martes, 29 de julio de 2014

Experiencia, esa patología - José Luis Alvite

Experiencia, esa patología - José Luis Alvite
Un hombre que en los años de su juventud se contuvo de dejarse dominar por las hormonas y se resistió a que el entusiasmo le arrastrase a cometer errores, está condenado a ser en la edad madura un tipo amargo que se felicita por no haberse equivocado pero que en el fondo sabe que tendría que arrepentirse de no haber fracasado en la edad a la que tendría que haberlo hecho. La suerte de no haber caído de joven en algún vicio se corresponderá al cabo de los años con el insoportable arrepentimiento por no haberlo al menos intentado. No es cierto que los muchachos que se salvan de cometer errores puedan ser considerados sabios a una edad prematura. En la existencia de un hombre hay actitudes y circunstancias de su juventud que no tiene mucho sentido evitar. Es cierto que la sabiduría puede darse de manera excepcional a cualquier edad, pero por lo general se trata de una conquista que tiene más que ver con la experiencia que con la actitud y que por lo general aparece asociada a otras patologías. Ocurre lo mismo con al experiencia, que es lo que un hombre adquiere cuando por lo general ya no le sirve de nada, como el aficionado al tenis que aprende la bolea cuando ya sus piernas no le sirven para asestar el golpe antes de que la bola haya dado tres botes. En muchos casos la experiencia es un sustitutivo del vigor y una conquista que el ser humano por lo general no alcanza por su inteligencia, sino por su edad, por la misma razón que si aprende a no apurarse por nada no es porque lo considere una decisión inteligente, sino, lisa y llanamente, porque por culpa del colesterol le fallan las piernas. A mí me lo dijo de madrugada en un antro un tipo que entonces me doblaba la edad y ahora lleva algún tiempo reteniendo tierra en el cementerio: "No es cierto que la sensatez sea un logro. Cuando yo era joven hacía esfuerzos increíbles, a veces incluso sobrehumanos, que en apariencia carecían de sentido y a veces resultaban incluso contraproducentes. Reconozco haber tenido remordimientos de conciencia por culpa de que mis padres se lamentaban de mi poca cabeza. Ahora tengo la edad que entonces tenían mis padres y no pienso en absoluto como ellos. Me jode mucho haber envejecido. Daría lo que me queda de vida por unos cuantos días de desenfreno sin sentido. El problema es que me fallan las fuerzas. Habría querido ser un loco insensato, amigo mío, pero mi mala salud me obliga a la horrible resignación de ser un sabio. Hace meses en un chequeo me dijeron que tenía exceso de azúcar en sangre. Joder, cuando era un muchacho no tenía en la sangre nada que no hiciese arrancar el motor de un coche. Ahora tengo experiencia, si, es cierto, pero, maldita sea, ¿sabes que te digo?, era más feliz, mucho más, cuando a los veinte años de edad no había un solo error en el que no intuyese el placer de repetirlo, ni una herida que no cicatrizase con solo escupir en ella". Aquel tipo murió amargado a los pocos meses por culpa de lo azucarada que tenía la sangre. Yo aquella noche le escuché con relativa intención. Había conocido a otros como él y llevaba años metido hasta el cuello en la noche. Mi problema era que se me estaba yendo de las manos la juventud real y no había caído aun en todos los errores que de muchacho pensaba cometer. Ahora es distinto. He perdido el hábito de la noche y me cuesta resistirla. Después de una madrugada de desenfreno necesitaría la mañana entera en cama para rehacerme. ¡Que distinto era al principio, cuando incluso la muerte me parecía un hábito del que podría recuperarme con más facilidad que del vicio de fumar! Claro, ahora tengo experiencia y puedo alegarla en la tertulia de la sobremesa. Pero sé que me engaño a mi mismo. Un amigo mío que atraviesa por un bache emocional parecido, me comentó el otro día que había hecho planes para recuperar a destiempo los días de placer perdidos cuando era un muchacho. Localizó a una antigua novia que había enviudado y concertaron una cita para trasnochar. Lo hicieron, pero fue un fracaso. Mi amigo reconoció que al meterse en cama con ella se dio cuenta de que las posturas que le permitía su renovada conciencia juvenil, por desgracia se las impedía su dolorosa hernia discal. "Esto es lo que hay –admitió- Por mucho que me duela he de reconocer que las cosas que ahora pasan por la conciencia, eran más divertidas cuando por suerte solo me entraban por los ojos".