martes, 20 de enero de 2015

periodista que amó a las peluqueras - J. R. Alonso de la Torre

El periodista que amó a las peluqueras - J. R. Alonso de la Torre

La primera vez que entré en la redacción de un periódico, me llamó la atención un tipo grande y barbudo que escribía en la primera mesa a la derecha. Aquel hombre imponente escuchaba música y parecía absorto en su artículo. Me lo presentaron un par de días después y nunca fuimos amigos, pero hicimos buenas migas. El sábado pasado, a las 12 de la mañana, el tipo grande y barbudo fue enterrado en el cementerio compostelano de Boisaca. Se llamaba José Luis Alvite, tenía 65 años y se había convertido en una de las plumas más singulares de la prensa española.

Deja mujer, tres hijos, cinco libros, miles de entrevistas, columnas y crónicas publicadas en siete periódicos distintos y un depositario de su estilo, Nacho Mirás, otro periodista gallego al que nombró su heredero natural y que visitó este verano Extremadura reflejando en sus escritos su particular opinión sobre nuestra tierra.

Alvite era tan grande como tierno. Le encantaba tomar café con las becarias en un bar de la Rúa do Vilar. Hablaban y hablaban. La chica, fascinada, el periodista, entusiasmado y quien leyera en la barra el artículo de Alvite en La Voz de Galicia, incrédulo: el autor de aquella prosa desgarrada y cruda no podía ser el mismo que se emocionaba ante un café muy negro y unos ojos muy nuevos en la mesa de la esquina.

«Me cuesta aceptar que mi próxima noticia sea el mármol de mi sepulcro. No te detengas, hermano. Ya sabes que en el periodismo perder el tiempo se considera menos digno que perder la vida»
Hace un par de años, Alvite, que ya escribía en 'La Razón' y tenía espacio propio en Onda Cero, fue al médico por una tendinitis y se encontró un diagnóstico inesperado: doble cáncer de colon y de pulmón. «Dos golpes en un solo mazazo. Fue algo desproporcionado, como encontrar un centollo en el interior de una almeja. Es una de esas veces en mi vida que la peor noticia no me la da Hacienda. Nunca pensé que envidiaría el estado de mi coche», resumiría después su impresión.

Había empezado a escribir en el periódico local de Santiago, El Correo Gallego. «Mi primer encargo como redactor me lo hizo un mozo de la rotativa, que me dio un botijo y me dijo que fuera a por agua, y eso fue lo que me puso en contacto con la calle, que es lo mejor que pude aprender del periódico», contaba.

Alvite opinaba que a los periodistas les faltaba contacto con la calle e ironizaba, mordaz, sobre la cuestión: «Los únicos periodistas auténticos que quedan son los de las peluquerías». Un buen día, publiqué una entrevista a una peluquera compostelana, que aseguraba haber confiado en todos los hombres que le habían prometido matrimonio, pero que tenía 52 años y aún no se había casado. Alvite me prefirió aquella mañana a la becaria de los ojos nuevos y estuvimos una hora bebiendo café y hablando de peluqueras. «Me gustan porque son las únicas mujeres que me creen cuando les digo que las quiero», me confesó.

Pensaba que Fraga era un talento, pero no tenía claro qué sensación le producía Rajoy: «Ni él mismo sabe qué impresión produce cuando se mira en el espejo. Es inteligente, cauteloso, nada cobarde...».

Cuando se fue a escribir en Madrid y nombró su heredero estilístico natural a Nacho Mirás, no imaginaba que los dos acabarían enfrentándose al cáncer con un arma tan poderosa como la pluma. «Si los políticos hablan con naturalidad de lo que hacen, aunque lo hagan mal, ¿por qué no vamos a hablar de lo que padecemos si lo padecemos con dignidad?», razonaba Alvite.

El periodista Mirás cuenta en rabudo.com, mejor blog personal en español de 2014 según '20 minutos', y en su libro 'El mejor peor momento de mi vida su convivencia con el cáncer. En uno de sus post, recogía un mensaje que le envió el periodista Alvite: «Me cuesta aceptar que mi próxima noticia sea el mármol de mi sepulcro. Cuídate y sigue. Aplaudiré a tu paso. Y si me ves caído en el camino, por favor, piensa que nosotros hemos nacido para ser enterrados con la grava que cabe en un sombrero. Pero no te detengas, hermano. Ya sabes que en el periodismo perder el tiempo se considera menos digno que perder la vida». Descanse en paz.