viernes, 23 de agosto de 2013

Esto es odio - David Gistau.



Esto es odio - David Gistau.

Nunca, ni con etarras, fue posible ver que un hospital expresara así rechazo a un paciente con la salud comprometida.
No hace tanto tiempo, durante las conversaciones informales en el Parlamento, los diputados confesaban temor a que llegara un momento en el que no pudieran acudir a una tienda o a un restaurante sin ser molestados. La política ya era un oficio sin prestigio social, ajeno al brillo fundacional de los personajes de la Transición, y los que lo ejercían se iban resignando a una pérdida de espacio vital perfectamente anticipada por la sensación de asedio que imponían las vallas policiales alrededor del Congreso. Las vallas trazaban la frontera al otro lado de la cual regía la inminencia de la revancha. O, al menos, ésa era la creencia que infundía el miedo.

Los indicios no anunciaban desapego, sino rabia, una pulsión feroz que volteaba los desencantos en que estuvieron basados los movimientos pendulares de la alternancia. La extrema izquierda parlamentaria y muchos comentaristas de prensa, más o menos inflamados por un sesentayochismo redentor con el que se veían fotogénicos, azuzaron el nihilismo con una idea volátil. La culpa de la crisis debía concentrarse en los políticos profesionales. El resto de la sociedad no sólo era inocente, sino que a cualquier masa popular, por el solo hecho de serlo, se le concedería por sistema una suposición de superioridad moral. La debilidad de los políticos consistió en aceptar esto. Algunos intentaron hacerse indultar mediante el populismo y el intento contradictorio de formar parte al mismo tiempo de los dos lados de la valla. Otros, simplemente, se escondieron, dejando desguarnecida la defensa institucional. El colapso afectó a todo, desde la Corona hasta los diputados de base que eran pasados por la quilla en las redes sociales. Inmediatamente después, la palabra escrache fue implantada en nuestro vocabulario cotidiano.

Ahora nadie convoca para un asalto final del Parlamento, como al inicio de la legislatura, cuando el triunfo de un partido de derecha abolió las pocas contenciones que pudieran quedar. Cuando la mayoría absoluta sugirió a la izquierda dura intentar apropiarse de soluciones extra-parlamentarias que habían surgido al margen de las siglas. Sin embargo, el accidente de Cifuentes revela que esa masa a la que se concedió infalibilidad ya ha llevado su odio a unos extremos de crueldad y deshumanización del político que se parecen a aquellos en los que el terrorismo se vuelve tolerable. Habría que evocar las más oscuras sentinas batasunas de los años de plomo para encontrar otro ambiente en el que una muerte, o la posibilidad de una muerte, fuera motivo de semejante festejo. Que incluso los empleados del hospital donde está ingresada Cifuentes se manifiesten en términos parecidos demuestra hasta qué punto el rencor ideológico ha banalizado la desgracia ajena. Nunca, ni con psicópatas, ni con etarras, fue posible ver que un hospital expresara así rechazo a un paciente con la salud comprometida. Nunca antes, además de sus lesiones, se diagnosticó la militancia política del herido como algo que concierne a sus cuidadores. Es un espectáculo ignominioso que retrata cierta degradación colectiva que será difícil de reparar, y de la que en buena parte son cómplices todo aquellos que atisbaron en el odio una oportunidad de hacer política por otros medios. Lo peor es que en ninguna parte se intuye la existencia de una nueva energía institucional que sea capaz de contrarrestar esta inercia destructiva que se potencia a sí misma con el salvoconducto de la izquierda.