lunes, 28 de diciembre de 2020

Agotamiento pandémico - Juan José Millás

Agotamiento pandémico - Juan José Millás


La añoranza de los viajes interrumpidos por el coronavirus

Se me está olvidando viajar. Recuerdo cuando cogía el tren o el avión para dar una conferencia o presentar un libro aquí o allá. Desde hace tiempo solo voy de un sitio a otro de mi barrio, de un sitio a otro de mi casa. Si la maleta tuviera alma, se sentiría vacía porque está realmente vacía. Hueca. Uno de los lugares que más visito de mi barrio es la farmacia. Lo hago con cualquier excusa: para comprar pañuelos de papel o pastillas para la garganta. Cosas inocentes, como ven. Tengo cierta amistad con una de las farmacéuticas, muy joven y muy bien informada.

–¿Qué quieres hoy?, me dice.

–Cualquier comprimido que me puedas dar sin receta, le digo.

Cada vez son menos las cosas que se pueden adquirir sin prescripción médica en estos establecimientos. Si no hay mucho público, la boticaria y yo hablamos un rato de la vida mientras me envuelve unos caramelos de eucalipto. Tiene un novio al que le amputaron hace un par de meses la pierna izquierda. Me lo contó con toda naturalidad tras recomendarme un suplemento alimenticio para los picores de los tobillos. Pienso yo que perder una pierna no es poca cosa, pero, dado que ella no le dio importancia, tampoco yo quise hacer un drama de ello. Me quedé con ganas de preguntarle qué habían hecho con la extremidad desechada, pero no me pareció correcto. Creo que las incineran, no sé si con su calcetín y su zapato.

La imagen de esa pierna suelta, que imagino bastante peluda, me asalta con frecuencia.

–¿Qué piensas?, dice mujer.

–Nada, digo yo.

–Nada, no. En algo pensarás.

–Al novio de Pilar, esa farmacéutica amiga mía, le han amputado una pierna, la izquierda. Pienso mucho en ella.

Mi mujer suspira y vuelve a subir el volumen de la tele. Comprendo que le carguen mis obsesiones.

–Necesitas volver a viajar, dice, moverte.

Por la noche voy a ver la maleta, que hasta hace unos meses era una compañera inseparable y estoy a punto de abrirla para comprobar que sigue vacía. Pero no lo hago por miedo a hallar en su interior la dichosa pierna. Me estoy volviendo loco.

domingo, 27 de diciembre de 2020

No pueden con este Rey - Julián Ballestero

 No pueden con este Rey - Julián Ballestero


Ladran, luego cabalgamos, ha debido pensar el Rey. La prueba inapelable de lo muy acertado del mensaje de Navidad de Felipe VI ha sido el ataque en tromba de todos los voceros del radicalismo parlamentario, desde los comunistas de Podemos a los golpistas de ERC, pasando por los filoetarras de Bildu y los nacionalistas hipócritas del PNV. Toda la caterva política del peor populismo coincide en censurar su discurso, mientras todo el constitucionalismo le aplaude, con la ominosa excepción del PSOE (si es que se puede encuadrar en el bando constitucional a lo que queda de ese partido) que le ha propinado una de cal y otra de arena.

Imaginemos por un momento que esta caterva de populistas antidemócratas, de bolivarianos y aprovechateguis, hubiera alabado el discurso del Rey. Usted y yo estaríamos ahora mismo temblando. Hubiera sido como para salir corriendo del país.

Por suerte para nosotros, Felipe VI ha vuelto a ganarse el sueldo. Ha demostrado el mismo valor y la misma determinación que exhibió el 3 de octubre de 2018, tras el levantamiento en Cataluña y cuando gobernaba (es un decir) Mariano Rajoy. Ante la desidia del gallego y su equipo de burócratas, el monarca dijo ese lo que la gran mayoría de los españoles pensábamos del golpe de Estado en Cataluña, de Puigdemont, de Junqueras y de sus conmilitones: “Con sus decisiones han vulnerado de manera sistemática las normas aprobadas legal y legítimamente, demostrando una deslealtad inadmisible hacia los poderes del Estado” y “es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones, la vigencia del Estado de Derecho y el autogobierno de Cataluña, basado en la Constitución y en su Estado de Autonomía”. Dos frases necesarias y contundentes para poner a los delincuentes en su sitio.

En esta ocasión no se trataba de salvar a España de la peor amenaza en 36 años, sino de resistir el acoso de los rebeldes liderados por el Marqués de Galapagar, esa banda de socios presupuestarios de Pedro Sánchez, todos ellos empeñados en romper nuestro país. Los mismos que en octubre 2018 estaban en la oposición y ahora se han infiltrado, como las voraces termitas en la madera, en el Gobierno de la nación.

Felipe VI solventó con una larga cambiada el espinoso asunto de la reconvención de su padre. Socialistas y podemitas exigían una condena firme. Los comunistas bolivarianos querían sangre, olían sangre y veían una ocasión pintiparada para avanzar en sus planes de sustituir la monarquía por una república bananera para colocar a los marqueses de Iglesias-Montero en la Zarzuela porque el chalé de Villatinaja se les ha quedado pequeño, con tanto niño...

Y Sánchez, por su parte, no pretende destruir ni construir, le da igual con tal de mantenerse sobre los mullidos colchones monclovitas. El Doctor se conformaba con demostrar que aquí manda él, que para eso es presidente del Gobierno y lo será, si un meteorito gigantesco no lo impide, durante otros tres años.

Por eso su mamporrera Carmen Calvo presionó a la Casa Real para forzar al Rey a decir lo que no quería decir, a atacar a su padre y a defender la necesidad de regular la monarquía con una Ley de la Corona diseñada por el Gobierno.

Pero este Rey es mucho rey y no se ha dejado manejar. Trabajador, honrado, preparado, inteligente, afable, buena gente, buen diplomático y muy firme en sus convicciones democráticas (denle la vuelta a todos estos adjetivos y tendrán una perfecta descripción de Pedro Sánchez), Felipe VI sabe que, ante la innegable crisis de la monarquía, ha de ganarse el puesto demostrando que es útil a los españoles y que todos podemos confiar en él cuando vienen mal dadas. Si para ello hay que resistir en solitario, contra viento y marea, los embates del sanchismo, el comunismo y toda la mala hiel del radicalismo parlamentario, está dispuesto a aguantar.

Lo hizo el jueves en la alocución navideña. Se negó a ‘matar’ al padre al estilo freudiano y se refirió a Don Juan Carlos de manera sucinta, elegante y a la vez suficiente: “Los principios éticos nos obligan a todos sin excepción, por encima incluso de lazos personales o familiares”. No hacía falta más. El Rey se ha desmarcado del emérito enviándolo al exilio y apartándolo de los protocolos relevantes de la Casa Real. Pero sin duda la mejor y más eficaz forma de marcar las diferencias con el reinado brillante en lo público y tan inmoral en lo privado de su padre es mantener un comportamiento intachable y desarrollar una labor útil para los españoles, como está haciendo Felipe VI.

Al sanchismo el discurso le supo poco y enseguida salieron sus portavoces a pedir más, a exigir más pasos hacia la renovación de la Casa Real.

Y es cierto que, a la vista del impresentable comportamiento moral y fiscal del Rey emérito, resulta obvio que la monarquía española necesita renovación. El problema es quién promueve esa renovación y en qué sentido. Si la corte sanchista donde anidan los antimonárquicos comandados por el Coletas es la encargada de promover esos cambios, lo más probable es que no se encaminen a mejorar sino a destruir la Corona. No pueden afinar el funcionamiento de la monarquía quienes conspiran día tras día para destruirla.

Así que habrá que acometer cualquier cambio legal con calma y mesura. Desde luego, mientras Felipe VI siga en Zarzuela, no hay prisa.

“Sois la hostia, la hostia” - Arturo Pérez Reverte

“Sois la hostia, la hostia” - Arturo Pérez Reverte


Llama a la puerta un mensajero, deja su paquete y se marcha. Y mientras cierra la puerta, Conchi, la señora que trabaja en casa desde hace veintisiete años, me comenta: «Hay que ver qué educados son estos muchachos americanos, ¿verdad? Y lo bien que hablan». Luego vuelve a sus asuntos y yo me quedo pensando que sí, en efecto. Que en su mayor parte son muy corteses y hablan un español excelente, mejor que el de los nacidos a este lado del Atlántico. Aunque luego, al vivir aquí, ya en contacto con la zafia idiosincrasia nacional, se les vaya pasando.

Alguna vez comenté mi admiración por las palabras que un campesino peruano o ecuatoriano dijo en la tele tras un terremoto: «Pues verá, señor, hubo un temblor de tierra espantoso, el techo oscilaba, y agarré a mi familia para ponerlos a salvo y salvar nuestras vidas». Una situación que, no me cabe duda –y a ustedes tampoco–, un español medio habría resuelto seguramente con: «Joder, se lió parda, hubo un terremoto del copón y salimos cagando leches». Y no digan que exagero. Hace unos días, una española responsable de no sé qué departamento de sanidad expresaba así su admiración por el trabajo de sus colegas durante la pandemia: «Sois la hostia, la hostia. Flipo, flipo, flipo».

Lo comento con mi amiga y editora Pilar Reyes, nacida en Colombia, y dice algo que me deja pensativo: «Hay una parte de tradición, de la antigua cortesía y habla de las clases dominantes españolas, que ha sido referencia social durante siglos. Pero es que, además, en España se es posmoderno, pero en América se es todavía moderno. La cortesía, el buen hablar, son herramientas prácticas. Allí, donde hay lugares de una pobreza extrema, aún se cree en ellas para la vida diaria, para mejorar el futuro. Van en un mismo paquete llamado educación».

Ésa es la palabra que me queda bailando en la cabeza: educación. Y poco tiene que ver con la posición social. La educación y sus consecuencias visibles, como la cortesía o el buen hablar, se manifiestan de muchas maneras en Hispanoamérica. Incluso entre gente humilde, incluso en la violencia. Y doy fe de ello: en Colombia me quisieron robar hablándome todo el rato de usted; en El Salvador me encañonaron diciéndome hijoputa con extraordinaria cortesía, y en Nicaragua un militar formuló la más extraordinaria amenaza de muerte que me han hecho jamás: «Amigo, no perdamos la dulzura del carácter».

En mi opinión, ese respeto por el lenguaje, y en especial su culto entre las clases humildes de allí, tiene mucho que ver con la esperanza de un futuro mejor. En lugares donde la pobreza es tan intensa que la movilidad social resulta difícil o casi imposible, la educación en su sentido amplio ha sido, durante siglos, la única posibilidad. Ahora el narcotráfico ofrece una siniestra vía alternativa, pero subsiste el reflejo de la antigua honrada esperanza: soy pobre y estoy condenado a una vida mísera, pero si mi hijo aprende, habla bien, tal vez su vida sea mejor que la mía. Así se explica que familias de una indigencia extrema se sacrifiquen para que uno de ellos estudie, salga adelante y ayude a toda la familia a mejorar. Por eso gente atrozmente pobre se las arregla para que al menos un hijo o una hija vayan al colegio, donde heroicos maestros hacen lo que pueden. Para que un día los chicos tengan un trabajo digno, o viajen a Estados Unidos, o a España, y vivan mejor de cómo vivieron sus padres y sus abuelos.

Deberíamos recordar eso cada vez que un mensajero con cara de maya o azteca llama a la puerta para dejar un paquete. Cuando oímos su «buenos días, señor» al entrar en un taxi, un bar o un restaurante. Cuando una chica con pelo negro y rostro de Malinche dice «¿me regala su pin?» al acercarle la tarjeta de crédito. No es servilismo ni humildad, sino una visión del mundo más sufrida y noble que la nuestra: la huella del esfuerzo y sacrificio de quienes los educaron para que su futuro fuese diferente. Ojalá conservaran esa nobleza de maneras en vez de perderla al vivir aquí. Son muchas las lecciones de dignidad y coraje que pueden darnos esos tipos bajitos de hablar suave, que cuando los ofendes, orgullosos como indios y españoles que son, te miran con ojos oscuros y peligrosos; o esas mujeres de voz dulce y cabello negro, que tanto saben de sufrimiento y de vida. Aprendieron de la vieja España, cuya sangre llevan y cuya lengua hablan, cuando todavía éramos alguien de quien se podía aprender; y ahora están aquí porque tienen derecho a estar. Son tan nuestros como nosotros suyos. No los hagamos avergonzarse de lo que somos. No les defraudemos la memoria.

viernes, 25 de diciembre de 2020

Junto a la tristeza duerme el sueño del amor - Olga Seco Seco

Junto a la tristeza duerme el sueño del amor - Olga Seco Seco


Tengo la impresión de estar muriendo y resucitando al mismo tiempo. Más allá de la cronología está el acto instantáneo del recuerdo, el mismo que sin consideración, proyecta la imagen continúa de los afectos y los convierte en conciencia personal.

Al tratar de entender determinadas cosas, muchas veces, los pensamientos se funden con las contradicciones y nos conducen a la pereza más absoluta. Creo que hoy por la noche todos vamos a estar a disposición de la tristeza. Aunque, pensándolo bien, junto a ella, la mayoría de las veces duerme el sueño del amor. Resulta difícil, por no decir imposible, ordenar con coherencia tantas cosas... La única compañía duradera es la de uno mismo; a su lado no se experimenta la sensación de abandono y entre sus formas nace la fortaleza.

Trato de destruir (con furia) todos los recuerdos que me sitúan en otros escenarios y no puedo. No, no puedo fraccionar el amor, y darle un rasgo de recuerdo. Jamás pensé ( se me saltan las lágrimas) que iba a vivir la ausencia de mis hijos. Y ya ven: hoy, precisamente hoy, será la primera vez. Toda una vida juntos, para darme cuenta, que el rasgo más esencial del ser humano es que cada uno vivimos nuestra vida.

No debemos poner jamás nuestros fines personales por delante; creo que el amor más puro se encadena al universo y no es de dominio de nadie.

Queridos lectores: sean valientes y no conviertan la noche de hoy en la noche de los epitafios. Sí, hay muchas sillas vacías, muchas ausencias, mucha luz que nos falta. Pero junto a tantas cosas dignas de figurar en el museo de las penas, siempre hay “alguien” que de forma espontánea nos brinda su cariño. Solo me queda darles las gracias por su fidelidad y de forma natural ofrecerle un abrazo. La vida está hecha para vivir... ¡Salud!

Ni el bicho puede con la Navidad - Ánxel Vence

Ni el bicho puede con la Navidad - Ánxel Vence


Mucha gente dice detestar la Navidad, pero lo cierto es que hasta los ateos más recalcitrantes ceden en sus principios al llegar estas fechas de algodón y almíbar. Esta primera –y es de esperar que última– Nochebuena de la pandemia no se diferenciará gran cosa, al parecer, de las anteriores. Salvo en algún que otro reino autónomo quisquilloso, las familias separadas por la distancia se moverán con libertad para que no falten los brindis, los inevitables chistes de cuñados y la felicidad un tanto impostada y decididamente comercial propia del acontecimiento.

El SARS-CoV-2 ofrecía este año un excelente motivo para dejar a un lado las riñas que propician las reuniones de parientes. Meter en un comedor de pocos metros a un grupo de personas que no se ven durante el resto del año es un grave riesgo –y no solo de contagio–; pero las autoridades no han podido o querido aprovechar la ocasión de limitar los daños.

Mucho es de temer por tanto que, al calor del alcohol, que en Nochebuena goza de bula, vuelvan a dispararse las discusiones sobre política y fútbol con los infaustos resultados habituales. Entre todas las del año, la llamada noche de paz es, paradójicamente, la que más trabajo da a los cuerpos de policía atareados en tan amorosa fecha por las pendencias de familia.

Tal vez conscientes de esos peligros navideños, los gobiernos del resto de Europa han decidido dejar correr la Pascua hasta el año 2021, aprovechando el pretexto –por otra parte, cierto– del coronavirus. No ocurre lo mismo en España, donde nunca perdemos la oportunidad de dejar pasar una oportunidad.

Es así como, aun a riesgo de que el coronavirus se dé un festín e impulse la tercera ola de la epidemia, las diversas autoridades al mando han decidido que la celebración de las navidades bien vale un contagio. Igual que París bien valía una misa para Napoleón.

Para un agnóstico como Dios manda, la Navidad debiera ser en principio una fecha igual que otra cualquiera; pero eso es tanto como desconocer el peso de la tradición judeocristiana en Europa y, señaladamente, en España.

De poco valdrá recordar que las tradiciones suelen ser mucho más recientes de lo que se piensa; o que a menudo tengan un origen puramente mercantil. El pretexto para aumentar las ventas puede ser un atasco de tráfico en Estados Unidos, como el que da su nombre al Black Friday; o el remoto suceso natalicio del que nació el actual calendario gregoriano (antes juliano).

El motivo de la tradición es lo de menos. Importa más la necesidad de generar deseos de compra con la esperanza, casi siempre cumplida, de que la clientela aligere los stocks de los vendedores.

Con epidemia o sin ella, la Pascua navideña no deja de ser una variante cristianizada de las fiestas que en la antigua Roma solían organizarse a la mayor gloria del dios Saturno. Seguramente no será casualidad que los romanos celebrasen sus saturnales entre el 17 y el 24 de diciembre con grandes banquetes, mucho lucerío y derroche de regalos.

Se comprende, pues, el ansia de las autoridades por preservar tan antigua tradición incluso en tiempos de pandemia. No hay bicho que pueda con la Navidad.


miércoles, 23 de diciembre de 2020

Somos un misterio - Juan José Millás

Somos un misterio - Juan José Millás


Con frecuencia, mis sesiones de psicoanálisis comienzan mal y terminan bien, como algunas novelas. Comienzan mal porque llego a la consulta estresado, sin ánimos. Hoy he visto, por ejemplo, en la calle, antes de entrar, una pelea a puñetazos entre dos hombres mayores por una cuestión de aparcamiento. Los dos creían tener derecho al único hueco que había en toda la manzana. Uno de ellos se ha bajado del coche y le ha mentado la madre al otro. El otro ha salido hecho un basilisco y se ha lanzado contra el agresor verbal con una furia infinita. Al poco, los dos habían perdido las mascarillas, sangraban por la nariz y tenían desgarradas las camisas. Hemos logrado separarlos entre cuatro o cinco viandantes, para que no se mataran, pero han continuado diciéndose cosas horribles mientras cada uno se metía en su automóvil y escapaban a toda velocidad, como si huyeran de sí mismos. El hueco ha quedado vacío.

La escena me ha dejado mal cuerpo. ¿A qué llamo mal cuerpo? Pues no sé, a una situación de extrañeza respecto de mis brazos y de mi tronco, y de mi estómago. Como si me pertenecieran y no me pertenecieran a la vez. Como si me asombrara de mí mismo y de la humanidad a la que pertenezco. Como si yo no formara parte de esa humanidad en la que sin embargo he de desenvolverme. La violencia física me altera de un modo desproporcionado.

Total, que me he tumbado en el diván y he estado en silencio unos minutos, intentando recomponerme. Desde que trabajamos con mascarillas, me cuesta más hablar. Psicoanalizarse de ese modo resulta endiabladamente raro. Luego he relatado la experiencia que acababa de vivir y la terapeuta ha dicho que lo sentía mucho. No esperaba eso. Por lo general, trata de indagar en las causas íntimas productoras del daño. Esta vez, sin embargo, se ha solidarizado conmigo, como si comprendiera en toda su profundidad mis sentimientos. Esa actitud, inexplicablemente (o no) me ha recompuesto. He vuelto a sentir como mío mi estómago y como mías mis piernas y mis brazos, incluso me he sentido parte de la humanidad, pese a todos sus defectos. He salido de la sesión, en fin, mejor de lo que entré, perdonándome por haber asistido a una escena tan desagradable. ¿Somos o no somos un misterio.

martes, 8 de diciembre de 2020

¿Quién eres? - Juan José Millás

 ¿Quién eres? - Juan José Millás

Sara tiene veintitrés años y acaba de ser condenada por un jurado popular a dieciséis de cárcel. ¿Qué hizo Sara? Sara tenía una hija de diecisiete meses con la que vivía en un apartamento de Málaga. A la joven Sara le pesaba mucho la niña, así que Sara cogió un día a la pequeña, la metió en la cama grande, de matrimonio, del dormitorio principal, le puso al lado un biberón y unas galletas, bajó la persiana para dejarlo todo, incluida su conciencia, a oscuras, abandonó la casa, que cerró con llave al salir, y se marchó para no volver.

Ignoramos qué hizo con la llave.

La cría se quedó sola en aquella burbuja espacio-temporal del dormitorio pánico. Suponemos que lloraría, suponemos que dejaría de hacerlo por agotamiento, suponemos que dormiría a ratos, suponemos que tuvo hambre y que mordisqueó quizá alguna de las galletas perdidas entre las sábanas. Suponemos que no llegó a utilizar el biberón por falta de destreza. Los expertos creen que no vivió más allá de cinco días desde que fuera abandonada, aunque el cadáver tardó en descubrirse un mes. Un mes muerta sobre una cama de matrimonio en una habitación con las persianas echadas.

Durante ese mes, Sara llevó una vida normal, celebrando incluso su vigésimo cumpleaños en noviembre de 2018. Le decía a la gente que la niña muerta permanecía en realidad al cuidado de otra persona, no sabemos de quién. Durante el juicio, Sara admitió su culpabilidad y dijo que se arrepentía mucho de su acción. A nosotros nos gustaría conocer, querida Sara, la calidad de ese arrepentimiento. Nos preguntamos si durante tus salidas nocturnas contabas las horas y los días que tu hija llevaba sola. Si te la imaginabas exhausta por su llanto improductivo, si la visualizabas buscando una raya de luz entre las lamas de plástico de la persiana. Sara, Sara, dinos también si podías dormir cuando cerrabas los ojos por la noche, si contabas las galletas que le habías dejado a tu bebé, si pensabas que la leche del biberón se podía descomponer antes de que la usara.

¿Quién eres tú, Sara? ¿Cuánto tiempo calculaste que sobreviviría tu hija? ¿Cuánto crees que podrás sobrevivirla tú?