martes, 29 de julio de 2014

Olor a papel - Jose Luis Alvite

Olor a papel - Jose Luis Alvite
Cada vez que un adolescente me presenta a su chica como su primera novia, y aunque los vea a simple vista muy enamorados, sé que van a sufrir porque pasado algún tiempo aquello quedará en nada, cada uno se buscará otra pareja y con el paso de los años se recordarán con una pizca de nostalgia y relativo entusiasmo, sin descartar que incluso hayan caído en el olvido y ya no representen nada el uno para el otro. Hay pocas sensaciones que soporten incólumes el paso del tiempo. Yo no soy nada materialista para estas cosas, pero comprendo que haya tipos que si recuerdan a su primera novia no es porque ella fuese verdaderamente inolvidable, sino por el dinero que le costó en su día aquella relación. La chica que cenaba centollo es más inolvidable que la que se conformó con un bocadillo de tortilla aliñado con tanta mostaza que hasta le escocían los ojos al mirarlo. Los muchachos de ahora hacen sus gastos a escote con sus parejas y aunque la ruptura del noviazgo les causa dolor, al menos no les quebranta el bolsillo tanto como se lo quebrantó a sus padres o a sus abuelos muchos años antes, cuando para salir con una pareja, además de prever las reacciones de su chica en la última fila del cine, tenían que calcular con precisión sus gastos de mantenimiento. Yo sé que las mujeres son más espirituales que los hombres, tienen por lo general una percepción sensible del amor y suelen entregarse arrastradas por una mezcla de voluptuosidad y sensatez, aunque será razonable admitir también que hubo un tiempo en el que a conquistar el corazón de una mujer ayudaba mucho que en la barra del bar te adelantases a pagar su bocadillo de calamares, aprovechando, claro está, lo bien que a ella se le daba no darse cuenta de lo que hacías. Podía ocurrirle a cualquiera de nosotros que ella se sincerase con un aplastante sentido de la realidad: “Yo sé que tienes un alma sensible y que recogerías en un ramo para mí todas las flores del jardín público, y que darías la vida por mí, también lo sé, te juro que lo sé, pero tienes que comprender que tu amigo Moncho tiene coche”. Yo a mi primera novia le ofrecí desbrozar a su antojo el camino hasta plantarme a su lado en las puertas del cielo, pero ella, toda sinceridad, me dijo que lo que quería era que se enamorase de ella un chico que la llevase a las afueras de la ciudad en moto. Uno se da cuenta de estas cosas con el paso del tiempo, cuando se hace mayor y comprende que además de alimentar el alma, el amor es una cosa que a veces mejora mucho si incluye algo que merezca la pena masticar. Hay momentos para todo, lo sé, y no dudo de que una buena canción pueda ser decisiva para llegarle al corazón a tu pareja, pero, ¡demonios!, también sé que a veces a ella el dichoso poema de Neruda le apetece menos que una ración de gambas al ajillo. Hay en el desencadenamiento del amor un componente suculento y materialista que suele pasar inadvertido y tiene luego un peso indudable en el transcurso de la relación. Aunque resulta difícil descifrar el lirismo casi cristalográfico de la mirada femenina, uno sabe de manera intuitiva que cuando cierta clase de mujer se fija en él le esta averiguando al mismo tiempo el alma, la liquidez y los bienes raíces, que es lo que les ocurre a los marchantes de arte cuando de un cuadro lo que ven no es la intención o el significado, sino el precio. No seré yo quien condene esa perspicacia aritmética de ciertas mujeres a la hora de enamorarse, aunque admito que a mí eso me produce un indudable rechazo porque nunca pude entender que medio kilo de percebes pueda decir más del alma de un hombre que su fina sensibilidad poética y su soltura para robar flores en el parque. Pero así son a veces las cosas y así las veía la fulana que una madrugada me dijo en su tugurio: “Fui adolescente como cualquier mujer, cariño, y sé de qué demonios hablo cuando me refiero a eso que a veces por error alguna gente llama amor. También yo me enamoré del chico sensible que se gastaba el dinero en las librerías y le olía la boca a papel. Era un buen muchacho y en su momento me sentí orgullosa de que amenazase con suicidarse por mí si lo dejaba por otro. ¡Bobadas, periodista! Ahora tengo cuarenta tacos, soy diez mayor que mi madre a mi misma edad y sé que la dignidad es un desperdicio de la inteligencia, una jodida malformación de la sensatez. No digo que no sea conmovedor que un hombre diga que suicidará por tu amor, cariño, pero, ¿sabes que te digo?, a mí me gustan más los tipos que sé que se arruinarían por mi”.