viernes, 30 de enero de 2015

Los calzoncillos - Salvador Sostres

Los calzoncillos - Salvador Sostres

El domingo al desvestirme me di cuenta de que no podía tirar directamente los calzoncillos al cesto de la ropa sucia porque un incidente lamentable requería un enjuague previo. Son cosas de las que prefiero que nadie más que yo tenga que ocuparse. Pero entonces me llamó la niña, me puse el pijama y los calzoncillos condecorados quedaron olvidados en el suelo.

Con la niña ya acostada vi a mi mujer con mis calzoncillos en el fregadero. No me dijo nada y yo tampoco le dije nada. Pero en aquellas manos había mucho más amor del que jamás imaginé que recibiría, amor silencioso y que ningún sexo podría dar, amor al que no le importa rebajarse, humillarse, amor que todo lo vuelve luminoso sin reproche ni mancha.

Somos una mancha andante y aunque alguna vez pensamos que nos querrían por nuestro talento y nuestra forma de brillar, lo que nos salva es la compasión, lo que nos rescata es la piedad, y sólo cuando caes de tu cabeza a tus pies, del zenit al nadir, sólo cuando caes lo más bajo que puedes caer hallas el amor verdadero, el amor más resistente que cualquier elemento, el amor con toda su ternura, con todo su misterio.

Vi a mi mujer en el fregadero, de espaldas, y guardé silencio. Somos una mancha permanente y unos brazos que nos sostienen.

En junio cumpliré 40 años y la vida no es en absoluto lo que yo esperaba. Me ha salido todo mucho mejor de lo que imaginé pero por motivos completamente insospechados. Pero aunque algunas veces estuve cerca de cometer errores lamentables,  recuerdo que la primera vez que la vi supe que era ella, y a la segunda cita le pedí matrimonio. Tardó -siempre más prudente- un año en decirme que sí. Es una de las pocas decisiones de mi vida que ha comportado las consecuencias esperadas. Yo me salvé conociéndola, y no dejándola ir. Tengo amigos hundidos en la desolación por elecciones calamitosas.

Luego está el matrimonio, con su día a día, sus calzoncillos, su complicidad, sus sonrisas tibias; y también con las discusiones agrias y salvajes, esa inevitable incomprensión que nos aleja, y esa todavía más inevitable ternura que nos vuelve a encontrar. El tiempo pasa por nosotros modificándonos y uno se sobrepone al otro y el amor es cuidar de dos almas.

Pero muchas veces cada semana veo algo en ella, no siempre tan escatológico, que me hace pensar en  nuestro primer día y en mi inmediato reconocerla. Muchas veces cada semana hay un detalle, un gesto, una manera de hablarle a la niña con los que regreso al tiempo en que la conocí; y cuando la veo desmaquillarse o cuando me cuenta su estratosférica visión de nuestros amigos y de la vida, que me hacen pensar en la primera noche después de conocerla, cuando me acosté solo en casa pensando que ya había encontrado a la mujer de mi vida y todavía no tenía ni su número de teléfono. 


El domingo la vi en el fregadero con mis calzoncillos, con la niña ya acostada, y no supe qué decir. Tal vez tendría que haberme disculpado, pero no dije nada. Tal vez tendría que haberla apartado para ocuparme yo del asunto, pero pasé de largo hacia la habitación para continuar leyendo el Diccionario Sentimental de la Cultura Británica, de mi querido Ignacio Peyró, para celebrar que un orden de fondo perdura por terribles que sean nuestros días, y una esperanza, y la fe, y el deseo de simetría. Y el funeral de Churchill para limpiarle los calzoncillos a Europa y mi esposa como resumen de todas las esposas y de la familia que vertebra nuestro mundo compasivo y libre. No tengáis miedo. This is your victory. El amor es siempre una elegía. God save the Queen.