viernes, 16 de enero de 2015

Atesorando el recuerdo de José Luis Alvite - Rocío González Martínez

Atesorando el recuerdo de José Luis Alvite - Rocío González Martínez

Sé que la lluvia que está cayendo en este instante es la manera en la que estás aquí conmigo, tu despedida irónica. Tu esencia melancólica frente a mi rebeldía y a mi incapacidad de comprender que el mundo en gris y lluvioso tenía unos reflejos que yo no sabía mirar. Sin embargo, quizás sólo por darme el gusto, a veces me complacías e insertabas un taxi amarillo, una costa naranja, un vestido fucsia o verde… “Escribiré con colores”, me prometías y yo los buscaba en la columna, como en un juego. Mientras te preguntaba con qué canción lo habías escrito para leerlo igual que lo escribiste tú. Un juego diario durante tres años, hasta que dejaste de escribir. “Es temporal, volveré pronto”.
No me existen palabras para poder describir el orgullo, sano y sin viso de maldad, que me provocaba que alguien como tú me nombrara su musa, y que además lo hicieras público, en cada entrevista, en cada evento. Cuando me dedicabas las columnas en el periódico o en la radio, las que llevaban mi nombre y las que yo sólo sabía que estaban tejidas para mí. No sé si estuve a la altura de tan gran honor. Me daba vergüenza, por pura timidez, y a la vez disfrutaba de mi suerte.
Tú, un genio con todas las características que tienen los que, de verdad y con humildad, son superiores a los demás, mirando a los ojos a alguien como yo, que no era más que un poco de nadie en un extenso mundo. Y no sólo eso, me permitías decirte Joselito, sin enfadarte ni nada.
Contemplo mis osadías con incredulidad.
Has sido sin duda el mejor columnista que he leído jamás. Trabajar para ti era un privilegio, un honor, una escuela, una fiesta, un placer. “No tengas tanta prisa, llevas el ritmo de un tambor, luego trabajas” y me solicitabas que pidiera otra copa, o siguiera charlando, mientras encendías (bueno, tú siempre usabas el verbo prender) un cigarrillo. “Hay tiempo, no seas tozuda” y mis horas de trabajo se convertían en deleitarme con todo lo que me contabas. Desde aquel primer día en el que me propusiste ordenar tus artículos hasta hoy no dejé de paladear cada instante, cada proyecto, cada libro. Incluso me animabas a escribir y me tenías prometido escribir el prólogo del libro que consiguiera publicar, hasta te ofreciste a editarlo. Tu generosidad no conocía límites, prueba de ello es que  me dejaste entrevistarte.
Poco antes de que enfermaras yo tenía preparado todos los textos para un nuevo libro, tal y como me pediste. Casi acabábamos de volver de la Feria del Libro de Madrid con “Lilas en un prado negro” cuando transcribí unas fotocopias medio borrosas para que naciera “Las charlas de nunca”. A la vuelta de las vacaciones comenzaríamos a pensar en la presentación del libro, me dijiste. Yo me compré un vestido precioso para la ocasión. En septiembre comenzó tú periplo por los doctores. El libro se publicó nueve meses más tarde, pero el vestido sigue sin estrenar. Es el único libro que no tengo firmado por ti. Odio ese vestido.
Hace dos meses hablamos por última vez, me dijiste que estabas regular, dolorido, cansado y yo empecé a bromear contigo hasta hacerte reír. Me dijiste entonces que pronto comenzarías a escribir, que te apetecía y que ya mismo te ibas a poner bien porque me debías un café en “la Rotonda” del Palace en Madrid.  Luego te mandé mensajes que no me contestabas y me autoconvencí de que era porque estabas mejor, tanto que te había vuelto el odio irracional al teléfono y subyacía el miedo a lo peor.
Hoy, ayer, no sé que día es ya, ha llegado lo que tanto temía. Me soltaste de la mano.
Me quedo con tu capricho de que yo fuera quien le echara el azúcar en el café y lo pasara al vaso con hielo, con el día que me lanzaste al ruedo porque el editor perdió el avión, con tus ojos azules entre el humo, con las dos muertes de Lorraine y el gato del Savoy, con tus remordimientos, con el arroz con leche en barreño, con las sevillanas en “El Corzo” y el “New York, New York” que me hiciste bailar. Me quedo con tus gintonics sin mariconadas, con el dinero sin cartera, con Teddy Pendergrass, con los malos ratos, y con tu forma de vivir a placer. Me quedo con el lenguado como raqueta de pádel, tu “pronto” gallego, tu generosidad, la bandera del Waldorf Astoria y tu intolerancia al calor. Me quedo con el amor a tu familia y la devoción a tu profesión, con tu música, tus historias y tus quejas. Me quedo con tu forma de mirar.
Me quedo, sobre todo, con cada una de tus palabras
Sé que estás aquí porque sigue lloviendo y porque me niego a asumir que el mundo pueda seguir girando sin ti. Me resulta un desperdicio que no estés ribeteando el día con alguna de tus frases y que tu voz y tus manos hayan callado para siempre. No puedo asumir que te has ido.

“Odio las despedidas, nunca digo adiós, sólo desaparezco”…me lo tenías avisado Jefe, y no te creí, pero eso no significa que esta noche -y las que quedan-  siga velando tu memoria… atesorando el recuerdo.