martes, 29 de julio de 2014

Libertad sin placer - Jose Luis Alvite

Libertad sin placer - Jose Luis Alvite
En momentos de la vida española en los que la doctrina de la Iglesia era casi tan influyente como las leyes civiles, y a veces incluso más temida, a los ciudadanos se nos reprochaban costumbres que se consideraba moralmente licenciosas, aunque se nos toleraban, y hábitos que comprometían nuestra salud. La Iglesia veía mal la promiscuidad sexual y condenaba el adulterio, pero no se metían ni con los bebedores, ni con quienes fumaban. Yo fui en mi adolescencia uno de aquellos creyentes temerosos de infringir las normas morales y al mismo tiempo disfruté con la tolerancia eclesial en relación con ciertos vicios. No sabría decir en qué momento me alejé de la Iglesia, pero soy consciente ahora de las razones por las que me gustaría alejarme también del Estado. Incluso creo que los poderes civiles son en la actualidad más vigilantes y severos de lo que lo fueron en su día las instancias religiosas. De hecho, la Administración civil no solo convirtió en delitos muchas de las infracciones que para la moral religiosa solo eran pecados, sino que ejerce una doble moral al permitir que se comercialicen productos cuyo consumo en teoría tendría que perseguir por razones sanitarias y que en cambio convierte en fuente de suculentas exacciones fiscales. Ningún gobierno se atrevió por ahora a un enfrentamiento frontal con la hostelería dictando medidas disuasorias del consumo alcohólico, pero las restricciones al consumo de tabaco en sus establecimientos suponen un auténtico castigo indirecto a los hosteleros. Vemos ahora que en su constante tentación represora, los poderes civiles extienden su vigilancia a una institución con la que ni siquiera Dios se había atrevido: la taberna. A lo mejor es que los políticos con el pretexto de velar por nuestra salud quieren obligarnos a una cierta sensatez que a donde nos conduce con descaro no es a las dudosas mieles de una longevidad imperativa, sino a la insoportable amargura de un aburrimiento irremediable. A mí las restricciones impuestas por los políticos a mis hábitos y a mis vicios me hacen mucho daño emocional. No comprendo sus criterios para imponerme la salud como un deber, cuando hasta ahora me la habían publicitado como un derecho. Naturalmente, como ciudadano que soy me atengo a las leyes y procuro cumplirlas. De todos modos, cualquier restricción que se me imponga en materia de consumo de tabaco la convertiré en una reducción drástica, y sin embargo, en cierto modo simbólica. Por la cantidad de cigarrillos que consumo cada día, yo mismo me reconozco un fumador compulsivo, de modo que en el peor de los casos, una reducción sensible del tabaco mejoraría relativamente mis esperanzas de vida gracias a haberme convertido en un fumador empedernido. La verdad es que nunca entenderé que para conquistar la libertad los ciudadanos hayamos de renunciar a los goces que la constituyen. En eso el Estado es tan absurdo como la Iglesia cuando recomienda a sus seguidores el orgasmo sin placer.