lunes, 13 de octubre de 2014

Belleza con arañas - José Luis Alvite

Belleza con arañas  - José Luis Alvite
Después de mi visita de una semana me he dado cuenta de que en verano Praga es la ciudad ideal si uno quiere ver rusos, alemanes, húngaros, italianos, incluso si echa de menos el civismo de sus compatriotas españoles, igual que en cierto modo tienen razón quienes dicen que para aprender rumano no hay nada mejor que escuchar a Julio Iglesias cantando en inglés. Fueron siete días de un calor insoportable, siempre por encima de los 30 grados, pateando una ciudad en la que incluso son hermosos los restos decadentes de la prolongada influencia del sórdido realismo soviético. Los checos son unos señores contenidos, lacónicos, que hablan lo justo para que se distinga el silencio y ríen con la boca cerrada. Muchas mañanas me senté en la terracita de hotel y me entretuve mirando el paso deletreado de las vecinas de Praga. Las muchachas son delgadas, altas, rubias, y aparentan una adolescencia interminable, como larvas que en su frágil plenitud biológica fuesen a esperar la muerte en la húmeda vigilia azul del interior de una lombriz. Tienen el aspecto algo precario de esas mujeres hermosas en cuyos rostros uno no sabría decir si lo que se trasluce es una emoción contenida, el recuerdo doloroso de un amor fallido o una enfermedad elegante, lenta e incurable que, además de con tristeza, cursase con melancolía, con pudor y con fotogenia. No son carnosas y tienen el rostro muy limpio, con ese poco color que los pintores clásicos reparten por el retrato de la muchacha abatida y romántica en cuyos rasgos no parece que vayan a despertar nunca las arrugas taquigráficas de la vejez. Sentado en mi terracita de la avenida Narodni cerraba los ojos al paso de las muchachas y escuchaba con devoción el fuelle suave e inalámbrico de sus pisadas de talco, como si desfilase por mis sienes el paseo sedoso y levitante de una procesión de intangibles bailarinas de soda. En Praga solo me resultaron más ingrávidos, más flotantes, los patos escalfados bajo el sol en los remansos del río Moldava. Después caía la tarde, amainaba el calor y las balaustradas y los puentes del Moldava se llenaban de inquietantes arañas de todos los tamaños, como garrapiñadas forradas de pelo. Y yo esa mezcla de repugnancia y belleza la recuerdo ahora como haber estado ingresado a la intemperie siete días en una hermosa ciudad en la que las muchachas –lánguidas, catarrales y decentes– sonríen con una mezcla de dolor y dulzura, como si con el nombre del ser amado se les fuese a subir a la boca el sabor de los supositorios.