domingo, 8 de septiembre de 2013

Aquel mármol con nata - José Luis Alvite

Aquel mármol con nata - José Luis Alvite

Escapo con frecuencia a Cambados para ponerme un rato a salvo de mi depresión y de mi rutina. Todo está muy cambiado respecto del Cambados de mi niñez y de mi adolescencia, aquel pueblo en el que todo era tan fértil que incluso el hambre resultaba abundante. Está distinto del Cambados de entonces, pero yo soy un cambadés retrospectivo y soñador al que le cuesta poco reconstruir los lugares de entonces, las gentes de su tiempo, aquella mezcla de salitre y sandías, el Cambados de Cabanillas y de Asorey, el de la escuela del convento, en la que daba clase don Clemencio, un tipo severo que siempre me pareció que los días de más calor, sudaba escayola. En la calle Infantas tenían su relojería-joyería los hermanos Villar, Juan Manuel, que era calvo y atendía al público, y Santi, enjuto, moreno y artístico, que pedaleaba todo el rato en el fuelle del soplete y luego dejaba morirse lentamente en el crisol, como un amarillento jarabe de naranja azul, la incandescente luz de la escoria mientras enjuagaba con los dedos en su mandolina unas suaves cosas sueltas de Beethowen mezcladas con el tictac de los relojes en aquella especie de túnel de la trastienda donde pasaba el tiempo peloteando en el péndulo del cuco con la misma suave dignidad con la que se escuchaba al atardecer en el Campillo la remanente salmodia de las cadenas de las bicicletas virando hacia el taller de Moncho con el deletreo de una mariposa cristalizada como un abanico de mica entre los radios de las ruedas. Al caer la tarde salía a darse un paseo el señor Magariños, que era alto y tenía el empaque lento y distante de una estatua que saliese por prescripción facultativa de su mausoleo para recorrer con anestesia local el camino hasta La Calzada ayudado con aquel bastón de caña que convertía en morse sus pisadas sobre el braille delante de la tienda de Las Planchadoras, que eran dos viejecitas que vendían unos bollos de leche que tenían el tacto de los crustáceos y el eterno sabor de la cerámica. A veces se sentaba don Joaquín Fole en la terraza del Café Iglesias y yo me paraba a mirarle con la abstracción de quien acaba de ver por primera en su vida a un señor con pantalones blancos que vivía en Cambados pero se merecía seguramente estar sentado en el ambigú del golf de Augusta mientras su "caddy" espolvorea con los dedos cuatro briznas de césped y le mira el peinado al "swing" de las golondrinas para saber, ¡Dios Santo!, de qué lado tiran en ese preciso instante el viento y la envidia. Cuando me ponía enfermo, venía por casa de tía Pepita don Eladio Padín, aquel elegante médico de sombrero que te encontraba acetona en el aliento con el mismo interesante gesto ecléctico e internacional que si te hubiese encontrado uranio. Todavía me siento a veces en una terraza frente al pazo de los Padín e imagino que en lo alto de las escalinatas de granito aparece el ala del sombrero de don Eladio abriéndose paso, como un machete de fieltro, entre la buganvilla y la niebla, aquella niebla de Cambados, ¿recuerdas, Fausto Varela Correa, viejo amigo, recuerdas, Maruxa Durán?, aquella heráldica niebla cambadesa que velaba la costa garrapiñada de Tragove y la prosa marrón de aquellos entierros que se iban, derechitos como un "haiga" de trapo, hasta el cementerio de Santa Mariña D´Ozo, el más hermoso del mundo, un cementerio, Fausto, muchacho, destilado en aquel fértil barroco terminal al que cuando era niño, en mis sueños tía Pepita iba cada mes y medio a retirarle con una cuchara la nata al mármol de mi sepulcro...(A Lino Silva, antes de que se tarde).
Aunque parezca mentira, no revivo mi niñez llevado por un morboso instinto de resistencia al presente, sino porque la infancia es una cosa que se vive a los quince años y se disfruta treinta o cuarenta más tarde, del mismo modo que su mayor impresión nos la causa una película cuando cesa la proyección y prenden las luces. Hay personas que se rehacen al instante y otras que permanecen ensimismadas un rato en la butaca antes de aceptar la realidad puntual en detrimento de la soñolienta realidad del celuloide. A veces sales del cine con la sensación de que una parte de ti quedó atrapada para siempre en la película. En "sueños de un seductor", Woody Allen vive cautivo del influjo de "Casablanca" y se comporta como si estuviese en sus manos seducir a las mujeres con una cuidada combinación de bourbon, nostalgia y dureza, como lo hacía "Boggy", incluso empleando la misma drástica hostilidad con la que en otra película Bogart sometía a su imperio los caprichos rubios de Lisabeth Scott. Y si nos refugiamos en la infancia, muchacho, es porque la infancia es la única película en la que nadie nos puede arrebatar al mismo tiempo la frase y la chavala. Tal vez no recordemos con exactitud las cosas de entonces, pero en la duda de esa minuciosidad, tenemos la ventaja de creer que el pasado no fue exactamente como ocurrió, sino como lo recordamos, a no ser que hayamos sido como esos niños obedientes y textuales que viven al dictado y envejecen con la desoladora sensación de haberse pasado la niñez pedaleando al pie de la letra en el acta del notario. Podría servirnos de coartada la idea de que los recuerdos empiezan justamente donde acaba la memoria y podremos sobrevivir con la certeza de que no es en la precisión del termómetro, sino en la aleatoria sensibilidad de la piel, donde se mide el efecto sentimental del sol. Hay pocas sensaciones tan agradables como la que experimentan las mujeres cuando, por alguna extraña premonición, las coge el frío mientras miran de cerca el fuego. Y en eso consiste tal vez lo mejor de conmemorar la infancia: que te coja el frío mientras recuerdas con amarga felicidad el sol de entonces, los días lejanos y felices, el instante casi inconsciente en el que le pasaste por última vez la lengua al paladar salobre de una herida apenas infectada. Es curioso, cuando uno se hace definitivamente mayor, descubre que falta para el futuro mucha más distancia y mucho menos tiempo que para el pasado. A lo mejor es que a cierta edad afrontas las experiencias con un trágico sentido de la realidad, sabedor, claro, de que la muerte es una cosa que te tiene muy ocupado y no te dejará tiempo para recordar la vida. Incluso cabe la jodida posibilidad, muchacho, de que tu muerte sea la vez que más cerca estuviste de la niñez, aquel ingrávido estado del alma en el que la noche sólo era un largo fundido cinematográfico para cambiarle el peinado a las niñas y el agua al cielo estancado de las palanganas. 
Nos ocurrió a nosotros y a nuestros hijos y les ocurrirá inevitablemente a quienes vengan detrás de ellos. Recordaremos siempre la infancia como algo que ocurrió sin apenas darnos cuenta, un asunto breve y resplandeciente, algo a lo que entonces no le dimos importancia porque toda aquella belleza, tanto color, el ritmo cambiante e indoloro de un espectáculo tan maravilloso, nos pareció la superflua publicidad cuya luz solíamos aprovechar para acertar con Dios en la butaca en el cine. Luego nos sentamos, muchacho, y descubrimos con espanto que la luz verdaderamente importante era la luz del trailer, y que lo que vino luego, pasados los quince años, maldita sea, fue una larga y tediosa película que sólo resultaría inolvidable si fuese tuya la cabeza del tipo que en la butaca delante de la tuya engorda como un globo de tocino hinchado con el aliento del beso fermentado de una fulana que se inclina sobre su regazo como si acabasen de caérsele un pendiente y las amígdalas en el sifón del alcantarillado...