viernes, 31 de octubre de 2014

'Jabois, supongo' - Juan Tallón

'Jabois, supongo' - Juan Tallón"

EMANAS me presenté en casa de Manuel Jabois con una botella de vodka, que en ruso significa agüita, por la afición eslava a los diminutivos. Y al humor. Me he acostumbrado a llevar una botellita de algo cuando le hago una visita, para satisfacer nuestra adicción moderada. Manuel es de esa clase de escritores que hallan sus mejores frases en mitad de la resaca, con vistas al desierto. Completamente a oscuras, escribe con las manos, tanteando la sintaxis, y de ahí su grandeza.

Cuando me abrieron la puerta, apareció un señor con pelo largo, diadema y barba, que me sonaba de una novela de Edward Baker. Iba en pijama y era evidente que no llevaba nada debajo. «Jabois, supongo», aventuré con suavidad, mientras el tipo me atraía hacia él y me abrazaba, quizá para asegurarse de que no llevaba un micrófono encima. «El día menos pensado te pones de parte de la ley», le faltó decirme. Sin acabar de fiarme, pregunté si estaba Ana en casa, y me alejé por el pasillo mirando atrás de vez en cuando.

Me despisté medio segundo y ya tenía a Manolito en brazos, para encargarme de su educación. En esta casa es costumbre que las visitas se hagan cargo de una parte de la instrucción del chaval, y viceversa. Por desgracia, me ocurre lo que a Humphrey Bogart, que en un trance parecido, preguntó: «¿Qué se puede hacer con un niño, si no bebe?». Solo por afán de experimentar, senté a Manolito en el sofá y dejé la botella de Bagoa Doce a su alcance. «Vod-ka,vod-ka», pronuncié muy despacio, con la esperanza de que aprendiese a decir «agüita» en ruso antes que «Jabois» en gallego. Nos acercábamos al objetivo con un estilo rudimentario, cuando el padre salió de una habitación y me preguntó si me quedaba a dormir en casa. A punto estuve de decir «sí» con alegría, sin embargo, en ese instante estival y eterno que a menudo precede a los monosílabos, recordé lo que había sucedido meses atrás en aquel piso con la canguro. Me tomé algunos segundos para enfriar la respuesta y admitir que, en realidad, ya había quedado para dormir en otro sitio.

Me apresuré a inventar un nombre de mujer, enigmático y extranjero, pero no demasiado, que él no conociese por si me preguntaba con quién. Entretanto, pues sabía que el tema le causaba desazón, me interesé por la suerte de su novela. Lleva varios años empezando a empezar una. Se produjo un silencio de armario de hotel, tan perfecto que casi pudimos oír cómo Manolito arrancaba a pronunciar sus primeras palabras coherentes y decía: «Papá no va a escribir nunca una novela mientras se siga levantando a las dos de la tarde con resaca».

¿El episodio de la canguro? Es vox populi. Lo contó el propio Manu, omitiendo algunos detalles superfluos, que por ser superfluos, resultan de vital trascendencia. Jabois tampoco sabe muy bien qué sucedió. Aquella noche llegó tardísimo a casa, aturdido por algunos acontecimientos propios de periodistas. No quiso despertar a Ana y se echó a dormir en la cama de invitados. Se desnudó sin matices, sin encender la luz, y se dejó caer como columna en la cama, donde dormía la canguro, una anciana de 70 años que se despertó aturdida, gritando. Jabois huyó no menos desorientado mientras la mujer farfullaba «¡Pero qué querrá este hombre de mí!»

Ya había acabado de darle la cena al niño, y pronto me tocaría acostarlo -y tal vez costearle la universidad más adelante- cuando volvió a aparecer Jabo por el salón. «Por qué no le echas un vistazo a la crónica de la Audiencia Nacional antes de que la envíe», sugirió. No había ni abierto la botella de vodka, aunque acepté. «Pero adónde vas con este titular, hombre de dios», lamenté apenas sentarme ante el artículo. Me lo cargué de un plumazo, en uno de esos accesos de exasperación que borda Elizabeth Taylor en ‘Quién teme a Virginia Woolf’. Después añadí un par de adjetivos, sustituí algunos verbos, cambié varias comas de sitio e incluso puse mal una tilde. Sobrio estaba resultando más peligroso que después de cinco vodkas. Me faltó un tris para arrojarle la página a la cara, como una vez había hecho conmigo una jefa de sección en Ourense. Era uno de mis primeros trabajos, en un especial sobre el boom de la construcción, y quise lucirme. Visité una obra para charlar con el promotor, un encofrador y un par de albañiles. Cuando llegué al periódico me puse a escribir sobre la construcción, aunque sin escribir de la construcción. Empleé más de cien adjetivos, algunos del siglo XVI. Aun así me parecieron pocos. No tardó en sacarme del error mi jefa, que rompió la hoja en ocho trozos y arrojó al aire los copos de nieve. «Escríbelo otra vez, pero mal, como si fueses el albañil». Si Jabois llega a concederme medio minuto más habría enviado su crónica firmada por El Zorro.