martes, 19 de febrero de 2013

Zapatero: irse sin pagar - Antonio García Barbeito


Zapatero: irse sin pagar - Antonio García Barbeito

Dice se va y encima se ríe, como si hiciera gracia, como si estuviésemos en una romería y acabara de invitarnos a todos a pasar el día en su carreta, por su cuenta, y de pronto dijera que se vuelve. Dice que se va y pone cara de haber contado un buen chiste y no le hemos reído la gracia. Dice que se va y lo dice como el entrenador que decide no seguir porque está cansado de ganar campeonatos con el mismo equipo. Dice que se va y lo dice con cara de jugador que ha vaciado la banca del Casino. Así también convido yo a las rondas que hagan falta a todo el que esté en el mostrador. Así, gratis, sin que tenga que presentar cuentas de nada, también digo yo que me voy; yo y cualquiera. Pero ese decir «me voy» supone que la cuenta es nuestra, que sus errores tenemos que pagarlos nosotros, que su cabezonería —suponiendo que no fuera ceguera o intención de ocultar la verdad— la estamos pagando a un altísimo precio. Dice que se va y lo dice con muchos meses de antelación, vamos, como si el presidente quisiera darnos tiempo para organizarle un homenaje de despedida.

Dice que se va, que no vuelve a presentarse, y lo dice cuando ha dejado a España en puestos de descenso, que nos deja lo que nos deja: un país con cerca de cinco millones de parados y sin una mala receta para empezar a soñar con una mejoría. Es como si se nos averiara el Rolex, pusiéramos cara de preocupación y un voluntario nos dijera que se lo dejemos, que él lo arregla, y cuando ha abierto el reloj, tiene las piezas repartidas sin saber cómo encajarlas y se da cuenta de la barbaridad que ha cometido —tanta como el que le fió el reloj—, mete todas las piezas en una bolsita, nos mira sonriente y nos dice: «Toma, que estoy cansado y no tengo ganas de seguir». Dice que se va. Ya era hora. Pero merecemos al menos que lo dijera con seriedad, y pidiendo disculpas, y reconociendo que no ha podido ni puede; que la situación no está para bromear con estas cosas ni usar de una postiza alegría. Pero no, ni hablar, de eso ni mijita. El presidente anda tan sobrado de autoestima, que lo dice como si se hubiese cansado de ponernos ricos, como si se aburriera de hacerlo bien. Este hombre es de los que llevan a un enfermo en una ambulancia, le quitan el suero y lo cambian a un coche fúnebre y le dicen que se eche en el ataúd, que va a ir más cómodo, y quieren que el enfermo les dé las gracias. Vamos, de esos que se encierran con las tres chicas más caras de un puticlub y, muy sonriente, cuando acaba, les dice: «Chicas, hoy no os voy a cobrar».