sábado, 10 de agosto de 2013

Las tenazas del marisco - José Luis Alvite

Las tenazas del marisco - José Luis Alvite

Por la naturaleza de mi trabajo he frecuentado los ambientes más diversos y compartido las inquietudes y los problemas de gente muy distinta. He encontrado buenas y malas personas en cualquier circunstancia y sin importar a qué clase social perteneciesen. No me importaría disculparme si alguna vez caí en la tentación de la demagogia para censurar con carácter general la actitud soberbia de los ricos, proclamar la honestidad global de la clase media y solidarizarme sin condiciones con la desesperada honradez de los pobres. He conocido a indigentes capaces de saciar el hambre con el cadáver de sus hijos y a tipos muy adinerados que a veces negaban haber comido para que nadie se sintiese ofendido, y hasta fui muy amigo de un importante empresario que salía adrede de casa con una mancha en la ropa y con frecuencia les hacía de chófer a los hijos del jardinero. Que unos y otros se comporten bien es cuestión de clase, de estilo, de saber estar en el mundo con una mirada simplemente humana y razonable. No importa que unos vivan en la eterna primavera del dinero y que para otros sea siempre fin de mes si saben que todo es relativo y si se aprende a quitarle importancia al valor de la ropa que lleven puesta o al precio de aquello que mastiquen. A mis amigas ricas –que las he tenido– al principio no les gustaba que en los sitios que ellas frecuentaban me presentase en compañía de chicas en cuyo rostro fuese explícito el motivo de su mala reputación. Una noche aparecí con una mujer negra a la que con las prisas casi no le había dado tiempo a borrar de su aspecto los rasgos maleados de su oficio, la fogotenia apaleada de su cara exhausta, y al sentirse observada rehusó pedir la copa. Se dio cuenta de que los hombres la miraban con fingido estupor y que las otras mujeres le daban la espalda a ella y a mi me hacían el vacío. "No tienes que hacer esto por mi –me dijo– Tendríamos que haber ido a otra parte. Quedarás marcado. Y cuando yo me haya ido, ya nada en este local será para ti como era antes de venir conmigo esta noche". Entonces le pedí papel al barman, escribí una nota y le rogué que se la entregase a una de aquellas monadas rubias llenas de dinero y de soberbia, de vanidad y de cosmética. No podría citar el texto con exactitud, pero más o menos le decía: "Mañana hará un mes de lo nuestro aquella noche en tu casa. Y tal día como hoy, dentro de treinta días, hará un mes que hice con esta chica lo mismo que contigo aquella noche. ¿Te vienes a tomar una copa con ella o prefieres que le cuente que la única diferencia entre vosotras es lo bien que, comparada contigo, mueve esta negra el culo?". Ahora dudo que pensase lo mismo, pero yo, a lo que hice aquella noche al poner en un brete a la chica mona del dinero, hubo un tiempo en mi vida en el que no me importó llamarle "estilo". Nadie de entre aquella gente supo por mi jamás algo de aquella nota. El caso es que a los dos minutos de leer con disimulo el papel, la chica rica se vino a nuestro lado y brindó muy sonriente con la muchacha negra. Después se sumaron los demás y la de aquel día fue una de las noches más hermosas que recuerdo haber vivido. Mi querida chica negra trabajaba en un club de alterne, pero al final de la velada me quedé absorto mirándola mientras hablaba con toda aquella gente y me pareció una hermosa y jovial antropóloga a la que le sentase como astigmatismo el sueño y como gafas las ojeras. Y supe que cualquiera con un poco de ayuda puede entender que nadie es mejor que nadie. Aunque reconozco que a veces para que la chica rica comprenda que no es en absoluto mejor, ni más digna, que la chica pobre, lo mejor que puede hacer un periodista insomne es demostrarle lo mucho que se abre la mente de una rubia rica y estúpida cuando, con un simple puñado de letras, alguien consigue que tenga la sensación de que Dios le está apretando entre las piernas los huevos de su marido con las tenazas del marisco.