martes, 29 de julio de 2014

Sangre de jabalí - Jose Luis Alvite

Sangre de jabalí - Jose Luis Alvite
Si quienes abatieron a tiros a Ernesto “Che” Guevara pretendieron destruir su aureola revolucionaria mostrándole al mundo su cadáver semidesnudo y acribillado a tiros, se equivocaron por completo y no consiguieron otra cosa que consagrarlo como un mito. Equivocado o no, Guevara fue un luchador porque dio la cara y se jugó la piel hasta pagar con la vida su arrogancia, su estupidez o sus sueños. No ocurre lo mismo en el caso de Osama Bin Laden, cuyo cadáver redondea una peripecia de diez años en la que jamás ha tenido a su favor el aura romántica de un guerrillero legendario, ni el beneficio de la duda respecto de que hubiese luchado por una causa justa. Al ver su rostro ensangrentado en televisión no he sentido la menor tristeza, tampoco piedad, ni siquiera la compasión que a veces recuerdo haber sentido por una fiera reventada con disparos de postas o por un criminal abatido a tiros mientras atracaba un banco para pagar la hipoteca vencida del piso con el dinero del botín. Reaccioné frente a esa foto del terrorista árabe como supongo que reaccionaría el campesino mientras contempla, como un guiñol caído en el suelo, la cabeza del jabalí que había destrozado días antes su cosecha. Yo sé que Bin Laden era un ser humano, pero no me importa admitir que en este caso su muerte me ha dejado impasible, dicho sea con generosidad y con el esfuerzo que me supone no reconocer que su cadáver me ha producido cierto alivio emocional y ningún contratiempo moral, como si se tratase de una peligrosa alimaña abatida en el transcurso de una larga y concienzuda montería. Ahora comparo su rostro con el de Guevara recién asesinado y aun sin desangrar, y entiendo que Bin Laden jamás se convertirá en un souvenir, ni acabará estampado en las camisetas que se venden, sin otra ideología que la del dinero y la publicidad, en los grandes almacenes de todo el mundo. Puede que alguien salga ahora diciendo que la muerte de Bin Laden es el resultado deplorable de esa montaraz filosofía americana del ajuste de cuentas al margen de la Ley, que tiene tanto que ver con el pasado puritano y fronterizo de una sociedad inquieta y algo caótica en la que nadie meaba el café donde lo hubiese sorbido, un conglomerado de intereses, de pudor y de furia en el que los niños aprendían en la escuela a leer la Biblia y a hacer con una soga el nudo corredizo de la horca. No seré yo quien discuta esa furia antropológica del pueblo americano, ni pondré en duda su primitivismo moral, pero en el caso de Bin Laden, sinceramente, estoy del lado de quienes festejaron su cadáver y no me importa que la muerte del terrorista haya sido el resultado irracional de la ira y no la consecuencia reflexiva de la Ley. Supongo que si pienso así será porque desde la óptica de mi cambiante rusticidad moral lo que veo en esa imagen ensangrentada de los telediarios no es la fotogenia siempre sobrecogedora y triste de un ser humano muerto a tiros, sino la cabeza hermética de un asesino y la incisiva furia dental de una alimaña capaz de devorar a enganchones su propio rostro. Y no me cabe duda de que si le diesen tierra a su cadáver, el rostro escarmentado y cinegético de Osama Bin Laden podría desvelar a varios centenares de generaciones de gusanos que si se lo comen con ansia, no será por placer, sino por falta de luz.