sábado, 20 de abril de 2013

Los amores residentes - Manuel Jabois


Los amores residentes - Manuel Jabois
EN UNA frase de profundidad obscena, Alvite dijo que el amor es algo extraordinariamente resistente: se necesitan dos personas para acabar con él. Ayer leí un estudio que decía que cuatro de cada diez divorcios pueden evitarse con medidas preventivas. Hombre, y diez de cada diez también, sobre todo si las medidas no son preventivas. Las crisis tienden a cortarse por lo sano, al contrario que aquellas treguas legendarias de nuestros padres que podían estar un año sin hablarse y reemprender el camino un día cualquiera como si no pasase nada. Fuimos felices e infelices a nuestra manera, pero lo fuimos juntos. A Chillida un día le preguntaron cuál era su mejor momento y él dijo que en profunda soledad, algo que no le pareció bien a su mujer. «Cuando digo solo», contestó el artista, «quiero decir solo contigo». Envejecer no tiene precio, se ponga como se ponga el Gobierno. En un matrimonio de dos ancianos hay un momento invisible en el que, en medio de la pelea y de ese odio inútil que crece entre las parejas por aburrimiento o por pereza, ella le quita a él un pelo de la chaqueta o le aparta una miga de pan al lado de la boca. En ese gesto mecánico, del que ninguno tiene consciencia, la mujer le ha dicho al hombre todo lo que le ha estado diciendo en los últimos 50 años, y ambos han mantenido un diálogo secreto que se ha reproducido a través de los siglos sin que nadie pudiese descifrarlo, como uno de esos códigos usados confidencialmente en las guerras entre un nativo y su traductor. Para que la mujer haga ese movimiento sin saberlo, y el hombre no repare en él, han tenido hijos y los hijos un día salieron por la puerta de casa, han criado nietos que luego se despidieron de ellos al final del verano, han hecho y deshecho maletas, y un día aplacaron la ira, y al otro empezaron a gruñir juntos por la tos, el reuma y el cáncer.