lunes, 13 de octubre de 2014

Agua pervertida - José Luis Alvite

Agua pervertida - José Luis Alvite
"En mi infancia, el de la feminidad era un capítulo confuso y vedado, un asunto sagrado, casi clandestino"
En mi infancia no estaba bien visto interesarse por ciertos aspectos de la intimidad de las mujeres. El de la feminidad era un capítulo confuso y vedado, un asunto sagrado, casi clandestino, del que solo hablaban con cierta confianza los mayores y del que únicamente estaban por completo seguros los ginecólogos. Gracias a la imaginación podías figurarte cosas y hacerte una idea sobre cómo eran ellas en su más estricta intimidad, pero sabías que se trataba de un atrevimiento inconfesable, un pecado gravísimo que, además de suponerte un destino en el infierno, podía costarte un insomnio cuyas ojeras fuesen luego difíciles de explicar. En un libraco médico que mi padre había heredado del suyo encontré en una ocasión un capítulo dedicado a las patologías de la feminidad. Busqué entonces en sus páginas la desnudez explícita de alguna mujer. Fue en vano. Solo conseguí encontrar un dibujo que reproducía un corte longitudinal del útero y me sentí profundamente decepcionado al descubrir que lo que en realidad había en las procelosas y místicas honduras de las mujeres eran unos cuantos cables que se parecían mucho a los que manipulaba el señor Montero cada vez que venía a casas a reparar las bujías y el condensador del receptor de radio. En los corrillos de los muchachos de más edad se decían cosas fascinantes sobre los placeres de acertar con las claves que daban acceso a los resortes hedonistas de la feminidad, pero después de ver aquella reproducción del útero de las mujeres a mi me pareció que todos aquellos comentarios adolescentes solo eran murmuraciones sin sentido y que en realidad la pelágica hondura casi espeleológica de la feminidad no serviría para otra cosa que para sintonizar la atiplada voz de Franco en el "Diario Hablado" de Radio Nacional de España. A falta de la explícita carnalidad de las mujeres reales, recuerdo que me contentaba con la contemplación de sus ropas puestas al clareo, expuestas a que las cachease el viento en los tendales, sonando como una bandada de aplausos en aquellas blusas en las que muchas veces recuerdo haber husmeado a solas el aroma almidonado y apócrifo de la feminidad. A veces venían a casa mis primas y se aseaban en el baño mientras yo escuchaba a este lado de la puerta el ir y venir del agua de las abluciones y la higiénica liquidez de sus risas casi colegiales, que a mi entonces me parecían sugerentes e inconfesables como si fuesen las risas de aquellos pubis inaccesibles que yo imaginaba que eran de abedul. Después de la higiénica liturgia de mis primas yo entraba al baño y me quedaba pasmado mirando el agua lúbrica y glandular de la bañera. Y cuando estaba seguro de que nadie me vería hacerlo, me arrodillaba delante de la pileta, metía las manos en la tibia sopera abdominal de aquel agua pervertida, cerraba los puños en la entraña del húmedo gineceo jabonoso, entornaba los ojos y estaba seguro de haber atrapado la pulpa mística de la feminidad al sentir como escurría entre mis dedos la hembra amniótica y gomosa de la higiene sacrosanta de las mujeres. A partir de aquella experiencia excitante y clandestina no dejé de ir a la iglesia, pero, por si Dios entraba en detalles, tomé la decisión de confesar mis pecados con las manos en los bolsillos.