sábado, 13 de septiembre de 2014

La mercería y el Códice - José Luis Alvite

La mercería y el Códice - José Luis Alvite
Algunos críticos surrealistas consideran que el secuestro por amor tendría que ser considerado un acto de buen gusto, un arrebato propio del carácter poético de quienes se enamoran de manera narcotizada e impulsiva, un derroche sublime y proteico del amor, casi a veces un género literario. Mas benevolentes tendríamos que ser entonces si por culpa de la pasión alguien sustrajese el retrato pictórico de ese ser amado para admirarlo en la soledad de su retiro doméstico, en la solitaria vigilia de sus aposentos. La de la belleza es siempre una tentación excusable que puede arrastrar a un crimen contemplativo, a la clase de delito que lo que supone es un derroche de admiración, una malformación de la sensibilidad artística, quien sabe si incluso una admirable desviación morbosa de la inteligencia para convertirse en talento. Contemplada desde la óptica del coleccionista ávido de singularidad y de belleza, el robo del Códice Calixtino constituiría un acto en el que el calor irreflexivo del entusiasmo pesaría más que la fría calificación del crimen. Los prebostes de la burguesía comercial tenían por costumbre la captura de la belleza obstétrica de la criada sirviéndose de la tentación que en su presa despertaban el confort y el dinero. No era necesario que el propietario de la tienda de electrodomésticos incurriese en el secuestro para cautivar a la mujer deseada; a menudo bastaba con que le pusiese una mercería o la instalase en un pisito con la temperatura justa para que ella se sintiese al menos a salvo de los jodidos sabañones. Es distinto plantarse en el Louvre y robar el cuadro de La Gioconda, que es una señora enmarcada que lo que necesita no es una tienda de medias y puntillas, sino una pared en la que ejercer el magisterio de su hipotética belleza, el señorío de su antigüedad, la autoridad incuestionable de su prestigio pictórico, el rejoneo algo romo de su rostro ventrudo. ¿Y el Códice Calixtino? ¿Cuál es la excusa en ese caso? ¿Hay gente dispuesta a robar una belleza con páginas y disfrutar luego con un placer para cuyo goce, además de saber latín, seguramente son inexcusables las gafas de leer? Por otra parte, es evidente que el poseedor de la belleza disfruta de ella solo en el momento que se sabe que es su poseedor, del mismo modo que cuando un hombre tiene intimidad con una mujer hermosa sabe que el placer natural del sexo está incompleto sin el inefable placer de la divulgación. Igual que nadie puede considerarse rico sin hacer el gasto que demuestre su liquidez y su solvencia, el poseedor de la belleza artística está sin duda obligado a que se sepa que es el mecenas depositario de ese portentoso óleo impresionista que tanto dice del exquisito gusto de quien lo posee. ¿De qué sirve hacerse con el Códice Calixtino si no se puede presumir de su tenencia? ¿A quién pretendes fascinar sentado con una levita azul y un chaleco amarillo frente a un piano con el teclado precintado por culpa de un embargo? ¿Se puede disfrutar de algo en si mismo exquisito sin que alguien comparta contigo el placer de su degustación? En el negocio del arte es difícil comerciar con una belleza robada, tan difícil como enseñar la obra sin levantar sospechas, así que quien haya robado el Códice Calixtino se quedará sin el disfrute del placer de enseñarlo, con lo cual el goce es menor y angustiado, casi diría que clandestino, como el disfrute de aquel seminarista amigo mío que se masturbaba con el retrato del papa Julio II retocado para la ocasión con la melena fotográfica de Jayne Mansfield, que era una belleza rubia y exuberante, una voluptuosa nodriza del Séptimo Arte que yo nunca supe muy bien si lo que despertaba en aquel muchacho eras sus bajas pasiones, como una fulana, o sus jugos gástricos, como un guiso. ¿Existe un onanismo del ladrón de arte? No conozco estudios al respecto, pero no hay que descartarlo. Esa sería la razón por la que no aparecen tantas y tan valiosas obras de arte sustraídas hace ya muchos años en importantes museos o en afamadas colecciones particulares. Desde luego, el rapto de la mujer amada es romántico, pero sale carísimo si a la señora tienes que operarle los juanetes, ponerle una mercería e instalarla en un pisito apañado en el que al menos no salga por los quemadores de la cocina el apestoso clorhídrico marrón del retrete. El Arte tiene muchas de las ventajas de la belleza y ninguno de sus inconvenientes. El tipo audaz que consiga robar el retrato de La Gioconda no podrá presumir ante su conciencia de tener un lío de faldas con la mujer más hermosa del mundo, es cierto, pero al menos tendrá la absoluta certeza de que llegado el delicado momento del sexo, a la vieja señora ni se le ocurrirá alegar jaqueca. Puede que la lascivia del arte no comporte las mismas emociones húmedas y glandulares que la exultante lubricidad de la señora de la mercería, pero tiene sobre ella la ventaja de que en el fragor de los revolcones puedes estar seguro de que aunque su posesión regurgite la sensación de culpa en tu mala conciencia y ensucie tus manos ante la ley, al menos no te manchará de pintura el cuello de la camisa. Claro que el erotismo del Códice Calixtino es discutible y muy dudoso que desate la libido de su secuestrador. Pero, ¡demonios!, ¿quién al contemplar a una mujer hermosa no sintió alguna vez la sensación de que lo mejor del sexo no es el sudor, ni los jadeos, como se dice, sino la intuición de haber estar apunto de leer los antecedentes penales de su alma en la blancura sumarial y algo sobada de su ropa interior? ¿No es acaso cierto que a veces lo que de verdad nos fascina de una mujer no es cuanto de superfluo, inerte y ortopédico hay en ella? El Códice Calixtino no es una sugerente belleza carnal, no, no lo es, pero yo soy de los que siempre han pensado que a veces la mujer hermosa que huye de su perseguidor ignora que lo que él trata de poseer no es la charcutería efímera de su carne, ni la excitante sémola de su saliva, sino el fino tafilete de sus zapatos de tacón.