martes, 29 de julio de 2014

Sexo con kebab - Jose Luis Alvite

Sexo con kebab - Jose Luis Alvite
Tengo dos o tres amigos homosexuales y de acuerdo con las estadísticas que se manejan, supongo que también lo serán algunos otras amistades que jamás lo confesaron. A mi me importa poco la tendencia sexual de la gente. Me alegro de que los homosexuales puedan manifestarse como tales con naturalidad y respeto a quienes prefieren camuflarse como uno más entre los heterosexuales. En ambos casos están en su pleno derecho, igual que uno puede reservarse la profesión que ejerce, el dinero que posee o sus vicios más personales. En nombre de exhibir su libertad, a veces los individuos se sienten presionados a hacer concesiones que no preveían y ventilan su intimidad más restringida solo para no parecer cobardes o reaccionarios. En otros casos, el homosexual se convierte en una especie de muestra gratuita de un falso sentido del humor exhibiendo un repertorio de gestos y frases que no deje lugar a dudas sobre su condición sexual. Eso explica que en el cine español y en las series de televisión nacionales el gay sea siempre un tipo extrovertido y coqueto que no hace en todo el día otra cosa que demostrar su condición sexual, algo tan absurdo como lo sería que el bombero saliese de copas con la manguera y el terrorista dejase constancia de sus sentimientos dinamitando el restaurante en el que acaba de cenar. Se han cometido muchas atrocidades contra los homosexuales invocando curiosamente su defensa desde una óptica supuestamente progresista, como ocurre en el cine de Almodóvar, en algunas de cuyas películas hasta parece que tenga "pluma" el perro del simpático chico gay. A mi no me parece que la dignidad de los homosexuales se repare convirtiéndolos en absurdas caricaturas. Quien haya visto "Brokeback Mountain" comprenderá de qué estamos hablando. Ang Lee puso en imágenes con absoluta seriedad los problemas de una pareja de vaqueros homosexuales enfrentados a los rigores sociales y a los prejuicios morales de los años sesenta, de los que ellos se evaden aprovechando el encubrimiento de su retiro profesional como pastores de ovejas en las inhóspitas y solitarias Montañas Rocosas. Ambos son gay y al mismo tiempo varoniles. Discuten, se enfadan y hasta se sacuden. Un hombre puede ser homosexual sin que se sienta obligado a perder esa cierta mala leche que tradicionalmente se les atribuye a los hombres muy masculinos. No hay nada escrito sobre que un gay no pueda blasfemar haciendo de vientre en el retrete. Es cierto que entre los homosexuales hay corrientes "blandas" y facciones consideradas "rudas", y que en función de cómo se alinee cada cual, así será su comportamiento gestual. A mi me parece muy bien que uno de mis amigos gay se lleve la mano al vientre con el mismo gesto premamá con el que lo hacen las mujeres que presienten en el útero el vacío emocional de la maternidad frustrada, pero también encuentro razonable que mi otro amigo de su misma condición sexual sea un coloso partiendo en mangas de camisa leña para la chimenea y que no descanse de su esfuerzo titánico hasta haber hecho pedazos una tonelada de troncos. Con los dos me siento muy a gusto, sinceramente, aunque sé que uno es ideal para encargarle los regalos para mis amigas y el otro es perfecto para partirse la cara por mí en cualquier pelea. A mi trae sin cuidado lo que hagan con su vida sexual porque para eso tiene cada uno su libertad y su conciencia. Pero tampoco necesito que nadie haga exhibiciones de sus inclinaciones, entre otras razones, porque tengo la impresión de que muchos homosexuales se sienten en el deber de proclamarlo constantemente ante los demás, como si su sexualidad fuese una enfermedad de la que tengan que prevenirnos. Mis amigos saben de qué va nuestra relación y lo llevamos estupendamente bien. No hay problemas jamás. Cada cual hace su papel lo mejor que puede y no recuerdo haber tenido dificultades de convivencia. Ellos evitan considerarme anticuado porque me gusten las mujeres y yo me tengo prohibidos los chistes de maricones. Y no digo que somos una piña, porque, sinceramente, ellos saben que a mi no me van las aglomeraciones ni me gusta sentarme sin haber retirado antes cualquier objeto punzante que haya en la silla. Mi amigo más dulce es amanerado y yo sé que le tienta mucho la feminidad. Yo le miro y encuentro razonable su deseo de que un golpecito hormonal le cambie de sexo. Nunca sería una mujer como las otras, pero eso tendría sin duda la ventaja de que jamás atascaría el retrete del "Corzo" con la "kebab" de sus compresas.