martes, 29 de julio de 2014

Una llave en el sepulcro - Jose Luis Alvite

Una llave en el sepulcro - Jose Luis Alvite
Es cierto que tuve unos cuantos fracasos sentimentales que me hicieron daño y que si me sobrepuse a ellos fue gracias a que nunca me metí en un incendio del que no conociese a tiempo la salida. Puede que en la vida en pareja los tipos como yo no adquieran grandes conocimientos de los avatares del hogar, lo reconozco, pero también es verdad que por lo menos aprende uno a dormir de pie y a hacer deprisa las maletas. A mi primera mujer no supe que decirle en la despedida final porque no hubo tiempo para mucho. Recuerdo que le di dos sorbos a un café mientras el ascensor subía hasta el piso desde el portal y evité parpadear porque tenía los ojos húmedos. No fue un final de película, como me habría gustado, aunque ella no me dejará por mentiroso si recuerdo que le dije que si yo muriese antes que ella, le pedía de favor que arrojase una llave de su casa en la tierra de mi sepulcro por si la muerte me ayudaba a recapacitar y en un arranque de nostalgia acordaba volver. Aquello no tuvo remedio y después de trillar con la memoria los sinsabores de la convivencia, mi matrimonio en cierto modo se convirtió en un error imperdonable, en un puñado de reproches y creo que incluso en un agradable recuerdo. Conocí en una ocasión a una muchacha salmantina que estaba de paso en mi ciudad y le hice una entrevista turística para el periódico en el que trabajaba entonces. Aquella noche salí con ella y la invité a bailar en un pub de la Zona Vieja de la ciudad. Repetimos en la misma noche una docena de veces aquella canción en la que alguien decía “Sé que aun me queda una oportunidad”. No fui su mejor pareja de baile pero no le importó reconocer que era la persona con la que más veces no había podido bailar a gusto una canción. Me disculpé por mi torpeza y le rogué que a su regreso a Salamanca me hiciese llegar con urgencia la factura del podólogo. Fue una agradable velada hasta bien entrada la madrugada gracias a que yo no tenía nada mejor que hacer y ella no dio con una buena excusa para marchar, sin olvidar que en contra de ella se puso la circunstancia de que llovía a cántaros y el taxi más cercano estaba probablemente con las cuatro ruedas pinchadas en su cochera. Dos días más tarde le dediqué mi columna del periódico, me telefoneó y quedamos. Como a mi entonces no me importaba en absoluto confundir la gratitud con el amor, acepté que fuésemos pareja los cinco días que siguieron. Después ella regresó a su ciudad y yo continué dando tumbos por escrito en la mía. Años más tarde la resucité con otro nombre y la convertí en el personaje de ficción que en una crónica del Savoy me decía: “Juré no volver a verte, cariño. Tenía mis motivos para jurar aquello. Luego supe que estabas muy enfermo y he vuelto porque sé que no tienes quien cierre tus ojos”. Aquello en la radio no quedaba nada mal. Naturalmente, fue un hallazgo tardío. Por desgracia, cada vez que cometo un error le pongo remedio cuando hasta puede que sea contraproducente remediarlo. Ahora mismo no sabría decir si la solución a mis problemas de pareja sería vivir con más calma o escribir más rápido...