martes, 20 de enero de 2015

José Luis Alvite - José Torrente

José Luis Alvite - José Torrente

DELEITAR relatando las aventuras que propicia la imaginación, o la actualidad, es un don del que disponen algunos escritores. Llegar a la última enzima del fino paladar literario, deglutir con fruición cada una de las frases que se acompañan con adjetivos y sustantivos acoplados al sutil verbo, en artículos repletos de reconstituyente y divertida imaginación, es algo destinado a pocos de ellos, muy pocos. 

Desde el Savoy hemos tenido la oportunidad de conocer al mejor de todos, atemperado por el whisky que se deshacía entre unas piedras de hielo. Desde allí, impidiendo al pianista dejar de tocar la música que despertara su dormida conciencia, nos relataba una imaginaria rutina a través del humor más negro e irónico. José Luis Alvite nos elevó a menudo hacia la gloria que nos puede traer a veces, sólo a veces, una columna diaria de prensa. 

El gallego supo estar alejado de la vida social. Su misión era escribir y relatar, no aportar glamour a la entelequia de vanidades diversas. Divertirse él para divertirnos a los demás. Ser el 'mindundi' social que describía entre sus personajes era el gran secreto que le permitió imaginar sin ser visto, escribir sin adivinar qué hasta que fuera publicado. 

Leer su artículo diario era tan placentero como procaz. Soñar con imitarle era la fórmula usada para estimular su lectura. Aunque raramente adivináramos sus sueños, sí que supo plantearnos la posibilidad de compartirlos todos, desde el Savoy, arrugado por el alcohol y un cigarro más o menos, y la gabardina rota por el roce de aquel taburete antiguo. 

Rara vez nos advertía de su origen, pero él mismo pudo prever su destino, repleto de los humos impíos del tabaco, pero feliz hasta el final. Su ruta era el sinuoso camino de la metáfora. Rehogado en la oscuridad del placer de la noche, entre gánsteres y galanes, rubias y risueñas damas de lo imposible, lo imaginábamos siempre sujetando la bandera de lo prohibido, del arruinado héroe olvidado. Tanta era su humildad que hasta se disculpó por morirse. Pidió perdón por no saber que el tren que había cogido no tenía el destino asegurado en la estación del tiempo infinito. 

Él hizo posible que la lectura fuera un deseable ejercicio de vitaminado recorrido. Pulió hasta dar brillo la relación de la estéril negrura y el color vivo de la vida. Pero no quiso ver que al final del trayecto habría que bajarse sin remedio, sin más cigarrillos que fumarse. Me ha entristecido su muerte. Sé que viviré poco para disfrutar su obra lo suficiente. Y usted que lo lea.