lunes, 13 de octubre de 2014

Psiquiatra con perro - José Luis Alvite

Psiquiatra con perro - José Luis Alvite
He tenido dos depresiones severas a lo largo de mi vida. Una de ellas me mantuvo más de un año apartado por completo de la escritura y me sumió en un estado de desaliento tan agudo que al vestirme por la mañana ni siquiera le encontraba sentido a la rutina de pasar los brazos por las mangas de la camisa. Como no quería parecer un hombre derrotado, procuraba evitar cualquier demostración publica de abatimiento, pero quienes me conocen saben que aquel fue el año que menos entusiasmo demostré por lo que ocurría a mi alrededor y que en semejante estado de agónica estupefacción habría soportado sin pestañear que el viento de enero metiese a puñados el polvo en mi boca y el granizo en mis ojos. Acudía de vez en cuando a pasar consulta con el doctor Emilio González, le detallaba la evolución de mis síntomas y él me escuchaba con ese aplomo tan profesional que en los siquiatras de valía no excluye los matices que hacen de la práctica de la medicina una actividad verdaderamente humanista. Una de aquellas mañanas le confesé que mi visión de la vida era tan pesimista, que ni siquiera creía que en las circunstancias que me habían llevado ante él, un hombre, cualquier hombre, yo mismo, pudiese encontrar en el perplejo dolor de su existencia un buen motivo para intentar llorar con alguna posibilidad de conseguirlo. Ahora resulta incluso divertido recordarlo, pero en una de aquellas conversaciones le conté que la del suicidio era una vieja idea recurrente a lo largo de buena parte de mi vida pero que jamás había tomado la determinación de quitarme la vida porque detestaba hacer cosas de las que no pudiese acordarme pasado un rato. "Eso es lo malo de la muerte -me siguió con humor el doctor Emilio González-, que perjudica sin remedio la memoria". Por aquellos días soñaba con frecuencia que subía en ascensor hasta la azotea de un rascacielos con la decidida intención de saltar al vacío, pero al asomarme cien metros sobre el espectáculo de la ciudad aplastada, indiferente y congénita, la cobardía podía más que la firme resolución de suicidarme, de modo que le echaba un vistazo al paisaje y bajaba luego lentamente por las escaleras hasta el portal, donde me esperaba el entorchado conserje del inmueble seguro de escuchar de mis labios la explicación que sin duda cabía esperar de un tipo reacio desde niño a la rutina: "No es que no haya tenido el coraje necesario para suicidarme, ¿sabe usted?, lo que pasa es que la distancia entre la azotea y el asfalto es tan grande, que temí que si saltase al vacío, me aburriría en el aire". Cada vez que me entrevistaba con el siquiatra, volvía luego a la calle poseído de la incipiente esperanza que me infundía la conversación de aquel hombre inteligente y sensible que en una de las sesiones me dijo con absoluta sinceridad que el recurso de las pastillas servía para paliar los síntomas de la depresión, pero que solo podía ser mía la decisión de aceptar un tratamiento que mermase al mismo tiempo aquella parte de la personalidad en la que suelen brotar juntos los trastornos de la mente y el lisérgico latido de la propensión artística. Emilio González me lo dijo con meridiana claridad: "Tengo la razonable sospecha de que uno de los síntomas más inquietantes de tu depresión es la literatura y que un tratamiento farmacológico a fondo no podría mitigar el cuadro emocional sin perjudicar al mismo tiempo tu manera de ver la vida y describirla". Parecía claro que en el mismo lance estaban en juego mi salud y mi sintaxis. Acordamos entonces un tratamiento cuya eficacia médica no mermase seriamente mis facultades al escribir. Al aceptar la sugerencia, hice una leve salvedad que a mí me parecía crucial: "Recétame cualquier cosa que no perjudique mi vida sexual. Ten en cuenta que así como detrás de un intelectual que se precie suele haber un libro de Joyce, en mi caso es obvio que la referencia cultural más profunda de cuanto escribo es por lo general una simple y miserable erección". Era importante para mí vencer la depresión dejando a salvo los aspectos más esenciales de mi estilo. Mi querido siquiatra me recetó con tal motivo dos cajitas de unos comprimidos estupendos que encajé con la misma gratitud que sentiría un diabético si el endocrinólogo le estuviese recomendando un suculento surtido de pasteles rociados de fogueo con azúcar de pega. Con el tiempo y con la adecuada posología, y gracias sobre todo a las inolvidables charlas con mi admirado Emilio González, pude volver a escribir algunos meses más tarde. Recuperé luego en unas pocas semanas el tono y la manera de contar que tanto temía perder. Y en cuanto a las chicas, bueno, en cuanto a las chicas, gracias a pequeños e inevitables efectos secundarios del tratamiento, y aunque me seguían gustando todas, durante algún tiempo me fijé algo menos en las feas, como si llevase entre las piernas un perro con instintos de cazador y gustos de gourmet. Algún tiempo después tuve la primera sensación fiable y sostenida de que estaba saliendo de aquella jodida depresión. Lo supe tan pronto noté que el cabrón del perro volvía a comer de todo...