sábado, 13 de septiembre de 2014

Tarde bajo los plátanos - Jose Luis Alvite

Tarde bajo los plátanos - Jose Luis Alvite
Media tarde en Cambados, sentado a la sombra de los plátanos en la terraza de "Laya", 28 grados al sol, un autógrafo de prematuras golondrinas de septiembre rubricando el aire en la suave tisana de la penumbra, en el confín desabrido de un mes de julio que vino con agua y arrastra un sutil deje de lirismo y melancolía. Es un sitio que me gusta y frecuento en cualquier época del año. Suele atender mi mesa Javier Sánchez, un maduro camarero con porte distinguido de oficial de la Armada y exquisita voz de cine que ya se sabe al dedillo mi café con hielo y mi tabaco, mis placeres, mi abstracción y mis vicios, el gusto por la soledad y lo bien que, para no descomponer la figura, contengo las ganas de mear. Solo hay tres mesas ocupadas y un puñado de estorninos que a mí me parece que se alimentan picoteando la soriasis beige de esa tierra de Fefiñáns que si caen cuatro gotas parece un mortero de mica, sémola y pan rallado. Enseñorea la plaza el formidable pazo de los marqueses de Figueroa, que fueron siempre unos señores lacónicos y elegantes que nunca supe muy bien si lo que tenían era dinero, privilegios o abolengo, esa cosa que solo se da en los tipos que incluso si contrajesen una deuda despertarían la sincera gratitud de quien les fía. Este año se ha resentido el turismo y los visitantes traen racionado el dinero. En una mesa hay una pareja madura sentada con otra de edad casi octogenaria. No se sabe muy bien si están escépticos o lo suyo es solo cansancio, sumidos en un silencio afinado y unísono que parece la suave habanera de un orfeón de mudos. El octogenario rompe el silencio y dice que ha de andarse con muchos miramientos con la dieta porque tiene azúcar y se juega las piernas. De todos modos parece que no tienen mucho que decirse. A lo mejor es que llevan demasiado tiempo juntos, agotaron los temas de conversación interesantes y ya solo les queda el relativo aliciente clínico de contarse sus patologías. Mi amigo Javier abraza contra el pecho su bandeja de camarero, frunce el ceño y coincide conmigo en que las lluvias de julio, y ese aire que a veces refresca incluso el hielo, han dispersado al turismo y la gente no solo vive la incertidumbre del lugar a dónde ir, sino que tampoco sabe qué ponerse. Yo no digo nada, pero seguro que mi amigo camarero, que me conoce bien, se da cuenta de que ha cruzado por mi mente la idea de que a veces el del veraneo no es más que un tedio programado, un aburrimiento que se tiene lejos de casa, un asco controlado, y en algunos casos, la angustiosa sensación de que tu chica te dejará en la estacada si mañana no sube cinco grados la temperatura en el termómetro de la farmacia. No sé si Javier Sánchez se acordará ahora de que el año pasado le comenté que una mujer puede resistir la gastritis de dos malas comidas consecutivas, pero será difícil que se sobreponga a la trágica evidencia de que concluyó sus vacaciones con un vestido de sisas y escotado que no pudo estrenar porque en el último restaurante en el que cenaron camino de O Grove incluso parecían recién salidas de la nevera las brasas de la parrilla. Ayer por la tarde hacía calor al sol y refrescaba a la sombra en la terraza de "Laya", frente al pazo de Fefiñáns, vuelta y vuelta en el tic tac del tiempo que se escalfa en los relojes, en la fronda de los plátanos, en un lugar hermoso e irrepetible de Cambados, la villa en el que pasé los veranos desde mi nacimiento hasta el final de la adolescencia, en un tiempo lejano e irrepetible en el que todo ocurría tan decente y tan lento, que la pobreza se consideraba bienes gananciales, la muerte era una pausa sabática y hasta parecía bisiesta la prisa.