martes, 29 de julio de 2014

Chica con correa - Jose Luis Alvite

Chica con correa - Jose Luis Alvite
A mi desde hace bastante tiempo me ocurre que cuando me reúno a comer con alguien me desentiendo del menú porque lo que de verdad me interesa es la sobremesa. También es cierto que me resisto a comer fuera de casa porque por lo general encuentro poco interesantes las conversaciones que siguen al almuerzo o a la cena. A veces la sobremesa languidece en poco tiempo y lo más inteligente es levantarse de la mesa, agradecer la compañía y fingir interés en que se repita el encuentro. En las pocas ocasiones que salgo a comer fuera por asuntos de trabajo, pongo como condición que no seamos más de cuatro en la mesa y que al menos uno de los comensales sea mujer. Durante el almuerzo se tratan por lo general asuntos intrascendentes, circunstanciales, relativos al menú, a la dieta de alguno de los presentes o a lo cambiante que está el tiempo en la calle, hasta que en los postres sale a relucir el motivo crucial del encuentro, algo que a mi, dicho sea de paso, tampoco me hace mucha ilusión porque se maneja un vocabulario técnico que no solo me produce incomodidad, sino que a menudo es causa determinante de rechazo. Entonces miro para la invitada y me pregunto en qué diablos estará pensando, cuales serán sus ideales y sus sueños, qué día le corresponde ovular y cuanto le habrá costado su última depilación. A veces ella come tan poco que ni siquiera arruga la servilleta, ni se le despintan los labios. Mientras los otros dos comensales debaten aspectos técnicos relacionados con el motivo del encuentro, yo escribo algo en un papelito y le paso a ella la nota aprovechando que ellos están muy entretenidos con su vanidad y su jerga: “A las once está abierta la puerta del “Corzo”, a cuatrocientos metros de aquí, en una calle concurrida en la que solo te atracan si entras a comprar ropa en alguna tienda de moda. Estos dos al final se pondrán de acuerdo sin ningún motivo para estarlo y harán un negocio cuyo primer estropicio será pagar la cuenta del restaurante”. Hice algo así en una ocasión y pasadas las doce de la noche ella bajaba las escaleras del “Corzo” segura de encontrarme. Tomamos unas cuantas copas juntos. Me contó que llevaba algún tiempo saliendo con uno de los comensales de aquel día y que estaba pensando en darle un giro a su vida. “No hacemos jamás nada que no esté de antemano en su agenda –me dijo– hasta el punto de que si salimos de viaje no hace una sola parada a la que no le encuentre provecho. En una ocasión llevamos en el coche a su perro. Yo necesitaba ir al baño, pero no se detuvo hasta que tuvo esa necesidad su precioso “husky” siberiano que a mi me parece más emotivo que él. A veces de manera un poco mecánica me dice que me quiere, pero no estoy segura de que mi alma le importe más que su corbata. A veces tengo la sensación de que lo único que me une a ese hombre es la correa del perro”. Aquella fue una velada agradable hablando de la inutilidad sentimental de la gente eficaz. Mi parte en aquel negocio se esfumó sin haberla casi peleado y ella desapareció de mi vida sin dejar siquiera el contundente rastro de algún pufo inolvidable. Hubo luego otras cenas, otros negocios y gente nueva. Y yo pensé en lo que rica que serían algunas personas si no se gastasen el dinero en cenas que solo sirven para encarecer el fracaso de cualquier negocio incipiente. A lo largo fe mi vida me regalaron unas cuantas agendas y lo cierto es que jamás las he utilizado. Siempre he pensado que las cosas que uno no recuerda con facilidad son por lo general las mismas que vale la pena olvidar. Por eso estoy seguro de que mis citas de negocios más rentables fueron justo aquellas a las que por cualquier descuido nunca acudí.