martes, 29 de julio de 2014

Vidas destempladas - Jose Luis Alvite

Vidas destempladas - Jose Luis Alvite
Tengo por costumbre escribir con la ventana abierta para que el humo de los cigarrillos no se amontone como maleza en el aire. Si entra frío de la calle por la ventana abierta a mi izquierda, cerca de los pies pongo en funcionamiento a mi derecha un surtidor de aire caliente. En invierno escribo entre dos temperaturas y eso hace que mi cuerpo viva destemplado. Es una sensación que me gusta. Por una parte, el aire caliente me ayuda a percibir las entrañables sensaciones del hogar; por otra, el frío procedente de la calle me recuerda en la piel los alucinantes sinsabores de la vida a la intemperie, los años de dulce naufragio a caballo entre el placer y el remordimiento, en momentos de mi vida en los que comparada con las chicas que yo conocía, la muerte era una monja. Un hombre reflexiona de vez en cuando sobre su vida, analiza los hechos consumados y decide entre dejase ir o poner los pies en otro rumbo. A mí me ha ocurrido eso muchas veces y otras tantas desistí de tomar partido. Supuse que lo mejor era vivir entre la falta y la culpa, entre el error y la enmienda, de manera que me las arreglase para que lo que me pidiese por instinto el cuerpo no me lo reprochase por mala conciencia el alma. Es cierto que en todos estos años me hice muchos reproches morales y que sostuve una lucha continua entre la tentación de caer y la necesidad de levantarme. No es menos cierto que al final el placer pudo siempre más que la dignidad y tomé la decisión de seguir por el rumbo acariciante en el que ya estaba, confiado a mi buena estrella, seguro de ser un naufrago de corcho. Muchas noches me dije a mi mismo que aquello no estaba bien y que tarde o temprano la conciencia podría llevarme a comprar una soga de tres metros y a darle la fatídica patada a la banqueta. La verdad es que otras tantas noches me rehice de la tentación de corregir. Aunque por mi educación tuve siempre cierta necesidad de tranquilizar mi conciencia, al final en mi conducta se imponía algo que me dijo de madrugada un fulano en un garito: “Amigo mío, la conciencia es llevadera en verano y especialmente peligrosa y vulnerable en invierno. Es una simple cuestión de temperatura. Cambiar de cama y de pareja en el transcurso de una misma noche a mí no me supone ningún inconveniente moral por encima de los dieciocho grados centígrados. Lo malo es salir a la calle en esas crudas madrugadas de invierno. El peligro no está en tener una conciencia frágil, sino en abrigarse mal. Puede que resistas cualquier remordimiento, pero, ¿sabes?, es difícil sobreponerse si por culpa de los cambios de temperatura la mala conciencia va asociada al catarro”. Aquel tipo también vivía entre dos temperaturas. Yo lo hice durante mucho tiempo y tuve suerte. Mi conciencia me hizo unos cuantos reproches, pero nada de lo que no pudiese tranquilizarme mi buena salud. Ahora llevo una existencia más calmada y cometo solo errores que a veces apenas son conmemorativos y simbólicos. Mi moral es la de entonces, y las tentaciones, las mismas, solo que ahora me doy cuenta de que escribir entre dos temperaturas sobre mi vida no es en absoluto tan arriesgado como lo que hacía antes, no hace tanto tiempo, cuando de mis errores cambiando de cama, de mujer y de calle bajo la lluvia, no se enteraban ellas por mi cordial y afectuosa manera de mentir, sino por mi escandalosa forma de toser.