domingo, 1 de diciembre de 2013

Sudor y ámbar - José Luis Alvite

Sudor y ámbar - José Luis Alvite

Cuando relampagueó frente a Sony Liston, el boxeo metió la quinta marcha y al mundo le cambiaron las revoluciones por minuto. Ya nada será igual. Hasta entonces, el boxeo era un asunto lento, un constante deletreo de golpes, una tozudez, combates lentos y espesos que era como si se retransmitiesen por correo. Cassius Clay traía en los brazos la frase, la sintaxis del golpe, aquella bellísima mezcla de violencia y de baile que nos dejó para siempre la sensación de haber visto correr sobre el ring una exquisita manada de agua. Por sus refinadas piernas de ámbar se cernía como leotardos el sudor. Aun ahora, tantos años después de la gloria, muchacho, los golpes de aquel loco de Lousiville se estudian jaspeados entre las citas de Faulkner y Capote. La noche de Clay destronó a Liston, dicen que fue la primera vez que Dios dio la cara en televisión. El boxeo de aquel tipo era una manera de escribir. Contra Chuvalo, Mildemberger y Williams; contra Bonavena, contra Terrell y contra Cooper o London, el negro guapo de Kentucky arreaba el teletipo de sus golpes por el libro de estilo de la Asociare Press. En el rostro de Henry Cooper la sangre era autógrafos. El parlanchín de Louisville era el más guapo y el más grande; los otros, eran 'el resto', el boxeo repetitivo y sin luces, el boxeo de reparto. ¡Joder, amigo!, la noche que Cassius se proclamó por primera vez campeón del mundo, las facciones de Sony Liston eran varices. Será difícil que ocurra algo así alguna vez en cualquier parte. Incluso cuesta creer que existió Cassius Clay, aquel manantial de carne que se subió al ring y fue como si les hubiese dado a todos un repaso con un evangelio de plomo en cada mano. Ahora se estrena la película de su proeza vital y de su proeza deportiva. Y parecerá que fue un sueño, el sueño de la cereal América de entonces, cuando todavía los sombreros de los detectives movían el tiempo a hélice y en las manos de aquel muchacho de Louisville sacaba Dios sus mejores golpes, los días inocentes y lejanos, cuando Cassius no era Ali, cuando en América arrastraban el arado con un 'Cadillac' blanco.