lunes, 1 de septiembre de 2014

La pérdida de curas no tiene cura - Ánxel Vence

La pérdida de curas no tiene cura - Ánxel Vence

Un párroco de la zona de Ortigueira, allá por el norte de este reino, alcanzó años atrás gran notoriedad al dar positivo en un control de alcoholemia de la Guardia Civil, debido a la abundante cantidad de vino de misa que había ingerido en el cumplimiento de sus deberes sacerdotales.

Aquella anécdota certificó dos hechos. El primero, que ni siquiera el espiritual vino de misa escapa al escrutinio de la Benemérita; y el segundo, y acaso más importante, que Galicia se está quedando sin curas. Efectivamente, el tropiezo del clérigo con los agentes de Tráfico no hizo sino confirmar las sospechas sobre las graves carencias de mano de obra que padece la Iglesia en Galicia, donde un solo párroco ha de multiplicarse cada domingo para atender a un montón de templos sin pastor titular.

La situación no ha mejorado gran cosa desde entonces. Con una producción de apenas dos sacerdotes al año y unas reservas de poco más de 1.500 curas para atender a 3.600 parroquias, la Iglesia de este viejo reino pasa por una extrema carencia de personal, agravada por el hecho de que la mayoría de la escasa plantilla existente ande en edad próxima a la jubilación.

Lo de los curas empieza a no tener cura: y ni siquiera un partido tan reconocidamente cristiano como el que a la sazón gobierna Galicia está haciendo cosa alguna para poner remedio al rápido proceso que amenaza con dejar a las ánimas gallegas sin párrocos suficientes para pastorearlas. Luego nos quejaremos de que las almas así desasistidas se echen al monte para integrar las crecientes filas de la Santa Compaña.

Objetarán los comecuras de siempre que ese es un problema interno de la Iglesia y que allá se las arregle la jerarquía al mando con sus problemas en materia de formación profesional del clero. En realidad, las cosas no son tan sencillas. Este es un país que siempre anduvo detrás de los curas -ya fuese con un cirio, ya con una estaca-, de modo que su desaparición como casta sacerdotal constituiría una pérdida de lo más sensible, incluso para los anticlericales que los detestan.

Cierto es que los alérgicos al agua bendita del siglo XIX sostenían por entonces la idea un tanto bárbara de "ahorcar al último cacique con las tripas del último cura"; pero esos fueron tiempos en los que la Iglesia constituía un poder de hecho y casi de derecho, tan antipático como cualquier otro. Ahora que el mester de clerecía se extingue en Galicia entre la indiferencia general, no ha de extrañar que incluso los más escépticos librepensadores sientan -sintamos- una cierta ternura adobada de nostalgia ante la decadencia del poder eclesiástico en este que fue famoso país de curas y militares.

No es que los liberales, republicanos y masones vayan a solidarizarse con la difícil situación de personal y afluencia de público que atraviesa la Iglesia, naturalmente; pero lo cierto es que el declive de la institución no deja de suscitar cierta melancolía de otros tiempos. Tanto es así que quizá habría que ir pensando en proteger al clero con la declaración de especie gravemente amenazada, tal que se hace con el arao común o el lince ibérico.

Bien está que Galicia sea un pueblo de historia y tendencia inevitablemente paganas; pero de ahí a que nos quedemos sin curas con los que meternos va un largo trayecto. Seguro que el Apóstol pondrá remedio a estos enojosos asuntos de escasez de plantilla.