jueves, 22 de enero de 2015

A José Luis Alvite - Francisco Javier Vilas Rodríguez

A José Luis Alvite - Francisco Javier Vilas Rodríguez

Esta ha sido una noche de tronadas. A mitad de sueño me he despertado dos o tres veces. La primera me sobresaltó de especial manera hasta que el raciocinio acudió a tranquilizarme. El instinto nocturno me atraía nuevamente hacia el sueño, pero yo quise, y logré, forzar mi estado de alerta. El rayo primero, que como un afilado cuchillo cortaba la persiana bajada de la habitación desplegando todo su esplendor lumínico, y entonces la espera y ese estado de inquietud, de agridulce sensación, ante lo inexorable del trueno. Y la lluvia, una intensa lluvia que ponía la guinda golpeando con fuerza el cristal. Y yo allí, agazapado en la trinchera de la cama, al disfrute de aquella agradable sensación de cobijo, hasta ser vencido nuevamente por el sueño.

Esta mañana, cuando me levanté, me dirigí al salón para echar una ojeada hacia el exterior: un cielo gris, muy gris, teñía de igual tonalidad las intranquilas aguas de la ría. Entreabrí uno de los ventanales e inmediatamente constaté lo desapacible del día al penetrar una bocanada de aire gélido. Sentí cierta decepción: "después de la tempestad, viene la calma". Encaminé mis pasos hacia la cocina, a la cita cotidiana del desayuno y, como siempre, mecánicamente y antes de aproximarme a la cafetera, conecté la radio en Onda Cero. Al momento identifiqué su inconfundible voz y su iconoclasta verbo. Sí, era Alvite. Qué extraño, pensé, ya hacía mucho tiempo que no salía por la radio, y además, a esas horas, nada me encajaba. Pero me senté para deleitarme en su escucha. Cuando acabó su relato, Carlos Herrera tomó la palabra: Qué grande "era" José Luis Alvite. Al instante, aquel pretérito del verbo empleado por Herrera me puso en alerta. La audición siguiente lo constató: Alvite había muerto.

Con parsimonia y desgana me serví un café. Me senté a la mesa y ante un pequeño escalofrío rodeé la taza con mis dos manos. Me vino a la memoria aquella tarde de hace años, ya bastantes años atrás, en que por primera vez escuché a Alvite en uno de sus desternillantes relatos radiofónicos. Ya irremediablemente enganchado, cada tarde acudía a aquella breve cita con su verbo fácil. Y, cómo no, aquellos relatos publicados en FARO DE VIGO y que yo iba recortando y archivando como pequeñas joyas de la literatura. Cómo olvidar sus textos sobre aquel disparatado manicomio, que solo la genialidad de una mente creativa y privilegiada como la suya podía alumbrar.

Luego vendrían sus libros: Historias del Savoy. Humo en la recámara. Lilas en un prado negro. Y con uno de ellos un CD con su voz, su grave e inconfundible voz, recuperando algunos de sus relatos radiofónicos. Pequeños tesoros que guardo, escucho y releo constantemente, y que ahora, con su muerte, conceptúo como privilegiada herencia. Siempre me causaron gracia aquellas coincidencias que teníamos. Él escritor, yo aficionado a escribir. Hacia la misma época, él trabajador de Caixagalicia, yo trabajador de Caixavigo. Y en la actualidad ambos fuera del mundo bancario, dado que yo también me he prejubilado hace poco. Él hasta ahora seguía escribiendo, y yo tratando de escribir.

Y he vuelto a pensar en la tormenta de esta noche, y he pensado en sus metáforas, las inverosímiles metáforas de José Luis, y he pensado que así se ha ido él, despidiéndose con su voz ronca como el trueno, con la luz exagerada de sus textos que penetraban como el rayo. Y he pensado también en este amanecer gris, y en la lluvia, una lluvia que no cesa de caer como lamentando su orfandad. Hoy, sobre el tejado del Savoy, no deja de caer el llanto. Ya no hay más humo en la recámara, ya su verbo se ha callado, ya no hay más balas por disparar.