sábado, 13 de septiembre de 2014

Pájaros de rimel - José Luis Alvite

Pájaros de rimel - José Luis Alvite
A los más jóvenes de cuantos lean esto les parecerá que algo semejante nunca ocurrió en esta tierra, pero lo cierto es que en las rías gallegas los rellenos no existían y en algunos lugares la orilla del mar estaba mucho más cerca que ahora, las mareas se bastaban para depurar el agua y era tal el silencio en el paisaje, que podías escuchar el viento pronunciando en las blusas de las mujeres y aplaudiendo en las velas de las dornas. Yo no sé muy bien como sucedía aquello, lo reconozco, pero a veces en la noche de Arousa ardía el monte Curota y la gente contemplaba sin alarma desde Cambados aquel escabeche de fuego reflejado en la mica de la ría. No había bomberos, ni aviones, ni estaban para eso los soldados, pero lo cierto es que el monte se apagaba solo y mermaban sobre el cuenco de su propio regazo aquellas benditas llamas, lentas y dóciles como ganado exhausto, que mismo parecían hilaturas de lino. En la dentición de los escollos de Tragove rompían las olas con una espuma muy blanca que se volvía luego sobre su estela formando un impecable plateresco como de sedosas amebas de blonda. Podías hurgar entre las algas en la seguridad de que incluso la mierda acorralada por la bajamar en los recodos estaría más limpia que tus propias manos apenas estrenadas. Recuerdo haber corrido desnudo en O Serrido detrás de las robalizas, pisando como un caballo de cobre y saliva en un palmo de agua, y ver el sol reflejado en sus lomos mientras viraban como cartabones hacia Mar de Frades, aquel paraje azul y verde, sirope de mar y de pasto, en el que desembocaba el Umia, un río en el que entonces incluso desovaban las piedras del fondo. Desde Castrelo bajaban los muchachos de los salesianos y se metían en el río con las sotanas arremangadas, formando una catequética marimba de risas que a mí me sonaban como las meadas de los niños cayendo en sutiles trenzas de ámbar en el paladar desconchado de sus orinales de porcelana. A veces en aquel sagrado verano de Cambados me imponían la siesta vespertina y mientras conciliaba el sueño escuchaba al otro lado de la calle, como un ferrocarril de toses, el aliento bronco de los marineros cavando a destajo el sexo de boj de sus mujeres mientras resbalaba en pelotas por sus espaldas la yegua caldosa del sudor. Al anochecer prendían en las casas las cocinas de leña en aquel litúrgico instante inenarrable en el que en el cuerpo de las niñas cuajaba en grumos la cucaña de la pubertad y ser retiraba a sus paraderos por la calle en penumbra una reata de silencio, una pandilla de viento, un párrafo de perros en cuyo aliento ¡Oh, Dios!, en cuyo aliento te juro, amigo mío,.. ¿sabes?, en cuyo aliento te juro que repetía, como un eco azucarado, como el rebufo de un hambre comestible, el suculento sabor de la merienda mamada de los niños. Y todo esto fue cierto porque yo estaba allí y lo vi. Y no hace tanto de todo esto. Ocurrió cuando yo era apenas un muchacho, en un tiempo hoy inconcebible en el que cada vez que reventaba una cereza era para que de su hueso brotase una de aquellas fresas en las que se desplegaban de azul y amarillo las alas de la mariposa que se metía a ciegas en el incendio del monte Curota y salía luego por la otra parte del fuego convertida en un posta de aquellos pájaros con ojos de mujer que yo sé que existieron porque dejaban a lápiz en el aire un estrambote de rimel. Después se hacían a la mar los barcos de los marineros con las redes estibadas como bocios a babor. Y a los niños del paraíso nos vencía el sueño mientras se esfumaba mar adentro aquel orfeón de motores y en el pecho de las adolescentes se garrapiñaba la talabartería del sexo.