viernes, 31 de mayo de 2013

Era Maria - Salvador Sostres


Era Maria - Salvador Sostres
SOSTUVE opiniones mucho más ligeras antes de casarme y de acudir al ginecólogo con mi esposa la primera vez que nos quedamos embarazados. No puedo estar orgulloso de algunos episodios de mi pasado y aunque sólo sea por ello no me atrevo a dar lecciones sobre el aborto.
Sí que puedo decir que aquella primera vez, en el ginecólogo, vi una forma y escuché un latido, aunque tampoco crean que muy claramente, porque mi esposa y yo llorando, emocionados, hacíamos mucho más ruido. También puedo decir que al mes siguiente tuve el peor disgusto de mi vida cuando la ginecóloga no pudo darnos buenas noticias. «Ahora, justo ahora empiezas a ser padre y a entender lo que se sufre», me dijo uno de mis mejores amigos, padre de tres hijos, y cuyo primer embarazo tampoco prosperó.
No me siento moralmente capaz de dar lecciones pero estoy en condiciones de afirmar que cuando nos volvimos a quedar embarazados, y volvimos al ginecólogo, la ilusión de volver a escuchar el latido nos hizo volver a llorar, y nos hizo sentir padres ya de aquella personita. En las siguientes visitas, cuando Maria fue tomando forma, hablábamos con ella, le poníamos música y mi mujer se movía con cuidado consciente de que la transportaba, tal como hacemos ahora que ya está fuera de su barriga. Exactamente lo mismo para la misma Maria.
Era Maria. Fue Maria desde el primer día. Fue mi hija en todas sus fases, y como tal la cuidábamos y seguíamos sus progresos, y nos preocupábamos cuando pasábamos una hora sin notar sus pataditas. Recuerdo la prueba morfológica de alta precisión, comprobando que todas las partes de su cuerpo estuvieran en su sitio. Estaba viva, ¡claro que lo estaba!, y crecía tal como está creciendo todavía.
Su nacimiento fue una etapa más de su vida, no la primera, y cuando la ginecóloga me la puso en los brazos ya hacía tiempo que nos conocíamos.
No puedo dar lecciones pero puedo decir que si hubiéramos abortado la habríamos matado, y que cada aborto implica una muerte; y que abortar es asumir que está justificado matar, y hacerlo. Una abortista que luego se oponga a la pena capital es una estúpida.
Hay que vivir sabiendo lo que hacemos. El peso de nuestra vida es el peso de nuestra conciencia. Dios nos hizo libres pero el bien y el mal existen, con todo su sentido. Era Maria, y nosotros sus padres desde el primer latido.
«No puedo dar lecciones pero puedo decir que si hubiéramos abortado la habríamos matado»

Gin&Tonic - María José Navarro



Gin&Tonic - María José Navarro
Imagino que estaban Vds esperando que esta columna de culto versara hoy sobre el Bosón de Higgs. Error. Voy a dedicarme más a lo mío: el cubata barato. Resulta que acaba de publicarse el pliego de condiciones para la nueva adjudicación del servicio de cafetería y restauración del Congreso de los Diputados. Los precios fijados para la comida son asumibles en Madrid, donde está situada la Cámara Baja y donde es prácticamente imposible entrar a un bar de menú sin que te cueste como poco nueve euros. Eso es exactamente lo que se pagará por el almuerzo en el autoservicio del Congreso. El problema es la lista de costes de los colodros, es decir, lo que cuestan los tiritos a los aviones. Para que al concesionario le resulte rentable, tendrá una subvención de un millón de euros para compensarle tanto chollo. Dirán algunos de Vds que ya se subvencionan otras cosas, por ejemplo, el gasóleo. Dirán también que no es el primer organismo oficial donde los funcionarios y trabajadores pueden disfrutar de precios muy por debajo del mercado. En ambas llevan razón. Pero no es lo mismo el gasóleo que el Larios, aunque con ambos se pueda entrar perfectamente en combustión. Y no es lo mismo que los beneficiarios sean curritos o que puedan serlo (ya sé que en el Congreso hay otros habitantes) sus señorías, que disfrutan de muchas prebendas que el común de los españolitos no van a oler en sus vidas. Por cierto, ¿es necesario el alcohol de alta graduación en el Congreso? Pensarán también muchos de Vds que lo mío es demagogia barata. Habrán acertado. Yo misma mataría por poder disfrutar de los copazos a cuatro lerus que se estilan en la sede de la soberanía popular. Lástima que no haya manera de acercarse con tanta valla y tanta policía. Mecagüen los asaltos, coñe.

jueves, 30 de mayo de 2013

El español gruñón - Eva Miquel Subías



El español gruñón - Eva Miquel Subías

El español es gruñón. Así, en general. De hecho, la mayoría de encuestas relacionadas con el sector del turismo, por poner un ejemplo pre-veraniego, reflejan que los españoles, fuera de nuestras fronteras, dejamos pocas propinas y nos quejamos permanentemente.
Lo cierto es que no me sorprende. Basta con ver la reacción de la sociedad ante catástrofes como la del huracán Sandy en Nueva York para percatarse al momento de que hay núcleos sociales preparados para desarrollar al instante mecanismos de ayuda mutua y de solidaridad manifiesta y otros, sin embargo, en los que los miembros que lo integran prefieren ir a ocupar un sitio en la plaza pública y bramar contra el Estado antes que acercarse al vecino a ofrecerle una buena ducha y unas toallas, como hacían los vecinos del Greenwich Village a los que se habían quedado atrapados en sus casas sin electricidad.
Y ahí está la diferencia entre un sociedad y otra. Básicamente. La primera, desde luego, confía antes en la persona que en el Estado.
El último informe de la OCDE al respecto del bienestar económico y social no deja lugar a ninguna duda. España ocupa un más que discreto puesto 20 de entre los 36 países que son objeto del análisis, y en cuya cola se sitúan Turquía, México y Chile.
Por supuesto, Australia, Suecia y Canadá vuelven a salirse de la tabla.
El denominado Índice para una Vida Mejor contempla diversas áreas entre las que figuran empleo, comunidad, vivienda, compromiso cívico, salud o satisfacción ante la vida. Y curiosamente, dos de los ámbitos en los que, aparentemente, el español cree moverse bien y presume de ello, tales como la satisfacción ante la vida o compromiso civil, cae estrepitosamente cinco puestos más allá de la veintena. O sea. La mayoría de países avanzados y de economía emergentes, nos pasan con creces.
Alguno de ustedes estará probablemente pensando en si este índice tiene relevancia o no. Y podría incluso echarme en cara que me disperse con esta clase de encuesta.
Pero es que, si me lo permiten, una servidora cree que este tipo de sondeos refleja mucho más de lo que inicial e inocentemente indican.
Y ya saben los tópicos típicos que lanzamos por ahí. Que si no se vive mejor en ningún sitio que en España. Que si somos los más solidarios. Que si somos súper demócratas. Pues miren. No. No es verdad. O por lo menos, mucho menos que países que para mi sí son una referencia, como lo pueden ser Australia, Canadá o Estados Unidos.
Con lo que regreso a como empecé. El español es, en general, gruñoncete. Un rondinaire, que decimos en mi tierra.
No es que ahora nos falten motivos, precisamente, para estar quejosos. La situación económica es la que es y el drama que se esconde detrás de cada familia desempleada es estremecedor. Pero me refiero, tal y como pretende indicarnos la encuesta de la OCDE, a nuestro comportamiento ante según qué situaciones y la manera que tenemos de abordar los diferentes ámbitos.
Y sí, claro. Tenemos buena nota en lo que vienen a denominar balance entre vida y trabajo, es decir, el número de horas que dedicamos a nuestro ocio con respecto a las horas laborales. El tema de la salud, que no es baladí, también nos es favorable.
Pero sería interesante comprobar en qué lugar estaríamos de haberse estudiado nuestra capacidad de arrimar el hombro, de hacer piña para salir de una situación complicada, de renunciar a la demagogia pensando en las próximas generaciones, y no en las siguientes elecciones, como diría aquél. Y mucho me temo, queridos amigos, que ahí nos saldríamos realmente de la lista. Empezando por la cola, desde luego.
Y no creo, lamentándolo mucho, desviarme demasiado. Muchos derechos y escasos deberes. Lo de siempre. Nada nuevo en el horizonte.

martes, 28 de mayo de 2013

El rey devuelve el casco - David Torres



El rey devuelve el casco - David Torres
Del mismo modo que la historia del PP se puede escribir en dos cuadernos (el azul de José Mari y el cuadriculado de Bárcenas), la historia del poder en la España contemporánea se puede resumir en unos cuantos yates: el Azor, el Bribón, el Fortuna y unos pocos más, entre ellos, aquel casi anónimo donde Feijóo y el capo Marcial Dorado se untaron el lomo de aftersun. Ignoro el nombre de la embarcación y tampoco me voy a poner ahora a buscarlo, pero, con semejantes antecedentes, no me extrañaría nada que se llamara Alimoche, Chiringuito III, o Campofrío. La historia de España es, en efecto, una travesía naútica que va del esplendor de Lepanto a la derrota de Trafalgar, de la Armada Invencible al fueraborda cutre que Narcís Serra intentaba arrancar a golpe de tripa.
Es una historia naval, con uve, aunque últimamente resulta más bien nabal, con be. Los empresarios que contribuyeron a comprarle el barquito a Juan Carlos I el Campechano se han enfadado porque, después de disfrutarlo unos cuantos años, el rey quiere devolver el casco. Son 25.000 euros cada vez que hay que llenar el depósito del Fortuna y lo del aparcamiento cada día está más difícil. El coro de empresarios se ha lanzado ahora al abordaje y todavía no se han puesto de acuerdo en si va a alquilar el yate por horas o directamente a desmenuzarlo de proa a popa. Pero el Fortuna todavía podría dar mucho juego como recuerdo, al estilo del Granma en el Museo de la Revolución en La Habana. Podría exhibirse en Palma junto a otras piezas históricas, por ejemplo, las escobillas de váter del palacete de Matas, que costaban 400 euros la pieza. Aquellas escobillas son el equivalente higiénico del Fortuna, el no va más de la aerodinámica. Es triste que, al final, las dos vayan a parar a lo mismo.
El Fortuna tiene una historia bien divertida y bien triste a la vez que Marcos Torío ha contado en su libro Veranos en Mallorca. En su cubierta han tenido lugar toda clase de encuentros de alto nivel, incluso la primera entrevista entre Clinton y Aznar, con el rey haciendo de intérprete porque Jose Mari todavía no había perfeccionado a fondo su acento tejano. Según cuenta Jon Lee Anderson en El dictador, los demonios y otras crónicas, cuando Clinton se enteró de que Jose Mari se había apuntado al paseo en yate hizo todo lo posible por cancelar el encuentro. Se conoce que le daba miedo quedar en último lugar en una competición de abdominales, pero al final la campechanía real se impuso. “Pasé cinco horas con el rey y con el presidente del gobierno hablando de la clase de mundo que queremos para nuestros hijos” dijo Clinton. Visto el resultado, no parece que aquella conversación a bordo del Fortuna sirviera de mucho. Al final una reunión de líderes mundiales sale clavada a una partida de dominó en el bar del pueblo, con la diferencia de que unos charlan en el bar y otros en un yate kilométrico.
En España los yates parecen siempre el mismo. Es el único país donde no sólo puedes bañarte dos veces en el mismo río sino que, con un poco de paciencia, acabas por ver flotar los mismos cadáveres. Esta semana, sin ir más lejos, han reaparecido Aznar, Alfonso Guerra y la ETA. Era Alfonso Guerra el que decía que a España no la iba a conocer ni la madre que la parió pero a este paso la va conociendo hasta la abuela.

Amor con flemas - José Luis Alvite

Amor con flemas - José Luis Alvite


Resulta sorprendente que nuestras modelos y actrices, nuestros toreros, los futbolistas, cantantes y otras especies de la vida mundana se enamoren con tanta facilidad, rompan enseguida unas relaciones que se suponían sólidas e idílicas y vuelvan a enamorarse sin haberse tomado siquiera un respiro, con una facilidad que no deja de asombrar a quienes, como yo, consideramos casi un exceso sentimental habernos enamorado cuatro veces en cincuenta años. ¿De verdad se enamoran tanto como dicen ellos y proclaman los programas televisivos o la prensa rosa? ¿No resulta sorprendente que muchos de esos enamoramientos suceden cuando se trata de relanzar la carrera decadente de alguien o se pretende promocionar su película más reciente o su último disco? Yo lo siento por mis colegas de la prensa rosa, pero creo que son cómplices de una gran patraña cuyos fines no son en absoluto sentimentales, sino descaradamente comerciales. El enamoramiento no puede ser ese asunto trepidante, frívolo y superficial que ellos retratan con una prosa recargada de frases hechas, ensambladas en textos manidos que tendrían que ser considerados la obvia demostración de que hay una prosa que más que para la lectura parece indicada para su fácil conversión en albóndigas o en flemas de menta para ser disparadas como goma arábiga en la escupidera. Esos excesos sentimentales urdidos por agencias especializadas y jaleados por la prensa rosa resultan tan artificiosos como que cualquiera de esas criaturas de veinte o treinta años publique sus memorias en un momento de su vida en el que ni siquiera ha tenido tiempo de que le ocurra la mitad de las cosas que le sucedieron a su abuela, aquella mujer silenciosa y abnegada que, ansiosa por disfrutar de un sentimiento sublime, hizo lo imposible por enamorarse de su marido un instante antes de que una bronquitis mal curada la dejase viuda. Yo preferiría no enamorarme por quinta vez, sobre todo porque temo que con el dinero de mi divorcio se quede con mi chica el abogado.

lunes, 27 de mayo de 2013

Demoi - Ángela Vallvey



Demoi - Ángela Vallvey
Éupolis era un graciosillo tocabolas que nació en el año 446 a.C. Formó un trío dinámico con un par de colegas (Aristófanes y Cratino) y con ellos brilló la «Comedia Antigua». Escribía piezas teatrales en las que aprovechaba para repartir estopa a diestra y siniestra y también a sus propios compañeros. Escribió, entre otras, la intitulada «Marikas» («Libertino») para poner a caldo a Aristófanes; en «Taxiarchoi» pintó al dios Dionisos como un pringado mortal que estaba haciendo algo así como una dura «mili» en tiempos de Franco. De sus obras, únicamente se conservan fragmentos pero, sólo por los temas que trató, ya resulta genial. Mi favorita es «Demoi», que se estrenó después del desastre ateniense de la expedición de Sicilia, en la guerra del Peloponeso, allá por el 412 antes de Cristo. El argumento es original, moderno y rompedor: ir al Hades (algo semejante a la morada de los muertos, o al otro barrio que diría aquél), y sacar de allí a los políticos más importantes del pasado de Atenas, devolverlos al mundo de los vivos y que tales padres de la patria, con su sabiduría, sentido común y experiencia, arreglasen la situación del momento, que entonces era un desastre de un calibre del nueve largo, que diría el maestro Alvite. Me he acordado de Éupolis al oír ese runrún que dice que Aznar amaga con volver. Y no porque yo piense que Aznar esté políticamente en el Hades. ¡No! Me he acordado de Éupolis porque su idea de resucitar políticos del pasado para que arreglen los problemas del presente me parece tan encantadora, ocurrente y descabellada como pretender que resuciten los políticos del presente para arreglar los problemas hoy.
Éupolis pereció porque lo arrojaron al mar tras estrenar una de sus ácidas comedias. Por eso no escribo yo teatro.

La otra casta - Manuel Llamas



La otra casta - Manuel Llamas

Trabajar en la Administración Pública tiene evidentes ventajas, desde contar con un puesto de por vida –en el caso de los funcionarios– hasta disfrutar de condiciones laborales ventajosas en comparación con las del sector privado, tales como sueldos más elevados (un 40% más de media), un horario laboral más reducido, una menor carga de trabajo o más días de asueto. El sector público ha sido el último en iniciar el necesario ajuste que vienen protagonizando familias y empresas desde el estallido de la crisis, y, de hecho, aún está muy lejos de alcanzar su tamaño óptimo. No en vano, los recortes salariales no llegaron hasta 2010, mientras que el adelgazamiento de trabajadores tan sólo empezó a producirse a finales de 2011. Y, pese a ello, la burbuja pública que sufre España todavía no ha explotado: el déficit superó los 100.000 millones de euros en 2012 por cuarto año consecutivo, la deuda ya roza el 90% del PIB –algo no visto desde 1910–, el gasto estatal equivale casi a la mitad de la economía nacional y el número de empleados públicos aún supera los 2,8 millones.
Es decir, todavía queda mucha grasa que eliminar, y ésta no se encuentra sólo, ni mucho menos, en los gastos políticos superfluos que denuncia la demagogia imperante de lo políticamente correcto –coches oficiales, dietas y demás chocolate del loro–, sino en el núcleo duro del mal llamado Estado del Bienestar. Hay que reducir de forma drástica el tamaño de la estructura estatal, y eso conlleva, ineludiblemente, prescindir de empleo público y rebajar condiciones laborales. Estos ajustes son la raíz de las protestas que desde hace meses protagonizan determinados colectivos en las calles. En este sentido, destaca especialmente la Comunidad de Madrid, con sus mareas blancas, manifestaciones educativas y huelgas de transporte. Médicos, profesores y conductores cargan contra el Gobierno regional de Ignacio González al grito de "La sanidad no se vende, se defiende" o "Por una educación pública y de calidad", cuando, en realidad, su único objetivo es mantener con uñas y dientes los privilegios obtenidos durante los engañosos años de bonanza económica.
No se engañen, el reguero de huelgas que sacude la región no busca, en ningún caso, garantizar la calidad de los servicios y la atención a la ciudadanía. De hecho, las protestas sanitarias ya han provocado la cancelación de más de 7.000 intervenciones quirúrgicas, así como de 60.000 consultas médicas, con todos los inconvenientes y perjuicios que ello conlleva. Lo único que buscan es proteger sus intereses particulares, y emplean torticeramente como excusa la defensa de lo público y del interés general. Le están utilizando, estimado lector; así de simple.
El sueldo de los médicos hospitalarios en España oscila entre los 2.600 y los 5.000 euros al mes en términos constantes (paridad de poder adquisitivo). El salario promedio se sitúa en algo más de 3.200 euros, en la media de la UE, por encima de lo que se paga en Italia, Portugal y Grecia (no más de 2.800 euros) y no muy por debajo de lo que se cobra en Francia o en Irlanda (cerca de 4.000 euros), según admiten los propios sindicatos del sector con datos de 2011. Es decir, los médicos españoles no están mal pagados en comparación con sus colegas europeos. Además, casi un tercio (unos 30.000 profesionales) trabaja también en la sanidad privada, donde, naturalmente, perciben otro sueldo. La posibilidad de compatibilizar ambos empleos es una excepción de la que no disfrutan todos los funcionarios. Ésta es, precisamente, una de las razones por las que rechazan privatizar el servicio, ya que no podrían trabajar para dos empresas distintas a la vez. Además, curiosamente, el absentismo entre los médicos de los centros públicos triplicó la tasa del sector privado en 2012, con una media de casi 22 días de baja.
El problema no radica en el sueldo de estos profesionales –los buenos médicos y cirujanos de la pública cobrarían mucho más en la privada–, sino en la baja calidad del servicio. La sanidad pública española se sitúa en el puesto 22, de un total de 32, en el Health Consumer Index, por detrás de Portugal, Chipre o Hungría y a años luz de Holanda, cuyos servicios están completamente privatizados. La prueba irrefutable de las graves deficiencias que presenta la sanidad pública es que el 82% de los funcionarios (médicos inclusive), los únicos que pueden elegir libremente, opta por la sanidad privada a través de aseguradoras. ¡Valiente hipocresía!
Algo similar sucede en la educación. Los profesores de la pública se manifiestan para apartar a las desvalidas familias de las malvadas garras de las empresas privadas, interesadas tan sólo en ganar dinero con la educación de sus hijos… O eso dicen. En realidad, es este colectivo el que propugna un egoísmo aberrante y contraproducente, al condenar a futuras generaciones a una educación pública mediocre con tal de mantener intacto su ventajoso statu quo. Para empezar, España es uno de los países que destina más gasto público per cápita a la enseñanza y el que presenta una menor ratio de alumnos por profesor de toda la OCDE. Lo relevante es que el 80% del dinero se va, única y exclusivamente, en gastos de personal, y el resultado es bien conocido por todos: España se sitúa a la cola de los informes PISA en calidad educativa.
¿Será, entonces, que están mal pagados y, por tanto, carecen de incentivos? No. Los docentes españoles tenían en 2008 una retribución superior en todos los niveles educativos a la media de la OCDE: los de ESO, un 12% más; los de Primaria, un 10% más; los de Bachillerato, un 7% más. La comparativa es aún más llamativa con la educación privada a nivel nacional. En 2008, según un estudio de UGT, cada hora de clase impartida por profesores de colegios concertados costó un 30% menos que en los colegios públicos. Incluyendo sexenios, y tomando como ejemplo la Comunidad de Madrid, los sueldos de los profesores públicos oscilaron entre los 28.000 y 37.000 euros al año, entre 1.500 y 8.500 euros más que un docente de la concertada, a pesar de contar con un horario más reducido. Y ello sin necesidad, en muchos casos, de demostrar un mínimo nivel de conocimientos para impartir clase.
Para terminar, otro par de ejemplos sangrantes. Los madrileños llevan tiempo sufriendo huelgas en el transporte público por parte de un colectivo cuyos privilegios son evidentes. Los trabajadores de Metro gozan de elevadas remuneraciones, amplios permisos, generosos anticipos y préstamos, seguros y hasta cargos hereditarios, y aun así reclaman nuevas mejoras laborales a costa del contribuyente. Por su parte, los 5.735 conductores de autobús de Madrid ganan una media de 46.000 euros al año, sumado el coste de complementos de pensiones y otras cargas sociales.
¿De verdad piensa que esta casta defiende el manido interés general? No se engañe ni se deje engañar.

sábado, 25 de mayo de 2013

Contra los profetas de la catástrofe - Federico Quevedo


Contra los profetas de la catástrofe - Federico Quevedo
Lunes, nueve de la noche. José María Aznar, expresidente del Gobierno de España y presidente de honor del Partido Popular -además de acaudalado empresario y consejero de no sé cuantas sociedades- se sienta delante de tres avezados periodistas a ninguno de los cuales puede ponérsele ningún pero -yo, al menos, no lo hago porque no me creo en situación de dar lecciones a nadie- que comienzan a someterle a un intenso interrogatorio frente a las cámaras de Antena 3 Televisión. Prime Time, máxima audiencia, y Aznar cumple con lo que se espera de él: da titulares. Sin parar, uno detrás de otro, y de ninguno de ellos cabe entresacar un mínimo elogio a su sucesor al frente del partido y del Gobierno, Mariano Rajoy, sino más bien todo lo contrario.
La entrevista se convierte en una crítica ácida, destructiva, que hace las delicias de los enemigos del actual inquilino de la Moncloa, que son unos cuantos -no muchos, pero muy ruidosos- dentro de su partido y en algunos medios supuestamente afines que desde hace tiempo le tienen ojeriza –los de enfrente son adversarios, políticos y mediáticos-. Rajoy no ve la entrevista. Me consta. Se la cuentan después y la despacha con un encogimiento de hombros y una sentencia breve y contundente propia del gallego: “Bien, pero el presidente soy yo”. Al día siguiente insistiría en público contra sentencia no menos breve e igual de contundente: “Voy a seguir con el mismo rumbo y la misma política”.
Primera en la frente a un Aznar vanidoso al que estos días se le habrá hinchado el pecho viéndose en las portadas de los diarios nacionales: no hay respuesta a su bravata, porque no la merece. Pero el discurso perfectamente calculado hasta la última coma del expresidente Aznar encuentra enseguida eco en los profetas de la catástrofe, y les convence de que con el mismo ha conseguido noquear al gallego. No le conocen… Al gallego, digo. Lejos de sentirse noqueado, el discurso de Aznar le ha reafirmado en su manera de entender la política y de manejar los tiempos que, sabe, transcurren a su favor. Porque aunque es cierto que la situación del país es dramática, también lo es que desde todos los puntos de vista empiezan a verse luces que iluminan el final del túnel en el que hasta ahora estábamos metidos, para desgracia de todos aquellos que siguen augurando el descenso de España por el agujero del abismo.
Ni discurso, ni programa
La principal acusación del Aznar al Gobierno de Mariano Rajoy se asienta sobre un doble eje: no hay discurso político y se incumple el programa electoral. A partir de ahí se descuelgan toda una serie de críticas que van desde la manida reclamación al Gobierno para que baje los impuestos -de la cual yo participo- hasta el reproche de no responder con la suficiente firmeza a la amenaza secesionista de Cataluña. Vayamos por partes. Es cierto que al Gobierno de Mariano Rajoy se le reprocha no tener un relato de la situación, o que esté tardando más de lo que muchos consideramos necesario para llevar adelante la reforma de la Administración Pública, pero la acción política no se demuestra con palabras, sino con hechos.
Y los hechos son tozudos, para unos y para otros, y basta un ejemplo: este Gobierno ha llevado al Parlamento en año y medio el doble de leyes y decretos que el Gobierno de Aznar en el mismo tiempo. Y está actuando en asuntos esenciales para la vida económica y política española con mucha mayor firmeza y celeridad de lo que hizo el Ejecutivo que presidió Aznar. Aznar no fue capaz de aprobar una reforma educativa hasta el final de su segunda legislatura, no tuvo la valentía suficiente para poner en marcha una reforma financiera que acabara con el papel de los políticos en las Cajas de Ahorros como ya entonces se le reclamaba desde muchos ámbitos y que hubiera evitado muchos de los problemas que estamos viviendo ahora, tampoco tuvo arrestos para tocar la ley del aborto como había prometido en su programa y se bajó los pantalones delante de los sindicatos cuando después de aprobar una minireforma laboral la retiró porque UGT y CCOO le hicieron una huelga general.
Y, ¿de ese comportamiento político vamos a aprender ahora? ¿Realmente puede Aznar dar lecciones de acción política, él que dilapidó una mayoría absoluta del PP en la mejor situación social, política y económica que tuvo nunca un Gobierno en España? A los profetas de la catástrofe, a esos que creen que Rajoy nos conduce al abismo, les vendría bien un repaso por las hemerotecas, porque algunas de las complicaciones que hoy vive nuestro país tienen su origen en los comportamientos políticos de antaño. No fue Rajoy quien entregó su primera legislatura a un pacto político con los nacionalistas de CiU y PNV que supuso el mayor traspaso de competencias a las comunidades autónomas conocido desde la Transición, entre ellas las de Educación que ahora tiene que compensar el actual Gobierno y que han tenido mucho que ver en el crecimiento del sentimiento nacionalista en esas comunidades, como lo tuvo la complacencia del Gobierno de Aznar con la Ley de Normalización Lingüística que expulsó el castellano de las escuelas catalanas.
La agenda reformista
Pero, vayamos a lo esencial de su discurso, el reproche por la política económica y, en especial, a la subida de impuestos decretada por el Gobierno de Rajoy nada más llegar al poder. Aznar se mostró especialmente duro en la crítica a Rajoy por el incumplimiento del programa y por el maltrato a las clases medias. Yo comparto esa visión, y lo he escrito en este mismo blog, pero no fue Aznar quien bajo los impuestos nada más llegar al Gobierno, sino que esperó tres años y en una situación económica mucho más favorable, y lo hizo después de haber llenado las arcas del Estado con las plusvalías generadas por la venta de la cartera industrial del entonces INI. Es cierta la afirmación de que ningún país en recesión ha bajado impuestos, pero el viernes el Gobierno dio un paso adelante en la buena dirección aprobando una Ley de Emprendedores que incluye importantes ventajas fiscales para los nuevos pequeños y medianos empresarios.
La agenda reformista de este Gobierno sigue en marcha, y aunque es verdad que la crisis y sus consecuencias le están haciendo sufrir un importante desgaste, no es menos cierto que a menos de la mitad de esta legislatura lo peor de la recesión ha pasado ya y el riesgo sistémico de la intervención se ha alejado casi por completo y el lavado de cara al que está sometiendo el Gobierno al país acabará por pasar una factura positiva que solo los enamorados del pesimismo se niegan a ver.
Una sombra oscura
Y sí, hay un ejercicio de deslealtad inconmensurable en la puesta en escena de Aznar: primero porque muchas de las cuestiones que critica las puso él mismo en práctica cuando gobernó, segundo porque buena parte de las actuales complicaciones tienen su origen en los errores de su gestión y, tercero, porque no hay en su tono un intento de crítica constructiva que por fidelidad a su partido tendría que haber hecho ante los órganos de dirección del mismo, de los que forma parte, sino una resentida actitud personal de reafirmación ante la evidencia de que bajo su mandato se cometieron importantes irregularidades en el Partido Popular.
Saben ustedes a lo que me refiero y no necesito ir más allá, pero en el repaso de su liderazgo al frente del PP, además de los éxitos a los que condujo a su partido y los fracasos que cosechó después, hay una sombra oscura que tiñe de negro su gestión, y eso tiene mucho que ver, pero mucho-mucho, con la calculada puesta en escena del pasado lunes por la noche. Ese es Aznar, el político vanidoso que puedo haber sido un gran presidente y se ha quedado con el título del peor expresidente que haya tenido este país. Hasta Zapatero le da lecciones, y muy contundentes, sobre cómo debe comportarse quien hizo honor al nombre de Presidente del Gobierno de España.

Ah, y una cosa más: ¿alguien se cree que Aznar dejaría de ganar la pasta que gana para volver a la política y perder -porque él sí las perdería- las próximas elecciones generales?

viernes, 24 de mayo de 2013

El Aznar que yo vi - Victoria Prego


El Aznar que yo vi - Victoria Prego
Fue a decir lo que dijo, ni una palabra más pero ni una palabra menos. Desde antes de que se encendieran las luces del plató y todos nos acomodáramos para las fotos, se notaba que venía decidido. Muy decidido.
Y, sin embargo, desde el momento en que se dio la noticia de que José María Aznar iba a ser entrevistado en Antena 3 hasta el instante en que la entrevista dio comienzo, habían sucedido unas cuantas cosas que tenían fuerza suficiente como para haber torcido los propósitos iniciales del presidente. La primera, cronológicamente hablando, la información publicada por El País, con un título capaz de tumbar la más inasequible entereza y que vinculaba la red delictiva Gürtel con la familia Aznar con motivo de la boda de la hija del ex presidente. Y la segunda, las declaraciones ante el juez Ruz de los primeros dirigentes del PP, en una de las cuales se hablaba de dinero en metálico entregado en sobres y sin registrar su procedencia. Asuntos vidriosos éstos que me hicieron pensar en las horas previas que Aznar podía verse obligado a defenderse de sospechas y acusaciones, lo cual debilitaría su posición a la hora del ataque y lo haría más tenue, más evanescente. Porque, que pensaba fijar contundentemente una posición en riguroso desacuerdo con la mantenida por el Gobierno, eso estaba cantado entre quienes nos estábamos ocupando del tema en los días previos.
Error craso de apreciación por mi parte. Es verdad que dedicó varios minutos a defenderse, pero de ninguna manera se amilanó, ni dio un solo paso atrás, ni siquiera pareció sentirse tocado por las noticias publicadas. Al contrario, estaba crecido, indignado. Y eso fue lo que añadió un plus de rotundidad y aspereza a sus declaraciones, a las de la primera parte pero también a las de la segunda.
Lo que dijo durante la entrevista ya todo el mundo lo sabe, no hay nada que aportar ahí. Pero un puñado de personas vimos lo que no vieron los demás y eso es lo que puede iluminar un poco más el contexto de la entrevista.
Llegó tranquilo, educado, sonriente y sin avanzar ni una palabra sobre lo que pensaba decir. Cordial y disciplinado, se sometió a la sesión de fotos y pruebas de sonido sin transmitir a los presentes la menor tensión. Esperó tranquilamente hasta el momento en que Gloria Lomana le lanzó la primera pregunta y a partir de ahí aquello fue el fuego a discreción. Impávido, pero con expresión muy severa, controlaba todo lo que decía. No se salió un milímetro del guión que se veía con nitidez que llevaba en la cabeza. A veces tuve la sensación de que era un militar ejecutando un plan ordenado por su Estado Mayor, aunque su Estado Mayor era él mismo.
La entrevista terminó y entramos en el segundo tiempo, que es el que a los periodistas nos gusta especialmente porque suele dar más juego. Ése es el momento en que, superada la tensión de lo oficial y lo público, la víctima –entiéndase la palabra en términos informativos– se relaja y empieza a hablar a calzón quitado.
Pues no. En absoluto. Nada de lo que siempre sucede sucedió esa noche. José María Aznar se levantó relajado y satisfecho, eso sí. Pero no hubo ni café, ni una copa de vino ni nada de nada, y no porque la anfitriona no estuviera dispuesta a agasajar a su invitado, sino porque quien no ofreció esa opción fue el ex presidente. Tenía prisa, aunque tampoco es que saliera corriendo. Ni siquiera en esos últimos minutos, todos de pie y ya recogiendo los bártulos, hubo modo de escuchar de su boca ni una consideración que fuera más allá de donde había llegado durante la entrevista en directo.
«Esto le va a sentar como un tiro a Rajoy», le dije en un aparte y en voz baja. Él esbozó una media sonrisa, como de inevitabilidad, como de «qué le vamos a hacer», y dijo: «Yo me debo a mi conciencia, a mi país y a mi partido». Es decir, exactamente lo mismo que había dicho a cámara. Ni una palabra más allá.
Era evidente que estaba decidido a que su mensaje no se le escapara de las manos por culpa de un patinazo fuera de hora. Y repitió otra cosa que ya había dicho en el estudio, pero que demuestra que el asunto está entre sus principales preocupaciones: «El partido tiene una mayoría absoluta que le ha sido entregada por los españoles para que haga lo que tiene que hacer». Una mayoría, apunté yo, que seguramente no se repetirá en las próximas elecciones. «Por eso mismo», me dijo. «¿Es decir, que o ahora o nunca?», sugerí yo. «Eso es». Punto.
Para entonces ya le habían quitado el maquillaje y enfilaba la salida de la sala en la que quedaba virgen e intocada sobre la mesa una fuente de buen jamón. Aznar había recuperado la cordialidad, su particular cordialidad, no especialmente expansiva, es cierto, pero una cordialidad muy fácilmente detectable por aquellos a quienes él distingue con su afecto. Y, ahora sí, se veía que estaba claramente esponjado. Consciente de que acababa de provocar un terremoto, pero conforme con haber cumplido con su objetivo.
Por lo menos con el primero de ellos: dar un campanazo de calibre catedralicio en la sociedad española, en las filas de su partido y también en las del Gobierno. ¿Para qué? ¿Para abrir el debate, para azuzar a la acción, para provocar una crisis interna, para advertir que hay otros modos de hacer política, para recordar que él sigue ahí y que puede que llegue a estar disponible? Puede que para todas esas cosas, pero es más probable que, de momento, lo que busque sea la primera y la segunda opción: abrir el debate y azuzar a la acción. Luego, ya veremos. Lo del debate lo dejó garantizado, no hay duda. Lo de la acción es más dudoso porque el Gobierno no se va a dejar guiar desde lejos; eso ya se vio ayer en los primeros comentarios de los ministros. Pero es muy probable que en el país se cree al final un estado de opinión en la dirección que Aznar apunta y que acabe por empujar al Gobierno.
Se marchó contento y pronto: pocas horas más tarde viajaba al extranjero. Y ahí quedó eso.

jueves, 23 de mayo de 2013

Los trucos retóricos de los políticos - Amando de Miguel



Los trucos retóricos de los políticos - Amando de Miguel
Luis Cáceres desvela la sarta de mentiras que se esconden bajo la apariencia del lenguaje tranquilizador de los políticos. Por ejemplo, llaman "austeridad" a seguir gastando en el Estado más de lo que se ingresa. "Si un año el déficit es del 6% y al siguiente del 5%, se dice que el déficit disminuye, cuando en realidad lo que pasa es que nos endeudamos más despacio que antes, pero la deuda sigue creciendo". Además, el déficit público no lo comparan con la base del gasto público, sino con el valor del producto de la nación. De esa forma el déficit se reduce artificiosamente a la mitad. Más aún, "el Gobierno viene a decir que bajar el déficit no es bueno para nosotros, sino que nos lo imponen desde fuera". Los argumentos de don Luis me parecen impecables. Espero que nuestros políticos tomen nota.
Para suavizar la polémica, José Luis García Valdecantos cuenta este sucedido. Resulta que un dictador hispanoamericano pidió a una delegación española que levantara un informe para remediar la grave situación económica del país. La delegación resumió el informe de mil páginas en esta conclusión: "No existe una auténtica clase media". Al oír tal dictamen, el dictador llamó a su edecán: "Ocúpese de que mañana sin falta se publique en el Boletín Oficial el decreto de creación de la clase media en todas las ciudades de la nación". Esa historia me recuerda lo que me comentó el otro día Juan Pablo Fusi, que Mussolini publicó un decreto obligando a todo los italianos a tutearse.
Jesús Laínz se enfrenta al argumento de los nacionalistas que basan la secesión de sus respectivas regiones en que muchos de sus habitantes hablan otra lengua. El aguerrido montañés considera que no se sigue la lógica de que con cada lengua aparezca un nuevo Estado. Tiene razón, si se impusiera ese principio surgirían cientos o miles de nuevos Estados de un día para otro. Sería el mito de Babel.
Íñigo Benjumea anota una nueva muletilla de los políticos y los sindicalistas. Cuando discursean sobre la grave situación económica del país, añaden como si fuera un descubrimiento: "Hay mucha gente que lo está pasando muy mal". El truco es muy interesante, pues de esa forma evitan tener que reconocer la culpa que les corresponde. Dice don Íñigo que se trata de una forma de mediocridad. Más bien dijera yo que de hipocresía.
Para desengrasar, bien valdrá la reflexión filosófica de Gabriel Ter-Sakarian Arambarri:
El éxito es, a los tres años, no mearse. A los seis años, recordar lo que hiciste en el día. A los 12 años, tener muchos amigos. A los 18 años, tener carné de conducir. A los 20 años, tener relaciones sexuales. A los 35 años, tener mucho dinero. A los 50 años, tener muchísimo dinero. A los 65 años, tener relaciones sexuales. A los 70 años, tener carné de conducir. A los 75 años, tener muchos amigos. A los 80 años, recordar lo que hiciste en el día. A los 85 años, no mearse.
Es lo que se llama "el carrusel de las edades", según la expresión de un famoso psicólogo, Erik Erikson.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Agnosticismo con poleo - José Luis Alvite

Agnosticismo con poleo - José Luis Alvite

No recuerdo en qué momento de mi vida dejé de ser creyente, seguramente porque mi escepticismo no me pareció entonces una conquista inteligente, una proeza intelectual, algo que valiese la pena considerar inolvidable. Por mi buena memoria numérica, supongo que lo recordaría si, habiéndolo fiado todo a la tarjeta de visita de Dios, en algún descuido hubiese perdido su teléfono. Fui un niño creyente y practicante, un dócil y abnegado muchacho que les soplaba a las mariposas para ayudarles a volar y a veces hacía las cosas mal adrede porque quería sentir el extraño e incómodo placer del remordimiento frente a alguien superior que me hiciese reproches con mayor legitimidad moral, y más contundencia, que la roñosa bibliotecaria del instituto cada vez que le perdía un libro. Lo que tengo claro es que quien me alejó de Dios no fue la ciencia, ni el trato con los sacerdotes, ni que a las monjas les oliese en el aliento el requesón de su sexo fermentado en el nido ignífugo de sus bragas de amianto. Creo que fueron mis rodillas, que llevaban mal la repetitiva gimnasia del reclinatorio, sobre todo cuando iba con tía Pepita a la novena de San Bieito y volvía por la noche a casa diezmado por aquella fatiga litúrgica que tanto daño me hacía en los malditos meniscos. Pero no dejé de creer en Dios como resultado de una reflexión lúcida, ni movido por alguna lectura inteligente, de modo que no puedo presumir de mi agnosticismo, sino, simplemente, admitirlo como el resultado de una cierta pereza recreativa, supongo que también como la consecuencia de que en el camino de la parroquia alguien tuvo la ocurrencia de abrir un salón con futbolines. Supongo que creeré otra vez en Dios cuando en medio de la agonía no me importe que el jodido consomé venga mezclado con el poleo insípido de la extremaunción.

martes, 21 de mayo de 2013

La leyenda del gasto educativo - Carlos Cuesta



La leyenda del gasto educativo - Carlos Cuesta
Una tasa de abandono escolar del 24,9%, el doble que el resto de la Unión Europea. Una formación incapaz de ayudar a combatir un desempleo juvenil del 57%, siete veces mayor que el alemán. Un porcentaje de ninis del 23,7%, sólo superado por Israel. Unos resultados académicos que nos han situado a la cola del Informe Pisa, de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Y unos resultados que, lejos de mejorar, no han dejado de empeorar en la última década.
Y todo ello, mientras nuestro gasto público educativo por alumno ha alcanzado los 10.094 dólares anuales, un 21% por encima de la media de la Unión Europea (UE) y la OCDE. Y mientras el desembolso, en contra de las falsedades lanzadas a la opinión pública, se ha duplicado en una década, pasando de 27.000 a 53.000 millones de euros.
¿De verás se puede afirmar que un mayor presupuesto es sinónimo de una mayor calidad del servicio? En absoluto. Sin más, se trata del mantra que han usado la izquierda y los sindicatos para disfrutar de un cheque en blanco con el que disparar el aparato público y sus privilegios laborales.
Pues bien. Exactamente igual que es posible recortar el gasto en educación, lo es en sanidad o en servicios sociales. Porque mejores leyes, sistemas de gestión más eficaces y profesionales más comprometidos pueden garantizar avances del servicio con menores desembolsos. Porque, por ejemplo, resulta más eficaz centralizar tratamientos especializados en determinados hospitales que diseminar unidades de inferior calidad por todo el mapa. O porque simplemente con aprovechar el 100% de los turnos en los quirófanos se puede garantizar un ahorro sin reducir la calidad médica.
O porque no es necesario entablar una competición entre territorios para ver quién tiene el hospital más lujoso cuando de lo que se debería tratar es de que todos los habitantes, en una u otra región, tengan un servicio adecuado. Y todo ello sin hablar del ahorro administrativo que podría generar la unificación de los equipos de gestión de varios territorios.
Por eso se puede ahorrar más. Y por eso debemos dejar de medir la calidad de nuestros servicios en función del gasto. Porque la verdadera línea roja no debe ser otra que el empleo. Y eso exige el recorte de un gasto superfluo que ha disparado la carga impositiva y, en última instancia, ha acabado con los recursos que necesitan las empresas para crear empleo.
«¿De veras se puede afirmar que un mayor presupuesto es sinónimo de una mayor calidad?»

Si mamas, no conduzcas - David Torres

Si mamas, no conduzcas - David Torres

Me dicen algunos lectores, no sin una pizca de maldad, que últimamente mi trabajo es muy sencillo, que día tras día el PP me da el artículo hecho. Aseguran que basta glosar una noticia cualquiera, unas declaraciones de Mariano o de Fátima Báñez, para salir a hombros por la puerta grande del columnismo. Yo suelo replicarles que es justo al revés, que no se puede competir con profesionales del humor, que sacarle punta a una perfecta idiotez es casi imposible. Por ejemplo, Ana Pastor, ministra de Fomento, ha dicho: “No se cerrarán estaciones, pero el tren no parará en ellas”. ¿Cómo superar eso? Le doy vueltas y más vueltas y no encuentro forma de meterle mano. Marxismo en estado puro, de la rama Groucho, de la rama Harpo y de la rama Chico.
Casi al mismo tiempo que la Pastor expectora esta obra maestra del absurdo, nos enteramos que el gobierno destinará 280.000 euros a restaurar el Valle de los Caídos. Para que luego digan que no hay continuismo con la gestión de Zapatero, cuando al plan E (de España) le sigue el plan F (de Franco). Y el mismo día, el Ayuntamiento de Madrid subvenciona con 42.000 euros una web de contactos. Esto demuestra la habilidad de reflejos del PP, que no sólo no le hace ascos a nada y es muy capaz de estar en misa y repicando, sino que hasta se atreve a promocionar el ligoteo bajo el patrocinio de Ana Botella.
Esta formidable capacidad de adaptación para vender al mismo tiempo un producto y su contrario pudo verse la semana pasada con la imagen de un cura a quien le estaban practicando una mamada al aire libre. Ocurrió en perfecta sintonía con el anuncio de la nueva ley de educación, como si el ministro Wert, mediante un guiño subliminal, quisiera recordar a padres y alumnos que estudiar religión también puede ser provechoso a la par que divertido. Por si fuera poco, la clase de educación parroquial tuvo lugar en una cuneta, y sólo hubiera faltado que el cura se apoyara en una señal de tráfico para que el gobierno inaugurase de paso el lema de la nueva campaña de Seguridad Vial: “Si mamas, no conduzcas”.
Sin embargo, en lugar de al cura de Churra (otro topónimo insuperable), María Seguí ha decidido poner como ejemplo a Miguel Ángel Rodríguez, que no sabemos si cuando jugaba a los coches de choque iba mamado, pero sí que iba bebido. Difícil elección porque la mujer tuvo que elegir entre media plantilla del Real Madrid y esa larga tradición de eses al volante con que el PP nos ha deleitado en los últimos tiempos y que va de Aznar y su botella (con minúsculas) a Nacho Uriarte, sin olvidar a Carromero, el único piloto del mundo capaz de, al mismo tiempo, hacerle sombra a Fernando Alonso y el trabajo sucio a Fidel.
En resumen, que mejor ir en tren. Aunque haya que tirarse en paracaídas.

Un día en N.Y. - Santiago González



Un día en N.Y. - Santiago González
El consejero de Economía de la Generalitat, Andreu Mas-Colell, ha viajado a Wall Street para arreglar el roto en las finanzas catalanas con un éxito comparable al cosechado en Malmö por El Sueño de Morfeo, que consiguió un honroso penúltimo puesto para España en el certamen de Eurovisión.
Mas-Colell iba solo; quedó pues primero y último, lo que es a todas luces un resultado más brillante. El objetivo era librarse del Fondo de Liquidez Autonómico y la respuesta es un anticipo de lo que sería una Cataluña independiente: mientras el bono español a 10 años está a un 4,2%, el catalán se pondría entre el 7 y el 7,5%. Además, los inversores neoyorquinos, que no son amantes de las fantasías, le mostraron su preocupación por el proceso independentista.
Hay precedentes. El 18 de octubre de 1983, el entonces vicelehendakari del Gobierno vasco, Javier García Egocheaga, se encontraba en Los Ángeles. Había concertado una cita con los directivos de Hewlett Packard para persuadirles de que el País Vasco era un buen lugar para instalar una planta de la firma. Durante la reunión llegó un teletipo con la noticia de que cerca de Bilbao había aparecido el cadáver del capitán Martín Barrios, secuestrado 13 días antes por ETA. En aquel momento los anfitriones musitaron una breve excusa y la reunión quedó disuelta.
El marrón de Mas-Colell no era tan grave; el soberanismo que intenta su Gobierno es incruento y hace ya muchos años que Terra Lliure, la banda terrorista que apoyaba ERC, su socio en el Parlamento catalán, disolvió su crueldad en incompetencia y melancolía, pero para su desgracia sigue teniendo validez aquella expresión de John M. Keynes, primer barón de Tilton: «Nada hay tan tímido como un millón de dólares». Siempre queda la posibilidad de gritar: «Wall Street ens roba!» o de cantar: «Endarrera aquesta gent / tan ufana i tan superba». Pero ni un dólar.
Me imagino que Artur Mas sufre un estado de perplejidad que habría podido resolver con la revelación de Sammy Davis Jr., uno de los cuatro magníficos golfos del Rat Pack: «Gracias a que soy famoso he sido expulsado de lugares en los que por ser negro no me habrían dejado ni entrar». Dicho sea con perdón y sin ánimo de señalar.
Pero vamos a ver, Artur, alma de cántaro. ¿Dónde vas a ir que más valgas? ¿Dónde va a tener alguien como tú la oportunidad de entrar a pedir dinero con el aire de perdonavidas con el que entraste el 20 de septiembre último en el despacho del presidente del Gobierno español, sin ser puesto de patitas en la calle por un par de ordenanzas negros, como el rey de Harlem, al decir de Lorca, «disfrazados con un traje de conserje»? Sólo en Espanya, president. Lo mires como lo mires.

lunes, 20 de mayo de 2013

De la mano - Paloma Pedrero


De la mano - Paloma Pedrero
Maravillosa la foto de los mellizos, niño y niña, que al instante de nacer se dan la mano. Lo hacen con tal fuerza y ternura que estremece verlos. Se dice que estaban en bolsas diferentes dentro del útero materno, de modo que fue su primer contacto físico. Están de espaldas la una del otro, en postura fetal todavía, pero el bracito de ambos se extiende hacia su hermano hasta conseguir agarrarse con los dedos entrelazados. Las enfermeras del hospital de Guipúzcoa donde nacieron, impresionadas por el gesto, pidieron permiso a los padres de las criaturas para fotografiarlos y colgar en las redes la imagen. Y fíjense, en esta sociedad fría, encanallada, cabreada, perdida y triste, la foto de Ana y Manuel sellando su alianza ha sido un auténtico fenómeno. Miles de «me gusta» y otros tantos comentarios conmovidos demuestran lo mucho que necesitamos la ternura en la vida. Un fenómeno emocional en las redes sociales, eso ha sido. Y seguro que el hecho de que sean hembra y varón ha contribuido a sumar admiradores, porque nadie podrá negar que en el fondo la mayoría de nosotros desearíamos una mayor unión con el sexo opuesto. Poder encontrar más lugares comunes, darnos la mano en igualdad. Venimos al mundo, desnudos, indefensos, armoniosos, inocentes. Y quizá así podríamos continuar si no aprendiéramos a defendernos atacando, a buscar el dominio sobre el otro, a competir aun habiendo para todos, a querer el éxito equivocado, a comparar, a juzgar. A dar más valía a la guerra que al amor. Estos dos recién nacidos agarrados de sus recién nacidas manos son el signo de lo que tendría que ser, de un deseo. La fraternidad del mundo.

Cuando relinchaba el sexo - José Luis Alvite

Cuando relinchaba el sexo - José Luis Alvite

Hay un momento en el que descubres que ya no te ocurre algo que te sorprenda, ni ves cosas nuevas de las que desconozcas el nombre. Te preguntas entonces si aún hay alguna posibilidad de que te ocurra algo maravilloso que jamás te haya sucedido, como recuerdas que era tu vida no hace tantos años, cuando tus emociones eran más grandes que tu vocabulario y tenías la agradable sensación de que la existencia era algo que representaba cada día de manera sorprendente e imprevista, como la primera vez que besaste a una mujer y no te importó guardar silencio porque no sabrías cómo describir lo que acababas de notar. Sentías emoción por cosas que desconocías y que tal vez ni siquiera habías imaginado, supongo que casi el mismo estupor que sentirías ahora si dejasen de ocurrir algunas de esas cosas repetitivas que tan a menudo te suceden y todo empezase de nuevo en aquellos días ingenuos y remotos en los que cada mañana, al despertar, la vida era para ti como si el aroma del desayuno fuese la primera vez que tenías madre. Ni imaginabas siquiera que la suerte de vivir llevaría aparejado sin remedio el riesgo de envejecer. Siempre estaba a mano la analgésica belleza de lo nuevo, y por muy mal que estuviesen las cosas, para ti siempre sonaba lejos el fragor de los obuses, la ferretería de la guerra. En las viñas de mi niñez goteaban leche verde las uvas recién herniadas y cuando empeoraba el tiempo nunca resultaba tan amenazador, ni tan terrible, que no pudiese arder la leña mojada, ni fuesen tan azules las nubes más oscuras. Los hombres sabios que conocí entonces salían cada mañana a la calle y ni imaginaban siquiera que algún día serían ellos la estatua en la que jugarían sus nietos en el parque. Ya nada queda de todo aquello, muchacho, de cuando en las bisagras de las alcobas relinchaba sin aliento la onomatopeya del sexo.

domingo, 19 de mayo de 2013

Talento y pegada - José Luis Alvite

Talento y pegada - José Luis Alvite

JOSÉ LUIS ALVITE Jamás oculte mi respeto hacia la luminosa expresividad de los textos de Roberto Vidal Bolaño, ni mi admiración por su arrolladora fuerza vital. Se daban en Roberto dos cualidades que raras veces coinciden en la misma personalidad: talento literario y vigor físico. Tomando copas con él, uno comprendía enseguida que se hallaba ante un tipo capaz de defender sus ideas con una brillantez intelectual en cuyo remate nunca parecía improbable un apasionado arranque de cólera. Tenía talento y pegada. Recién nombrado director del Centro Dramático Galego me tomé unas copas con él en el sótano de "Maycar" y me pareció que su semblante era tan inexpresivo como antes de la buena noticia. Y también eso me gustaba en el formidable escritor compostelano. Roberto Vidal Bolaño encajaba el éxito como una contrariedad cualquiera, como si entendiese a regañadientes que el éxito es el único fracaso que un hombre no puede sobrellevar sin dar explicaciones. A veces me quedaba distraído mientras Roberto soltaba su infinito discurso nocturno y me daba la impresión de estar tomando copas con un tipo hondo, hosco e inteligente que por su categoría cultural y por su vigor físico con el tiempo podría haberse hecho acreedor a que le entregasen el Nobel de Literatura en el ring del Madison Square Garden. Aun en el caso improbable de que con el cansancio le fallasen los argumentos, Roberto Vidal Bolaño tendría siempre la razón en aquel rostro amartillado e impenetrable con el que lo mismo podría ganar un premio teatral, que atracar un banco empuñando el forro de sus bolsillos. Cuando el cáncer le había minado, el actor Pancho Martínez se pasaba cada noche por "Rahid" y me contaba la increíble fuerza física de aquel tipo terminal y corpulento que todavía se subía a los escenarios y derrochaba más energía que nadie. La quimioterapia le había bruñido el cráneo pero Roberto conservaba la rara vitalidad de alguien dispuesto a recibir su propio duelo sentado en la conserjería del tanatorio con el pelo en una bolsa. Dicen que fue siempre así, un talento arrollador e incandescente, uno de esos tipos que sostienen sus argumentos y sus razones contra viento y marea y que llegado el caso de que trates de ofenderlos, reaccionan como solía hacerlo Roberto, que te absolvía con una sonrisa ácida y ambigua, a la vez duro y tolerante, vertical y a pecho descubierto, con la benéfica firmeza de alguien que te estuviese perdonando sin contemplaciones. Recuerdo una de aquellas madrugadas tomando copas en "Maykar". Entramos juntos a mear en el retrete y mientras nos lavábamos las manos, me miró por el espejo y dijo: "Joder, Alvitiño, tenemos el aspecto de dos tipos que tratasen de ocultar la cara con el rostro". Como siempre, Roberto tenía razón. Eran las cinco de la madrugada y a las cinco de la madrugada y en aquellas circunstancias, no sabíamos muy bien si el otro le convencía, o, simplemente, le intimidaba. Cada vez que nos abrazábamos, aquello, en vez de afecto, era combate nulo. Después seguía su paso el tiempo y al borde de amanecer nos dejábamos caer por la barra alta de "Araguaney", luego salíamos a la calle y Roberto prolongaba en la acera su interminable discurso lleno de sinceridad, de categoría y de rabia. Jamás le entraba sueño, a no ser que aquel bronquial ronroneo de su talento fuese su manera de dormir. La última vez que hicimos algo semejante, Roberto me confesó su desencanto por la renuncia de algunos amigos intelectuales a vivir a deshora en las calles la pulsión de las gentes del subsuelo. Creo recordar que hizo la excepción de Luis Mariño, aquel intelectual culto e inolvidable que siempre me hizo creer que el dinero sólo se necesita para conservar intacto el prestigio que dan las deudas. Luis y Roberto murieron con tres años de diferencia. Muchos de aquellos otros intelectuales de hace quince o veinte años se retiraron a sus casas en el campo y no cogen un libro de Bukowski sin ponerse el antibiótico guante de la masturbación. Yo creo que esos tipos sólo se atreverían a asaltar el poder armados con sus palos de golf. De L.C. me dijeron que ahora sólo bosteza en el dentista. Será por eso que cada vez que trasnocho, me retiro a casa con la sensación de haber pasado la madrugada en cualquiera de esos sitios en los que los viejos trasnochadores sólo corremos el peligro de resultar ilesos.

sábado, 18 de mayo de 2013

El aliento y las ideas - José Luis Alvite

El aliento y las ideas - José Luis Alvite

Cerca de mi casa han cerrado tiendas de ropa y restaurantes, disminuyeron drásticamente los quioscos y hay un par de mendigos que tienen más d compensarla con el recurso de los santos. En el bar de mi amigo Antonio ya no toman café las putas que acudían cada mañana con la boca deformada por la mueca rumiante del sexo, porque, como sugiere él, el cauce está tan vacío, muchacho, que ni hay agua bastante para que se moje el río. Antes de echarle el cierre a su negocio, el propietario de un reputado restaurante compostelano me comentó que la progresiva decadencia del gremio de hostelería significaría el desconcierto social de España y el fin de una era de felicidad colectiva en la que al final de una cena de amigos los comensales no hacían cola en el baño para evitar el pago de la factura. Se dice que en los países calvinistas y fríos es la cultura lo que evita las revoluciones y que esa contención en el sur sólo pueden ejercerla los bares, esos locales tan abundantes y tan concurridos a los que acudimos tradicionalmente los españoles, ciudadanos cálidos y sociables de un pueblo que sabe que una guerra tiene más sentido si al final de la columna de blindados avanza sobre una peana de humo la silueta de la cantina. Lo terrible es que el entusiasmo que tendríamos que haber puesto en las ideas, lo hemos empleado en el aliento.

viernes, 17 de mayo de 2013

A fuego - María José Navarro



A fuego - María José Navarro
Una inmobiliaria de Nueva York (concretamente una que se llama Rapid Realty) ha ofrecido a sus trabajadores una subida de sueldo del quince por ciento a cambio de que se tatúen el logo del negocio en la zona del cuerpo que prefieran. Hasta el momento y que sepamos, cuarenta de sus currantes ya llevan la marca de la casa en su piel de manera indeleble. Si yo tuviera lo que tengo que tener, también me tatuaría «La Razón. Diario Independiente de información general. Nos gusta España» en un muslo. Hay sitio de sobra, no se apuren. Tengo zonas más amplias, pero no me parece bien recurrir al ecuador corporal cuando se trata de darle lustre al periódico. Bien, como la empresa que sube el sueldo y paga además la obra de arte es una inmobiliaria, ya puestos, más que el logo, los curritos podrían haberse tatuado «Promoción viviendas protegidas, primeras calidades, acabados de lujo. Cómodos plazos, y sin entrada. Visite piso piloto». Esto de usar el cuerpo como valla publicitaria no es nuevo. Es más, en España ya hay gente ganándose la vida utilizando su coche como un panel y gente que se pasea por las zonas comerciales con la ropa repleta de post-it de anuncios por los que cobra si alguien pica. Cosas de la crisis, hijos míos. Yo tenía algunas ideas para tatuarme: una magdalena gorda, una sopa de letras o el mapa de carreteras de la provincia de Albacete, que me viene perfecto porque para llegar a Ayna me pierdo. Ahora, sin embargo, estoy pensando en grabarme a fuego: «Lo sé: soy una privilegiada porque tengo trabajo y no puedo quejarme». O eso, o el logo del INEM, ¿no?

Los clones de Angelina - Pedro Narváez



Los clones de Angelina - Pedro Narváez
El día que Angelina Jolie anunció la decisión de someterse a una doble mastectomía el planeta se dividió entre los que ensalzaban su valentía y los que lo explicaban como un ataque de frivolidad. Parece que vencieron los primeros después de que los especialistas médicos apoyaran a la actriz, conocida entre otras cosas por tener un cuerpo por el que unos cientos se dejarían parte de su anatomía en la mesa de operaciones. El pecho de Angelina ha traspasado la simbología sexual para convertirse en icono de la resistencia a la enfermedad, y acabará siendo un pin de una mesa petitoria. Cuando me entero de que la decisión de la señora de Brad Pitt no es para nada inédita y que hay muchas mujeres, sobre todo doctoras, que han optado por la mastectomía como arma preventiva empiezo a dudar de las verdaderas intenciones de la estrella, y compruebo de nuevo cómo la decisión de una celebrity se hincha como un globo que habría que pinchar. Sabemos ya que España está llena de heroínas que han dejado de ser anónimas y no conocíamos de sus existencia si la Jolie no se luciera en la portada del «New York Times» con una carta que de ser una pintura tendría la misma propaganda que la Venus del Espejo, ese espejo donde nos miramos para asemejarnos a una estrella que adopta niños, visita los campos de refugiados y firma documentales sobre la guerra de Yugoslavia. No todos los pechos valen lo mismo ni todos los enfermos nos merecen la misma solidaridad. El busto de Angelina pasará a la historia porque ya está adornado de un mensaje «XL», aunque sus películas suelen tener talla mini. Supongo que su mensaje ayudará a mucha gente, pero sobre todo le sirve a ella para colocarse en la hornacina de los santos laicos de Hollywood.

jueves, 16 de mayo de 2013

Bombillas negras - José Luis Alvite

Bombillas negras - José Luis Alvite

No podría negarlo. Aun siendo ellas mismas, las mujeres a las que conocí no son casi nunca las mujeres que luego recuerdo. Muchas veces ni siquiera en el instante de conocer a una mujer estoy seguro de que tenga mucho que ver con la mujer que será tan pronto por un instante cierre los ojos. Suelo recordar mucho el vestido blanco que llevaba puesto aquella chica que vestía de verde, igual que recuerdo que la llevé en coche a su casa la lluviosa madrugada de enero en la que por un enfado se marchó andando. Supongo que se trata de una indulgencia literaria que me ayuda a reconvertir en algo agradable cualquier momento que en realidad no lo fue. En la mayoría de los casos a ellas no les importó demasiado, otras veces ni se dieron cuenta y con cierta frecuencia me tropecé con la clase de mujer que reacciona como lo hizo aquella amiga mía al final de un estrepitoso fracaso en la cama: «No importa lo que esta noche no haya ocurrido entre nosotros. Los dos estuvimos desacertados, pero yo sé, cariño, que lo mejorarás cuando lo cuentes». Y no se equivocó. Me conocía bien y sabía que lo que no pudiese lograr la lencería, lo conseguiría sin duda la literatura, del mismo modo que, después de una batalla perdida, el poeta endulza el fracaso con un elogio de la derrota que para si querría el vencedor. Consciente de mi manera de entender ciertas cosas, en otra ocasión me dijo: «Acabaremos este cigarrillo preparatorio y después apagaré todas las luces para que te fijes bien en mí». Y sin embargo no fue tampoco aquella una noche afortunada. Porque en medio de la perfecta oscuridad me falló la maldita inspiración y durante el buen rato que estuvimos en la cama imaginé que había sido imposible apagar las luces. Nunca pude entender que en la ferretería no vendiesen lámparas con las bombillas negras...

miércoles, 15 de mayo de 2013

El sóviet de los gandules - Pablo Molina



El sóviet de los gandules - Pablo Molina

Los vagos votan a Izquierda Unida. Es lo correcto, porque el comunismo consiste en robar el producto de los más capaces para repartirlo entre los gandules y los resentidos, menos la parte que los regímenes marxistas se quedan para sus gastos de funcionamiento, que en poco tiempo suele llegar al cien por cien de lo recaudado. En sus filas también encontramos profesores de la universidad pública particularmente penosos, jovenzuelos descerebrados de buena familia que se hacen comunistas para fastidiar a popó e incluso algunos descendientes de honrados trabajadores, que forman en las filas vociferantes de la izquierda callejera con sus banderas soviéticas y sus camisetas con la imagen del psicópata de la boina, pero a estos últimos el virus se les pasa en cuanto comienzan a pagar impuestos y casi todos acaban convirtiéndose en liberales como Dios manda.
Nada más coherente con la ideología comunista que el que su formación de bandera (republicana, por supuesto) proponga en el Congreso de los Diputados un plan quinquenal para pulirse 140.000 millones de euros con la pretensión ficticia de crear puestos de trabajo con cargo al Presupuesto. He ahí la solución al paro: todos funcionarios, qué coño; así se acaba de paso con la explotación de la clase trabajadora por el capital. Y los que no puedan entrar en nómina del gobierno con esta pastizara, o jubilados prematuros o jovenzuelos activistas con paga mensual, la llamada renta básica, de forma que puedan seguir creciendo como personas asistiendo a cursos de dinamización sociocultural o explorando la dimensión sinfónica del bongo.
Hacen bien los comunistas españoles al presumir de proyecto económico, dada la buena acogida que sus chorradas suelen recibir en todo el arco político y el entusiasmo que despiertan en cierto ámbito mediático. Un país cuya clase política se opone al unísono a la simplificación de su frondosa jungla laboral, como piden con insistencia las voces más autorizadas, merece tener un plan delirante elaborado por los comunistas.
Nuestros políticos, qué se le va a hacer, son mayoritariamente partidarios de la lactancia presupuestaria durante toda la vida. Como ese jovencísimo diputado de IU conocido en las redes sociales como Dipucuqui en atención a la profundidad de su pensamiento, que encima ha seguido la carrera de Económicas, disciplina que suele vacunar contra la estupidez siniestra del marxismo, salvo si se cursa en una universidad pública, en cuyo caso no sólo no se rechazan esas barbaridades sino que se promueven. Economista y socialista, que es como si un astrofísico se dedicara a elaborar horóscopos o a echar el tarot, pero eso sí, a costa del resto los españoles.
¿Ciento cuarenta mil millones? Pocos me parecen.

martes, 14 de mayo de 2013

Humo con pamela - José Luis Alvite

Humo con pamela - José Luis Alvite

Desde la ventana de mi infancia se veía a lo lejos un tren amarillo arrastrando un enorme moño de humo azul, una locomotora de azabache a la que le sentaba como un bocio aquella curva en cuyo desenlace entre la maleza yo sabía que con el estrambote de los vagones empezaba el somnífero tambor de Kenia. Fue aquel el tren que me dejó en África, en el palíndromo de la infinita sabana capicúa, un atardecer en el que me pareció cruzarme en la estación anaranjada de Nairobi con aquella mujer cuyo rostro tanto se parecía a alguien a quien ni siquiera recordaba haber conocido. Estaba aturdido y no se me iba de la cabeza el mambo del tren, el estribillo de madera de aquellos vagones amarillos caldeados por el azafrán fucsia del atardecer. Un taxi con los rasgos de tres coches distintos me acercó al hotel Empire, en un cruce de calles en el que se escuchaba la risa plural y cobriza de una trenza de chiquillos en cuyos cuerpos medraba lentamente la cucaña de la pubertad. Pensé que aquel era exactamente el único lugar del mundo en el que, a pesar de sus privaciones, y aunque empañase las ventanas el aliento oleoso de la malaria... aquel era sin duda el único lugar del mundo en el que ni siquiera la felicidad tendría remedio. En el vestíbulo del Empire molía lentamente el aire uno de eso ventiladores de aspas que divierten a las moscas y cambian de sitio el calor. En un sillón leía la prensa una elegante mujer madura que pasaba las hojas con indiferencia, casi con desprecio, acaso con resignación, como si supiese que cada página del diario era justo lo que necesitaba para enterrar con alivio lo que no hubiese ocurrido en la página anterior. «Creo que nos vimos hace una hora en la estación de Nairobi», le dije casi con pudor... 
«Usted, señora, fue lo único que le ocurrió en aquel instante al humo»...
Se cruzaron dos mozos arrastrando sus percheros dorados por el vestíbulo del Empire y al remitir la gente ya no estaba en su sillón la señora del diario. Ocupaba su lugar y su periódico un hombre mayor con los bolsillos de la americana deformados por el naipe irregular de un puñado de cuartillas. Tenía un estupefacto rostro con las facciones flojas, una cara con culera en la que eran evidentes el cansancio, la decepción y la experiencia. Plegó el diario. «Leía mi crónica de hace unos días. Ni Kenia ni yo somos los mismos de la semana pasada, hijo. Mucho me temo que en África está empezando el pasado». Vi su foto apestillada en la columna del «Examiner». Era Phil Forrester, el escéptico columnista inglés del que se decía que le debía su estabilidad profesional y su equilibrio como persona a que llevaba puestos desde hacía años los zapatos de un viejo camarero de Covent Garden. Me senté a su lado con una mezcla de curiosidad y devoción. «¿Y dice usted que en África está empezando el pasado, señor?». «Así es, hijo. ¿Has visto cómo es ahora el río camino de Mombasa? El agua arrastra un arrabio de peces, banderas y sombreros. Es el fin de una época, muchacho. Mañana se cumplirán diez años de cualquier cosa que hayamos hecho hoy. Ese río... ese río, hijo, ya no está tan vivo y tan caliente como cuando yo metí por primera vez los pies en él hace treinta años y fue como vadear el tacto untuoso y genital de una cesárea. Aquel agua era a partes iguales inocencia, fertilidad y sexo. ¡Un derroche de geografía, sinceridad y vicio!». Lió un cigarrillo y lo selló pasándole la lengua al filo del papel. «¿Y puede saberse que hace un muchacho como tú en Kenia?». «Me asomé a mi ventana en Compostela y me vine en el humo que arrastraba un tren. Necesitaba ser extranjero, señor...».
Le pregunté al columnista si había visto a la mujer que había ocupado antes su sillón. «¿La señora Chandler? ¿Dorothy Chandler? Me precede cada mañana en este sillón, hijo. Suelo leer el periódico con sus páginas recién perfumadas por las manos lactosas de esa mujer. No importa que tan malas sean las noticias cada mañana si ella les ha echado un vistazo con sus dedos. Esas manos, hijo, podrían convertir en trufa las heces de los rinocerontes». Phil Forrester conocía de memoria la vida y los pensamientos de aquella mujer de la que yo sólo sabía que era el único rostro que se me había repetido en sitios distintos desde mi llegada a Nairobi. «Lady Chandler se sube cada tarde a un tren hacia cualquier destino y regresa al día siguiente», dijo el columnista, «y lo hace porque necesita sentir el placer recordatorio de la primera vez que llegó en tren a Nairobi. Hoy va vestida de Irving Berlin. Compra sus vestidos con el vuelo pensado para bailar canciones que le traen recuerdos. Gershwin, Kern, Newman, Rogers, incluso esas cosas suaves de Glenn Miller en las que da tiempo a que medre la hierba entre las vías...». Por si se me ocurriese pensar algo raro sobre el carácter de aquella mujer, Forrester me hizo una precisión: «Es inteligente, cuerda y agradable. Se aloja en el "Empire" desde que enviudó de un latifundista holandés del que se dice que murió a causa de una infección contraída por no desinfectar el dinero sucio que amasaba con sus negocios turbios», añadió Forrester mientras en el bajo vientre del ventilador de aspas se reflejaba el ir y venir hipermétrope de los mozos arrastrando sus equipajes. Cogí el «Examiner». Aún olía al perfume retrasado de Dorothy Chandler y la imaginé abordando en la estación de Nairobi un tren que llevase en el bies de su humo el compás de una rapsodia de Gershwin en la que siempre fuese ayer...
Pasaron los días y no volví a saber nada de la señora Chandler. El señor Forrester había saldado su cuenta en el «Empire» y, por lo que supe en recepción, se había marchado porque «encuentra poco interesante permanecer en un país tan pronto se sabe de memoria sus enfermedades y sus vicios» y también porque sabía que «no hay un solo precedente de que detrás del cricket no impongan los ingleses su moneda, su hipocresía y sus dioses». Me senté en el viejo sillón del vestíbulo y leí en su última columna un párrafo que me puso sobre aviso: «Me aterra la idea de quedarme a ver cómo arraigan en Kenia esos deportes ingleses tan balnearios en los que no hay un solo esfuerzo que no produzca tedio en la mirada y grasa en la cintura. A la estación de Nairobi llegó esta mañana un tren sin humo. Ya está aquí la maldita puntualidad y no tardarán en hacer mella la codicia en los hombres y el pudor en las mujeres. Me largo sin un destino conocido, motivado por la esperanza de llegar a cualquier lugar en el que casi nadie sepa de qué raza es su dios, ni de qué color es siquiera su bandera; un sitio en el que el humo del tren se considere aún el ala gris de una elegante pamela azul. Dentro de nada, en Kenia ya sólo serán extranjeros los nativos». ¿Y Dorothy Chandler? Aunque su estancia en el «Empire» no había sido cancelada, nadie en recepción supo explicarme su ausencia. Pedí un ejemplar atrasado del «Examiner» en cuyas páginas aún duraba, como un mosto de papel, el perfume de aquellas manos de mujer. Llegaba desde la calle el bullicio de los chiquillos y el claxon de los coches, el sonido primario y mestizo de una ciudad en la que los lugareños eran felices sin necesidad de tener motivo y los europeos sudaban una mezcla de membrillo, soberbia y orina.
Sin la excusa de una mujer como Lady Chandler que me retuviese en Kenia, devolví mi equipaje a la maleta y decidí tomar en la estación el último tren con humo, mientras el Imperio Británico se desmoronaba y en el «Empire» se corría la voz de que en Mombasa habían visto la sangre en las tacitas de té. Como tantas veces, también en Kenia la revolución se imponía a los modales y los ingleses se marchaban con ese estilo inimitable en el que tanto se parecen la cobardía y la prudencia, dejando una romántica estela de buena literatura, esmerada cortesía y pésima gastronomía. Para aquellos ingleses el sexo sólo era una manera de cruzar las piernas. Me subí al tren justo cuando partía. Para hacer sitio a más viajeros se decidió que arrojásemos los equipajes por las ventanillas. Alguien comentó que si el maquinista no se daba prisa, el «Mau Mau» habría levantado las vías más al norte y tendríamos que escarbar nuestras tumbas con los dientes. Hacía un calor sofocante. Anocheció al poco rato y quedé dormido en el sopor de aquel cocedero en el que hasta olía a sexo el barniz de la madera. Después desperté en una nube de vapor densa como un albornoz. El tren se había detenido en un paisaje distinto y no había nadie en los vagones. Y recuerdo que por una puerta mal cerrada salí del tren entre aquel humo que se fue enrareciendo hasta disiparse. ¡Ni rastro de Kenia! Frente a mis ojos, la estación de trenes de Compostela. Entré en la cantina y me senté en una mesa. El camarero me trajo un café y un ejemplar del «Examiner» doblado por la columna de Phil Forrester. «Raro, ¿verdad?» –preguntó el camarero–. Este ejemplar es todo cuanto sé de mi mujer desde que se lio en Kenia con aquel periodista inglés. Mi mujer había ido a una boda a Nairobi. Por eso la columna se titula «Humo con pamela».

Berlusconi, vuelve el hombre - David Torres


Berlusconi, vuelve el hombre - David Torres
Silvio Berlusconi es la cara de Bélmez más resistente de la política europea. Da igual que la froten con una bayeta judicial, que le hagan un implante de césped o que la aplasten con una réplica del Duomo: la cara de Bélmez siempre vuelve, más sonriente aun si cabe. Si un meteorito cayera de repente y borrara a la raza humana de la faz de la Tierra, Berlusconi aparecería tosiendo entre los escombros y se pondría de inmediato a la tarea de repoblar la especie con lo primero que encontrara a mano. De eso estamos seguros, ya que una vez las cámaras lo sorprendieron valorando con mirada experta el culo de Angela Merkel. Podrán acusarle de lo que quieran excepto de metrosexual y de tomar viagra.
En las noches del Palazzo Gighi, durante los mandatos del Cavaliere, corrían a la par el champán y las bragas en una bacanal perenne que era algo así como la continuación del Imperio Romano por otros medios. El bunga-bunga lo llamaban, y a su lado el Bada Bing –el célebre club de estriptís de la familia Soprano, con su licorería, su barra, sus mafiosos de gala y sus putas despampanantes– parecía un cementerio. Lo cierto es que Berlusconi le dio a la política italiana, tantas décadas oscurecida por la sordidez de tipos siniestros y taciturnos como Andreotti, un fulgor inédito desde los tiempos en que Calígula nombró cónsul a su caballo. Aquellos años hasta la mafia y la camorra se eclipsaron; apenas si aparecían en las portadas, molestos por la competencia estatal.
Ahora a Berlusconi se le amontonan tantas causas pendientes que podría colapsar él solo la justicia italiana. Desde el abuso de poder a la prostitución de menores, il Cavaliere ha ido barajando un montón de acusaciones, aunque a un hombre que ha fundado Telecinco ya casi no se le puede acusar de nada más. Pero Berlusconi se resiste porque sabe darle a la gente lo que le gusta, o sea, más Berlusconi. Con él la democracia espectáculo ha entrado en la era de la pantalla plana: un continuo bucle de impudicia y rapacidad donde la ideología se viste de Mama Chicho. Mientras otros líderes anquilosados perdían el tiempo buscando su nicho electoral, él se dedicaba a reclutar público. Es un político de ficción hasta tal punto que cuesta creer que no haya salido de una televisión, entre Jota Erre y Falconetti.
No es que ahora vuelva: es que nunca se fue. Con esa cara de Bélmez no pueden ni juezas marimacho ni feministas progres (“todas feas” según il Cavaliere, un caballero al estilo Arturo Fernández). Lo único que podría desmoronarlo es la vejez, pero para eso Berlusconi ha entrado en el quirófano y se ha estirado tanto la jeta que el día que sonría de más se le saltan los dientes. Con el pellejo sobrante se podría hacer otro Silvio, si es que no lo han hecho ya y es el muñeco articulado el que se mofa de la justicia mientras el Silvio donante se toma un campari a la salud de Italia.

Sueños doblados - Manuel Jabois



Sueños doblados - Manuel Jabois
EL SÁBADO por la noche un amigo me contó lo que le había ocurrido hace años en un vuelo a Lanzarote. Allí, sentado en uno de los primeros asientos, estaba Miliki. Al pasar por el pasillo muchos pasajeros lo saludaron con afecto y no pocos le instaron a que les dijese el «cómo están ustedes». Miliki iba soportando aquello con el rostro neutro y una sonrisa de compromiso, educada y breve. Con el avión por los cielos, se levantó de golpe, giró el cuerpo hacia todo el pasaje y con las manos a modo de altavoz gritó: «Cómo estaaaaaaaaaan usteeeeeeeedes». Y aquellos hombres y mujeres, sesentones, cuarentones, veinteañeros y niños, se levantaron al unísono y gritaron: «Bieeeeeeeeeen». Fue uno de esos momentos que justifican volar, dijo mi amigo, todos allí suspendidos en el cielo gritando como críos con la piel de gallina. De mañana me enteré de la muerte de Constantino Romero y recordé la anécdota; con ella, la magnética unanimidad que tienen ciertos personajes públicos al morir. La sensación de que con ellos se despeñan trozos de un tiempo y un país, y que además entornan la puerta dejando en el aire, agitadamente, una curiosa sensación de orfandad. Hombres buenos, estimados. Acaso los hay más valiosos y con más huella que no procuran un sentido patrimonial, un arrebato de pertenencia general como el que envuelve a Landa (al que se le ha señalado el landismo como tara cuando fue un mal necesario, incluso políticamente), Romero o el propio Miliki. Imagino a Romero concediendo repetir las frases de los seres mitológicos que le tocaron interpretar y alrededor de su figura, como de una abuela al fuego, una audiencia encantada que creció con él a la espalda, fuera de foco, ajena esa faceta a la proyección pública de sus concursos, donde repartía dinero al contrario que en el cine, donde se ponía a doblar sueños.