sábado, 13 de septiembre de 2014

Azafata de bacaladero - Jose Luis Alvite

Azafata de bacaladero - Jose Luis Alvite
En un tiempo en el que todo el mundo dispone de medios técnicos para comunicarse de manera instantánea, incluso para relacionarse a cualquier distancia en formato audiovisual, ahora que incluso lo inmediato a veces nos parece lento, resulta que la gente se siente más sola que nunca y tiene graves problemas para expresar sus sentimientos, hasta el punto de que la comunicación fulminante por medio de la telefonía móvil amenaza con la destrucción de la gramática elemental después de haberse saltado sin el menor reparo las normas ortográficas y de tergiversar la estructura tradicional de la sintaxis. Los medios que facilitan la comunicación son, irónicamente, los mismos que amenazan con la destrucción del idioma o su transformación en una enfermedad de la garganta. En el caso de mantenerse la progresión de las conquistas tecnológicas y la consiguiente regresión del lenguaje, al cabo de un horizonte temporal no muy lejano nos encontraremos con la paradoja de que los seres humanos dispondrán de enormes posibilidades técnicas para comunicar ideas de las que en realidad carecen. Será como proporcionarle un megáfono a un mudo para que le comunique sus pensamientos a un sordo. Ocurre también que aumenta el número de consumidores de tecnología que al margen de entender la telefonía móvil como una formidable conquista científica, la consideran también un deber, hasta el punto de que se sienten vacíos, o inútiles, en el momento en el que no están haciendo uso de sus medios para comunicarse. Parejas que en sus encuentros físicos apenas hablan entre sí están deseando retirarse a sus domicilios respectivos para conectarse por el teléfono móvil o para coparticipar mediante el ordenador en alguna de las esas redes sociales en las que convergen millones de personas incapaces de decirte algo a la cara, pero verdaderamente locuaces si se trata de hablar enmascaradas en la sofisticada maleza del ciberespacio. Es difícil comprender que la comunicación necesite con tanta urgencia del aislamiento.

Yo dispongo de teléfono móvil desde hace años, pero me resulta por lo general tan útil para comunicarme como lo sería un pisapapeles porque soy reacio a lo urgente. Ese teléfono me vino en cierto modo impuesto porque mi familia necesitaba conocer mi paradero por culpa de mi costumbre de estar tres días sin aparecer por casa y temían telefonear a las funerarias y hacer el ridículo por no haberse asegurado antes de que estuviese depositado allí mi cadáver. A pesar de su disponibilidad, a menudo estoy incomunicado porque no considero que merezcan la pena la mayoría de las llamadas que recibo. A mí lo que me gusta es vivir de un modo relajado, sin prisas, con arreglo a la idea de que casi nada es tan apremiante como parece, ni tan perentorio que no pueda esperar. Un amigo mío se echó una novia que era azafata de vuelo. Salía de copas aprovechando que ella tuviese vuelo, pero siempre con el temor de que una inoportuna cancelación la devolviese inesperadamente a casa, le saliese al encuentro y se llevase una sorpresa desagradable. Su novia era una chica hermosa, pero trepidante. A mi amigo le gustaba la vida sin urgencias, los compromisos sin agobio, y resulta que buscando a la mujer de su vida sin darse cuenta se había enamorado de un tambor. Rompió con ella cuando ya no pudo resistir más el estrés de las cancelaciones y el consiguiente cambio de planes que le alejaba inesperadamente de sus amigos, unos tipos aplomados que en caso de incendio solo darían un paso más que el fuego. Ella le preguntó los motivos por los que rompían. Y él no se anduvo con rodeos: "Es por tus prisas, por tu estilo de vida trepidante. No puedo con eso, nena, lo siento. Tú resuelves angustiosamente por el móvil las cosas que yo arreglaría tranquilamente por correo. Yo sabía que eras azafata de vuelo cuando te conocí y por eso no puedo culparte de ese vertiginoso modo de vida, hoy aquí y mañana allí, el dichoso jet lag y todo eso􏰀 ¿Sabes?; me gusta que seas azafata. El problema es que para conciliar tu ritmo con el mío tendrías que ser la paciente azafata de un bacaladero". Lo dejaron al final de una agradable noche de copas. No volví a saber de ella. En cuanto a él, me dijeron que tomó la decisión de convivir con una serena chica sin prisas, una mujer que en caso de incendio pediría la vez para alejarse del fuego, una preciosidad que con treinta años de edad le prometió tomar la vida con tanta calma que tardaría por lo menos otros veinte en cumplir cuarenta.