domingo, 25 de enero de 2015

Maldita sea, muchacho - Adrián Rodríguez

Maldita sea, muchacho - Adrián Rodríguez

Maestro. Dicho de una persona o de una obra: de mérito relevante entre las de su clase. Esto es lo que recoge el diccionario de la RAE. Seguro que José Luis Alvite habría encontrado una definición mejor, una en la que, bajo cualquier excusa, habría colado la barra del Savoy, las crónicas de Chester Newman y, por el medio, perdida entre un par de metáforas, una corista que hubiese llegado rebotada de Atlantic City. 
Por la capilla de Alvite, expuesta en las columnas de los periódicos, han ido desfilando los mejores de la profesión, en una especie de besamanos digno de El Padrino que ha constituido un termómetro perfecto para examinar la grandeza del fiambre. La cola, obviamente, daba varias vueltas a la rotativa. 
El flechazo con Alvite llegaba a base de aforismos, frases cortas, casi epitafios, que deslizaba en sus columnas como tesoros escondidos. Escribía en La Voz, a mediados de los 90, cuando leí aquella joya sobre Elvis Presley: «Decían que estabas gordo, pero yo nunca escuché tus discos en el plato de la báscula». Esas palabras te golpeaban en la mandíbula como un uppercut. Después, escondido en medio del texto, encontrabas un ‘muchacho’ entre comas, o un ‘maldita sea’, y sabías que acto seguido venía el premio gordo, una frase para paladear despacio, como si fuese un reserva o la tortilla de tu madre. Era la antesala del mañana, la cita corta y brillante, digna de un millón de retuits. 
Esas columnas, además de envolver el pescado del día siguiente, necesitaban un traje adecuado. Y llegó la editorial Ézaro para cerrar el círculo. Un tipo de letra con más curvas que Lorraine Webster, un papel tan gordo que casi parecía cartulina y unas tapas rugosas como el lomo suave de un animal. Un libro. Seis, en realidad. 
Alvite dejaba reposar ahí sus noches en el Savoy, esas frases que incluso cuando se hacían largas, cuando obligaban a coger aire a mitad de la línea, escondían más talento que un premio Planeta. Cronista de sucesos en Galicia, no hubo mejor escuela que esa para recrear los bajos fondos de América, sobre todo si se había sido también cajero de una oficina bancaria. Crímenes por todas partes y mucho humo en la recámara. 
Al retratar a boxeadores y perdedores, parecía que quien elegía los temas era Gay Talese, pero sin traje de tres piezas ni sombrero, solo un paquete de tabaco a la mitad y el ingenio desparramado por la mesa como los mapas de una guerra antigua. 
Sus admiradores nos reconocíamos como viejos compañeros de batalla y posábamos sobre el mantel nuestras columnas predilectas. Yo citaba la de Elvis, mi primer amor, maldecía no recordar dos textos memorables sobre Frank Sinatra y John Denver, que no olvidé pero de los que soy incapaz de citar ni una palabra, y me guardaba para el final aquella frase inofensiva, lanzada casi a traición, la del tipo con tanta clase que hasta le sentaban bien los destellos de las ambulancias.
 Ahora, Al, llego a tu funeral con más de una semana de retraso, que supongo que es la misma fecha en la que querrías haber llegado tú si no tuvieses una cita ineludible con la parca. He desistido de hacer una contraportada con tu estilo, a modo de homenaje. Lo que en ti sonaba auténtico, en los demás era impostado. Para qué caer en el ridículo. Tus seguidores nunca tomamos una copa en el Savoy, ni departimos con Ernie Loquasto, ni vimos el alba con Tonino Fiore. O quizás sí. Pero al cerrar el libro volvíamos a la realidad, al despertador, al tazón de cereales y a la tapa del retrete levantada, las pequeñas cosas de la gente corriente. 
Decías que el fracaso es el único sitio en el que puedes sentirte seguro porque nadie intenta quitarte el último puesto. Tenías razón, pero es evidente que nada de eso iba contigo, aunque afirmaras que lo mejor de tu currículum era la grapa. Una vez escribiste: «Eres un personaje, nena, y los personajes no se merecen un reproche sino una crítica literaria», y otra, en un tirabuzón doble con requiebro final, muy de tu estilo, afirmaste: «He sido para las mujeres tan tenaz como lo son otros hombres para coleccionar sellos. En realidad, el sexo y la filatelia solo son maneras distintas de usar la lengua». Quedaba, claro, el principio del fin, y quisiste estar a la altura con una puesta en escena absolutamente memorable: «Me han diagnosticado un cáncer de pulmón y otro de colon. Nunca pensé que envidiaría el estado de mi coche». La junta de la trócola, ya ves, dijo basta la semana pasada. 

Tu leyenda se esculpió así, a golpe de sentencias. Ahora nos quedan esas cosas: los recortes de periódico amarilleados, los volúmenes grises de Ézaro y los enlaces de Google. No es poco tras dejar de respirar, pero eso no oculta la realidad, que no habrá más Beluga bajo tu firma, nada de piezas nuevas, solo la hemeroteca. Al, muchacho, maldita sea, te has muerto. Ayer, en la entrega del premio Diego Bernal a Lois Caeiro el presidente de la Xunta te definió como el mejor periodista «que pariu Galicia». Y yo, entre tanto obituario, solo puedo decirte una cosa más: fuiste Twitter antes de Twitter, y escondías oro, cada día, en 140 caracteres de papel. Adiós, maestro.