativas. Nadie me parece interesante, ni siquiera misterioso. Tienes razón en eso de que lo importante es el momento. Este podría ser uno de esos momentos que valen la pena. Ambos sabemos que lo nuestro sólo durará dos cigarrillos y lo que tardemos adrede en despedirnos. Después nos daremos nuestros teléfonos falsos y esperaremos inútilmente una carta en el buzón. Y lo habremos hecho por nuestro bien, porque tú y yo sabemos que la flor del cerezo es hermosa porque dura en el árbol menos que su aroma. Podríamos bailar esta melodía que suena, pero no lo haremos porque no quiero que los brazos de un hombre de paso sean mi vestido de novia. No estamos hechos el uno para el otro y ambos lo sabemos. Por eso lo dejaremos a los pies de la escalera, antes de salir a la calle y descubrir que lleva años muerto el conserje que izaba la bandera del hotel. De todos modos, me acordaré de ti cada noche que intente olvidar el rostro de alguien con quien podría haber valido la pena equivocarse. El amor, como el cansancio, se percibe mejor mientras se desvanece en el primer sueño... Pero ni yo le dirigí palabra, ni ella dio pie a la conversación. Pagué sus copas y la vi irse escaleras arriba reflejada en el espejo. La recuerdo hermosa y decepcionada. No sé que fue de ella. En la lluvia de la calle se reflejaba la luz de las farolas como si fuese la pasajera calderilla de las flor de los cerezos. Y durante varios días fue anteayer en el recalcitrante espejo del bar, ...mientras las palomas del cementerio se buscaban a ciegas la vida en la mano gramada de la panadera...



Noches de cansancio y `Crooner´ - José Luis Alvite

Noches de cansancio y `Crooner´ - José Luis Alvite

A veces hago por quedarme solo en El Corzo para que el jefe o el barman pinchen a mi antojo la voz vieja y eterna de Sinatra, esas cosas llenas de amargo escepticismo y de palpitante cansancio que Frankie cantaba como nadie porque tenía la voz precisa, el tono desencantado de un hombre que prendiese tranquilamente entre los labios los cigarrillos para hacerle más llevadera la eternidad a la boca reseca de su cadáver. One for my baby es un clásico que cantaron muchos hombres y muchas mujeres a lo largo de treinta años pero Sinatra convirtió la canción en una especie de asunto personal, algo que parecía hecho a su medida, una melodía lenta, pensada para ser cantada a deshora, en ese momento de la madrugada en el que uno no sabe bien si volver derrotado a casa o escribir su epitafio en los puños de la camisa. Parece que fuese escrita para el crooner fracasado y trotamundos que se detiene de madrugada en un bar, echa mano de un taburete, prende un cigarrillo, pone la copa sobre el piano y deletrea con los dedos esa canción que parece pensada para convencer al barman de que todavía es temprano, o que no es tan tarde como parece y que no hay nada de malo en charlar un rato sobre cualquier asunto mientras en la caja registradora se desencadena como un estribillo la letanía de las cuentas, el viento se plisa en el esqueleto de las banderas y la hierba cruza en sueños las carreteras mojadas. Es ese el Sinatra que más me gusta, el Sinatra derrotado, descreído, el Frankie dispuesto a elegir su destino arrojando un dado sobre el mapa de carreteras, triste y solitario, a mitad de camino entre el hastío y el cansancio, un sombrero mojado, la mirada de un extraño en los ojos, y en la billetera, la foto de una fulana corregida con una mancha de bourbon y franqueada con el teléfono de otra mujer. ..
En mis noches de cabaré solía pedirle cosas de Sinatra a mi amigo Alfonso Pazos, que era un cantante alto, canoso y elegante al que incluso le habrían sentado bien doce manchas en la impecable camisa blanca que lucía debajo de aquel magnífico esmoquin negro en el que a Fed Astaire no le habría importado que lo enterrasen mientras bailaba. Fue al final de los buenos tiempos, antes de que los cuarentones se retirasen a vivir en sus casitas de diseño a las afueras de la ciudad. El elegante crooner de Xiro cantaba cosas de Sinatra y de Tom Jones, de Humperdink y de Tony Bennet, de Perry Como, de Dean Martin... canciones con fuerza para desentumecer la velada y suaves melodías para que a las mujeres les saliese terciopelo azul en las suaves y gomosas canicas de la ovulación. Después se nos echaba la madrugada encima, Alfonso y yo nos sentábamos en la barra, el jefe servía unas copas y nos despedíamos para siempre de un mundo lento, cordial y soñador que se nos moría sin remedio entre las manos. "Esto se acaba, Alfonso, muchacho, así que cuando querramos darnos cuenta, incluso nuestros féretros habrán echado culera, porque, ¿sabes, amigo mío?, ...porque no hay relevo para este público... y este público, te pongas como te pongas, muchacho, este público dentro de poco se gastará el dinero de las copas en la factura del internista, renunciarán a los placeres y a los vicios, yo sucumbiré a la jodida nostalgia, y tú, Alfonsiño, ...tú, querido y viejo amigo, tú solo tendrás ocasión de ponerte el esmoquin para abrirle la puerta con tu esbelta y mundana elegancia de croupier a los ajetreados muchachos de la funeraria".... 
...Apuré la vida sin haberme movido apenas del sitio, como una tortuga corriendo sin patas en el interior de un caballo desbocado. Todos mis éxitos se cuentan por fracasos. No recuerdo una historia cuya pasión no hubiese concluido con un bostezo en mitad de un beso. Se cuentan con los dedos de una mano las conversaciones que me hicieron menos daño que la ginebra. Pasé tanto tiempo ausente de casa, que mis hijos ya no eran niños la primera vez que me vieron acostado. En los peores momentos de mi depresión conocí a unas cuantas mujeres que sólo saben de mí que mi amarga extenuación fue lo más cerca que estuvieron de la muerte. Tardé quince años en llorar la muerte de mi hermano y de la agonía de mi padre sólo recuerdo que tenía el rostro tan frío como la barra del bar y estaba tieso como una falla. Por duro que suene, lo cierto es que de mi primer matrimonio sólo se salvan el nacimiento de una niña con la entumecida expresión de contener un vómito y los pocos ratos que pasé despierto en el ascensor. Hubo tanta gente de paso en mi puta vida, muchacho, que en mi jodida biografía yo sólo tendría que haber sido el acomodador. A veces tengo la sensación de que ya llevaba años en El Corzo la primera vez que Susiño Oitavén prendió la luz de obra para que entraran los albañiles a echar el piso. De mis mejores amigas recuerdo el nombre, el aliento y la letra pequeña de sus ojos entornados por la literatura y el cansancio, pero de las otras sólo a veces se me vienen estúpidamente a la cabeza su hipocresía y el precio. Cito con frecuencia a Susana, que es mi chica madrugada de toda la vida, y echo de menos a Marta porque tenía el rostro abotonado por las pocas sílabas de aquella sonrisa descreída y biliar que le enfriaba como a una diosa el tibio alabastro de su impecable belleza. No niego que fui feliz a su lado el poco tiempo que estuvimos juntos, pero he de reconocer que fue una felicidad breve, la concisa felicidad que percibe un hombre cuando sabe a ciencia cierta que nada es para siempre y que en el mejor de los casos, incluso la muerte tiene los días contados. Pude haber profundizado en ellas y conocer al dedillo sus sentimiento y sus esperanzas, pero no lo hice porque preferí vivir sin echar raíces en nada ni en nadie, como esos tipos transeúntes que de su paso por las ciudades sólo recuerdan que estaban en ámbar los semáforos. A veces se me mezclan los recuerdos de la vida con los recuerdos de la muerte y de todas aquellas madrugadas de carmín, literatura y ginebra, y de la fúnebre mala noticia de mis difuntos, tengo la sensación de haber malgastado la mitad de mi tiempo en la confusa y sórdida ceremonia de darle un beso con lengua al cadáver de mi padre. La primera vez que me sinceré con un psiquiatra, aquel tipo me aseguró que mi percepción de la vida sería menos amarga si consiguiese al menos mejorar la acidez del aliento. No dije nada pero creo que en el fondo tenía algo de razón. A los delincuentes les tranquiliza mucho la conciencia lavarse las manos después de cada atraco. También es cierto que los excesos de higiene te quitan gancho, sobre todo cuando alternas con esa clase de bendita mujer que lo que espera de un revolcón es recordar aquella brutal noche de sexo como se recuerda el excitante aroma en el que se mezclan el olor del heno y el tufo de la caza. ¿Recuerdas, Alfonso, viejo crooner, las lejanas noches en El Duque? Había empezado la decadencia y los camareros tenían en la espalda el sudor de las manos cruzadas. Cantaste por última vez para tres matrimonios que charlaban sin importarles tu repertorio, ellos, abotargados por el húmedo sopor de sus gabanes, y ellas, ¡Dios Santo!, ellas, impasibles, ensimismadas y sólidas, igual que estatuas levemente caldeadas por un perfume grumoso y amarillo como la meada de un perro de bronce. Estuviste elegante, fino y brillante, como siempre, como en tus mejores momentos del Xiro, pero aquel ya no era el público de los buenos momentos y todo fue tan inútil y tan excesivo como si te hubieses puesto el esmoquin para sacar la basura a la calle. Luego nos tomamos en la barra la de marchar, mientras Alfredo deletreaba con la mirada la escasa recaudación de la noche y a la chica del guardarropa le bostezaba como una hiena la vagina contra el labial barniz de la silla. Y hablamos de Las Vegas y de Atlantic City, del Sand´s y del Caesar´s Palace, de Frank y de Martin, de cuando vino Tom Jones a Compostela y daba las propinas con las dos manos a la vez.... "¿Recuerdas, Alfonso, muchacho?,... ¡Joder, amigo!, fueron buenos tiempos los tiempos de entonces amigo, porque éramos jóvenes y no conocíamos ni el remordimiento, ni el cansancio...y también, muchacho, porque entonces, Alfonso, viejo crooner, aunque llevases tres días sin ir a cama, resplandecías elegante y criminal en la tarima como si acabases de ponerte el esmoquin en el interior de una mujer ahorcada con el foulard de Isadora Duncan en el tocador del cine Rialto .... ¿Recuerdas, colega?... Después a Tom Jones le pusieron el caché de su taxidermista y cuando le echaron el cierre al Xiro, ¡joder, Alfonso!, cuando le echaron el cierre al Xiro, el travesti se limpió la sangre de las encías y el ilusionista nos pidió prestado para pagarle la cena a la paloma"...
Ya no hay un crooner en ninguna parte porque a cierta edad la gente ya no sale por las noches. No está bien visto trasnochar. Se ha producido una especie de horrible cansancio generacional que retiene a la gente en casa. De los pocos que salen, la mayoría de ellos bostezan antes de las doce y sus compañeras se agotan con el insignificante esfuerzo de contener la respiración para que no les salga por la boca, como una ciruela, la hernia de estómago. Todo el mundo dice que se retira porque tiene mucho que hacer mañana, aunque por lo general, al día siguiente casi nadie se ve obligado a hacer un esfuerzo mayor que el que se necesita para defecar en el retrete la confitada saliva del Padrenuestro. Ni siquiera salen los artistas, que antes eran unos tipos bohemios capaces de beberse las copas tragando el hielo y el vaso. Un amigo mío nacionalista dice que en el partido se ve con recelo su vieja costumbre de alternar más allá de medianoche porque las revoluciones modernas se basan en la discreción y en el orden, las dos horribles cualidades en las que siempre se centraron las teorías conservadoras y los estatutos del casino. Muchos de aquellos tipos que nos prometieron cambiar el mundo, ahora solo salen de casa si se declara un incendio en el dormitorio. Se cuenta con los dedos de una mano los tipos que mantienen sus hábitos de los viejos tiempos, los que pasaban por la noche en la calle más tiempo que la luz eléctrica. Los ha retirado de la circulación una especie de vejez técnica y reglamentaria, la vejez orgánica del partido, una especie de ancianidad moral que antes solo afectaba a los canónigos, a los muertos, a los hombres como ellos y a las señoras que se excitan pensando que el sexo oral es un diurético. Dicen que se trata de evitar los riesgos coronarios, los problemas gástricos y el estrés del insomnio,. Quieren morir sanos, en plena forma, como si la muerte fuese una especie de lenta y aburrida gimnasia de mantenimiento. Por eso se ha ido quedando sin público el viejo crooner y en los sitios elegantes la conversación más interesante suele ser la cisterna del retrete. "No estamos quedando solos, Alvite, muchacho"•, me avisó hace años el viejo cantante melódico. Acababa de comprarse un esmoquin nuevo que por lo visto le hacía aun más delgado y más cosmopolita. "Estás genial, Alfonso, muchacho, tienes la misma grasa que el humo". Comprar aquel esmoquin fue una soberana estupidez. Al poco público que le escuchaba le habría servido que saliese a cantar en pijama. O por teléfono. Aquellos tipos y sus mujeres parecían estar embalsamados, con la cara tan inexpresiva como si se la hubiesen lavado con agua estancada. Ellos hablaban de fincas y ellas habrían considerado indecente que para animar el ambiente entre dos canciones, el crooner se permitiese un chiste verde con un grillo y dos hormigas. Una de las señoras llevaba puesto un gran abrigo de pieles que le daba el empaque cómico y excesivo de alguien a quien llegado el momento tuviese que hacerle la autopsia el peletero. Mismo parecía que llevase puesta una garita de astracán. En un reglamentario intento de ganar su aprecio, el crooner la dedicó una balada. Ella no dijo nada. Se mantuvo de espaldas al cantante y siguió a lo suyo. "Ya ves, Alfonso, muchacho... me refiero a lo de esa señora... Ni siquiera te ha dado las gracias... Hemos tocado fondo, amigo... ¡Lástima de local¡ Alfredo se ha gastado un dineral en madera y en espejos, en tulipas y en camareros, colocó en el guardarropa una chavala que ni nace ruido al respirar, y la gente no responde... es lo que hay, amigo: una catedral en la que ya solo resultasen interesantes los murciélagos y el mendigo de la puerta...". No se equivocaba el viejo crooner . El mundo estaba cambiando y los tipos de más de cuarenta años se ponían el traje por encima del pijama para facilitar la extremaunción. Mi amigo nacionalista todavía sale de vez en cuando a tomarse una copa por la noche. Pero lo hace con desconfianza, temeroso de que le descubran los suyos y le condenen al ostracismo. Es el único peligro que corre. La calle es una balsa de aceite. Mis amigas se vuelven de madrugada solas a sus casas. Incluso se han quedado sin ambiente los criminales. ¿Sabes, viejo crooner ?, como se han puesto las cosas, para alguna mujer el atraco a mano armada se ha convertido en la ultima y desesperada oportunidad para recordar el viejo placer de bailar Extraños en la noche agarrada a un hombre que la haga sentirse fértil, adorable y extranjera...



martes, 25 de febrero de 2014

Si el matrimonio fuese adulterio... - José Luis Alvite

Si el matrimonio fuese adulterio... - José Luis Alvite

Se dijeron muchas cosas acerca de mi ausencia. Es cierto que arrastraba un cansancio físico insuperable, había aumentado hasta la patología mi pesimismo y había caído en ese estado previo a la locura en el que un hombre descubre que se ha quedado sin amarras y que para sentirse en casa incluso daría por bueno que el barman le pusiese apio en la ginebra. También es cierto que las mujeres que sintieron algo por mí lo dejaron porque descubrieron con espanto que un tipo como yo sólo dejaba de ser un desconocido para convertirse en un extraño. Nunca les di la menor opción. Fui reservado y algo cínico, lo reconozco, pero en el fondo ellas supieron siempre que no cabe esperar nada de un tipo que lleva treinta años durmiendo con un pie en la alfombra. A mi querida M. he de reconocerle que no se equivocaba en absoluto la noche que me dijo que mis manos sólo eran un sitio caliente en el que perder sus llaves de casa. Muchas madrugadas aparqué frente a su portal por si acordaba entrar. Luego amanecía y yo seguía allí, al volante de un panteón empañado, silencioso mientras sonaba como un sonajero el jazz frío de Ben Webster en aquel maldito coche con el motor de mármol. Todos esos años viví emociones contradictorias. Envidiaba la vida regular de la matutina gente de diario, pero detestaba el aburrido orden de la decencia. Llegué a creer que no estaba hecho para la convivencia y que de haberme plegado a la confortable rutina de un hogar, sólo encontraría cálida la luz de la nevera. La calle era mi sitio, mi casa, el lugar ideal para alguien cuya idea del hogar era una carretera con cortinas en la que las curvas fuesen tan familiares e inocentes como la letra de la escuela. A veces creí sentir algo por alguien, pero no sería sincero si no reconociese que al cabo del tiempo me queda la terrible sensación de que había caído en ese estado de indiferencia en el que un hombre besa a una mujer aunque sólo sea porque la boca de una mujer cansada es un buen sitio en el que guardar de madrugada el sarro, los bostezos y el humo del cigarro. No es bueno que te odien, muchacho, pero en las malas condiciones en las que te mete la madrugada, acabas por aceptar que hay mujeres que sólo te recuerdan si consigues sustituir en su corazón la memoria por el rencor. Por eso es bueno sacar de vez en cuando la boca por encima del culo y respirar algo que no te manche las heces. Es entonces cuando hay que elegir entre el tanatorio y el somier de casa, aunque se disparen los rumores y se diga que te pusieron las maletas en la calle, te pilló en su pijama el marido de una amiga, o que, harto del sexo de almanaque, optaste por tontear con una oveja. En realidad, todo es menos divertido y más sencillo. Desistí de la calle durante un año porque mis últimas notas tomadas en El Corzo parecían escritas con lejía en un sismógrafo y porque me estaba quedando sin las fuerzas que se necesitan para mantener vivo el viejo sueño de entrar algún día en la meta empujando personalmente el caballo. Conviene tomar distancia antes de probar de nuevo a volar a través del cemento. Incluso el pájaro más idiota sabe que, en el mejor de los casos, la libertad consiste en cambiar a una jaula más grande. El caso es que ni yo mismo apostaba por mí. Llevaba treinta años buscando escaleras abajo el cielo y no caía en la cuenta de que estaba volando a ciegas en la funda de un paraguas. Alguien me dijo que la vida es algo más que cambiar de boca la saliva. A veces olía como si me hubiesen lavado la ropa con sudor. Una mañana me fui al psiquiatra y el psiquiatra me dijo que había opciones mejores que sentarme en la calle esperando a que el viento cambiase de acera los portales. Por eso lo dejé durante un año. No es que haya hecho grandes progresos, pero al menos no confundo con perros a mis hijos y sé que un hombre puede dar pasos elegantes aunque se corte de vez en cuando las uñas de los pies. Ahora vuelvo a mi columna y lo hago con la voluntad de mantener el sentimiento y la acidez. Mi ausencia fue sólo una tregua para cambiar de color los vómitos y porque a la muerte jamás hay que echarle una mano en su trabajo. Y también porque quería saborear el placer de pasar un rato en casa antes de que morir en el rellano de la escalera sea allanamiento de morada. Hay tipos que necesitan una buena coartada para morir en su propia cama. Ya digo que lo mío no ha sido una retirada, sino una pausa. He querido tomar distancia para el regreso. Pero se trata de una cura relativa. No se puede vivir sin cierta confusión. Una mujer sólo se enamora de ti cuando te confunde con otro. No está de más saber dónde tiene uno el freno, pero aunque te juegues la vida, muchacho, siempre resulta más excitante circular con los semáforos en ámbar. Sé de un tipo que juega de noche al tenis con la raqueta en una mano y una linterna en la otra. Es cuestión de paciencia. Lo importante es tomarse el dolor con la calma de esos soñadores que se secan las lágrimas con la tibia luz del cine. De lo que se trata, amigo mío, es de llegar al cementerio ex aequo con tu cadáver, a sabiendas de que por muy importante que seas, nada evitará que te mueras un par de folios antes que tu biógrafo.Hay parejas muy unidas que no se fallan el uno al otro y podrían envejecer compartiendo el gotero y la dentadura postiza. No es bueno morirse sin tener quien cierre tus ojos. Pero aunque resulte chocante, creo que la gente se casaría más a gusto si el matrimonio fuese adulterio. ¿Sabes?, treinta años de fracasos y de sueños entre el fango y la niebla me enseñaron que Nueva York es mucho más interesante si la recorres con un plano de Venecia.

Violencia de hijos a padres - Isabel Calle Santos

Violencia de hijos a padres - Isabel Calle Santos
En relación a la violencia de hijos a padres, circulan datos por internet, del año 2012, que reflejan unos 4.936 de casos de padres agredidos por sus hijos. Teniendo en cuenta que los padres tardan en denunciar una media de dieciocho meses, la cifra es muy elevada.
La violencia dentro de la familia, en cualquier dirección que vaya es altamente perjudicial. Actualmente se está incrementando y los niños y adolescentes agreden cada vez más a sus padres, pretenden ejercer un dominio sobre ellos y tomar el control de lo que por naturaleza parece tendría que ser al revés, que los padres pudieran ir organizando la vida de los hijos, hasta que ellos aprendan por sí mismos.
La violencia que se viene observando en esta dirección, hijos a padres, puede ser ejercida de varias formas, mediante las conductas, patadas, empujones, tirar del pelo, escupir, etc..., que el menor ejerce sobre su progenitor. Esta se denomina violencia directa y la indirecta cuando conlleva agresión a objetos o pertenencias, golpes a paredes, puertas, destrucción de objetos... Todo para intimidar y someter a su capricho al adulto.
Además suele ir acompañada de las otras formas, como es la verbal, con insultos, amenazas, descalificaciones, o la no verbal, con gestos amenazadores. Suele ser la verbal la que más utilizan las niñas. Si todo va en aumento se llega a multitud de problemas, y todo ello crea una seria e importante desestabilización familiar y deja de ser el lugar y refugio del amor para convertirse en un infierno para todos los miembros de esa familia y puede llegar a transformarse en la cuna de delincuencia infanto-junvenil.
No sólo esto sino que influye y repercute en daños para los propios hijos. Los padres acaban siendo intimidados por la violencia de los hijos y sienten miedo, desean que no se sepa y que todo quede oculto, al fin se convierten en verdaderas víctimas y no saben qué hacer, estando supeditados al capricho de los hijos y sufriendo en muchos casos complicaciones psicológicas, insomnio, bajas laborales, estrés, ansiedad, angustia y depresión, fobias, etc..., múltiples trastornos psicológicos, ya que en el fondo se sienten muy culpables.
Tomar la decisión de prevenirlo y cortarlo a tiempo es la medida más inteligente, ya que además del daño que sufren los padres, puede tener una influencia desastrosa en los hermanos e incluso en los mismos actores, y convertirse en una escuela de destructividad para ellos y un trampolín para seguir utilizándolo en la escuela y sociedad, sin que los padres lo hayan pretendido, más bien son situaciones que se les fueron de las manos.
A veces algunos padres con las culpas y la vergüenza piensan que nadie lo puede saber y que lo tienen que solucionar ellos, o que ya mejorará con el tiempo (cuando la realidad es que aumenta). Es cierto que por los procesos de negación, los padres pueden pensar en múltiples excusas. Ello lo que genera es perpetuarlo y denigrar más el ambiente familiar y la psicología del hijo.
En algunas ocasiones los hijos están imitando el comportamiento de un progenitor hacia el otro, si el padre desprecia a la madre, o al revés, y los hijos lo toman como un patrón de comportamiento hacia ambos.
Por otro lado suelen comenzar a saltarse muchas normas en clase y manifiestan actitudes agresivas y muy contestatarias hacia los profesores. Está claro que cuanto antes se mejore, más beneficios tendrá hacia los hijos mismos. Entre los factores causales, además de la imitación de patrones, hay que destacar el acceso a juegos de violencia y destructividad desde muy temprana edad, con el agravante de que si ellos no tienen esos juegos, los tienen los compañeros. Y películas equivalentes. Con esos juegos de agresión y violencia donde aparecen muertes y destrucción, influye para transformar en habitual y familiar en su mente, algo como son escenarios múltiples de violencia, y así exteriorizarlo en sus vidas.

(*) Psicóloga

lunes, 24 de febrero de 2014

Las 5 lecciones de WhatsApp - Kike Vázquez

Las 5 lecciones de WhatsApp - Kike Vázquez
WhatsApp no es fruto de la casualidad, no es un simple programilla para mandar mensajes de un terminal a otro que un día tuvo la suerte de hacerle tilín a Mark Zuckerberg, y no ha sido comprado por Facebook por 19 mil millones de dólares gracias a la divina fortuna. No, WhatsApp, no es eso. WhatsApp es una empresa con un negocio muy bien planteado que, valoremos en mayor o menor medida, tiene enseñanzas muy importantes que darnos. A continuación las 5 lecciones más importante.
1.- Céntrate en lo que haces, y hazlo bien.
Una de las frases que se le atribuyen a Jan Koum, uno de los cofundadores, es "I want to do one thing, and do it well” (Quiero hacer una cosa, y hacerla bien). Puede parecer una perogrullada pero la realidad demuestra que la mayoría de empresas no se esfuerzan en ser las mejores en una cosa, sino que están abiertas a todo tipo de posibilidades que se planteen sin sinergias con sus negocios. Esto es, un cliente busca a alguien que sea quien mejor le satisfaga en relación al precio a pagar, de nada sirve que ofrezcas regalos si tu producto no es bueno, de nada sirve que amplíes las líneas de negocio si lo que mejor sabes hacer no da dinero, de nada sirve adquirir otra empresa si la matriz tiene problemas estructurales.
WhatsApp hace una cosa, facilitar la comunicación, y lo hace bien. De hecho a tenor de sus más de 450 millones de usuarios y a su crecimiento viral sin precedentes, podemos afirmar que es quien mejor lo hace en el segmento móvil. ¿Por qué? No porque sea la empresa más segura, tampoco la que tiene mejor privacidad, ni siquiera parecen haberse preocupado demasiado de los mensajes de voz o de la trasferencia de archivos… No, WhatsApp se dedica a la comunicación, no a todo eso, y mientras sigan siendo los mejores en ello de nada servirá que otros ofrezcan trasferir archivos de mayor tamaño o una mejor encriptación. Ese es otro negocio, no el negocio de WhatsApp.­
2.- KISS: Keep it simple, stupid!
La filosofía “KISS” o “Keep it simple, stupid!” parece imponerse y es sin duda uno de los factores de éxito detrás de WhatsApp. Para instalar el programa no necesitas registrarte en ningún sitio, no necesitas un usuario o contraseña, no necesitas acceder a tu correo para verificar tu identidad… No necesitas nada, simplemente lo descargas y una vez instalado empieza a funcionar a pleno rendimiento, sin configurar nada, sin quebraderos de cabeza. Al usuario no solo le resulta más fácil usar algo sencillo, es que además empieza a ser consciente de que si las opciones se complican suele ser para “timarlo”, por tanto ¡hazlo fácil!
3.- Sitúa al cliente como máxima prioridad.
Whatsapp es atípica por muchas cosas, por ejemplo ha sido fundada por treintañeros y se ha centrado en el móvil  en lugar del todopoderoso ordenador o la “supercool” tablet… pero sin duda la mayor rareza es que la empresa californiana tuvo muy claro desde el principio que iba a cobrar por sus servicios, ni publicidad ni venta de datos personales, que sea el usuario quien pague.
Así a Brian Acton se le atribuye la frase “Dealing with ads is depressing. You don’t make anyone’s life better by making advertisements work better.” O a Koum “We designed our system to be as anonymous as possible. We're not advertisement-driven so we don't need personal databases." O también parafraseando a la película “El Club de la Lucha” afirma que la publicidad “has us chasing cars and clothes, working jobs we hate so we can buy shit we don't need”.
En WhatsApp no creen poder aumentar la satisfacción de usuarios con mejor publicidad ni vendiendo datos personales, por lo que han decidido dedicarse a crear valor y que sea la monetización del mismo la que mantenga la empresa a flote. Algo contracorriente en el mundo online de hoy, donde lo teóricamente gratis manda (financiándose con publicidad o venta de datos). Tanto se centran en satisfacer al usuario que ni siquiera cuentan en la actualidad con personal de relaciones públicas o similares, solo hacen aquellas cosas que son importantes para el usuario.
Es cierto que hasta el momento no se tomaron realmente en serio lo de cobrar para favorecer el crecimiento, por ejemplo renovando periódicamente los períodos de prueba, pero tampoco dijeron nunca que su programa fuese gratis generando una sensación en el usuario de que realmente está disfrutando algo que tiene un coste. Han conseguido que el usuario pague casi 1€ por un servicio online al que continuamente le saldrán competidores gratuitos, ¡eso se llama crear valor! Un euro anual no justifica el precio pagado por Facebook, pero generar en el usuario el hábito de pagar sí tiene un precio muy alto.
Otro ejemplo de cómo WhatsApp nos enseña a situar al al cliente como máxima prioridad es… ¡su competencia! Las telecos se dedicaron a esquilmar la vaca lechera de los SMS, a empeorar la atención al cliente, a ofrecer tarifas poco competitivas… y cuando se quisieron dar cuenta fueron adelantadas por la izquierda y por la derecha. Esto no va contra las telecos, pero sí es un aviso a navegantes para todas aquellas empresas que, por diversos motivos, no viven de satisfacer al cliente. Cuidado, porque la competencia aparece cuando menos se la espera, y para entonces será demasiado tarde.
4.- Valórate.
Existe un dicho que dice que si no crees en ti mismo nadie lo hará, en WhatsApp deben saberlo bien teniendo en cuenta los 19 mil millones de dólares que han pagado por la empresa, convirtiéndola en la segunda mayor adquisición tecnológica de todos los tiempos. Hay discrepancias sobre si el precio es justo o no, hay quien argumenta que el cash flow de la compañía nunca será suficiente para recuperar la inversión, pero por otra parte no sabemos las sinergias que Facebook tiene en mente y además el sector está así de caro: 42$ el usuario de WhatsApp, 83,53$ el de Twitter, 84,95$ el de LinkedIn o 141,32$ el de Facebook.
De hecho se dice que Google ofreció 10 mil millones de dólares por la empresa del iconito verde, les ofreció una oferta de “cientos de millones” simplemente por conocer si establecían conversaciones para su venta, y en última instancia se habrían ofrecido a superar la oferta de Facebook… No sabemos qué hay de cierto en todo ello, pero lo que está claro es que si en WhatsApp no valorasen correctamente su trabajo no habrían llegado hasta aquí. Nadie trabaja gratis, si lo haces así que sea con una finalidad clara, o como se dice por Galicia: “amiguiños sí, pero o porquiño polo que vale”.
5.- El futuro depende de ti.
No voy a soltar el mítico discurso del “sueño americano”, especialmente porque dicho sueño es hoy un sueño más que una realidad viendo la escasa movilidad social del país norteamericano, pero lo que sí hay que reconocer es que querer es poder.  Si Jan Koum ha pasado de vivir en la Ucrania comunista, de depender de la beneficencia y de las ayudas públicas estadounidenses, a trabajar en Yahoo! y posteriormente a fundar su propia compañía haciéndose con ello multimillonario, entonces nuestro futuro depende mucho más de nuestros actos de lo que solemos creer.

Unas personas ven en WhatsApp un simple iconito verde que manda mensajes de un terminal a otro y que, fruto de la casualidad, ha terminado en manos de Facebook con una millonada de por medio. Lo cierto es que WhatsApp tiene mucho trabajo detrás, ha sido creado por gente muy competente que sabe muy bien lo que hace y ha cambiado el mundo para siempre. Independientemente de lo que pase a partir de ahora con la compra de Facebook, ya nada volverá a ser igual. Puede parecer soñador o utópico pero el mundo, sin esas personas que persiguen sus sueños, ni sería el mismo ni valdría la pena.