miércoles, 21 de enero de 2015

Días como perros abandonados - Manuel de Lorenzo

Días como perros abandonados - Manuel de Lorenzo

Me inquieta que un trámite tan mundano deba terminar a la fuerza con la exposición pública de las interioridades de cada cual. Ir colocando sobre la cinta todo cuanto uno necesita, como en una lenta confesión obligatoria ante desconocidos, es un ejercicio miserable y perturbador. Un peaje indiscreto en el que se viene abajo todo tu sistema de privacidad, por desordenado que éste sea.

Al fin y al cabo, se puede saber casi todo de cualquier persona observando lo que compra en el supermercado. Si vive solo, si está despechada, si respeta el medio ambiente, si tienen invitados, si ha estado fuera, si es influenciable, si fingen ser solo amigas, si le obsesiona su imagen, si es de derechas, si sus hijos estudian en Compostela, si el pequeño salió anoche, si su abuela se llama Asunción. Pocas veces exhibe uno así su intimidad si su intención no es terminar en la cama de su interlocutor. Salinger hablaba de «la mirada, no tan paradójica, de un amante de la intimidad que, cuando ha visto invadida esa intimidad, no aprueba del todo que el invasor se levante y se vaya, un, dos, tres, así como así». Qué menos que seguir conociéndose. Cerrar el súper y marcharse al bar con la cajera y las demás personas que esperan en la cola. Sucede todo lo contrario. Pagas y te vas, un poco más desnudo de lo que estabas cuando habías entrado.

La parte buena es que uno también es observador, además de observado. Es curioso examinar tan de cerca la prisa de la gente, su estado de ánimo, su cansancio. Qué clase de día están teniendo. Algunos, como yo, quieren marcharse nada más entrar. Otros parecen disfrutar de su estancia, quizá en un alarde exhibicionista, recreándose en cada estante. También hay quien da la impresión de estar allí porque no ha encontrado una buena razón para estar en cualquier otro sitio.

Todos tenemos días así. En los que lo único que haces es sobrevivir. Días como perros abandonados -esta frase es de Rustin Spencer Cohle-. No estás donde se supone que debes estar, no sabes qué dirección tomar, y buscas un refugio improvisado en algún lugar del salón, la calle o el supermercado, esperando a que llegue el día siguiente, que a veces tarda semanas.

Últimamente veo mucho en el supermercado a uno de mis vecinos. Se llama Julián. Es un buen hombre. Antes lo veía con menos frecuencia, aunque comprando siempre lo mismo. Su mujer, doña María, se encargaba de llenar la nevera de sensatez y él bajaba de vez en cuando a hacer, sospecho, provisión clandestina de caprichos. Una barra de fuet -que con toda seguridad resolvía en una tarde-, un par de cervezas y varios yogures de plátano. Sin variación.

No era difícil advertir que se trataba de una pareja tradicional. Se notaba, claro, por su cesta de la compra. Dos ancianos que habían seguido las mismas pautas de convivencia durante décadas. El hogar era cosa de doña María, dedicada a sus labores. Ella administraba, ordenaba, limpiaba, cocinaba y, por supuesto, decidía. Él, carpintero viejo, aportaba su salario, ejercía de chófer y a veces creía ser quien decidía en realidad. Cuando su esposa salía, aprovechaba para incumplir las normas domésticas. Como un chaval que lleva chicas a casa cuando sus padres no están. La rebeldía, en su caso, tenía forma de fuet, cerveza y yogur de plátano. Cada uno, en definitiva, satisface los apetitos que puede.

El señor Julián siempre ha tenido el encanto propio de quien se rige por reglas privadas. Mi padre solía proceder de forma similar hasta que mi madre se lo encontró una tarde en el supermercado. No se extrañó. «Me habría sorprendido más si me hubiesen dado el Nobel de Física», contestó Camilo José Cela al ser preguntado si le había sorprendido recibir el Nobel de Literatura. Qué cara habría puesto mi madre si mi padre estuviese, efectivamente, haciendo la compra.

Doña María falleció hace unas semanas. Ya no administra, ni ordena, ni limpia, ni cocina ni decide. Desconozco quién lo hace. Julián sigue bajando al supermercado. A veces un poco desaliñado, con cara de no haber dormido mucho, pero no parece perdido. Solo algo desorientado, y la diferencia no es sutil. Un hombre desorientado sabe al menos hacia dónde va aunque desconozca cómo llegar. Un hombre perdido ignora ambas cosas. Llega un momento en que la rutina, que un día nació de una inofensiva renuncia, se vuelve más fuerte que tú. Julián sigue comprando exactamente lo mismo que lleva comprando toda la vida a espaldas de su mujer. Acaso porque es lo único que sabe comprar. No imagino lo difícil que debe de ser asumir esa clase de pérdida. Como un cambio de rumbo repentino en el que una parte de ti cae por la borda y desaparece para siempre en la inmensidad. Y sientes que ya no estás donde se supone que debes estar, no sabes qué dirección tomar, y buscas un refugio improvisado en algún lugar del salón, la calle o el supermercado, esperando a que llegue el día siguiente. Días como perros abandonados.

Espero coincidir pronto con él, haciendo cola ante la caja. Me alegrará ver que en su cesta hay algo más que fuet, cerveza y yogures de plátano. Será síntoma de que empieza a arreglárselas solo. De que le no le va tan mal. Es curioso todo lo que se puede saber de alguien simplemente observando lo que compra en el supermercado.