martes, 20 de agosto de 2013

La lencería y la Biblia - José Luis Alvite



La lencería y la Biblia - José Luis Alvite

A cambio de una buena suma de dinero una mujer le propone a su amante que asesine a su marido. “Si es tanto lo que me deseas, no dudarás en hacerlo —le dice— porque ambos sabemos que lo que de verdad estorba nuestros planes no es la mala conciencia, sino mi matrimonio”. Antes de que su amante abriese la boca, ella lo me- tió en un callejón sin salida: “Mi marido no dudaría en acabar con- tigo si le contase lo nuestro. De to- dos modos habrá un muerto en es- ta historia. En tus manos está la in- mensa suerte de que puedes ele- gir”. “¿Y si un día dejamos de amarnos —preguntó él— y decidi- mos romper? ¿Qué harás entonces, nena?”. “Cuando falle el amor nos quedarán intactas las responsabili- dad y la culpa. El remordimiento impide que podamos perder al mis- mo tiempo la cabeza y la memoria. Podrás repudiarme como esposa, encanto, pero siempre me necesi- tarás como coartada. Los hijos atan mucho. Y en esta historia nuestro hijo será el cadáver de mi marido. Ser padres de un cadáver de nues- tra edad no va a despertar mi ins- tinto de maternidad, pero, créeme, tiene la ventaja de que un muerto aligera mucho los gastos de ma- nutención. Los difuntos se confor- man con cenar cualquier cosa fría”... Eso me contó la enfermera Laura Sarandeses. Nunca supe có- mo seguía la historia porque ni ella misma tiene el menor interés en re- matarla. Ni siquiera me confirmó que se trate de una historia real, aunque por su tono de voz parece estar reviviendo algo que realmen- te sucedió. Yo creo que a la seño- rita Sarandeses le habría gustado ser una mujer pillada entre dos hombres, unida a uno de ellos por un sacramento, y al otro, por una pasión. A veces se queda ensimis- mada mientras habla y me parece ver en sus ojos ese inquietante des- cuido que en las mujeres nunca se sabe a ciencia cierta si es un recuer- do, un sueño o una maquinación. “¿Crees que el instinto debe supe- ditarse al deber? En la berrea de los ciervos los machos se matan entre ellos para poseer a la hembra. ¿Por qué nos empeñamos los seres hu- manos en corregir a la Naturaleza? ¿Con qué derecho metemos los rí- os por el grifo?”. “Sinceramente, no lo sé, señorita Sarandeses. Quiero suponer que...”. “No su- pongas nada. Yo necesito solucio- nes y las suposiciones en realidad sólo sirven para cambiar de duda. Dime, ¿matarías por mí?”. Pensé si sería un test y miré a los lados con un gesto automático y superfluo, como cuando al ponerle la fecha a un cheque el cliente del banco mi- ra la hora en el reloj de la pared. Laura Sarandeses seguía con la mi- rada perdida pero sus conjeturas no se habían desviado un solo ren- glón: “Matarías por mí si de verdad me deseases. Frente al desafío de una pasión arrolladora, un hom- bre sólo puede ser una asesino o un cobarde. Me considero una mujer equilibrada, sensata, razonable, in- cluso un ser moral, y sin embargo... algo en mi interior me dice que jamás podría enamorarme de un hombre cuya mirada limpia no es- condiese algo verdaderamente inconfesable.
Que un hombre rico te regale una pulsera de diamantes es natu- ral, casi aburrido. Lo que estreme- ce es la idea de que tu amante te proponga matrimonio regalándote un humilde anillo robado”. “Tra- to de seguirla, señorita, pero...”. “¡El amor! ¿Y qué demonios es el amor? Dime, ¿qué es el amor en realidad? Es lo que queda cuando se esfuma la pasión, el bagazo que resulta de pisotear las uvas. Pref ie- ro la pasión, el impulso, hasta prefiero la furia. Pero soy Laura Sa- randeses, la enfermera jefa del manicomio, tu señorita Sarandeses, la eterna chica de pueblo que consi- deraba pecado apretar las piernas al pensar en Dios. Nadie mataría por mí. Ni tú mismo lo harías, aun- que estuvieses loco de remate. Puedo soportar la idea de no haber sido madre y acepto no haberme casado, pero, ¿sabes?; no me importaría haberme cruzado en el camino de un hombre dispuesto a liquidar a mi marido a cambio de quedarse conmigo. Haría lo que fuese por conseguirlo. ¿La con- ciencia? ¡Bobadas! La conciencia es un sentimiento pusilánime, una antigualla moral. Me ataría a un hombre sin escrúpulos. Le retendría a cualquier precio, aunque ese precio fuese perdonarle la vida, a cambio de que un disparo de su pistola me librase de la abu- rrida vulgaridad de un marido ordinario. Puede que con el tiempo ese hombre dejase de amarme. Una cuenta siempre con eso. Un crimen une más que un hijo. Aun- que los poetas digan lo contrario, lo cierto es que en la duración de una pareja el amor suele ser me- nos determinante que el chanta- je”. “¿Y cómo acaba la historia que me contó al principio, señori- ta Sarandeses?”. “Lo dejo en tus manos. A ti te corresponder de- cidir si eres uno de esos hombres en cuya conciencia la Biblia pue- de menos que la lencería”...